miércoles, 25 de mayo de 2016

"CARTAS PASTORALES Y ESCRITOS por S.E. MONSEÑOR MARCEL LEFEBVRE"

Carta Pastoral n° 29
MARÍA, MADRE DE LA IGLESIA 


En el curso de este mes de María, mientras tenemos todavía frente a los ojos el llamado emocionado del Santo Padre pidiéndonos dirigir insistentes oraciones a María, Madre de la Iglesia, por el concilio y por la paz, me parece oportuno atraer su atención sobre la importancia considerable de esta proclamación solemne y conciliar respecto de María, Madre de la Iglesia. Todas las verdades que la Iglesia afirma de María, tienen un valor teológico excepcional, ya sea que se trate de María, Madre de Dios, de su Inmaculada Concepción, de su Asunción y hoy de su Maternidad hacia la Iglesia. Es claro que se puede, a partir de estas verdades concluir a todas las tesis fundamentales de la doctrina de la Iglesia. Es igualmente notable que cada una de estas verdades, descarta por el hecho mismo concepciones incompatibles con la doctrina de la Iglesia. Y el momento es oportuno para esta última proclamación solemne.

Digamos primero algunas palabras de las circunstancias de este extraordinario acontecimiento que la prensa omitió o del cual habló muy sucintamente. Jamás se hablará suficientemente, pues en la historia de la Iglesia, el Concilio Vaticano II permanece ante todo aquel que proclamó a María, Madre de la Iglesia. Ninguna de las decisiones conciliares encontró parecido asentimiento entusiasta de parte de los Padres. Las otras proposiciones doctrinales han sido aprobadas después de numerosas dificulta-des y necesitaron puestas a punto de última hora para hacer una casi unanimidad, que lo más a menudo no era muy entusiasta, porque nadie estaba perfectamente satisfecho del texto propuesto. En cambio, si la verdad de María, Madre de la Iglesia, ha sido un poco contestada, más bien por algunos “expertos” que por los Padres, en el momento de la proclamación por el sucesor de San Pedro, el entusiasmo culminó; salvo algunos dudosos, los 2400 Padres acompañados por una muchedumbre de fieles transportados de alegría espiritual se levantaron y aplaudieron largamente el gesto del Soberano Pontífice. ¡Sí! es bajo el estremecimiento del Espíritu Santo y en un transporte totalmente sobrenatural que fue proclamada solemne y conciliarmente la Maternidad de María hacia la Iglesia. Nada le faltaba a ese acontecimiento para que estuviese verdaderamente inspirado por el Espíritu Santo. El título de María, Madre de la Iglesia, había sido rechazado por la comisión a pesar del deseo explícito del Papa, a pesar de la espera de un número muy grande de Padres agrupados alrededor del admirable Cardenal de Polonia, el Cardenal Wyszynski quien había hecho distribuir un rosario a cada Padre, a fin de que todos recen en unión con el pueblo polaco mártir.

El Soberano Pontífice, se decía, proclamará de todas formas la Maternidad de María hacia la Iglesia, pero después de la sesión conciliar, en Santa María la Mayor, en la noche. Estábamos consternados por no poder unirnos al Santo Padre en esta proclamación. Pero he aquí que para nuestra estupefacción el Papa, en su admirable discurso de fin de sesión, en plena sesión conciliar, proclama solemnemente a María, Madre de la Iglesia. A falta, entonces, de poder firmar un texto que lleve esta verdad, no quedaba a los Padres más que aplaudir, lo que hicieron con la más completa alegría. A pesar de la comisión, María fue entonces proclamada conciliarmente Madre de la Iglesia con una unanimidad y una aprobación casi totales. Decir la alegría que hemos sentido es imposible, pues no era una alegría de aquí abajo, sino más bien la que conocieron los apóstoles en el día de Pentecostés.

Nada en el Concilio Vaticano II se acercará a este instante inolvidable. Ninguna verdad afirmada en el Concilio tendrá, de hecho, la importancia de ella. Esta nueva afirmación de una realidad tan antigua como el Evangelio remarca y pone luz a dogmas que algunos quieren minimizar. Desde ahora, en efecto, aparecen claramente los vínculos indisolubles que unen a Jesús-María-la Iglesia y el Papa. No se puede ir a Jesús sin María, no se puede ir a María sin la Iglesia, que no es otra que la Iglesia católica y romana, entonces, sin estar unido al Papa. Valorar esta maternidad de María hacia la Iglesia es afirmar la necesidad de ser hijos de la Iglesia católica y romana para ser hijos de María.

