EL ESPIRITU
SANTO Y LA CONVERSION DEL MUNDO
El Espíritu Santo tomó ayer
posesión del mundo, y sus comienzos en la misión que había recibido del Padre y
del Hijo anunciaron su poder, y preludiaron con ostentación sus futuras conquistas.
Vamos a seguir su camino y sus acciones sobre la tierra que le fué confiada; la
sucesión de los días de Octava tan solemne nos permitirá señalar una tras otra
sus obras en la Iglesia y en las almas.
ISRAEL Y LA GENTILIDAD. —
Jesús es el Rey del mundo; recibió de su Padre las naciones en herencia. El mismo
nos declaró que "le ha sido otorgado todo poder en el cielo y en la
tierra". Pero subió al cielo antes de establecerse su imperio en este mundo.
El pueblo de Israel a quien hizo escuchar su palabra, a cuyos ojos realizó los
prodigios que atestiguaban su misión, le despreció y dejó de ser su pueblo.
Sólo algunos de sus miembros le recibieron y le recibirán todavía; pero la masa
de Israel suscribe la exclamación sacrilega de sus pontífices: "No
queremos que reine sobre nosotros"". La gentilidad está también tan
alejada de recibir al hijo de Maria por su señor. Desconoce su persona, su
doctrina y su misión. Las antiguas tradiciones de la religión primitiva se han borrado
gradualmente. El culto de la materia ha invadido tanto al mundo civilizado como
al mundo bárbaro, y se ha prodigado adoración a toda criatura. La moral está
alterada hasta en sus fuentes más sagradas y más inviolables. La razón se ha
oscurecido en esta minoría imperceptible que se gloría del nombre de filósofos;
"se desvanecieron sus pensamientos y se oscureció su insensato corazón "Las
razas humanas emigradas se han mezclado sucesivamente por la conquista. Tantos
transtornos sólo dejaron en los pueblos la idea de la fuerza, y el colosal
imperio romano del César cae con todo su peso sobre la tierra. Es el momento
que el Padre celestial escogió para enviar a su Hijo a este mundo. No hay lugar
para un rey de las inteligencias y de los corazones; con todo eso, es necesario
que Jesús reine sobre los hombres y que su reino sea recibido.
EL PRÍNCIPE DE ESTE MUNDO. — Entretanto, se ha
presentado otro señor y los pueblos le acogieron. Es Satanás, y su imperio se
ha establecido con tanto poder, que Jesús mismo le llama el Príncipe de
este mundo. Es menester "echarle fuera" '; se
trata de arrojarle de sus templos, de expulsarle de las costumbres, del
pensamiento, de la literatura, de las artes, de la política; porque todo lo
posee. No es sólo la humanidad depravada quien resiste; es el fuerte armado quien
la guarda como su dominio y que no cederá ante una fuerza creada. Todo está,
pues, contra el reino de Cristo, y nada a su favor. ¿Qué sirve a la impiedad
moderna decir, contra la evidencia de los hechos, que el mundo estaba preparado
a una tan completa revolución? ¡Como si todos los vicios y todos los errores
fuesen una preparación a todas las virtudes y a todas las verdades!; ¡como si bastase
al hombre vicioso sentir la miseria, para comprender que su desgracia viene de
que está en el mal y resolverse a ser de repente, y a costa de todos los sacrificios,
un héroe de virtud! No, para que Jesús reinase sobre este mundo perverso era necesario
un milagro y el mayor de todos, un prodigio que, como dijo Bossuet, no tiene
término de comparación más que con el acto creador que hizo salir los seres de
la nada. Además, este prodigio, ¿quién lo ha hecho sino el Espíritu Santo? Fué
él quien quiso que nosotros, que no vimos a Nuestro Señor Jesucristo, estuviésemos
tan seguros de su naturaleza divina y de su misión de Salvador, como si hubiésemos
sido testigos de sus milagros y oyentes de sus enseñanzas. Con este fin ha
obrado este prodigio de los prodigios, esta conversión del mundo, en la que
"Dios escogió lo que era más débil en el mundo para hacerlo fuerte, lo que
no es nada para destruir lo que es " En este hecho inmenso y más luminoso
que el sol, el Espíritu Santo ha hecho visible su presencia y se ha dado
testimonio de sí mismo.
ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO SOBRE LOS APÓSTOLES. — Veamos de qué medio se ha servido para asegurar el reino de Jesús sobre el mundo. Volvamos de nuevo al Cenáculo. Considera a estos hombres revestidos ahora de la virtud de lo alto. ¿Qué eran ha poco? Gente sin influencia, de condición baja, sin letras, de una debilidad conocida. ¿No es verdad que el Espíritu Santo hizo de ellos en seguida hombres elocuentes y del más alto valor, hombres a los que el mundo conocerá pronto y que obtendrán sobre él una victoria ante la cual palidecerán de los más gloriosos conquistadores? También es menester que la incredulidad lo confiese, el hecho es demasiado evidente: el mundo se ha transformado, y esta transformación es la obra de estos pobres judíos del Cenáculo. Recibieron el Espíritu Santo el día de Pentecostés y este Espíritu Santo cumplió en ellos lo que tenía que hacer. Les ha dado
tres cosas ese día: ta palabra figurada por
las lenguas, el ardor del amor representado por el fuego y el don de los milagros que ejercen al punto. La palabra es la espada de que están armados, el amor es el alimento del valor que les hará desafiarlo todo y por el milagro atraerán la atención de los hombres. Tales son los medios ante los cuales el Príncipe del mundo será obligado a capitular, por los que el reino del Emmanuel se establecerá en su dominio, y todos estos medios proceden del Espíritu Santo.
SOBRE TODOS LOS HOMBRES. — Pero
no limita allí su acción. No basta que los hombres oigan resonar la palabra,
que admiren el valor, que vean los prodigios. No basta que vean el esplendor de
la verdad, que sientan la belleza de la virtud y reconozcan la vergüenza y el
crimen de su situación. Para llegar a la conversión del corazón, para reconocer
un Dios en este Jesús, que se les va a predicar, para amarle y ofrecerse a él en
el bautismo y hasta el mismo martirio, es necesario que el Espíritu Santo
intervenga. El solo, como dice el Profeta, puede quitar de su pecho el corazón
de piedra y sustituirle por un corazón de carne capaz de experimentar el
sentimiento sobrenatural de la fe y del amor. El Espíritu divino acompañará
siempre a sus enviados; para ellos la acción visible, para él la acción
invisible, y la salvación del hombre resultará de esta colaboración. Será
necesario que ambas acciones se ejerzan sobre cada individuo, que la libertad
de cada uno acepte y se entregue a la predicación exterior del apóstol y a la
moción interior del Espíritu. Ciertamente es una gran obra llevar a la raza
humana a confesar a Jesús por su rey y señor; la voluntad perversa se resistirá
mucho tiempo; pero, pasados tres siglos, el mundo civilizado se pondrá bajo la
cruz del Redentor.
LA CONVERSIÓN DE LOS JUDÍOS.
— Era justo que el Espíritu Santo y sus enviados se
dirigiesen primero al pueblo de Dios. Este pueblo "había recibido en
depósito los oráculos divinos"1. Había suministrado la sangre de la
redención, Jesús había declarado que era enviado "a las ovejas perdidas de
la casa de Israel". Pedro, su vicario, debía heredar la gloria de ser el
Apóstol del pueblo circuncidado, aunque la gentilidad, en la persona de
Cornelio el Centurión, debía ser por él introducida en la Iglesia, y la
emancipación de los gentiles bautizados proclamada por él en la asamblea de
Jerusalén. Pero el honor se debía en primer lugar a la familia de Abraham, de
Isaac y de Jacob; por eso, el primer Pentecostés es judío, porque nuestros primeros
antepasados en este día son judíos. El Espíritu Santo reparte primero sus dones
a la raza de Israel. Ved partir ahora de Jerusalén a estos judíos que han
recibido la palabra, y cuyo bautismo ha hecho verdaderos hijos de Abraham.
