EL PLEBISCITO DE LOS MÁRTIRES
(Anacleto Gonzales flores)
PRESENTACIÓN
Una aureola de
santidad unge ya su memoria como ungió la veneración popular su cuerpo
destrozado y sangriento. Un destino extraordinario condujo sus pasos por
caminos de ejemplar elevación hasta una muerte heroica.
Solo una vocación
providencial dilectísima es clave de su vida.
Su infancia está rodeada de un medio sin tradición,
sin horizontes, sin nada que trascienda de una mediocridad muy limitada. Ni la
intensa pulsación de la religiosidad, ni la audacia y la energía en la acción,
ni el anhelo intelectual ni la apostólica generosidad pudieron tener allí un
punto de partida o si quiera un punto de apoyo. Todo lo empujaba a una modesta
y estéril obscuridad. La pobreza -que él amó siempre a pesar de haber sido
duramente pobre y de que pudo dejar de serlo sin grandes esfuerzos- le impuso
en la adolescencia el yugo bendito del oficio manual.
Pero una dación directa
de Dios le había dotado de dinámica riqueza personal...
Desde niño se le conocía como el Maestro.
Nació de su nativa y precoz aptitud didáctica, de su congénita virtud de
autoridad. En la pequeña escuela de primeras letras era el suplente obligado en
las momentáneas ausencias del maestro y su fiel auxiliar. Quienes le conocimos
íntimamente podemos testificar la pureza cándida y viril de su conducta en
todos los aspectos de la vida. No recordamos el menor desfallecimiento ni la
menor desviación. Era una consumada realización de sus ideas morales, un bello
ejemplar católico de intachable integridad. No padeció la dolencia lacerante
que anula tantas capacidades y frustra obras brillantes de posibilidad casi
realizada... Él tuvo en grado extraordinario la vocación y la aptitud para un
apostolado prestigioso y ardiente y encontró en si mismo y en su vida
ejecutores dóciles de ideal. En estas condiciones, la obra que realizara tenía
que ser, como fue, continua, profunda, fuerte y, en suma, ejemplar.
Su fuerza privilegiada de gravitación espiritual
atrajo siempre a cuantos de cerca le rodeaban en las situaciones más disímbolas.
Nadie escapó indemne de la inagotable radiación de su hoguera interior. Modeló
el alma de muchas para siempre. Marcó a otras direcciones fundamentales que no
dejarán de rectificar rumbos torcidos. Sobre todos influyó poderosamente y dejó
huellas imborrables.
Aunque su vida toda está compuesta sobre un ritmo
heroico, se formaría de él una representación incompleta quien creyera que
nunca abandonó la sublime rigidez del gesto épico. Era alegre, con alegría sana
y robusta, sin intermitencias ni exageraciones. En el seno de su familia, la
satisfacción afectuosa y jovial fluía abundantemente. El anecdotario o la
historia de su alegría sería interminable. Júbilo divino, gemelo de su
austeridad y de su energía, de su grandeza y de su heroísmo, selló como unción
impalpable y prefigura de la deslumbrante gloria sin fin, cada momento del
mártir sonriente.
Su Religión fue el motor universal de su obra
interior y externa, su Religión entrañablemente conocida y amada. La estudiaba
sin cesar, paciente y concienzudamente, en todos sus aspectos y consecuencias,
y cada día le trajo un nuevo motivo de certidumbre, de admiración y de amor...
No retrocedía ante las disciplinas más ingratas ni desmayó un momento en la
tensión febril y ansiosa del conocimiento religioso que alimentaba su vida
interior e iluminaba sus empresas. En medio del rudo trabajo que le exigía la
atención del pan cotidiano y sobre el agotante esfuerzo apostólico que no
abandonó un solo día, se echaba a cuestas labores desalentadoras para
cualquiera voluntad de temple ordinario... La muerte lo arrancó a sus libros y
no es infundado suponer que, al aceptar a plena conciencia el supremo
sacrificio.
No conoció el respeto humano o lo venció con
victoria temprana y decisiva. Todo él era una oración atenta y cálida. Nunca se
interrumpió el diálogo deslumbrante entre Dios y él, nunca dejó su alma de
estar tendida al infinito en perpetuo dar y recibir... Era frecuente
sorprenderlo, en medio del trabajo, de la conversación, del estudio, perdido en
instantáneas y solemnes contemplaciones de algo distante y grande que no podía
ser sino sobrenatural. La última vez, o una de las últimas que, ya acosado por
la muerte, pudo ver a sus hijos, consumió la hora breve y ansiada en enseñarlos
a rezar. En sus últimos días, pasaba largo tiempo apartado en reconcentrada
oración, presintiendo tal vez la gran entrevista. Y murió rezando. Las manos
de su cadáver tenían los dedos en cruz. Los sacramentos le eran fuentes vivas
de purificación y de fortaleza. La Eucaristía era positivamente su pan sagrado
y necesario de cada día.
