Pogoste
¡Ama a Jesús y dale gracias!
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-Tú ahora estás ciego, pero puedes aún representarte en el espíritu las
cosas que viste en otro tiempo: un hombre, tus manos, tus pies, una losa
cualquiera... y puedes representártelos tan al vivo como si los estuvieses
viendo con tus propios ojos. ¿No es verdad?
-Sí -me respondió.
-Pues bien; lo mismo puedes hacer con el corazón. Deja que tu mirada
interior penetre en el pecho y se represente tu corazón lo más al vivo que
pueda; al mismo tiempo haz que tu oído interior escuche sus latidos. Una vez
hecho esto, vete uniendo cada palabra con un latido del corazón. Al primer
latido piensa y di: Jesús mío; al segundo: ten misericordia; al tercero: de mí.
Repítelo muchas veces. No te será difícil, pues estás acostumbrado. Apenas
hayas adquirido este hábito, no te será difícil acompañar los movimientos
respiratorios con la oración a Jesús, como enseñan los Santos Padres.
Aspirando, dirás: Jesús mío; espirando, ten misericordia de mí. Practícalo con
la mayor frecuencia posible, y después de un cierto tiempo sentirás en tu
corazón una dulzura espiritual que lo enfervoriza y enternece. De este modo y
con la ayuda de Dios, obtendrás el fruto de la dulce oración interior del
corazón. ¡Pero ten mucho cuidado con la imaginación y con las visiones!
Recházalas, porque los Santos Padres aconsejan hacerse el ciego durante la
oración interior para no ceder a la tentación.
El ciego, después de haberme escuchado con gran atención, comenzó a
practicar lo que le había dicho. Se dedicaba a esta oración, sobre todo durante
la noche, cuando hacíamos un alto en el camino para dormir. Pasados unos quince
días, empezó a sentir en el corazón un calor y una dulzura inefables,
acompañados de un insaciable deseo de seguir practicando esta oración, que le
revelaba el amor de Jesucristo. De vez en cuando creía ver la luz, aunque sin
distinguir los objetos. Algunas veces, penetrando en su corazón, le parecía ver
en él una llama que se encendía de improviso allí dentro y le subía hasta la
garganta. Esta llama le iluminaba y le permitía ver a distancia y así fue,
realmente, una vez. Estábamos atravesando un bosque. El ciego iba ensimismado
en su oración. De pronto, me dice:
-¡Qué pena! Se está quemando la iglesia. ¡Mira: se hunde el campanario!
-¡Deja esas inútiles imaginaciones! Es una tentación que se debe
rechazar inmediatamente. ¿Cómo vas a ver lo que sucede en la ciudad? Estamos
aún a diez kilómetros de distancia. Me
obedeció y se calló, siguiendo en su oración. Al atardecer llegamos a la
ciudad, y vi, efectivamente, varias casas destruidas por las llamas y que el
campanario, levantado sobre una estructura de madera, se había derrumbado.
Algunas personas se afanaban aún en el lugar del incendio, sorprendidas de que
el derrumbamiento del campanario no hubiese causado desgracias personales. De
lo que oí contar deduje que el siniestro se había producido en el momento en
que me lo había anunciado el ciego.
-¡Convéncete ahora -me dijo- de que mi visión no era ilusoria! ¿Cómo
podré amar dignamente al Señor y darle las debidas gracias por la libertad con
que se digna colmar de sus dones a los pecadores, a los ciegos, a los locos?
¡También te doy gracias a ti, por haberme enseñado la oración interior!
-¡Ama a Jesús y dale gracias! -respondí-, pero cuídate bien de tomar
tus visiones por revelaciones directas. Puede ser una cosa completamente
natural. El alma humana no está sujeta ni a los lugares ni a la distancia.
Puede ver claramente en la oscuridad lo que sucede lejos y lo que sucede cerca.
Pero bajo el yugo de nuestro cuerpo obtuso y a causa de la disipación de la
mente, nosotros limitamos la capacidad del alma y le impedimos actuar todas sus
posibilidades. Sin embargo, cuando logramos encontrarnos a nosotros mismos
afinando de este modo nuestro espíritu, el alma recobra sus facultades y obra con
la plenitud de sus fuerzas. Entonces muchas cosas incomprensibles se hacen
naturales. Mi difunto staretz me decía haber conocido personas, no dadas a la
vida de oración, que tenían la facultad de ver en las habitaciones más oscuras
la luz que emanan todos los objetos, de percibir como un desplazamiento de su
persona y leer los pensamientos de los
demás. El
verdadero fruto de la oración interior es una alegría que ninguna lengua puede
expresar y que no puede compararse con ninguna cosa natural. Todo lo que es
sensitivo es bajo, si se compara con el toque delicado de la gracia en el
corazón.
