Capítulo
5
No
adelantarse nunca a la Providencia
Llegamos
al final… Al final y al comienzo…
Al
final de mis andanzas… dentro de mi Congregación, y al comienzo de la fundación
de la Fraternidad. Es entonces cuando algunos seminaristas que estaban en el
Seminario francés de Roma, como los reverendos Aulagnier, Cottard y otros, al
número de cinco o seis, vinieron a verme para describirme la situación del
Seminario francés, que se agravaba cada vez más : ya no había disciplina,
los seminaristas salían por la noche, no se llevaba sotana, se cambiaba la
liturgia cada semana. Había un equipo litúrgico encargado de inventar una nueva
cada semana… Verdaderamente se había instalado un desorden increíble en ese
Seminario francés que yo había conocido cuando era tan próspero, y del que
conservaba tan buen recuerdo. Por
eso estos jóvenes seminaristas insistían en que yo hiciese algo por ellos,
sabiendo que yo ya estaba libre. Personalmente no quería volver a comenzar
ningún trabajo. Estábamos en 1969, y me parecía —yo tenía casi sesenta y cinco
años— que ya no me correspondía a mí emprender aún otro proyecto. Muchas
personas se jubilan a los sesenta y cinco años; por eso yo tal vez tenía derecho
a tomarla también. Ante su insistencia, acepté hacerme cargo de ellos, pero sin
pensar jamás en fundar una nueva sociedad. ¡Lejos de mí tal idea!
Friburgo
Cuando
yo era Superior General, había tenido contactos con Suiza y con la provincia de
Suiza, que tenía una casa para acoger a los estudiantes, a los que se enviaba a
la Universidad de Friburgo para que siguieran allí las clases. Yo conocía bien
a Monseñor Charrière, lo conocía personalmente, puesto que había venido a Dakar
cuando yo era Arzobispo allí. Con el habría forma de entenderse para alojar a
esos seminaristas en el seminario que los Padres del Espíritu Santo tenían en
Friburgo, para que pudiesen seguir sus estudios en la Universidad. Era la
solución que me parecía más sencilla.Por eso envié allí enseguida a algunos de
ellos para sacarlos del medio en que se encontraban. Y fui una o dos veces a
Friburgo para verlos, para fijarme cómo andaban más o menos las cosas. Pero
también allí se hacía el aggiornamento.
También allí se hacían cambios. Ya no se encontraban a gusto en la comunidad de
los Padres del Espíritu Santo, porque se estaba cambiando la liturgia, se
vestía de civil, y no había tampoco ninguna disciplina. «¡Oh!, me dijeron, no vamos a
quedarnos mucho tiempo, no tenemos formación, no recibimos nada, ni siquiera
una conferencia espiritual, nada de nada. No podemos seguir así.»
« ¡Oh, qué situación tan desagradable!»,
me dije.
Entonces
fui a ver a Monseñor Charrière y le pregunté si, a pesar de todo, no habría en
Friburgo algo mejor que esta casa de los Padres del Espíritu Santo, donde
pudiesen encontrar alojamiento y formación los seminaristas de que yo me
encargaba. Me contestó : «Mire
usted, Monseñor, la situación está muy mal actualmente, y va de mal en peor; yo
soy muy pesimista sobre el futuro mismo de la diócesis y de la formación
sacerdotal. Soy pesimista, no sé cómo van a seguir las cosas. Pero tenemos, en
todo caso, un seminario interdiocesano para todas las diócesis de Suiza, que
recibe también a estudiantes seglares. Por consiguiente, podría recibir también
a sus estudiantes. Vaya tal vez a ver ahí.» Fui
a ver ese seminario interdiocesano. El Superior me recibió muy amablemente, y
me dijo : «Monseñor, recibimos a
estudiantes seglares, aceptaremos también a algunos jóvenes seminaristas más
que vayan a la universidad. ¡Sin ningún problema! Pero tenga en cuenta que aquí
no se da ninguna formación especial a los seminaristas. Aquí están en pensión,
hacen lo que quieren, se organizan como quieren, nosotros no nos encargamos de
ellos. Pero, si quieren, pueden muy bien tener y seguir su propio reglamento;
pueden también asegurar entre sí sus ejercicios de piedad, y hacerlos juntos en
la capilla… ¡sin ningún problema! Pero no cuente con nada por parte nuestra. Nosotros
los alojamos, los alimentamos, pero no hacemos nada más.» Pensé : «Me encuentro con la misma situación que en
los Padres del Espíritu Santo. La liturgia oficial será otra vez una liturgia
nueva, y todo lo demás estará en continuo cambio… Si es así, no vale la pena
que vengan aquí. No hay disciplina, pueden salir cuando se les antoja, incluso
por la noche. ¡No es posible! No puedo asumir la responsabilidad de la
formación de seminaristas en semejantes condiciones.»
