jueves, 3 de marzo de 2016

El Peregrino Ruso

Pogoste
¡Ama a Jesús y dale gracias!


-Tú ahora estás ciego, pero puedes aún representarte en el espíritu las cosas que viste en otro tiempo: un hombre, tus manos, tus pies, una losa cualquiera... y puedes representártelos tan al vivo como si los estuvieses viendo con tus propios ojos. ¿No es verdad?

-Sí -me respondió.

-Pues bien; lo mismo puedes hacer con el corazón. Deja que tu mirada interior penetre en el pecho y se represente tu corazón lo más al vivo que pueda; al mismo tiempo haz que tu oído interior escuche sus latidos. Una vez hecho esto, vete uniendo cada palabra con un latido del corazón. Al primer latido piensa y di: Jesús mío; al segundo: ten misericordia; al tercero: de mí. Repítelo muchas veces. No te será difícil, pues estás acostumbrado. Apenas hayas adquirido este hábito, no te será difícil acompañar los movimientos respiratorios con la oración a Jesús, como enseñan los Santos Padres. Aspirando, dirás: Jesús mío; espirando, ten misericordia de mí. Practícalo con la mayor frecuencia posible, y después de un cierto tiempo sentirás en tu corazón una dulzura espiritual que lo enfervoriza y enternece. De este modo y con la ayuda de Dios, obtendrás el fruto de la dulce oración interior del corazón. ¡Pero ten mucho cuidado con la imaginación y con las visiones! Recházalas, porque los Santos Padres aconsejan hacerse el ciego durante la oración interior para no ceder a la tentación.

El ciego, después de haberme escuchado con gran atención, comenzó a practicar lo que le había dicho. Se dedicaba a esta oración, sobre todo durante la noche, cuando hacíamos un alto en el camino para dormir. Pasados unos quince días, empezó a sentir en el corazón un calor y una dulzura inefables, acompañados de un insaciable deseo de seguir practicando esta oración, que le revelaba el amor de Jesucristo. De vez en cuando creía ver la luz, aunque sin distinguir los objetos. Algunas veces, penetrando en su corazón, le parecía ver en él una llama que se encendía de improviso allí dentro y le subía hasta la garganta. Esta llama le iluminaba y le permitía ver a distancia y así fue, realmente, una vez. Estábamos atravesando un bosque. El ciego iba ensimismado en su oración. De pronto, me dice:

-¡Qué pena! Se está quemando la iglesia. ¡Mira: se hunde el campanario!

-¡Deja esas inútiles imaginaciones! Es una tentación que se debe rechazar inmediatamente. ¿Cómo vas a ver lo que sucede en la ciudad? Estamos aún a diez kilómetros de distancia.  Me obedeció y se calló, siguiendo en su oración. Al atardecer llegamos a la ciudad, y vi, efectivamente, varias casas destruidas por las llamas y que el campanario, levantado sobre una estructura de madera, se había derrumbado. Algunas personas se afanaban aún en el lugar del incendio, sorprendidas de que el derrumbamiento del campanario no hubiese causado desgracias personales. De lo que oí contar deduje que el siniestro se había producido en el momento en que me lo había anunciado el ciego.

-¡Convéncete ahora -me dijo- de que mi visión no era ilusoria! ¿Cómo podré amar dignamente al Señor y darle las debidas gracias por la libertad con que se digna colmar de sus dones a los pecadores, a los ciegos, a los locos? ¡También te doy gracias a ti, por haberme enseñado la oración interior!

-¡Ama a Jesús y dale gracias! -respondí-, pero cuídate bien de tomar tus visiones por revelaciones directas. Puede ser una cosa completamente natural. El alma humana no está sujeta ni a los lugares ni a la distancia. Puede ver claramente en la oscuridad lo que sucede lejos y lo que sucede cerca. Pero bajo el yugo de nuestro cuerpo obtuso y a causa de la disipación de la mente, nosotros limitamos la capacidad del alma y le impedimos actuar todas sus posibilidades. Sin embargo, cuando logramos encontrarnos a nosotros mismos afinando de este modo nuestro espíritu, el alma recobra sus facultades y obra con la plenitud de sus fuerzas. Entonces muchas cosas incomprensibles se hacen naturales. Mi difunto staretz me decía haber conocido personas, no dadas a la vida de oración, que tenían la facultad de ver en las habitaciones más oscuras la luz que emanan todos los objetos, de percibir como un desplazamiento de su persona y leer  los pensamientos de los demás.  El verdadero fruto de la oración interior es una alegría que ninguna lengua puede expresar y que no puede compararse con ninguna cosa natural. Todo lo que es sensitivo es bajo, si se compara con el toque delicado de la gracia en el corazón.

