Mons. Lefevbre en el Seminario (el Padre Le Floch al centro) |
Capítulo 2
Hacia el sacerdocio.
Partí, pues, a Roma, al Seminario francés, y cada
día doy gracias a Dios de que mi padre haya tenido esta voluntad y no haya
seguido mis deseos. Eso fue para mí una revelación: el Padre Le Floch y los
profesores enseñaban cómo había que ver los acontecimientos de la historia
actual; cómo había que descubrir los errores, el liberalismo, el modernismo y
tantos otros de que no estábamos muy enterados; cómo había que buscar la verdad
en las encíclicas de los papas, y particularmente en las encíclicas de San Pío
X, de León XIII y de todos los Papas que los precedieron.
Esto es lo que estudiamos en el seminario. Para mí
fue una revelación total. Comenzó entonces, por decirlo así, a nacer suavemente
en nosotros, en todos esos seminaristas (éramos doscientos veinte), un gran
deseo de conformar nuestro juicio al de los papas. Nos preguntábamos: ¿cómo los
papas juzgaron los acontecimientos, las ideas, los hombres, las cosas de su
tiempo, de su época? Y el Padre Le Floch nos mostraba bien cuáles habían sido
las ideas directivas de esos diferentes papas, siempre las mismas, exactamente
las mismas en todas sus encíclicas. Eso nos iluminó verdaderamente, nos mostró
cómo había que juzgar la historia, cómo había que juzgar los acontecimientos,
dónde estaban los errores, dónde estaba la verdad, cómo había que pensar… Fue
para nosotros, sin lugar a dudas, una revelación, y eso hizo que se nos quedase
grabada. Quedamos apegados a todas esas magníficas encíclicas de los papas, que
nos muestran lo que es malo en el mundo actual, las raíces del mal, las raíces
de los errores, y que nos dicen dónde está la verdad. Como ustedes ven, esto fue una primera etapa en mi
vida, que muestra bien cómo Dios me guía por medio de pequeños acontecimientos:
por ejemplo, haciendo que mi hermano prosiguiera sus estudios con el Padre
Colin, que era devotísimo de Roma, y que aconsejó a mi padre que enviara mi
hermano a Roma. Si mi hermano no hubiese estado donde estaba ese famoso Padre Colin,
no nos habríamos orientado hacia Roma, y yo me habría quedado en la diócesis.
¡Es increíble cómo la Providencia conduce las cosas!, ¿no es cierto? Así, pues, a pesar de mis aprensiones, fui conducido
al Seminario francés, junto a mi hermano. Este seminario, confiado a la
Congregación de los Padres del Espíritu Santo, se encontraba bajo la dirección
del Reverendo Padre Le Floch.
Como ya les he dicho, para mí el Seminario francés fue una verdadera revelación y una luz para toda
mi vida sacerdotal y episcopal: ver los acontecimientos en el espíritu de
los Sumos Pontífices que se sucedieron durante casi un siglo y medio, más
particularmente los acontecimientos desde la Revolución francesa y todos los
errores que nacieron de todas esas corrientes de ideas contrarias a la doctrina
de la Iglesia. Los papas los denunciaron, los papas los condenaron, y por
consiguiente también nosotros debíamos condenarlos. Pero, como suele suceder en esos casos, los
defensores de la Iglesia, los defensores de la Verdad, los defensores de la Tradición
de la Iglesia, atraen la ira contra sí. Atraen la ira de todos los que estiman
que hay que hacer componendas con el mundo, que hay que adaptarse a su tiempo,
que no hay que condenar los errores: «proclamemos la Verdad, pero no condenemos
los errores», un tipo de gente de doble cara. Es gente peligrosa, que se llama
católica, pero que al mismo tiempo pacta con los enemigos de la Iglesia. Esa
gente no puede soportar la Verdad, la Verdad íntegra y firme. No puede soportar
que se combatan los errores, que se combata al mundo y a Satán, y a los
enemigos de la Iglesia, y que siempre se esté en estado de cruzada. Estamos en
una cruzada, en un combate continuo. También Nuestro Señor proclamó la Verdad.
¡Pues bien! Le dieron muerte. Le dieron muerte porque proclamaba la Verdad,
porque decía que El era Dios. ¡Sí!, lo era. No podía decir que no lo era. Y
todos los mártires prefirieron dar su sangre y su vida antes que entrar en
compromisos con los paganos.
