SERMÓN SOBRE
LA PENITENCIA
III
Mas,
me diréis vosotros, ¿cuántas clases de mortificaciones hay? Vedlas aquí, hay
dos: una es la interior, otra es la exterior, pero ellas van siempre juntas. La
exterior consiste en mortificar nuestro cuerpo, con todos sus sentidos.
1°
Debemos mortificar nuestros ojos: abstenernos de mirar, ni por curiosidad, los
diversos objetos que podrían inducirnos a algún mal pensamiento; no leer libros
inadecuados para conducirnos por la senda de la virtud, los cuales, al
contrario, no harían más que desviarnos de aquel camino y extinguir la poca fe
que nos queda.
2°
Debemos mortificar nuestro oído: nunca escuchar con placer canciones o
razonamientos que puedan lisonjearnos, y que a nada conducen: será siempre un
tiempo muy mal empleado y robado a los cuidados que debemos tener para la
salvación de nuestra alma; nunca hemos de complacernos tampoco en dar oídos a
la maledicencia y a la calumnia. Sí, debemos mortificarnos en todo esto,
procurando no ser de aquellos curiosos que quieren saber todo lo que se hace,
de dónde se viene, lo que se desea, lo que nos han dicho los demás.
3°
Decimos que debemos mortificarnos en nuestro olfato: o sea, no complacernos en
buscar lo que pueda causarnos deleite. Leemos en la vida de San Francisco de
Borja que nunca olía las flores, antes al contrario, se llevaba con frecuencia
a la boca ciertas píldoras, que mascaba (Vita S. Franc. Borgiae, Cap. XV: Act.
SS.,t. V., oct., p. 286); a fin de castigarse, por algún olor agradable que
hubiese podido sentir o por haber tenido que comer algún manjar delicado.
4°
En cuarto lugar, digo que hemos de mortificar nuestro paladar: no debemos comer
por glotonería, ni tampoco más de lo necesario; no hay que dar al cuerpo nada
que pueda excitar las pasiones; ni comer fuera de las horas acostumbradas sin
una especial necesidad. Un buen cristiano no come nunca sin mortificarse en
algo.
5°
Un buen cristiano debe mortificar su lengua, hablando solamente lo necesario
para cumplir con su deber, para dar gloria a Dios y para el bien del prójimo...
Nos dice San Agustín que es perfecto aquel que no peca con la lengua ( Esta
sentencia la pronunció primeramente el Apóstol Santiago: «Si quis in verbo non offendit, hic perfectus est» (Jac., 3, 2))
Debemos, sobre todo, mortificar nuestra lengua cuando el demonio nos induzca a
sostener pláticas pecaminosas, a cantar malas canciones, a la maledicencia y a
la calumnia contra el prójimo; tampoco deberemos soltar juramentos ni palabras
groseras.
6°
Digo también que hemos de mortificar nuestro cuerpo no dándole todo el descanso
que nos pide; tal ha sido, en efecto, la conducta de todas los santos.
Mortificación interior. Hemos dicho después, que debemos practicar la
mortificación interior. Mortifiquemos, ante todo, nuestra imaginación. No debe
dejársela, divagar de un lado a otro, ni entretenerse en cosas inútiles ni,
sobre todo, dejarla que se fije en cosas que podrían conducirla al mal, como
sería pensar en ciertas personas que han cometido algún pecado contra la santa
pureza, o pensar en los afectos de los jóvenes recién casados: todo esto no es
más que un lazo que el demonio nos tiende para llevarnos al mal. En cuanto se
presentan tales pensamientos, es necesario apartarlos. Tampoco he de dejar que
la imaginación se ocupe en lo que yo me convertiría, en lo que haría, si
fuese... si tuviese esto, si me diese aquello, si pudiese conseguir lo otro.
Todas estas cosas no sirven más que para hacernos perder un tiempo precioso
durante el cual podríamos pensar en Dios y en la salvación de nuestra alma. Por
el contrario, es precisa ocupar nuestra imaginación pensando en nuestros
pecados para llorarlos y enmendarnos; pensando con frecuencia en el infierno,
para huir de sus tormentos; pensando mucho en el cielo, para vivir de manera
que seamos merecedores de alcanzarlo; pensando a menudo en la pasión y muerte
de Jesucristo Nuestro Señor, para que tal consideración nos ayude a soportar
las miserias de la vida con espíritu de penitencia. Debemos también mortificar
nuestra mente: huyendo de examinar temerariamente la posibilidad de que nuestra
religión no sea buena, no esforzándonos en comprender los misterios, sino
solamente discurriendo de la manera más segura acerca de cómo hemos de
portarnos para agradar a Dios y salvar el alma.
Igualmente
hemos de mortificar nuestra voluntad, cediendo siempre al querer de los demás
cuando no hay compromisos para nuestra conciencia. Y esta sujeción hemos de
tenerla sin mostrar que nos cause enojo; por el contrario, debemos estar
contentos al hallar una ocasión de mortificarnos y poder así expiar los pecados
de nuestra voluntad. Ahí tenéis, en general, las pequeñas mortificaciones que a
todas horas podemos practicar, a las que podemos aun añadir el soportar los
defectos y malas costumbres de aquellos con quienes convivimos. Es muy cierto,
que las personas que no aspiran más que a procurarse satisfacción en la comida,
en la bebida y en los placeres todos que su cuerpo y su espíritu puedan desear,
jamás agradarán a Dios, puesto que nuestra vida debe ser una imitación de
Jesucristo. Yo os pregunto ahora: ¿qué semejanza podremos hallar entre la vida
de un borracho y la de Jesucristo, que empleó sus días en el ayuno y las
lágrimas; entre la de un impúdico y la pureza de Jesús; entre un vengativo y la
caridad de Jesucristo? y así de lo demás. ¡Ay! ¿qué será de nosotros cuando
Jesucristo proceda a confrontar nuestra vida con la suya? Hagamos, pues, algo
capaz de agradarle.