El ciego me escuchaba con atención. Se hizo aún más humilde. La oración seguía desarrollándose en su corazón, llenándolo de una inefable felicidad. Esto me alegraba mucho y daba gracias a Dios por haberme hecho conocer a un siervo tan favorecido con sus dones. Finalmente, llegamos a Tobolks. Le llevé al asilo y me despedí de él con emoción, para continuar solo mi viaje. Caminé sin prisas, por espacio de un mes. Me dominaba la idea de lo útiles que son los buenos ejemplos, pues estimulan e instruyen. Leía mucho la Filocalía y repetía mentalmente cuanto había dicho al orante ciego. Su ejemplo excitaba mi celo y mi amor y agradecimiento hacia Dios. La oración interior me inundaba de tal dulzura que no podía imaginar una persona más feliz que yo en todo el mundo. Me preguntaba qué mayor felicidad podría esperamos en el reino de los cielos. Y no era sólo un sentimiento interno; veía todo cuanto me rodeaba bajo una luz nueva, más bella; todo me incitaba a alabar y dar gracias a Dios. Los hombres, los árboles, las flores, los animales, todo me parecía como penetrado de una misma vida, en todas partes encontraba esculpido el nombre bendito de Jesús. A veces me sentía tan ligero que mi cuerpo perdía su peso; no andaba, iba ingrávidamente por el aire. Otras veces, entrando en mí mismo, veía distintamente todos mis órganos interiores, admirando la sapientísima estructura del cuerpo humano. A veces, sentía tanta alegría como si me hubiera elegido Zar... y en todos estos estados pedía a Dios que me mandase pronto la muerte, para poder testimoniarle mi agradecimiento, postrado a sus pies, en el mundo de los espíritus.

O porque no había sabido moderarme en el goce de estas mercedes, o porque así lo permitió el Señor, lo cierto es que después de algún tiempo comencé a sentir en el fondo del corazón como un cierto sobresalto, un cierto temor, una sutil adivinación de que alguna nueva desgracia me acechaba, como me había sucedido después de haber enseñado la oración a Jesús a la joven que venía a rezar a la capilla. Me envolvían pensamientos tristes, que me traían a la memoria las palabras de San Juan de los Cárpatos: Con frecuencia la infamia se cebará en el maestro y será necesario que él soporte dolores y tentaciones para provecho de sus discípulos. Luchaba contra estos malos pensamientos y redoblaba el fervor de mi oración. Con su ayuda logré desecharlos. Reconfortado me dije: « ¡Hágase la voluntad de Dios! Estoy dispuesto a soportar todas las pruebas que el Señor quiera mandarme, como castigo de mi maldad y mi orgullo. Aquellos a quienes yo he enseñado las sendas secretas del corazón y de la oración interior habían sido preparados, ya antes de encontrarse conmigo, por la ciencia infusa de los misterios divinos.» Pacificada mi alma con estas reflexiones, continué mi camino y mi consoladora oración, alegrándome en el Señor más que antes. Dos días de lluvia continua habían puesto el camino en tal estado que era casi imposible arrancar los pies del fango. Anduve quince kilómetros por la estepa sin divisar una sola casa. Ya al caer de la tarde vi una casilla junto al camino y me alegré, pensando pedir en ella posada para pasar la noche. Descansaré; quizá mañana el tiempo haya cambiado. Me acerqué y vi, tumbado sobre un banco cerca de la casa, a un hombre anciano, borracho, cubierto con un capote de soldado. Le saludé y le dije:

-¿A quién tengo que dirigirme para poder pasar aquí la noche?

-Aquí mando yo -respondió-o Esto es una casa de postas y yo soy el jefe.

-Os pido, por favor, que me dejéis pernoctar aquí.

-¿Tenéis pasaporte?
Se lo di.

-¿Dónde está tu pasaporte? -repitió, mientras le daba vueltas entre las manos.

-Lo tiene usted en la mano, señor -respondí.
El jefe se puso los lentes, leyó y dijo:

-Está bien; tus papeles están en regla. Puedes dormir aquí. Yo no soy malo y haré que te sirvan un buen vaso de aguardiente.