Terminada la solemnidad, vuelven a las provincias de la gentilidad que habitan,
llevando en sus corazones a Jesús, a quien han reconocido por el Mesías rey y
salvador. Saludemos estas primicias de la Iglesia, a estos trofeos del Espíritu,
a estos portadores de la buena nueva. No tardarán en ver llegar a los hombres
del Cenáculo que se volverán hacia los gentiles, después de la inútil intimación
hecha a la orgullosa e ingrata Jerusalén. Una débil minoría de la nación judía
ha consentido, pues, en reconocer al hijo de David por el heredero del Padre de
familia; la masa ha permanecido rebelde y corre obstinadamente a su pérdida.
¿Cómo calificar su crimen? Esteban, el Protomártir, nos lo enseña. Dirigiéndose
a estos indignos hijos de Abraham: "Hombres de dura cabeza, les dijo, corazones
y oídos incircuncisos, resistís continuamente al Espíritu Santo "Tan culpable
negativa de obedecer en la nación privilegiada da la señal de la emigración de
los Apóstoles hacia la gentilidad. El Espíritu Santo no les abandona ya, y en
adelante, sobre los pueblos sentados en las sombras de la muerte, esparcirá los
torrentes de la gracia que Jesús mereció a los hombres por su Sacrificio sobre
la cruz.
LA CONVERSIÓN DE LOS PAGANOS.
— Estos portadores de la palabra de vida se llegan a las
regiones paganas. Todo se aúna contra ellos, pero triunfan de todo. El Espíritu
que les anima fecundiza en ellos sus dones. Obra al mismo tiempo sobre las
almas de sus oyentes, la fe en Jesús se extiende con rapidez y pronto
Antioquía, luego Roma y Alejandría, ven levantarse en su seno una población
cristiana. La lengua de fuego recorre el mundo; no se detiene ni en los límites
del imperio romano, predestinado, según los Profetas, a servir de base al
imperio de Cristo. La India, China, Etiopía y cien pueblos lejanos oyen la voz
de los Evangelistas de la paz. Pero no les basta dar testimonio por la palabra a
la dignidad real de un Señor, también le deben el testimonio de la sangre. No
serán tardos. El fuego que les abrasó en el Cenáculo les consume en el
holocausto del martirio. Admiremos aquí el poder y la fecundidad del Espíritu
divino. A estos primeros enviados sucede una generación nueva. Los nombres
están cambiados, pero la acción continúa y continuará hasta el fin de los
tiempos, porque es menester que Jesús sea reconocido por salvador y señor de la
humanidad, y que el Espíritu Santo ha sido enviado para operar este
reconocimiento sobre la tierra.
LA DERROTA DE SATANÁS. — El
Príncipe de este mundo, "la vieja serpiente” se agita con violencia para
impedir las conquistas de los enviados del Espíritu. Crucificó a Pedro, cortó
la cabeza a Pablo e inmoló a sus compañeros; mas cuando los jefes
desaparecieron, su orgullo fue sometido a una prueba más dura todavía. El
misterio de Pentecostés produjo un pueblo entero; la semilla apostólica germinó
en proporciones gigantescas. La persecución de Nerón pudo derribar los jefes
judíos del Nuevo Testamento; pero ved ahí a la gentilidad establecida en la Iglesia.
Como cantábamos ayer "el Espíritu del Señor llenó toda la tierra".