Así se encuentra reafirmada de hecho esta verdad: “extra Ecclesiam nulla salus”, puesto que no hay salvación fuera de la Iglesia por quien nos ha sido dado Aquel fuera de quien no hay salvación. Cualquiera que se salva no puede serlo más que por la Iglesia, cuerpo místico de Nuestro Señor. Esta adhesión será externa o interna, consciente o inconsciente, no puede no existir. Así como María es Madre de un solo hijo, Jesús, así es madre de una sola Iglesia, de un cuerpo místico. Y esta Iglesia no puede ser más que la Iglesia romana y todas las iglesias miembros de la Iglesia romana. Otro tanto son las consecuencias lógicas, ineluctables de la Maternidad de María hacia la Iglesia. En los límites de estas verdades fundamentales se ubica el ecumenismo. La única y verdadera caridad que debemos tener hacia los que están separados de la Iglesia y de los que la ignoran, es exponerles claramente la verdad, testimoniarles la verdad a fin de que crean y sean salvados. Tal es el verdadero medio para convertir a los protestantes a la unidad de la Iglesia. Que se lea ese magnífico libro de las razones de la conversión de Marie Carré (“He elegido la unidad”) y se verá que al minimizar la verdad se aleja de la Iglesia y de la salvación. Tres grandes realidades de la Iglesia católica, tres personas por las cuales Dios se manifiesta: Jesús Eucaristía, María, el Papa. He aquí lo que manifiesta también la Maternidad de “María, Madre de la Iglesia católica y romana”.

Entonces, es exacto decir que esta verdad afirmada hacia la Virgen María nos pone en guardia contra una falsa concepción de la Iglesia, como sería una colegialidad jurídica. María es madre de personas y no de una colectividad. Es Madre de Jesús cuyo vicario es el Papa. Es entonces Madre de Pedro particularmente. Es Madre de los obispos unidos a Pedro como hermanos, Madre de una familia, Madre de personas unidas a su Hijo y al vicario de su Hijo y que de allí tienen funciones que cumplir y están unidas a la persona de su Hijo de donde viene toda gracia y todo poder. No es madre de una entidad jurídica a la cual vienen a agregarse personas, sino Madre de Jesús, Madre de su vicario y de las personas que le están jerárquicamente unidas. Así, María, Madre de la Iglesia, nos enseña a dar un sentido exacto a la colegialidad y a evitar asfixiar a las personas por una ficción jurídica impersonal. Es la grandeza y la vitalidad de la Iglesia de hacer reposar las gracias y la autoridad sobre personas. Toda la historia de la Iglesia está forjada por las personas animadas por el Espíritu Santo que han realizado grandes cosas y han santificado al pueblo de Dios. Es todavía el hermoso título de María, Madre de la Iglesia, que nos evitará darle un sentido inexacto a la libertad religiosa, pues no somos libres de ser o no ser sus hijos, si queremos salvar nuestras almas. Nadie tiene el derecho de no ser hijo de María, ni tampoco el de no ser hijo de la Iglesia católica y romana si quiere ser salvado y estar reunido con Dios por la eternidad. Por eso, nadie tiene el derecho de profesar una creencia que sea contraria a María, Madre de la Iglesia. Pues se tiene como derecho solamente lo que Dios da como derecho. ¿Se puede concebir que Dios diera un derecho que contradijese los derechos de María, Madre de Jesús? Otra cosa es tolerar la malicia de los hombres, su debilidad, tolerar un mal uso de la libertad, otra cosa es hacer un derecho. Ninguna libertad comporta por definición el derecho de usar mal de ella. La libertad no sería más una perfección y un beneficio sino un vicio.

¡Qué admirable luz proyecta esta verdad en todos los dominios de las cuestiones doctrinales abordadas en el concilio! María ha sido verdaderamente creada por Dios para ser nuestra estrella de la mañana, para ser nuestra salvaguardia, nuestro faro en la tempestad y para poner en fuga todos los errores, las herejías que son las hijas de Satanás, padre de la mentira. El Príncipe de este mundo no teme a nadie tanto como a María. Todo lo que está hecho en honor a María le desagrada soberanamente.

Pero nosotros, por el contrario, alegrémonos de esa nueva joya puesta en su corona aquí abajo. Cantemos sus alabanzas. Haciendo eco a los deseos explícitos del Papa, amemos el decir una y otra vez el rosario y vivir así bajo la égida de María, nuestra Madre.
Monseñor Marcel Lefebvre

(“Aviso del mes”, mayo-junio de 1965)

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