¿Qué
hacer? Pues alguna solución tenía que haber. Sabiendo que yo me encargaba de
algunos seminaristas, el Padre Philippe, dominico, el señor Bernard Faÿ,
seglar, ambos profesores de universidad, el Padre Abad de Hauterive y otro
seglar, también amigo nuestro, encargado de la enseñanza en Friburgo, vinieron
a verme. Querían hablar un poco conmigo de este tema de la formación de los
seminaristas. Se interesaban por ello y se preguntaban si no habría forma de
hacer algo… Por
eso me hicieron ir a casa del señor Bernard Faÿ y me insistieron mucho. Me
dijeron : «Monseñor, usted debe
hacer algo, no puede dejar a esos seminaristas sin ayuda. Nosotros nos
encargaremos de enviarle otros, eso no es difícil. Justamente conocemos a
varios que desean recibir una formación seria.» Les
contesté : «¡Tengo ya sesenta y
cinco años, para tener que comenzarlo todo de nuevo!… Bueno, de acuerdo, me
interesaré por esos seminaristas, buscaré el dinero para pagarles la pensión,
los orientaré un poco hacia buenos estudios, los ayudaré. Que ellos se busquen
un sacerdote, un capellán que se ocupe un poco de ellos. Acepto hacerme cargo
de algo así. Pero yo, por el momento, estoy en Roma, no tengo intención de irme
de Roma. No querría volver a emprender algo nuevo.» También
aquí, ante este proyecto que no me atraía de ningún modo, la Providencia me
obligó, una vez más, a avanzar sin reparar en obstáculos. Dije : «¡Bueno! Miren, es muy sencillo, insistan, y
Monseñor Charrière decidirá. Yo conozco a Monseñor Charrière, el Obispo de Friburgo,
iré a verlo. Si él me alienta, entonces veré si puedo organizar algo en favor
de esos seminaristas.» Pero de ningún modo se trataba de fundar una
Fraternidad. «Y si Monseñor Charrière no
está de acuerdo, entonces no haré nada, o haré lo que él me diga.» Fui
a ver a Monseñor Charrière y le expuse el tema. Me dijo : «¡Sí, sí, pero por supuesto! Mire usted, la
situación es muy grave, y verá cómo las cosas van a empeorar. Haga, haga algo,
se lo suplico. Busque algo aquí, en la ciudad, alquile una casa, aloje allí a
sus seminaristas, y encárguese de ellos. Si usted no lo hace, no recibirán
ninguna formación. Hay que hacer algo por ellos. No se los puede abandonar.»
¡Bueno!, contesté : «Puesto que
usted es la voz de la Providencia, veré qué se puede hacer. Voy a pensarlo, y
luego trataré de encontrar un alojamiento.» Entonces,
con nuestros amigos de Friburgo, nos pusimos a buscar un local en la ciudad
para alojar a nuestros seminaristas, a fin de que pudiesen contar con un
ambiente más conforme con la formación que deseábamos darles, una verdadera
formación, una formación de seminaristas, con una capilla, con la Misa, con
conferencias espirituales, con un reglamento, una disciplina, etc., un ambiente
de seminario.
Carretera de Marly
Encontramos
algo en los Padres de Don Bosco, en la carretera de Marly. Los Padres aceptaron
alquilarme prácticamente todo un piso de su casa, donde había forma de instalar
una capilla, con habitaciones donde se podían alojar unas diez personas.
También aceptaron darnos un comedor aparte. Alojaban a estudiantes con la
esperanza de que uno u otro tendría tal vez vocación de salesiano. Pero, de
hecho, no habían apenas vocaciones. Era, por decirlo así, como un hogar de
jóvenes que salían a estudiar en la ciudad; pero como el hogar no estaba lleno,
el Padre salesiano que se encargaba de él estaba contento, en definitiva, de
alquilar una parte del inmueble, porque eso le aportaba dinero para equilibrar
su presupuesto. Nos recibió amablemente, y siempre conservamos buenas
relaciones con él durante el año que pasamos allí.
