VIII
"Quítate el sombrero, pues vamos a comparecer ante el
tribunal de Dios".
A FINES DE
1926 nadie creía
ya que el boycot económico
social pudiera modificar la empecinada terquedad de Calles, empeñado en
proseguir la persecución
a toda costa y contra la opinión
del mundo entero. La Cámara
Nacional de Comercio le envió
un memorándum
solicitando la urgente aplicación
de medidas que resolvieran la crisis económica planteada, y la de Guadalajara
en otro angustioso mensaje lo ponía
al tanto de la situación
y le hacía
notar que iban a la bancarrota más
desastrosa; pero Plutarco Elías
no estaba dispuesto a escuchar a nadie y estas quejas se perdieron en el vacío, como
tantas otras. Al iniciarse la persecución Calles manifestó a los católicos que tenían dos
caminos para modificar las leyes: "la Representación Nacional o
las armas; y en ambos estamos preparados", agregó. El pueblo optó por los
caminos de paz; opuso la resistencia pasiva y solicitó del Congreso reformas a los artículos de la
Constitución
General de la República
que están
en abierta pugna con los derechos del hombre. Se presentó un memorial
suscrito por todos los arzobispos y obispos del país y por miles de católicos en uso
de sus derechos ciudadanos, en el que se asentó el principio básico de la
resolución
del problema religioso: una separación
amistosa en contraposición,
tanto al régimen
de la unión
de la Iglesia y el Estado, como a cualquier régimen en que la Iglesia quede sujeta
en materias espirituales a la potestad civil. Esta petición corrió la suerte
prevista en una cámara
servil, hechura del propio presidente: fue rechazada sin discusión por inmensa
mayoría,
que juzgó
improcedente la solicitud. Sólo
un voto disintió,
el del Diputado Ernesto Hidalgo, quien al emitirlo fue objeto de siseo s y
silbidos escandalosos; en cambio se tributó entusiasta ovación al diputado
Pérez H. que se
proclamó
"enemigo personal de Dios". El gobierno cerró así los caminos
pacíficos
y con sus hechos llevó
al pueblo al terreno de la lucha armada, donde se sentía más preparado y
donde esperaba aniquilar la oposición.
En un pueblo de Zacatecas un regimiento celebró un baile en el templo del lugar, e
hizo que mujeres desnudas danzaran en aquella indescriptible saturnal, pero de
improviso el pueblo atacó
a los soldados que, desconcertados, huían sin saber a dónde, y
murieron todos a manos del pueblo indignado. Estos hombres tomaron las armas de
los soldados muertos y se refugiaron en los cerros cercanos, pues sabían la suerte
que correrían
si se quedaban en la población.
A México llegó un miembro
de la A.C.J.M. de Ayo el Chico, (población del Estado de Jalisco) quien tuvo
que abandonar su pequeña
huerta de naranjos, porque un capitán
para apoderarse de su cosecha y de los animales que poseía lo acusó de cristero.
Ese capitán
despojó
y dio muerte a otros pequeños
propietarios, y presentó
sus cadáveres
como de rebeldes muertos en acciones de armas. El acejotaemero venía
a suplicar se le dieran elementos con qué repeler tan injustificadas
agresiones, y se comprometía
a levantar en armas a los campesinos de toda la región, entre quienes gozaba de gran
ascendiente. Su solicitud despertó
el entusiasmo por la resistencia armada y en nuestro círculo de
estudios planteamos el problema de la posición de los católicos frente
a la violencia legal ejercida por autoridades despóticas. El Centavo sostuvo que a las
violencias del poder los católicos
no pueden responder con la violencia insurreccional.
-Aunque
resintamos daños, los más
atroces -decía
él-, no
podemos vengamos de ellos. Ni la injusticia debe hacemos injustos ni el
bandidaje convertimos en bandidos, ni el asesinato en asesinos, ni la tiranía en
anarquistas. No es permitido maltratar al prójimo por haber sido uno mismo
maltratado; producir el desorden porque otros lo han hecho.
A estas
afirmaciones hicimos la siguiente reflexión: ¿No abre la Iglesia de par en par la
puerta a los peores excesos del despotismo y la tiranía al prohibir la rebelión? Sabemos
bien que los reprueba; pero ¿no
está
claro que quita a los ciudadanos todo medio de librarse de sus opresores?
Aceptada la discusión
del punto nos inscribimos en pro y en contra del derecho que como católicos tenemos
de tomar las armas. Nos orientaba el Asistente Eclesiástico de nuestro Grupo, quien nos señaló obras que
consultar.