Vemos, desde fines del primer siglo, la espada de Domiciano cebarse aun en los
miembros de la familia imperial. Pronto los Trajanos, los Adrianos, los Antoninos,
los Marco Aurelios, espantados del competidor Jesús Nazareno, se lanzan sobre su
rebaño; pero en vano. El Príncipe del mundo les había armado con la política y
con la filosofía; el Espíritu Santo deshace estos falsos prestigios, y la
verdad se extiende sobre la faz del mundo. A estos sabios suceden tiranos
furiosos, un Severo, un Decio, un Gallo, un Valeriano, un Aureliano, un
Maximiano; la carnicería se extiende por todo el imperio, porque hay cristianos
por todas partes. En fin, el esfuerzo supremo del Príncipe del mundo está en la
horrorosa persecución decretada por Diocleciano y los feroces Césares que
comparten con él el poder. Habían decretado el exterminio del cristianismo, y
ellos son los que, después de derramar torrentes de sangre, se hunden en la
desesperación y en la ignominia. ¡Qué magníficos son tus triunfos, divino Espíritu!
¡Qué sobrehumano es el imperio del Hijo de Dios, cuando lo estableces así
contra todas las resistencias de la debilidad y de la malignidad humanas, ante
Satanás, cuyo reino parecía! consolidado para siempre en la tierra! Pero jamas
el futuro rebaño del Redentor y extiendes en millones de almas el atractivo por
una verdad que exige tan tremendos sacrificios. Derribaste los pretextos de una
vana razón con i prodigios innumerables, y caldeando luego por el amor estos
corazones arrancados de la concupiscencia y del orgullo, les envías llenos de
un entusiasmo tranquilo a la muerte y a las torturas.
LA VICTORIA DE LOS MÁRTIRES.
— La promesa de Jesús se cumplió cuando sus fieles
comparecían ante los ministros del Príncipe del mundo. ! Había dicho: "No os
preocupéis por lo que habéis de hablar o decir. Entonces se os dará lo que
tengáis que decir; porque no hablaréis vosotros, sino el Espíritu de vuestro
Padre será quien hable por vosotros" Podemos juzgar aún de ello leyendo las
Actas de nuestros mártires, siguiendo estos interrogatorios y estas respuestas sencillas
y sublimes que se escapan de en medio de los tormentos. La voz del Espíritu es quien
lucha y quien triunfa. Los asistentes decían: "¡Grande es el Dios de los
cristianos!", y más de una vez se vió que los verdugos seducidos por una elocuencia
tan elevada, se declaraban discípulos de Dios tan poderoso, y se colocaban de
súbito entre las víctimas que desgarraban poco ha. Sabemos, por los monumentos contemporáneos,
que la arena del martirio fué la tribuna de la fe, y que la sangre de los mártires,
unida a la belleza de su palabra, fue la semilla de los cristianos. Tres siglos
después de estas maravillas del divino Espíritu, la victoria fué completa,
Jesús era declarado Rey y Salvador del mundo, doctor y redentor de los hombres.
Satanás era expulsado del dominio que había usurpado, el politeísmo, cuyo autor
fué, era reemplazado por la fe en un solo Dios, y el culto bajo de la materia
era objeto de vergüenza y de desprecio. Así, tal victoria, que tuvo por primer
teatro el imperio romano, y que no ha dejado de extenderse de siglo en siglo a
tantas naciones infieles, es la obra del Espíritu Santo. La manera milagrosa
con que se cumplió contra todas las previsiones humanas es uno de los
principales argumentos sobre los que descansa la fe. No hemos visto, no hemos
oído al Señor Jesús; pero le confesamos por Dios nuestro, a causa del
testimonio que de él ha dado tan visiblemente el Espíritu Santo que nos ha
enviado. ¡Gloria sea por siempre a este divino Espíritu, reconocimiento y amor
de toda criatura!, porque nos ha puesto en posesión de la salvación que el
Emmanuel nos habia traído.