Comenzamos
esperando a ver quien vendría… los reverendos Aulagnier, Tissier de Mallerais,
Pellabeuf y otros seis, enviados por el Padre Philippe y por otros amigos de
Friburgo, de modo que al principio eran nueve. Traté de encontrar a un
sacerdote que me ayudara, porque aún estaba ocupado en Roma con la Propaganda.
Por otra parte, no pensaba entregarme completamente a esta obra. Estos
seminaristas harían sus estudios de filosofía y de teología en la Universidad
de Friburgo, no tendrían clases propiamente dichas en esta casa de Don Bosco.
Ella tenía más bien el fin de crear un ambiente espiritual que los ayudase a
hacer sus estudios y también a formarse espiritualmente, sacerdotalmente. Así,
encontré al Padre Clerc, que vino a ayudarme durante algún tiempo. El mes de
octubre de 1968 fue, por lo tanto, el comienzo de este pequeño hogar…
La
Providencia, una vez más, me llevaba por caminos por los que mucho no quería caminar.
¡Pero caminé!
Una extraña enfermedad
Mas
de pronto caigo enfermo, realmente enfermo, les aseguro, a partir del 8 de
diciembre. Estaba en Roma, y tenía gripe, una gripe peligrosa, la gripe de Hong
Kong. No sabía qué enfermedad había atrapado, pero me sentía mal, me dolía el
hígado, me dolía por todas partes, dormía con dificultad. Tuve que hacerme
atender, no podía hacer de otro modo. Para descansar un poco durante algunas
semanas, me fui a la casa de los Padres del Espíritu Santo, contando con que el
Padre Clerc se encargaría de los seminaristas. Pero mi estado de salud
empeoraba.
Finalmente
tuve que ser internado en una clínica en Friburgo. ¡Verdaderamente creía que me
moría! No podía comer, tenía la lengua completamente seca, no podía tragar
ningún tipo de alimento. ¡Los doctores… los análisis…! Ya saben ustedes cómo
es : análisis tras análisis. Se analizaba todo : «Usted no tiene nada, no le encontramos nada, no tiene nada.» Usted
no tiene nada, pero mientras tanto no podía comer, adelgazaba, me moría. Una
vez, estando así, tuvieron por fin la idea de hacerme un sondeo de estómago y
de hígado. No sé quién les dio esta idea, pero menos mal que la tuvieron.
Supongo que es la Providencia; en todo caso se descubrió que yo tenía parásitos,
parásitos que me estaban royendo el hígado : estróngilos. Hicieron
analizar algunas muestras por el Instituto tropical de Basilea; y la respuesta
fue : «Estróngilos, ha de tomar tal
y cual medicamento para deshacerse de ellos, y después de un poco de
convalecencia se encontrará mejor.» ¿Dónde había atrapado yo esos
parásitos? No lo sé. ¡En Africa, ciertamente!, me decían. Pero ya hacía mucho
tiempo que yo me había ido de Africa, no era posible. ¡Entonces lo han
envenenado! No sé nada. Pero la explicación más graciosa fue la de mi hermana
menor, María Teresa, que vive en Colombia. ¡Pequeña pícara! Fue a buscar en el
diccionario médico de Larousse la
definición del término «estróngilo» : ¡parásito que se encuentra
generalmente en los puercos, y que sólo se descubre después de la autopsia!
¡Oh, estoy bien arreglado! Ella estaba muy contenta de haberlo descubierto en
el Larousse médico. ¡Menos mal que no
se descubrió esto después de la autopsia, sino antes!… Así, seguí la debida
medicación y afortunadamente me curé. De
este modo pude proseguir el trabajo con los seminaristas. Pero de veras creía
que Dios no quería que llevase a cabo esta obra, porque en el estado en que me
encontraba… ¡Y
otra vez se presentan nuevas pruebas! Tres seminaristas se van, luego un
cuarto. Llegamos a fines de mayo, y sólo quedan los reverendos Aulagnier,
Tissier de Mallerais y Pellabeuf. «Queridos
amigos, les dije, me parece que el
año que viene van a tener que instalarse en el seminario interdiocesano que
visitamos últimamente. Traten de organizarse por su cuenta para hacer juntos
los ejercicios de piedad y otros. Yo no voy a poder seguir así, no vale la
pena, paramos aquí la experiencia.» Entonces los reverendos Aulagnier, y
sobre todo Tissier de Mallerais, dijeron : «¡No! ¡Ah, no! No hay que parar nada, no queremos ir a esta casa donde
no hay nada. ¡No queremos ser formados así, de ningún modo! Vamos a seguir, tal
vez lleguen algunos más.»