Por algunas
ideas que expuse se me consideró
en el bando opuesto a la resistencia armada y se me asignó el estudio
de Bossuet, quien a la pregunta de si es lícita la resistencia activa a mano
armada responde: "¡Nunca!
Los súbditos
no tienen que oponer a la violencia de los príncipes más que advertencias respetuosas, sin
tumultos ni murmuraciones, y oraciones por su conversión. Cuando
digo que las advertencias deben ser respetuosas, que lo sean efectivamente y no
sólo en
apariencia". "Aun cuando el príncipe sea un tirano cruel, aun cuando
sea el enemigo más
encarnizado de la verdadera religión,
no se tiene el derecho de dejar su partido...Ofender de palabra o de obra la
muy augusta persona del soberano, sería una especie de sacrilegio”.(que Bossuet se refería
a los príncipes cuando existian las monarquías, pero no se refiere a
las repúblicas y más a las tiranas, como es el caso de Plutarco Elías Calles)
católicos
Leer esto de Bossuet y sumarme al campo contrario fue todo uno.
Estuvimos de
acuerdo en que la resistencia pasiva es siempre a la conciencia; la oposición activa
legal es siempre permitida. La discusión quedó enfocada sobre la resistencia
armada: ¿es
permitida y cuándo?
Raúl
encabezó
la defensa de la licitud de la resistencia armada. Su trabajo decía así: "De la
misma manera que un individuo tiene el derecho innato de procurar su conservación y, por
consecuencia, de defenderse a mano armada contra la violencia de una agresión injusta; de
la misma manera un pueblo, cuya unidad social lo constituye en persona moral,
debe necesariamente, estar provisto por la naturaleza, del mismo derecho
esencial. Luego siempre que un abuso tiránico del poder, no transitorio, sino
permanente y sistemático,
haya reducido al pueblo a un extremo tal que, manifiestamente, vaya en ello el
porvenir de su salud, entonces, según
el derecho natural, a una agresión
de este género,
es permitido oponer una resistencia activa. En este caso no hay resistencia a
la autoridad, sino a la violencia; no la hayal derecho, sino al abuso del
derecho; no la hayal gobernante, sino al injusto agresor y transgresor de
nuestros derechos, en el acto mismo de la agresión.
"La
guerra hecha al poder en estas condiciones, es una guerra defensiva y autoriza
todo lo que permite, entre partes beligerantes, el derecho de guerra defensiva.
Hay ciertas actitudes que tomadas aisladamente, pudieran parecer ofensivas,
pero que, colocadas en el cuadro general de los acontecimientos, toman de las
circunstancias un carácter
puramente defensivo. Así
una nación
invadida no cesa de defenderse porque sus generales tomen la iniciativa de un
encuentro con el enemigo, o que según
la necesidad le persigan hasta en su propio territorio".
El Centavo
replicó
a Raúl
diciéndole
que aun cuando el derecho natural permita la resistencia a mano armada, la
religión
cristiana no la aconseja, y puso a nuestros ojos el ejemplo de los primeros mártires
cristianos. Pablo replicó
al Centavo preguntándole:
¿crees que los
católicos
deben necesariamente dejarse matar sin hacer resistencia, aun cuando sean
bastante fuertes para ello? Esto sería
un caso de perfección
cristiana, pero no un deber.
-Si se puede
a un tiempo salvar los principios y la propia vida, hay razón para optar
por ello. El ejemplo de los primeros cristianos no es aplicable a nuestro caso,
pues su situación
era muy distinta a la nuestra. Los que persiguen a la Iglesia en estos 'tiempos
no tienen las excusas que pudieron hacerse valer para las autoridades paganas.
Nosotros tenemos derechos adquiridos que defender, a los cuales deben estar
subordinados los poderes públicos.
Si los principios de perfección
evangélica
fueran de una obligatoriedad universal e incondicional, desaconsejarían también toda
resistencia legal o judicial, lo mismo que toda resistencia armada. Sobre todos
los casos se aplicaría
esta máxima:
no resistas al malvado, y si alguno te hiere la mejilla derecha, preséntale la
otra. Y si alguien te lleva a juicio para quitarte la túnica, entrégale también la capa.
-Por otra
parte -terció
Raúl-,
si se trata de intereses o conflictos privados, de dificultades personales que
no comprometan en nada los principios de la moral, o los derechos de los demás, el
cristiano debe en estos casos seguir los consejos de la santa dulzura evangélica. Pero
cuando una obligación
de orden superior nos impone el deber de defendernos, no debemos preferir el
silencio, la sumisión.