Se había forjado una voluntad tenaz e inconmovible,
aferrada en la ejecución, incapaz de volubilidad o desaliento, superior e
indiferente a los obstáculos y a la magnitud de los sacrificios necesarios.
Convencido de que el carácter es la base primordial de las personalidades,
construyó la suya cimentándole en un carácter que resistió la suprema prueba:
el martirio. Elaborado un propósito, no descansaba hasta haberlo realizado...
Como inició tarde sus estudios, a los treinta años iba a la mitad de su carrera
profesional. Sufría entonces una indigencia verdaderamente cruel, el extremo
de la pobreza. Para no cortar sus estudios, había tenido que aceptar una
ocupación modestísima que apenas le permitía comer. La ruina de sus esfuerzos
de muchos años y la urgencia de la necesidad económica, unidas a la madurez de
la edad, parecían imponer la renuncia de la profesión liberal y la elección de
otro género de vida. Sin embargo, no dudó un momento. Al día siguiente comenzó
a estudiar de nuevo las clases cursadas hacía muchos años; y paso a paso, en
una repetición aplicada, empleó de nuevo varios años en recorrer el camino
hasta concluir, siempre con exámenes brillantes, el programa que se había
trazado.
El presentó su pecho al brutal martilleo con
tranquila entereza desde la juventud. Desde luego renunció al bienestar
económico, fácil de lograr para su capacidad y su prestigio con tal que hubiera
consentido en una relativa inhibición de su esfuerzo social, en una cierta
moderación de su apasionada sede apostólica. No podía resignarse al abandono
del paso más difícil porque entrañara cualquier responsabilidad, mucho menos
porque se tradujera para él en sacrificio y menos todavía si ésta era de índole
económica. Era tan escrupuloso en su desinterés, que, materialmente acosado
por la miseria, después de varios meses de abandono forzado de su trabajo,
rechazaba todo auxilio por el prurito de no retirar de su acción religiosa y social
el más insignificante resultado material.
Vivió bajo una constante y cruel hostilidad de los
poderes antirreligiosos. Puede afirmarse que no conoció día sin sobresalto.
Las puertas de la prisión se abrieron para él muchas veces. Pero cuando salía
de la cárcel continuaba la marcha heroica que llevaba al entrar. No podía
ignorar que a cada paso le acechaba la muerte. Varias veces y desde hacía
muchos años se le había cercado; pero no la esquivó ni pudo el temor de ella
frustrar su vocación. La idea de sacrificio de su vida con seguridad le era
familiar.
La Juventud era su campo preferido. Trabajaba en
ella y por ella desde antes que llegara a su conocimiento la existencia de la
Asociación Católica de la Juventud Mexicana. En Círculos de Estudios que fundó
y animaba con certera visión de su importancia. Era su obra predilecta, su base
de operaciones y semillero de sus amistades más caras.
Conocedor profundo de la cuestión social, abogó sin
cesar por la organización corporativa del trabajo dentro de los principios
cristianos.
En cuanto a la libertad religiosa, fue su
preocupación constante y el gran amor de su vida. Se transfiguraba en sus
discursos de libertad llegando al máximo de conmovida y enérgica expresión; y
nunca, cualquiera que fuese el tema de sus exposiciones verbales o de sus
escritos, nunca dejaba de flotar sobre ellos, con presencia inexorable, el gran
dolor de la servidumbre y el gran deber de la libertad. Al ver venir para la
Iglesia la más grave de sus pruebas, se consagró en cuerpo y alma a fundar y
extender una organización popular orientada especialmente a la defensa de la
libertad religiosa.
Cuando la persecución llegara al desenfreno más
abyecto, su amor a la libertad religiosa debía llegar al heroísmo y al
martirio. Así fue. Murió por el derecho. Por el derecho de la Iglesia a la vida
y a la libertad.
Guadalajara, Jalisco, 1930
Efraín González Luna
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Se repite la Historia. La democracia para votar contra los césares necesita
vestir, no la toga blanca y severa del ciudadano de Roma o de Atenas, sino las
vestiduras teñidas de sangre que los mártires saben echar sobre sus espaldas.