Pasé seis años en Roma (más un año de servicio
militar). Precisamente los tres primeros años (1923-1924, 1924-1925, 1925-1926)
tuve como director al Padre Le Floch. También estuve muy contento de tener la
enseñanza que nos fue impartida por los Jesuitas en la Universidad gregoriana
de Roma. Llamado al servicio militar durante los años 1926 y
1927, tuve la suerte, en cierto modo, de no asistir a esa operación monstruosa
que fue la destitución del querido Padre Le Floch, director del Seminario
francés. Me enteré de esto por cartas de mis compañeros, y cuando, en noviembre
de 1927, regresé del servicio militar para reanudar el seminario, me dieron
detalles, absolutamente escandalosos, de cómo el Padre Le Floch fue liquidado,
podemos decir eliminado. ¿Por qué? Porque todos esos francmasones que ya
estaban en el gobierno francés y todos esos liberales que los rodeaban, temían
que los discípulos del Padre Le Floch, los sacerdotes formados por el Padre Le
Floch en la Verdad, en el combate contra el error y contra el mal, contra
Satán, llegasen a ser obispos. En el mundo entero la mayoría de los obispos
hicieron sus estudios en Roma; eso es cierto aún ahora, pero era cierto sobre
todo entonces. En efecto, podían temer que entre doscientos veinte
seminaristas, de los cuales tal vez ciento ochenta llegarían a ser sacerdotes y
regresarían a Francia, algunos de ellos fuesen elegidos más tarde como obispos.
De hecho fue lo que sucedió: muchos de mis compañeros llegaron a ser obispos en
Francia. Por desgracia, muchos no tuvieron la valentía de mantener la Fe y la
enseñanza que habían recibido en el Seminario francés. El ambiente del mundo,
el medio del mundo, el medio liberal en que se vive de manera general, es como
un veneno lento pero seguro. Así, pues, me contaron cómo habían pasado las cosas.
Algunos emisarios del gobierno fueron al Vaticano, y dijeron: «No queremos que el Padre Le Floch siga a la
cabeza del Seminario francés. Es un hombre peligroso, es un…» ¡Oh! ustedes
ya conocen los calificativos que se dan:
«integrista, fascista, ultramontano» y otros parecidos. Es fácil encontrar
términos despectivos para pintar más negra la situación. «El Padre Le Floch es de Acción Francesa, el Padre Le Floch es un
discípulo de Maurras, el Padre Le Floch es esto y aquello…»
El Papa Pío XI era un hombre dotado de bella
inteligencia, una gran inteligencia, una gran fe también, y que escribió
encíclicas maravillosas, pero que, desgraciadamente, era débil, muy débil, en
la práctica de su gobierno, y más bien inclinado a aliarse algún tanto con este
mundo. Destituyó no solamente al Padre Le Floch, sino también al Cardenal
Billot, que era un profesor eminente de la
Gregoriana, un profesor extraordinario. Sus libros de teología son
magníficos. Lo destituyó por la misma razón, porque el Cardenal Billot era el
tipo del hombre recto: no hacía compromisos con el error, sostenía la verdad
firme y la lucha contra los errores, contra el liberalismo, contra el modernismo,
como San Pío X. Era un verdadero discípulo de San Pío X. Y por eso el Cardenal
Billot, convertido también en blanco del gobierno francés, fue destituido.
El pobre Papa Pío XI fue quien ocasionó la masacre
de los Cristeros en México, por
pedido de los obispos americanos. Los católicos mexicanos se defendían y
querían luchar contra el gobierno masónico y anticristiano, anticatólico. Por
eso tomaron las armas, como hicieron los Vandeanos durante la Revolución
francesa, para salvar la religión, para salvar la Fe católica. El Papa los
alentó al comienzo, más luego el gobierno americano francmasón que sostenía a
México —siempre la Francmasonería— insistió a los obispos americanos para que
cesara este combate. ¡Oh! ¡Habría un acuerdo con los católicos, no se
preocupen! Entonces los obispos presionaron al Papa Pío XI, y el Papa Pío XI
ordenó a los Cristeros que depusieran
las armas. Depusieron las armas y fueron todos masacrados. El gobierno los hizo
masacrar en masa. Horrible, absolutamente horrible. Fue verdaderamente una
traición para esa pobre gente.