Así
fue : durante el mes de junio recibo once pedidos. ¡Once pedidos! ¡No es
posible! Será preciso, pues, que siga adelante. No hay nada que hacer. Y
entonces nuestros amigos, los reverendos Aulagnier y Tissier de Mallerais, me dicen :
— Monseñor, ¿qué va a ser de nosotros después? Cuando salgamos del
seminario, ¿dónde iremos?
— Bueno, volverán a sus diócesis y trabajarán en sus diócesis.
— Pero los obispos no nos aceptarán jamás si guardamos la Tradición, si
guardamos la sotana, si queremos mantener todo esto; ¡no querrán aceptarnos
jamás! Nos van a echar de todas partes. Jamás podremos trabajar en nuestras
diócesis.
— Pero entonces ¿qué hay que hacer?
— Deberíamos permanecer juntos, crear una sociedad que nos reúna, y
tratar de conseguir que un obispo nos acepte y nos permita continuar la
Tradición trabajando juntos, no de otro modo.
— ¡Hombre!, dije yo, tal vez tengan razón… Tratemos de fundar una sociedad. Pero haría falta
que esta sociedad sea aprobada. Ocupémonos primero de los estatutos.
Así,
pues, redacté los estatutos de la sociedad, y al llevárselos a Monseñor
Charrière yo me decía : «Si Monseñor
Charrière acepta, está bien, pero mucho me extrañaría. El sabe que estamos en
favor de la Tradición, pronto acabará su mandato, tiene ganas de presentar su
dimisión para el próximo mes de enero; no se querrá comprometer en un asunto
como este. ¡En fin, veamos!»
— Bueno, voy a examinar esto,
me dijo. Vuelva después de las
vacaciones, y ahí veremos.
Mientras
tanto, ¿qué íbamos a hacer con los once jóvenes esperados, y con los tres seminaristas
que habían quedado? Los Salesianos ya no querían seguir alojándonos. Habían
comprendido que estábamos en favor de la Tradición, puesto que no queríamos
aceptar la nueva Misa. El Padre se lo había dicho a su Provincial : «Mire usted, son tradicionalistas, no
aceptan la nueva Misa, siguen diciendo la antigua Misa, así no podemos seguir
alojándolos en nuestra casa, no es posible.» Nos comunicaron, pues, que al
final del año debíamos retirarnos. Por lo tanto, había que buscar otra casa una
vez más.
La Vignettaz
Fue
entonces cuando Dios nos dio, en Friburgo, esta magnífica casita de la
«Vignettaz». Allí transferimos, pues, todos nuestros efectos personales a fines
del mes de junio, y así nuestros seminaristas habrían podido continuar allí,
como habían comenzado con los Salesianos. Pero para los once nuevos había que
prever, antes del seminario, un año de preparación, de espiritualidad, una
especie de noviciado. ¿Dónde alojarlos? Buscamos en los alrededores de
Friburgo, en todas partes. Pero era difícil encontrar algo. En
ese momento me dicen, desde Francia : «Pero
vaya a ver al Doctor Lovey. El tiene en el Valais una casa que tal vez podría
poner a su disposición, una casa que perteneció a los canónigos del Gran San
Bernardo.» El Doctor Lovey vive en Fully… Yo no conocía personalmente al
Doctor Lovey. Pero Fully me recuerda algo : conozco muy bien al párroco
Bonvin que se encuentra allí. Es uno de mis antiguos compañeros de seminario,
estábamos juntos en el Seminario francés. Ya nos habíamos encontrado varias
veces.
Fui,
pues, a Fully para ver al párroco Bonvin y le digo :
— ¿Conoce usted al Doctor Lovey?
— Claro que lo conozco. ¿Por qué?
— Bueno, parece que tiene una casa que podría poner a nuestra
disposición para hacer en ella una especie de noviciado, un año de
espiritualidad. Querría saber si la cosa es verdaderamente posible.