El día en que Sócrates se atrevió a opinar contra el Estado de Atenas necesitó, para dar su voto,
levantar su frente austera y serena de mártir, por encima de los bordes de la
copa de la cicuta y decir su palabra de filósofo. Poncio Pilatos estrechó al Maestro a que dijera su voto sobre su propia divinidad y Cristo y
mozo divino de treinta y tres años que no había frecuentado ninguna escuela ni
había asistido al Foro ni al Ágora y que había encallecido sus manos con el
serrucho, primero alzó su cara imperturbable de dueño de la eternidad y después
a tenderse estrujado, desollado, llagado, sobre el madero de ignominia, para
escribir su voto ante los césares. Al día siguiente, por encima de la melena
hirsuta de los leones y sobre el acero centelleante de las espadas de los
legionarios, los discípulos del Maestro daban su voto contra el paganismo y
contra todas sus deidades.
Platón jamás se atrevió a votar contra los de arriba. Y aseguraba, porque
creía en la unidad de Dios, que cuando hablaba para el público se refería
siempre a los dioses; en cambio, cuando decía su pensamiento de filósofo en la
intimidad, más allá de las miradas recelosas de los fuertes, hablaba de Dios.
No supo ni quiso votar contra los césares. Porque para votar contra ellos no
basta llevar sobre lo más alto del espíritu encendida la estrella radiante de
la inspiración ni del genio. No basta haber sabido fundar una escuela
filosófica ni haber inventado un sistema. No basta poder trazar sinos
inmortales en que cante la armonía recóndita de las cosas y del cosmos; es
necesario saber y querer escribir con sangre y dejar que sobre la propia carne
magullada, sangrante, quede el propio pensamiento fijado para siempre con las
torceduras del potro, con la zarpa de los leones o con la punta de la espada de
los verdugos. Y porque lo que se escribe con sangre, según la frase de
Nietzsche, queda escrito para siempre, el voto de los mártires no perece jamás.
¿Hacia dónde fue dirigido y en qué sentido el voto de Alcibíades o el de
Marco Tulio.
No lo sabemos. Millares de votos han caído de la mano de los hombres en la
corriente
Cuando al ver herido de muerte al Rey Enrique
III de Francia todos volvieron sus ojos para buscar al asesino, se encontró a
un hombre que se paseaba tranquilamente con la cabeza descubierta y muy cerca
un sombrero en que estaban escritas las palabras “Yo he sido”. La mano que
había acabado de matar al rey allí estaba: a la vista de todos, clara,
inconfundible. Una cosa parecida sucede con el voto del mártir. Al acabar de
teñir con su sangre la mano de los verdugos ha dejado una señal inconfundible
de su pensamiento. Y por encima de todos los olvidos queda escrita su
afirmación suprema: “Yo he sido”. En la democracia y en los comicios donde se
vota todos los días con papeles numerosos, cabrá la tergiversación. El fraude y
el soborno y la mentira podrán conjurarse para engañar y arrojar cómputos
falsos y para encumbrar nulidades salidas de los estercoleros. Y la democracia
vendrá a ser lo que es, lo que ha sido entre nosotros: un infame escamoteo de
números y de violencia donde se carga de escupitajos y de ignominia al pueblo.
No sucede esto dentro de la democracia de los mártires. Porque si en la otra se
ha votado con piedras, como en Atenas, o con tumbas como quiere Chesterton para
no excluir a los muertos, en ésta se vota con vidas y con sangre. El soborno,
la mentira, el fraude, herencia sangrienta de los días obscuros y trágicos del
terror del noventa y tres, son imposibles. Nuestra democracia, la democracia
que tanto ruido ha levantado para glorificar al pueblo, hasta ahora no ha sido
más que un largo y sangriento vía-crucis: el pueblo llamado soberano se ha llevado
la peor parte. Primero se le ha proclamado Rey; enseguida se le ha coronado de
espinas; luego se le ha puesto un cetro de caña, se le ha vestido con un harapo
desteñido de púrpura sucia y envejecida y después se le ha cubierto de
salivazos y, no contentos con esto, los comediantes lo han desnudado y lo
tienen expuesto al ludibrio público.