Además
de que en todo caso para que sea la virtud el factor determinante de nuestra
actitud, no debe ésta
tener por motivo una debilidad pusilánime,
ni una falta de corazón,
sino la heroica imitación
de la paciencia, de la dulzura, de la caridad de Jesucristo. En apoyo a nuestra
tesis cité
de las Sagradas Escrituras el pasaje de los Macabeos, que el Evangelio no ha
anulado, y el hecho de que el Papa León IX emprendió frecuentes
expediciones militares y fue canonizado.
-¿Esto qué prueba?
-replicó
el Centavo-o Si San Pablo es Príncipe
de los Apóstoles,
no lo es porque renegó
de Jesucristo, y si David fue profeta, no lo fue por ser adúltero.
-Efectivamente
-le respondí-:
tal vez no sea santo Luis IX, rey de Francia, por haber tomado las armas, pero
en todo caso lo fue a pesar de esto y ya con ello me debes dar la razón.
Como
resultado del apasionante estudio llegamos con Mauricio de la Taille a la
siguiente conclusión:
Tomar la ofensiva contra el poder, es sedición; ejercer represalias, o entregarse
a provocaciones, es violencia; pero defenderse -hasta romper la ofensiva
adversa- no es ni sedición,
ni violencia. Para entonces habían
brotado ya, espontáneamente,
varios casos de resistencia armada, los que en su origen, sin preparación militar
alguna, sin el necesario respaldo económico, carentes de todo elemento, eran
sacrificios hechos con el mismo espíritu
de fe y de amor a Cristo que animó
a los primeros cristianos. Dos acejotaemeros,
Joaquín
de Silva y Manuel Melgarejo, sintieron el llamado y, decididos a hacer algo por
Cristo Rey, salieron de sus hogares para dirigirse a Zamora y Los Reyes,
Michoacán,
donde pensaban levantar la bandera de los derechos del pueblo. En el camino
tuvieron ocasión
de hablar con el general Zepeda, quien se hizo pasar como católico, y con
el pretexto de mostrarles unas cicatrices en el pecho les dejó ver algunas
medallas religiosas que llevaba. En el candor de sus pocos años creyeron
haber hecho una valiosa conquista para su causa y le hablaron largamente de sus
proyectos. Provocó
el general sus confidencias deseosas de salir quiénes les secundaban, por lo que pudo
convencerse de que sólo
se trataba de dos jóvenes
inermes, llenos de ilusiones y santo ardor por una causa noble, lo que no
impidió
los aprehendiera, traicionándolos,
pues como amigo se les presentó
y con ese carácter
les hicieron externar sus más
íntimos
sentimientos. El mismo día
los llevaron de Tingüindín a Zamora
para entregarlos al general Tranquilino Mendoza, quien compadecido les ofreció su libertad,
pero a cambio de ella pidióles
algo que aquellos visionarios no le podían ofrecer: la promesa de abandonar
la A. C. J. M. Y aceptar las leyes persecutorias, Se les acusó de sedición y se les
juzgó
sumariamente en el mismo instante, sin testigos, sin defensor. Melgarejo era
menor de edad, pues sólo
tenía
diez y siete años;
pero ¡quién hace caso
en esta época
de sutilezas jurídicas!
La condena fue de muerte. Joaquín,
abrazando a Manuel, dijo a sus verdugos: -"Si quieren sangre, mátenme a mí; pero dejen
ir a este jovencito. ¿Qué mal ha hecho
este niño?"
La compasión
no tenía
lugar en aquel tribunal revolucionario.
El 12 de
septiembre de 1926, día
siguiente al de su aprehensión,
los llevaron al lugar designado para victimarlos. Joaquín se descubrió y dijo a su
amigo: -"Quítate
el sombrero, pues vamos a comparecer ante el tribunal de Dios". Melgarejo,
exhausto de fuerzas, se desmayó
al escuchar estas palabras. Joaquín
se despidió
del pelotón
que iba a ejecutarlo, afirmando que ante Dios rogaría por los generales Mendoza y Zepeda;
oyéronse
simultáneamente
la voz de mando y el ruido eco de fusiles que se preparaban para la descarga
fatal, la que hizo rodar el cuerpo de Joaquín junto a Manuel, quien reponiéndose abrazó el cadáver de su
amigo exclamando: -"Yo he fracasado, pero Cristo no fracasará. ¡Viva Cristo
Rey! ¡Viva
la Virgen de...! La descarga del pelotón de ejecución cortó su última
palabra.
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