— Es muy sencillo, lo invitamos, almorzamos juntos, y ya verá usted, ya
lo conversarán.
El
Doctor Lovey llegó. Era la primera vez que me encontraba con el Doctor Lovey, y
me dijo :
— ¡Sí, es verdad! Tenemos una casa en espera de que se le asigne algún
uso. Los canónigos del Gran San Bernardo vendieron su casa de Ecône, que era su
granja agrícola y al mismo tiempo un noviciado. También hacían allí la cría de
sus perros. Cuando nos enteramos de que la querían vender, no quisimos que esa
casa, que fue durante seiscientos años una casa de religiosos del Gran San
Bernardo, se convirtiese en una casa destinada a cualquier cosa, tal vez hasta
en casa de mala vida. Entonces nos reunimos cinco señores del Valais : el
señor Genoud, el señor Rausis, el señor Marcel Pedroni, su hermano Alfonso
Pedroni y yo mismo, y decidimos formar una asociación y comprar esta casa del
Gran San Bernardo… ¡Vamos! Ya le encontraremos luego un uso. Se la hemos
propuesto ya al Carmelo de Montelimar, que quería instalarse por allá, pero el
edificio no les convenía. Ahora la ocupa un grupo de discapacitados, pero me da
la impresión de que tampoco van a quedarse en ella… En fin, podemos verlo…
conversarlo con ellos… Si a usted le conviene esta casa, está bien. Y si no le
conviene, ya buscará en otra parte.
La
idea era buena. Por eso fuimos a visitar la casa de los discapacitados. Era la
primera vez que me encontraba con el párroco de Riddes. El párroco de Riddes
estaba muy contento de pensar que tal vez habría seminaristas no lejos de su
parroquia, de su pueblo. Visitamos la casa, y cantamos una «Salve Regina» en la capillita de Nuestra Señora de los Campos. Ya
era casi una acción de gracias. ¡Todavía no estaba hecho el trato, pero bueno! Todo
se precipitaba, verdaderamente… porque la Providencia nos conducía adelante.
Había que seguir, continuar, y encontrar también sacerdotes para encargarse de
los jóvenes que vendrían allí. En efecto, los discapacitados no se quedaron, y
el Doctor Lovey me dijo : «Bueno,
ahí tiene la casa, está a su disposición. Puede instalarse en ella cuando
quiera. ¡Y luego ya verá usted!» Es
lo que hicimos. El mes de octubre vinimos a instalarnos. Habían sido dos etapas
importantes. Vean ustedes, una casa en Friburgo, y la casa de Ecône. Tres
seminaristas por un lado no era gran cosa; pero después se les juntó otro, el
reverendo Waltz, ya eran cuatro, y luego el reverendo Cottard, ya eran cinco.
Cinco en la Vignettaz y once en Ecône. Ya era un buen comienzo.
La aprobación
Sin
embargo, había que saber si Monseñor Charrière estaba de acuerdo para aprobar
esta famosa sociedad. ¡Sí o no! Fui a verlo con muchas dudas, y temiendo que no
la aceptase. Era el 1 de noviembre, y me dijo : «Sí, sí, estoy de acuerdo, estoy completamente de acuerdo. Sí, sí. Ahora
mismo llamo al secretario.» Y dijo al secretario : «Prepare una hoja, etc. Escriba a máquina mi
aprobación canónica de los estatutos de la Fraternidad San Pío X, fundada por
Monseñor Lefebvre, etc.»
Yo
me decía : «¡¡¡No es posible!!!
¡Estoy soñando! ¡No es posible!» Aún me veo de regreso a la Vignettaz con
los estatutos, la firma de Monseñor Charrière y la mía, en medio de los seminaristas,
y diciéndoles : «Bueno, ya está, los estatutos de la Fraternidad han sido
aprobados» ¡Oh! Tampoco ellos me creían. ¡Ah, esto es una señal de la
Providencia! ¡Aprobados por el obispo del lugar… es formidable! Porque tres
meses más tarde le sucedía Monseñor Mamie, que ya estaba contra nosotros. El no
habría querido que Monseñor Charrière, de quien era vicario general, diese su
firma para esta Fraternidad. No estaba de acuerdo, pero la cosa ya estaba
hecha.
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