LA COMUNIÓN
(segunda parte)
1.- Digo, en primer lugar, que la
Sagrada Comunión nos une íntimamente a Jesús; unión tan estrecha es esta, que
el mismo Jesucristo nos dice: «Quién come mi Carne y bebe mi Sangre, permanece
en mí y yo en él; mi Carne es un verdadero alimento, y mi Sangre es verdaderamente
una bebida» (Ioan., VI, 58-57) ; de manera que por la Sagrada Comunión la
Sangre adorable de Jesús corre verdaderamente por nuestras venas, y su Carne se
mezcla con nuestra carne; lo cual hace exclamar a San Pablo: «No soy yo quién
obra y quién piensa; es Jesucristo que obra y piensa en mí. No soy yo Quién
vive; es Jesucristo Quién vive en mí» (Gal., 11, 20.). Dice San León que, al
tener la dicha de comulgar, encerramos verdaderamente dentro de nosotros mismos
el Cuerpo adorable, la Sangre preciosa y la divinidad de Jesucristo. Y,
decirme, ¿comprendéis toda la magnitud de una dicha tal? No, solo en el cielo
nos será dado comprenderla. ¡Dios mío!, ¡una criatura enriquecida con tan
precioso don!...
2.- Digo que, al recibir a Jesús en la
Sagrada Comunión se nos aumenta la gracia. Ello es de fácil comprensión, ya
que, al recibir a Jesús, recibimos la fuente de todas las bendiciones
espirituales que en nuestra alma se derraman. En efecto, el que recibe a Jesús,
siente reanimar su fe; quedamos más y más penetrados de las verdades de nuestra
santa religión; sentimos en toda su grandeza la malicia del pecado y sus
peligros el pensamiento del juicio final nos llena de mayor espanto, y la
pérdida de Dios se nos hace más sensible. Recibiendo a Jesucristo, nuestro espíritu
se fortalece; en nuestras luchas, somos más firmes, nuestros actos están inspirados
por la más pura intención, y nuestro amor va inflamándose más y más. Al pensar
que poseemos a Jesucristo dentro de nuestro corazón experimentamos inmenso placer,
y esto nos ata, nos une tan estrechamente con la Divinidad, que nuestro corazón
no puede pensar ni desear más que a Dios. La idea de la posesión perfecta de
Dios llena de tal manera nuestra mente, que nuestra vida nos parece larga;
envidiamos la suerte, no de aquellos que viven largo tiempo, sino de los que
salen presto de este mundo para ir a reunirse con Dios para siempre. Todo
cuanto es indicio de la destrucción de nuestro cuerpo nos regocija. Tal es el
primer efecto que en nosotros causa la Sagrada Comunión, cuando tenemos
nosotros la dicha de recibir dignamente a Jesucristo.
3.- Decimos también que la Sagrada
Comunión debilita nuestra inclinación al mal, y ello se comprende fácilmente.
La Sangre preciosa de Jesucristo corre por nuestras venas, y su Cuerpo adorable
que se mezcla al nuestro, no pueden menos que destruir, o a lo menos debilitar
en alto grado, la inclinación al mal; efecto del pecado de Adán. Es esto tan
cierto que, después de recibir a Jesús Sacramentado, se experimenta un gusto insólito
por las cosas del cielo al par que un gran desprecio de las cosas de la tierra.
Decidme, ¿cómo podrá el orgullo tener entrada en un corazón que acaba de
recibir a un Dios que, para bajar a él, se humilló hasta anonadarse?. Se
atreverá en aquellos momentos a pensar que, de si mismo, es realmente alguna
cosa?. Por el contrario, ¿habrá humillaciones y desprecios que le parezcan
suficientes?. Un corazón que acaba de recibir a un Dios tan puro, a un Dios que
es la misma santidad, ¿no concebirá el horror y la execración más firmes de
todo pecado de impureza?. ¿No estará dispuesto a ser despedazado antes que
consentir, no ya la menor acción, sino tan sólo el menor pensamiento inmundo?
Un corazón que en la Sagrada Mesa acaba de recibir a Aquel que es dueño de todo
lo criado y que paso toda su vida en la mayor pobreza, que «no tenía ni donde
reclinar su cabeza» santa y sagrada, si no era en un montón de paja; que murió
desnudo en una Cruz; decidme: ¿ese corazón podrá aficionarse a las cosas del
mundo, al ver cómo vivió Jesucristo? Una lengua que hace poco ha sostenido a su
Criador y a su Salvador, ¿se atreverá a emplearse en palabras inmundas y besos
impuros? No, indudablemente, jamás se atreverá a ello. Unos ojos que hace poco
deseaban contemplar a su Criador, más radiante que el mismo sol, ¿podrían,
después de lograr aquella dicha, posar su mirada en objetos impuros? Ello no
parece posible. Un corazón que acaba de servir de trono a Jesucristo, ¿se
atreverá a echarlo de sí, para poner en su lugar el pecado o al demonio mismo?