Lo mismo sucedió con la Acción Francesa. Se empujó
al Papa Pío XI a condenar la Acción Francesa, porque la Acción Francesa, aunque
no era un movimiento católico, era un movimiento de reacción contra el desorden
que la Francmasonería introducía en el país. La Acción Francesa luchaba por una
reacción sana, definitiva, una vuelta al orden, a la disciplina, a la moral, a
la moral cristiana. Por eso el gobierno, descontento de ver a ese movimiento,
insistió al Papa Pío XI para que condenase la Acción Francesa. Los que formaban
parte de este movimiento eran los mejores católicos, que trataban de enderezar
a Francia. Sin embargo, el Papa Pío XI condenó la Acción Francesa. La mejor
prueba de que su juicio no era justo es que, después de su muerte, el Papa Pío
XII, su secretario de Estado, convertido en sucesor suyo, levantó la
condenación de la Acción Francesa. Pero ya era tarde. El mal ya estaba hecho.
La Acción Francesa estaba por los suelos. Es terrible, porque eso tuvo
consecuencias enormes. Con el Padre Le Floch pasó lo mismo: se hizo una
investigación para ver si se podían encontrar cosas que reprocharle en la
dirección del seminario; no era difícil, siempre se encontraría algo, y se
haría comprender al Padre Le Floch que sería mejor que presentara su dimisión y
que se fuese. La investigación la llevó a cabo Mons. Schuster, un eminente
benedictino. El resultado de la investigación fue enteramente favorable al
Padre Le Floch. Dom Schuster hizo un elogio sin límites de la acción del Padre
Le Floch, de la dirección, de su seminario, de la influencia que tenía sobre
los seminaristas, de la fe que tenía, y así de todo lo demás…
Los adversarios del Padre Le Floch, furiosos por el
resultado de esta investigación, consiguieron convencer al Papa para que
mandara hacer una contra-investigación, y nombrara a alguien que se encargase
verdaderamente de decir algo que pudiese motivar la expulsión del Padre Le
Floch. De este modo se acabó por encontrar a un profesor y a uno o dos alumnos
del seminario que hicieron algunas observaciones: es demasiado de derechas,
demasiado maurrasiano, demasiado
antiliberal, demasiado… etc. Eso bastó. Fue condenado y obligado a dejar el
seminario. Es absolutamente odioso.
Ahora bien, actualmente sufrimos el mismo combate.
¿Por qué somos perseguidos? ¿Por qué soy yo perseguido hoy? ¿Por qué lo son
ustedes, lo somos todos en la Tradición? Porque afirmamos la Verdad y
condenamos los errores, condenamos el liberalismo, condenamos el modernismo.
Eso es inadmisible para la Iglesia conciliar. El Concilio ahora cambió todo
eso, ahora hay que estar bien con los liberales, con los modernistas, con los
francmasones, con los comunistas, con todo el mundo. Se hace ecumenismo con
todo el mundo. ¡Ustedes están en contra, por consiguiente están contra el
Concilio, y por lo tanto contra el Papa! ¡Condenados, pues!… ¡Que se los
condene! Ya lo ven ustedes, es lo mismo, los mismos motivos, el mismo combate.
Una vez más, eso fue providencial en mi existencia.
Para mí fue una lección práctica considerable, porque ahí vi la malicia y la
perversidad de estos enemigos de la Verdad. Desde entonces, y sobre todo más
tarde, cuando ya era obispo, siempre desconfié de toda esa gente que siempre
trata de comprometer a la Iglesia, de comprometer al clero, de comprometer a
los obispos con los errores modernos, con el mundo moderno. Eso me enseñó a ser
vigilante cuando recibía a los sacerdotes, o cuando visitaba las diócesis y
escuchaba informes sobre esto o aquello. Enseguida pensaba: ¡ah!, tal vez se
oponen unos a otros porque están los liberales y los conservadores, los
tradicionalistas. Siempre… Se encuentra esto más o menos en todas partes. Así, pues, el pobre Padre Le Floch se fue, y cuando
volví en 1927 habían nombrado director al Padre Berthet. El sí que era un
hombre de doble cara, de apariencia tradicional, pero al mismo tiempo muy
acomodaticio… Ya no hablaba de condenación, de lucha, de combate contra los errores.
Dejemos eso, seamos prudentes. Por este motivo los últimos años fueron un poco
penosos en el seminario. Además, hubo un cierto número de seminaristas que no
supieron soportar esta condenación del Padre Le Floch y dejaron el seminario en
ese momento.
Fui ordenado sacerdote en 1929 en Lille por Monseñor
Liénart, pero era costumbre hacer aún otro año de estudios como sacerdote en el
seminario. Ya disponible para el ministerio en 1930, regresé a mi diócesis de
Lille. Mi hermano, después de entrar en 1924 en los Padres
del Espíritu Santo, había terminado sus estudios con ellos y había sido enviado
al Gabón el mismo año de su ordenación, en 1927. Por lo que a mí se refiere, el
Cardenal Liénart me nombró vicario en una pequeña ciudad bastante importante de
las afueras de Lille, Marais de Lomme.