El ciego me escuchaba con atención. Se hizo aún más humilde. La oración
seguía desarrollándose en su corazón, llenándolo de una inefable felicidad.
Esto me alegraba mucho y daba gracias a Dios por haberme hecho conocer a un
siervo tan favorecido con sus dones. Finalmente, llegamos a Tobolks. Le llevé
al asilo y me despedí de él con emoción, para continuar solo mi viaje. Caminé
sin prisas, por espacio de un mes. Me dominaba la idea de lo útiles que son los
buenos ejemplos, pues estimulan e instruyen. Leía mucho la Filocalía y repetía
mentalmente cuanto había dicho al orante ciego. Su ejemplo excitaba mi celo y
mi amor y agradecimiento hacia Dios. La oración interior me inundaba de tal
dulzura que no podía imaginar una persona más feliz que yo en todo el mundo. Me
preguntaba qué mayor felicidad podría esperamos en el reino de los cielos. Y no
era sólo un sentimiento interno; veía todo cuanto me rodeaba bajo una luz
nueva, más bella; todo me incitaba a alabar y dar gracias a Dios. Los hombres,
los árboles, las flores, los animales, todo me parecía como penetrado de una
misma vida, en todas partes encontraba esculpido el nombre bendito de Jesús. A
veces me sentía tan ligero que mi cuerpo perdía su peso; no andaba, iba
ingrávidamente por el aire. Otras veces, entrando en mí mismo, veía
distintamente todos mis órganos interiores, admirando la sapientísima
estructura del cuerpo humano. A veces, sentía tanta alegría como si me hubiera
elegido Zar... y en todos estos estados pedía a Dios que me mandase pronto la
muerte, para poder testimoniarle mi agradecimiento, postrado a sus pies, en el
mundo de los espíritus.
O porque no había sabido moderarme en el goce de estas mercedes, o
porque así lo permitió el Señor, lo cierto es que después de algún tiempo
comencé a sentir en el fondo del corazón como un cierto sobresalto, un cierto
temor, una sutil adivinación de que alguna nueva desgracia me acechaba, como me
había sucedido después de haber enseñado la oración a Jesús a la joven que
venía a rezar a la capilla. Me envolvían pensamientos tristes, que me traían a
la memoria las palabras de San Juan de los Cárpatos: Con frecuencia la infamia
se cebará en el maestro y será necesario que él soporte dolores y tentaciones
para provecho de sus discípulos. Luchaba contra estos malos pensamientos y
redoblaba el fervor de mi oración. Con su ayuda logré desecharlos. Reconfortado
me dije: « ¡Hágase la voluntad de Dios! Estoy dispuesto a soportar todas las
pruebas que el Señor quiera mandarme, como castigo de mi maldad y mi orgullo.
Aquellos a quienes yo he enseñado las sendas secretas del corazón y de la
oración interior habían sido preparados, ya antes de encontrarse conmigo, por
la ciencia infusa de los misterios divinos.» Pacificada mi alma con estas
reflexiones, continué mi camino y mi consoladora oración, alegrándome en el
Señor más que antes. Dos días de lluvia continua habían puesto el camino en tal
estado que era casi imposible arrancar los pies del fango. Anduve quince
kilómetros por la estepa sin divisar una sola casa. Ya al caer de la tarde vi
una casilla junto al camino y me alegré, pensando pedir en ella posada para
pasar la noche. Descansaré; quizá mañana el tiempo haya cambiado. Me acerqué y
vi, tumbado sobre un banco cerca de la casa, a un hombre anciano, borracho,
cubierto con un capote de soldado. Le saludé y le dije:
-¿A quién tengo que dirigirme para poder pasar aquí la noche?
-Aquí mando yo -respondió-o Esto es una casa de postas y yo soy el
jefe.
-Os pido, por favor, que me dejéis pernoctar aquí.
-¿Tenéis pasaporte?
Se lo di.
-¿Dónde está tu pasaporte? -repitió, mientras le daba vueltas entre las
manos.
-Lo tiene usted en la mano, señor -respondí.
El jefe se puso los lentes, leyó y dijo:
-Está bien; tus papeles están en regla. Puedes dormir aquí. Yo no soy
malo y haré que te sirvan un buen vaso de aguardiente.
