LUNES
DE LA SEGUNDA
SEMANA DESPUES DE PASCUA
MIRAR Y ESCUCHAR. — La primera semana ha sido dedicada toda
entera a las alegrías del regreso del Emmanuel. Se nos ha aparecido, por decirlo
así, a cada hora, a fin de asegurarnos de su resurrección. "Ved, tocad;
soy yo mismo". (San Luc., XXIV,
39) nos ha dicho; pero sabemos que debe él prolongar más allá de cuarenta días su presencia visible en medio
de nosotros. Este período avanza poco a poco, las horas corren, y pronto habrá
desaparecido a nuestras miradas, aquel por el que la tierra tanto ha suspirado.
"Oh tú, esperanza de Israel y su Salvador, exclama el Profeta, ¿por qué te
muestras aquí abajo como viajero que rehúsa establecer su morada? ¿Por qué tu
carrera se asemeja a la del hombre que nunca hace alto?" (Jeremías, XIV, 8).
Pero los momentos son preciosos. Rodeémosle durante estas horas fugaces;
sigámosle con la mirada, al dejar de oír su voz; recojamos sobre todo sus
palabras, al llegar a nuestros oídos; son el testamento de nuestro Jefe.
LA ORGANIZACIÓN DE LA IGLESIA. — Durante estos cuarenta
días no cesa de aparecerse a sus discípulos, no ya con el fin de hacer cierta a
sus ojos su resurrección, de la cual no pueden dudar; sino, como nos lo enseña
San Lucas, para "hablarles del Reino de Dios". (Act., 1,
3). Por su sangre y por su victoria los hombres están ya rescatados, el cielo y
la tierra se han pacificado; lo que queda por terminar ahora, es la organización
de la Iglesia. La Iglesia es el reino de Dios; pues en ella y por ella Dios
reinará sobre la tierra. Es la Esposa del divino resucitado a quien ha
levantado del polvo; es hora de que la dote, de que la adorne para el día en
que el Espíritu Santo, descendiendo sobre ella, la proclame ante todas las
naciones Esposa del Verbo encarnado y Madre de los elegidos. Tres cosas son
necesarias a la Iglesia para el ejercicio de su misión: " una constitución
establecida por la mano del mismo Hijo de Dios y por la cual va a llegar a ser
una sociedad visible y permanente: 2." el depósito colocado en sus manos de todas las verdades que su Esposo
celestial ha venido a revelar o confirmar aquí abajo, lo cual incluye el
derecho de enseñar y de enseñar con infalibilidad; 3.° en fin, los medios
eficaces por los cuales los fieles de Cristo serán llamados a participar de las
gracias de salud y de santificación que son el fruto del sacrificio ofrecido
sobre la cruz. Jerarquía, doctrina, sacramentos: tales son los graves asuntos
sobre los que Jesús da a sus discípulos, durante cuarenta días, sus últimas y
solemnes instrucciones. Antes de seguirle en este sublime trabajo por el que
dispone y perfecciona su obra, considerémosle aún, toda esta semana, en el
estado de Hijo de Dios resucitado, habitando entre los hombres y presentando a
su admiración y a su amor tantos rasgos que nos importa recoger. Lo hemos
contemplado ya en pañales y en la cruz; considerémosle ahora en su gloria,
LA HUMANIDAD DEL SEÑOR RESUCITADO. — Ante nosotros es
"el más bello de los hijos de los hombres" (Ps., XLIV). Pero, si merecía ser llamado así desde el momento en que cubría el
esplendor de sus rasgos con la debilidad de una carne mortal, ¡cuál será el
esplendor de su belleza hoy que ha vencido a la muerte y que no oculta más como
en otro tiempo los rayos de su gloria! Helo fijo ya por toda la eternidad en la
edad de su victoria, en la edad en que el hombre ha logrado su desarrollo
completo en fuerza y belleza, donde nada anuncia en él la futura decadencia. A
esta edad los justos tomarán sus cuerpos en la resurrección general y entrarán
para siempre en la gloria, fijos ya como dice el Apóstol, "en la medida de
la edad completa de Cristo". (Eph., I V ) . Pero no sólo por
la armonía de sus facciones el cuerpo del Señor resucitado enajena las miradas de
los mortales de que se deja contemplar; las perfecciones que los ojos de los
tres Apóstoles habían entrevisto un instante en el Tabor, parecían en él
acrecentadas con toda la magnificencia de su triunfo. En la Transfiguración, la
humanidad unida al Verbo divino resplandecía como el sol; ahora, todo el
esplendor de la victoria y de la majestad real viene a unirse al que irradiaba
sobre el cuerpo no glorificado aún del Redentor la persona divina a la cual le
había unido la Encarnación. Hoy, los astros del firmamento no son ya dignos de ponerse
en comparación con el esplendor de este divino sol, del que San Juan nos dice
que él solo alumbra la Jerusalén celestial. (Apoc., XXI, 23). A este don, que el Apóstol de las
gentes designa con el nombre de "claridad", se une el de la "impasibilidad",
por la cual su cuerpo cesa de ser accesible al dolor y a la muerte. En él reina
la vida; la inmortalidad brilla con todos sus rayos; entra en las condiciones
de la eternidad. El cuerpo sigue siendo materia, pero ninguna disminución, ningún
debilitamiento podrá dañarle; siente que goza de la posesión de la vida y para siempre.
La tercera cualidad del cuerpo glorioso de nuestro Redentor es la
"agilidad", con la cual se traslada de un lugar a otro sin esfuerzo y
en un instante. La carne ha perdido el peso que, en nuestro estado actual,
impide ai cuerpo seguir los movimientos y quereres del alma. Desde Jerusalén hasta
Galilea franquea el espacio con la rapidez del relámpago, y la Esposa exclama dichosa:
"Ya oigo la voz de mi amado; viene traspasando las montañas, dejando trás
de sí las colinas." (Cant., II). En fin, por una cuarta maravilla, el cuerpo del Emmanuel se ha vestido
de la cualidad que el Apóstol llama "espiritualidad", es decir que,
sin cambiar de naturaleza, su sutileza se ha hecho tal, que penetra todos los
obstáculos con más fuerza que la luz al atravesar el cristal. Le hemos visto,
en el momento en que el alma se unía a él, franquear la piedra sellada del
sepulcro; ahora entra en el Cenáculo, cuyas puertas están cerradas, y se
aparece de repente a las miradas de los discípulos deslumbrados. Tal es nuestro
libertador, libre de las condiciones de la mortalidad. No nos asombremos de que
la Iglesia, esta pequeña familia que le rodea y de la cual somos los
descendientes, esté maravillada ante su vista, que le diga sobrecogida de admiración
y amor: "¡Hermoso eres, mi amado"! (Cant., II). Repitámoslo a nuestra vez: ¡Sí, eres bello
por encima de todo, Jesús! Nuestros ojos tan afligidos por el espectáculo de
tus dolores cuando no ha mucho te veían cubierto de llagas, semejante a un
leproso, no pueden cansarse hoy de contemplar el resplandor con el que brillas,
y deleitarse en tus encantos divinos. ¡Gloria a ti en tu triunfo! pero también
gloria a ti en tu magnificencia hacia tus rescatados, pues has decretado que un
día nuestros cuerpos, purificados por la humillación del sepulcro, compartan
con el tuyo las prerrogativas que celebramos en él.
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