Contaba con unos diez mil habitantes, casi todos obreros. Era una ciudad
obrera. Esos obreros iban a trabajar en las fábricas de los alrededores, puesto
que no había ni una sola en el territorio de la parroquia. Las calles eran
largas, y todas las casas estaban construidas según el mismo modelo. Mucha
gente procedía de la región de Boulogne, donde había bastante desempleo, y se
había replegado hacia el Norte para encontrar trabajo. Había que conocer a toda esa gente. Había que
visitarlos. Aún no se habían puesto en contacto con la parroquia. Pero había un
grupo, una vida parroquial, muy fervorosa y constante. Por desgracia, entre los
diez mil habitantes, bastante pocos eran los que practicaban. Sin embargo, tal
vez llegaban a dos mil los que asistían a Misa los domingos, contando a los
niños.
Primer nombramiento: Vicario
Así, pues, yo había recibido mi nombramiento, el
párroco estaba avisado. Ya tenía él un vicario. Me puse en contacto con él para
decirle:
—
Bueno, aquí me tiene. ¿Qué quiere usted hacer conmigo?
Yo era segundo vicario, y él tuvo una pequeña
reflexión, bastante chistosa. Me dijo amablemente, bromeando un poco, pero me
lo dijo en fin:
— Oh, mire usted,
yo no pedí un segundo vicario, no lo necesitaba. Me parecía que tenía bastante
con uno.
— ¡Ah, bueno!
Y
prosiguió:
—
Para una parroquia como la nuestra no veía la necesidad de tener un segundo
vicario.
Yo
replique:
—
¡Intentaré trabajar a pesar de todo!
Él
dijo entonces:
—
Pero sea usted bienvenido, desde luego, está usted en su casa, etc. Vamos a
darle una habitación…
Dos de sus sobrinas se encargaban de la casa
parroquial, de la cocina, de la ropa, etc. Eran muy buenas personas. Y yo
conocía ya al vicario, que era un antiguo alumno del colegio del Sagrado
Corazón, en Tourcoing. Por lo tanto, ya tenía algunos conocidos allí, pero
evidentemente no conocía en absoluto la parroquia ni a toda la gente. Todo eso
era algo nuevo para mí. Pero confieso que me apegué al ministerio de esas
visitas, a esa gente. Oh, como es evidente, había gente de todas clases… Nos dividimos la parroquia por barrios. Tal barrio
le toca al párroco, tal barrio al primer vicario, tal barrio al segundo
vicario. Luego hubo que visitar a toda esa gente. Generalmente nos recibían
bien, amablemente. Pero algunas veces había comunistas que nos cerraban la
puerta en la nariz… Entonces íbamos a ver a la vecina y le preguntábamos:
—
¿Qué le pasa a este hombre? ¿Quién es? ¿Por qué se porta tan mal con nosotros?
Ella
nos decía:
—
Mire usted, es un comunista rabioso, por
eso no ha querido recibirlo. Pero no es una mala persona. Intentaré hablarle,
trataré de arreglar las cosas, y acabará por recibirlo.
Y finalmente de hecho, cuando pasábamos por segunda
vez, nos abría la puerta a pesar de todo. Tratábamos de conocer cuál era la
situación de la gente, y muy frecuentemente, por desgracia, había gente
divorciada, gente que vivía juntada sin estar casada. Sus hijos no iban al
catecismo, etc. Teníamos, pues, que tratar de llevar todo este mundo a la
parroquia. Evidentemente no era siempre fácil. Sin embargo, había resultados,
porque el fondo de la gente no era malo, pero había que darle la oportunidad de
conocer un poco más la parroquia y los sacerdotes. Cuando se habían puesto en
contacto con el sacerdote, las cosas iban mejor. Así conseguimos regularizar
bastantes situaciones. También teníamos que encargarnos de la visita a los
enfermos, visitas regulares que eran interesantes; y de las confesiones, las
predicaciones, el catecismo, el patronato de los niños, de los jóvenes, y otras
cosas… No faltaba trabajo, y el contacto con una población sencilla, una población
obrera —no eran siempre gente culta, pero sí gente buena— me resultaba
simpático.
Pero allí la Providencia… La
Providencia no quería que me quedara allí…
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