Muchas veces se le ha llamado a los comicios; pero con la necesaria
anticipación han contado sus cabezas y sus puños los farsantes. Y han temblado
de espanto ante el número de los que votarían contra ellos. Y en lugar de
preparar a una votación seria, limpia e intachable, han abierto un garito donde
se han dado cita los tahúres de profesión. Ni siquiera el azar ha podido tomar
parte. No ha habido más cartas victoriosas que las de los empresarios del
garito. Y por más que ha llegado a apiñarse en muchedumbres compactas y
enormes, el pueblo, todos los cómputos le han sido invariablemente,
mecánicamente, abrumadoramente adversos. Y hoy se halla desfallecido de
cansancio y de desilusión. Está cansado de farsas, de fraudes y de mentiras. En
estas circunstancias lo ha sorprendido el último delirio de persecución que se
pasea rodeado de espadas y de bayonetas por todos los rumbos de nuestro país. Y
la revolución poseía de la locura de la persecución, ha abandonado a su pesar y
en virtud de sus procedimientos furiosamente arrasadores, el viejo sistema de
votar con papeles convencionalmente preparados por el fraude y se ha echado, a
su pesar también, en brazos de la democracia de los mártires. Hoy no se trata
solamente como ayer, de votar por un hombre o contra un hombre más o menos
prestigiado. Hoy tampoco se trata de un llamamiento a los comicios para
designar nuevos mandatarios. Hoy se trata de asfixiar al catolicismo cara a cara.
Y la revolución ha
abierto primero y ha cerrado después de dos enormes puños para apretar todas
las bocas, para comprimir todos los cuellos, para llegar hasta el
estrangulamiento. Y al sentirse que Cristo falta en el ambiente, que falta en
la atmósfera de nuestra vida, al hacer el supremo esfuerzo para arrancarlo de
las entrañas, del corazón, a Él, que sigue siendo oxígeno irreemplazable para
nuestra vida espiritual; aparecen en todas partes, en todos los cuerpos y en
todas las almas –aun en las más indiferentes–, las señales inequívocas de la
asfixia. Y ese pueblo derrengado por las farsas electorales, hoy, en un
inesperado arranque de reacción, todo entero se incorpora sobre el rescoldo de
su desilusión hacia la democracia de los números y se echa ciego de confianza
en brazos de la democracia de los mártires. Hoy no votaremos con hojas de papel
marcadas con el sello de una oficina municipal; hoy votaremos con vidas.
Debemos regocijarnos
de que la revolución se empeñe en llegar hasta el estrangulamiento de la vida
de las conciencias. Así se echa a su pesar en la corriente de una democracia en
que los juegos de escamoteo y de prestidigitación electoral quedarán excluidos
inevitablemente. Hoy votaremos con vidas y con la vida. Con vidas, porque
aunque no habrá millones de mártires, pocos o muchos, los habrá. Sobre todo
votaremos con la vida, porque los rechazos pujantes, arrasadores del
estrangulamiento de las conciencias llevarán la corriente entera, total de la
vida a una quiebra estrepitosa y una parálisis extrema, brusca e inesperada.
Si alguien pusiera en
duda el hecho innegable de que el aire es una condición capital de la vida y se
atreviera a escribir en un código la supresión del aire y llegara hasta el
extremo de mandar que gobernadores y presidentes municipales lo suprimieran, se
vería un aplastante plebiscito en que todos los puños crispados y todas las
frentes erguidas se alzarían para pedir oxígeno tan ansiosamente como pedía luz
Goethe moribundo. Los artículos antirreligiosos de la actual Constitución son un
ataque a la vitalidad de las conciencias y a la vitalidad del país, porque el
catolicismo es aliento vital, para la abrumadora, para la aplastante mayoría de
los mexicanos. Y esto, hasta ahora solamente escrito en números inertes en las estadísticas
y en las geografías; esto negado con la espada en la mano y pertinaz e
infamemente por los revolucionarios en códigos, en asambleas y en los comicios,
alcanzará con el cierre de los templos, con la reducción de sacerdotes y la
suspensión del culto, todas las innegables y la suspensión del culto, todas las
innegables proporciones de una realidad vital, indiscutible, irrecusable que,
de rechazo, será la más solemne e indudable condenación de los artículos
antirreligiosos de la Constitución.
Ha quedado abierto el
plebiscito desde que los perseguidores han descendido, espada en mano, a
degollar conciencias. Ayer el país entero era una inmensa urna electoral
desierta y abandonada por el pueblo y donde repetidas veces se dijeron
responsos para enterrar el catolicismo. Hoy todo el país se estremece ante ese
gigantesco e inesperado plebiscito en que Cristo será proclamado, como el
viento que respiramos, como el sol que nos alumbra, como el agua que nos
refrigera; aliento, linfa, rayo de luz irremplazables, insubstituibles, de la
totalidad de nuestra vida y de la vida nacional. No habrá ni ha habido otro
remedio. La democracia ha tenido y tiene que echar sobre sus hombres la clámide
ensangrentada de los mártires.
Solamente así,
teñida de sangre, llegará a ser siquiera un día, el día del martirio, el día
del estrangulamiento, la heroína salvaje bautizada por Cristo, que Ventura
Ráulica saludaba en un apóstrofe radiante.
Guadalajara, abril de 1926.
CONTINUARA...
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