-No bebo, gracias.

-Peor para ti. Podrás, al menos, cenar con nosotros.

Se sentaron a la mesa él y la cocinera -una mujer joven, que estaba también una poca chispa- y me invitaron a tomar asiento. Durante la cena comenzaron a hacerse reproches mutuamente para luego terminar a golpes. El jefe se fue a otra habitación. La cocinera se puso a lavar los platos mientras seguía refunfuñando contra el viejo. Pasado un poco de tiempo, y viendo que no llevaba trazas de terminar, la pregunté:

-¿Dónde podría yo acostarme? Estoy muerto de cansancio.

-En seguida te prepararé la cama. Acercó un banco junto a otro que había bajo la ventana y colocó encima una manta y una almohada. Me acosté, cerré los ojos y fingí dormir. La cocinera, terminado el fregoteo, apagó la luz y sentí que se acercaba a mí. De repente, una ventana, situada en el rincón de la habitación, saltó hecha mil pedazos con un estruendo espantoso y toda la casa tembló; fuera, se oían gemidos, gritos y gran agitación. A la cocinera; aterrorizada, le dio un colapso y cayó en tierra. Yo salté de mi camastro, creyendo que la tierra se había abierto para tragarnos vivos. En este momento, dos postillones entraron en la habitación llevando a un hombre tan cubierto de sangre, que estaba desfigurado. Esto fue lo que más pena me dio. Se trataba de un correo que tenía que cambiar los caballos en aquella estación. Su cochero, poco perito, dirigió mal a los caballos y el timón del carruaje se había enfilado a la ventana. Como la casa estaba rodeada por un foso, el coche se había volcado y el correo, cayendo sobre una estaca, se había arañado toda la cara. Pidió agua y vino; se lavó, echó un buen trago y gritó:

-¡Los caballos!

-¿Cómo vas a poder viajar en estas condiciones?

-Un correo no tiene tiempo para estar enfermo -me respondió; y prosiguió el viaje. En cuanto a la cocinera, los dos postillones la arrastraron a un rincón, cerca de la chimenea, y la cubrieron con una manta, diciendo:

-Está demasiado asustada; se le irá pasando.

El jefe, después de haber bebido un buen vaso, se alejó de nuevo. Quedé solo. Al poco tiempo la mujer se levantó y, tambaleándose como si estuviera borracha, se fue también. Extenuado, me puse a rezar y me quedé dormido hasta el amanecer. Al despuntar el día me despedí del jefe y emprendí mi camino, dando gracias a Dios, que con infinita bondad me había librado de tan gran peligro. Seis años después de esta aventura, pasando cerca de un monasterio, entré en la iglesia a rezar. La abadesa, muy hospitalaria, me invitó después de la liturgia a tomar el té. Pero se presentaron unas visitas inesperadas y me dejó solo en la habitación con algunas hermanas conversas.
Una de ellas, la que me servía el té, de aspecto muy humilde, llamó mi atención.

-Hermana, ¿hace mucho tiempo que estáis en el convento?

-Desde hace cinco años. Me trajeron aquí por loca, pero Dios se ha apiadado de mí. La Madre Superiora me ha tenido a su servicio y me ha persuadido a tomar el velo.

-¿y cómo fue para perder la razón?

-De un susto espantoso. Era cocinera en una estación de postas cuando una noche el timón de un coche hizo saltar hecha pedazos una ventana de la habitación. Fue tal el espanto, que perdí la razón. Durante un año mis padres me llevaron en peregrinación a los lugares más devotos, pero sólo aquí he encontrado la salud.Estas palabras me llenaron de alegría y di gracias a Dios, que ordena todas las cosas con sabiduría, para el bien de los hombres.

-Aún podría contar otras muchas aventuras

-dije,- dirigiéndome a mi padre espiritual-, pero si quisiera contarlas todas tendría para tres días.


He aquí otro caso curiosísimo: En un radiante día de verano divisé junto al camino un cementerio y lo que se llama pogoste, es decir, una iglesia rodeada de casas destinadas exclusivamente al clero. Tocaban a la liturgia y me dirigí a la iglesia. Conmigo iba también la gente de los alrededores. Algunos de ellos, que estaban en la pradera matando el tiempo, al ver que yo iba de prisa, me gritaron:

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