EL DON DE PIEDAD
El
don de Temor de Dios está destinado a sanar en nosotros la plaga del orgullo;
el don de piedad es derramado en nuestras almas por el Espíritu Santo para
combatir el egoísmo, que es una de las malas pasiones del hombre caído, y el
segundo obstáculo a su unión con Dios. El corazón del cristiano no debe ser ni
frío ni indiferente; es preciso que sea tierno y dócil; de otro modo no podría
elevarse en el camino al que Dios, que es amor, se ha dignado llamarle. El
Espíritu Santo produce, pues, en el hombre el don de Piedad, inspirándole un
retorno filial hacia su Creador. "Habéis recibido el Espíritu de adopción,
nos dice el Apóstol, y por este Espíritu llamamos a Dios: ¡Padre!
¡Padre!". Esta disposición hace al alma sensible a todo lo que atañe al
honor de Dios. Hace que el hombre nutra en sí mismo la compunción de sus pecados,
a la vista de la infinita bondad que se ha dignado soportarle y perdonarle, con
el pensamiento de los sufrimientos y de la muerte del Redentor. El alma
iniciada en el don de Piedad desea constantemente la gloria de Dios; querría llevar
a todos los hombres a sus pies, y los ultrajes que recibe le son
particularmente sensibles. Goza viendo los progresos de las almas en el amor y
los sacrificios que este amor les inspira para el que es el soberano bien.
Llena de una sumisión filial para con este Padre universal que está en los
cielos, está presta a cumplir todas sus voluntades. Se resigna de corazón a todas
las disposiciones de la Providencia. Su fe es sencilla y viva. Se mantiene
amorosamente sometida a la Iglesia, siempre pronta a renunciar a sus ideas más
queridas, si se apartan de su enseñanza o de su práctica, teniendo horror instintivo
a la novedad y a la independencia. Esta ofrenda a Dios que inspira el don de Piedad
al unir el alma a su Creador por el afecto filial, le une con un afecto
fraterno a todas las criaturas, porque son la obra del poder de Dios y porque
le pertenecen. En primer lugar, en los afectos del cristiano animado del don de
Piedad se colocan las criaturas glorificadas, en los que Dios se regocija eternamente,
y que ellas se regocijan de él para siempre. Ama con ternura a María, y está
celoso de su honor; venera con amor a los santos; admira con efusión a los
mártires, y los actos heroicos de virtud cumplidos por los amigos de Dios; ama
sus milagros, honra religiosamente las reliquias sagradas. Pero su afecto no es
sólo para las criaturas coronadas en el cielo; las que están aún aquí tienen
gran acogida en su corazón. El don de Piedad le hace encontrar en ellas a Jesús
en persona. Su benevolencia para con sus hermanos es universal. Su corazón está
dispuesto al perdón de las injurias, a soportar las imperfecciones de otro, excusando
las faltas del prójimo. Es compasivo con el pobre, solícito con el enfermo. Una
dulzura afectuosa revela el fondo de su corazón; y en sus relaciones con los
hermanos de la tierra se le ve siempre dispuesto a llorar con los que lloran, a
regocijarse con los que se regocijan. Tal es, Espíritu divino, la disposición
de los que cultivan el don de Piedad que has derramado en sus almas. Por este
beneficio inefable neutralizas el triste egoísmo que marchita su corazón, le
libras de esta aridez odiosa que hace al hombre indiferente con sus hermanos, y
cierras su alma a la envidia y al rencor. Por eso ha tenido necesidad de esta
piedad filial para su Creador. Ha enternecido su corazón, y este corazón se ha
fundido en un vivo afecto por todo lo que sale de las manos de Dios. Haz que
fructifique en nosotros tan precioso don; no permitas que sea sofocado por el
amor a nosotros mismos. Jesús nos ha animado diciendo que su Padre celestial
"hace salir su sol sobre los buenos y los malos"; no consientas,
Paráclito divino, que indulgencia tan paternal sea ejemplo perdido, y dígnate
desarrollar en nuestras almas este germen de sacrificio, de benevolencia y de
compasión que has colocado allí cuando tomabas posesión de ella por el
Bautismo.
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