Un corazón que haya gozado una vez de los castos brazos de su Salvador,
solamente en Él hallará su felicidad. Un cristiano que acaba de recibir a
Jesucristo, que murió por sus enemigos, ¿podrá desear la venganza contra
aquellos que le causaron algún daño? Indudablemente que no; antes se complacerá
en procurarles el mayor bien posible. Por esto decía San Bernardo a sus
religiosos: «Hijos míos, si os sentís menos inclinados al mal, y más al bien, dad
por ello gracias a Jesucristo, Quién os concede esta gracia en la Sagrada Comunión.»
4.- Hemos dicho que la Sagrada Comunión
es para nosotros prenda de vida eterna, de manera que ello nos asegura el
cielo; estas son las arras que nos envía el cielo en garantía de que un día
será nuestra morada; y, aún más, Jesucristo hará que nuestros cuerpos resuciten
tanto más gloriosos, cuanto más frecuente y dignamente hayamos recibido el suyo
en la Comunión. ¡Si pudiésemos comprender cuanto le place a Jesús venir a nuestro
corazón!... ¡Y una vez allí; nunca quisiera salir, no sabe separarse de nosotros,
ni durante nuestra vida, ni después de nuestra muerte!-... Leemos en la vida de
Santa Teresa que, después de muerta, se apareció a una religiosa acompañada de
Jesucristo; admirada aquella religiosa viendo al Señor aparecérsele junto con
la Santa, preguntó a Jesucristo por que se aparecía así. Y el Salvador contesto
que Teresa había estado en vida tan unida a Él por la Sagrada Comunión, que ahora
no sabía separarse de ella. Ningún acto enriquece tanto a nuestro cuerpo en
orden al cielo, como la Sagrada Comunión. ¡Cuánta será la gloria de los que habrán
comulgado dignamente y con frecuencia!... El Cuerpo adorable de Jesús y su Sangre
preciosa, diseminados en todo nuestro cuerpo, se parecerán a un hermoso
diamante envuelto en una fina gasa, el cual, aunque oculto, resalta más y más.
Si dudáis de ello, escuchad a San Cirilo de Alejandría, Quién nos dice que aquel
que recibe a Jesucristo en la Sagrada Comunión esta tan unido a Él, que ambos
se asemejan a dos fragmentos de cera que se hacen fundir juntos hasta el punto
de constituir uno sólo, quedando de tal manera mezclados y confundidos que ya
no es posible separarlos ni distinguirlos. ¡Qué felicidad la de un cristiano
que alcance a comprender todo esto!... Santa Catalina de Siena, en sus transportes
de amor exclamaba: « ¡Dios mío! ¡Salvador mío! ¡Que exceso de bondad con las criaturas
al entregaros a ellas con tanto afán! ¡Y al entregaros, les dais también cuanto
tenéis y cuanto sois! Dulce Salvador mío, decía ella, os conjuro a que rociéis
mi alma con vuestra Sangre adorable y alimentéis mi pobre cuerpo con el vuestro
tan precioso, a fin de que mi alma y mi cuerpo no sean más que para Vos, y no
aspiren a otra cosa que agradaros y a poseeros». Dice Santa Magdalena de Pazzi
que bastaría una sola Comunión, hecha con un corazón puro y un amor tierno,
para elevarnos al más alto grado de perfección. La beata Victoria, a los que
veía desfallecer en el camino del cielo, les decía: «Hijos míos, ¿por qué os
arrastráis así en las vías de salvación? ¿Por qué estáis tan faltos de valor
para trabajar, para merecer la gran dicha de poderos sentar a la Sagrada Mesa y
comer allí el Pan de los Ángeles que tanto fortalece a los débiles? ¡Si
supieseis cuanto endulza este pan las miserias de la vida!, ¡si tan sólo una
vez hubieseis experimentado lo bueno y generoso que es Jesús para el que lo
recibe en la Sagrada Comunión ¡... Adelante, hijos míos, id a comer ese Pan de
los fuertes, y volveréis llenos de alegría y de valor; entonces sólo desearéis
los sufrimientos, los tormentos y la lucha para agradar a Jesucristo». Santa
Catalina de Génova estaba tan hambrienta de este Pan celestial, que no podía
verlo en las manos del sacerdote sin sentirse morir de amor: tan grande era su
anhelo de poseerlo; y prorrumpía en estas exclamaciones: «Señor, ¡venid a mí!
¡Dios mío, venid a mí, que no puedo más! ¡Dios mío, dignaos venir dentro de mi
corazón, pues no puedo vivir si Vos! ¡Vos sois toda mi alegría, toda mi
felicidad, todo el aliento de mi alma!». Si pudiésemos formarnos aunque fuese
tan sólo una pequeña idea de la magnitud de una dicha tal, ya no desearíamos la
vida más que para que nos fuese dado hacer de Jesucristo el pan nuestro de cada
día. Nada serian para nosotros todas las cosas creadas, las despreciaríamos
para unirnos sólo con Dios, y todos nuestros pasos, todos nuestros actos sólo
se dirigirían a hacernos más dignos de recibirle.
CONTINUARA...
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