-No bebo, gracias.
-Peor para ti. Podrás, al menos, cenar con nosotros.
Se sentaron a la mesa él y la cocinera -una mujer joven, que estaba
también una poca chispa- y me invitaron a tomar asiento. Durante la cena
comenzaron a hacerse reproches mutuamente para luego terminar a golpes. El jefe
se fue a otra habitación. La cocinera se puso a lavar los platos mientras
seguía refunfuñando contra el viejo. Pasado un poco de tiempo, y viendo que no
llevaba trazas de terminar, la pregunté:
-¿Dónde podría yo acostarme? Estoy muerto de cansancio.
-En seguida te prepararé la cama. Acercó un banco junto a otro que había bajo la ventana y colocó encima
una manta y una almohada. Me acosté, cerré los ojos y fingí dormir. La
cocinera, terminado el fregoteo, apagó la luz y sentí que se acercaba a mí. De
repente, una ventana, situada en el rincón de la habitación, saltó hecha mil
pedazos con un estruendo espantoso y toda la casa tembló; fuera, se oían
gemidos, gritos y gran agitación. A la cocinera; aterrorizada, le dio un
colapso y cayó en tierra. Yo salté de mi camastro, creyendo que la tierra se
había abierto para tragarnos vivos. En este momento, dos postillones entraron
en la habitación llevando a un hombre tan cubierto de sangre, que estaba
desfigurado. Esto fue lo que más pena me dio. Se trataba de un correo que tenía
que cambiar los caballos en aquella estación. Su cochero, poco perito, dirigió
mal a los caballos y el timón del carruaje se había enfilado a la ventana. Como
la casa estaba rodeada por un foso, el coche se había volcado y el correo,
cayendo sobre una estaca, se había arañado toda la cara. Pidió agua y vino; se
lavó, echó un buen trago y gritó:
-¡Los caballos!
-¿Cómo vas a poder viajar en estas condiciones?
-Un correo no tiene tiempo para estar enfermo -me respondió; y
prosiguió el viaje. En cuanto a la cocinera, los dos postillones la arrastraron
a un rincón, cerca de la chimenea, y la cubrieron con una manta, diciendo:
-Está demasiado asustada; se le irá pasando.
El jefe, después de haber bebido un buen vaso, se alejó de nuevo. Quedé
solo. Al poco tiempo la mujer se levantó y, tambaleándose como si estuviera
borracha, se fue también. Extenuado, me puse a rezar y me quedé dormido hasta
el amanecer. Al despuntar el día me despedí del jefe y emprendí mi camino,
dando gracias a Dios, que con infinita bondad me había librado de tan gran peligro.
Seis años después de esta aventura, pasando cerca de un monasterio, entré en la
iglesia a rezar. La abadesa, muy hospitalaria, me invitó después de la liturgia
a tomar el té. Pero se presentaron unas visitas inesperadas y me dejó solo en
la habitación con algunas hermanas conversas.
Una de ellas, la que me servía el té, de aspecto muy humilde, llamó mi
atención.
-Hermana, ¿hace mucho tiempo que estáis en el convento?
-Desde hace cinco años. Me trajeron aquí por loca, pero Dios se ha
apiadado de mí. La Madre Superiora me ha tenido a su servicio y me ha
persuadido a tomar el velo.
-¿y cómo fue para perder la razón?
-De un susto espantoso. Era cocinera en una estación de postas cuando
una noche el timón de un coche hizo saltar hecha pedazos una ventana de la
habitación. Fue tal el espanto, que perdí la razón. Durante un año mis padres
me llevaron en peregrinación a los lugares más devotos, pero sólo aquí he
encontrado la salud.Estas palabras me llenaron de alegría y di gracias a Dios,
que ordena todas las cosas con sabiduría, para el bien de los hombres.
-Aún podría contar otras muchas aventuras
-dije,- dirigiéndome a mi padre espiritual-, pero si quisiera contarlas
todas tendría para tres días.
He aquí otro caso curiosísimo: En un radiante día de verano divisé junto
al camino un cementerio y lo que se llama pogoste, es decir, una iglesia
rodeada de casas destinadas exclusivamente al clero. Tocaban a la liturgia y me
dirigí a la iglesia. Conmigo iba también la gente de los alrededores. Algunos
de ellos, que estaban en la pradera matando el tiempo, al ver que yo iba de
prisa, me gritaron:
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