Hemos
dicho, al principio, que la penitencia; las lágrimas y el dolor de nuestros
pecados serán un gran consuelo en la hora de la muerte; de ello no os quepa
duda alguna. ¡Qué dicha para un cristiano recordar, en aquel postrer momento,
en que tan minucioso examen de conciencia se hace, cómo no sólo observó
puntualmente los mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia, sino que pasó
su vida en medio de lágrimas y penitencia, en el dolor de sus pecados y en una
mortificación continua acerca de todo cuanto pudiera satisfacer sus gustos! Si
nos quedase algún temor, bien podremos decir como San Hilarión: «¿Qué temes,
alma mía? ¡tantos años hace que te ocupas en hacer la voluntad de Dios y no la
tuya¡ No desconfíes, el Señor tendrá piedad de ti» (Vida de los padres del
desierto, t, V, p.208). Para que mejor lo comprendáis, voy a citaros un hermoso
ejemplo. Nos cuenta San Juan Climaco (La escala santa) que cierto joven
concibió un gran deseo de emplear su vida haciendo penitencia y preparándose
para la muerte; no puso límites a sus mortificaciones. Cuando llegó la muerte,
hizo llamar a su superior y le dijo: «¡Ah! padre mío, ¡qué consuelo para mí!.
¡Oh! cuán dichoso me siento de haber vivido en medio de las lágrimas, del dolor
de mis pecados y de la penitencia. Dios, que es tan bueno, me ha prometido el
cielo. Adiós, padre mío, voy a unirme a mi Dios, cuya vida he procurado imitar
cuanto me ha sido posible; adiós, padre mío, os doy gracias por haberme animado
a seguir este dichoso camino. ¡Qué dicha para nosotros, en aquellos momentos,
será el haber vivido para Dios; el haber temido y huido el pecado, el habernos
abstenido no solamente de los placeres malos y prohibidos, sino también de los
inocentes y permitidos; el haber recibido frecuente y dignamente los
Sacramentos, en los que tantas gracias y fuerzas habremos hallado para combatir
al demonio, al mundo y a nuestras pasiones! Pero, decidme, ¿qué puede esperar,
en aquella hora tremenda, el pecador, si ve ante sus ojos una vida que no es
más que una cadena de crímenes? ¿Qué esperanza ha de abrigar un pecador que ha
casi vivido como si no tuviese alma que salvar y como si creyese que con la muerte
se acaba todo; que apenas ha frecuentado nunca los Sacramentos, y aun, al
recibirlos, no hizo más que profanarlos acudiendo con malas disposiciones; un
pecador que, no contento con haberse burlado y hecho menosprecio de su religión
y de los que tenían la dicha de practicarla, puso además todo su esfuerzo en
arrastrar a otros a seguir por la senda de la infamia y del libertinaje? ¡Ay!
¡cuál será entonces el pavor y la desesperación de ese pobre desgraciado al
reconocer que tan sólo vivió para hacer sufrir a Jesucristo, perder su pobre
alma y precipitarse en el infierno! ¡Qué desgracia, Dios mío y tanto más cuanto
él sabía muy bien que, a haberlo querido podía obtener el perdón de sus
pecados. Dios mío, ¡qué desesperación por toda una eternidad!
Traeremos
aquí un admirable ejemplo que nos muestra cómo, si nos condenamos, será
ciertamente porque no habremos querido salvarnos. Se refiere en la historia
(Vida de los Padres, t. 1, cap. XV. San Pafnucio) que Santa Thais había sido en
su juventud una de las más famosas cortesanas que ha habido en el mundo: sin
embargo, era cristiana. Precipitóse en todo lo que su corazón, que era todo él
una hoguera de fuego impuro, pudo desear: profanó en la disolución todo lo que,
en cuanto a gracias y belleza, le concediera el cielo; hasta su propia madre
fue un instrumento de que se valió el infierno para sumergirla con el más
espantoso furor en tantas obscenidades, haciendo que empleara su miserable
juventud abandonada a los desórdenes más infames y deshonrosos para una persona
de su calidad. De sus admiradores, unos se arruinaban para ofrecerle regalos,
muchos se suicidaban por no haber podido poseerla solos. En fin, los desórdenes
de aquella comedianta eran el escándalo de todo el país, y un motivo de
aflicción para los buenos. Dejo, pues, a vuestra consideración el mal que
causaría aquella mujer, las almas que haría perder, los ultrajes que inferiría
a Jesucristo por causa de las personas que arrastraba al pecado. En su juventud
había sido muy bien instruida, pero sus desarreglos y la violencia de sus
pasiones habían ahogado todas las verdades de la religión.
No
obstante, Nuestro Señor, sabiendo hasta que punto su conversión provocaría la
de muchos otros, quiso manifestar la magnitud de sus misericordias; y, lanzando
una mirada compasiva, fuese Él mismo a buscarla en medio de su torpeza la más
infame. Para obrar aquel gran milagro de la gracia, valióse de un santo
solitario a quien dio a conocer aquella famosa pecadora y todos sus desórdenes.
El Señor le ordena que fuese a entrevistarse con la cortesana. Aquel solitario
era San Pafnucio. Tomó un traje de caballero, proveyose de dinero, y partió
para la ciudad en donde aquella mujer habitaba. Siendo llevado por el mismo
Dios, pronto dio con la casa de aquella mujer y pidió ser recibido por ella.
Aquella mujer, que nada sabía ni sospechaba, le condujo a un cuarto reservado y
lleno de adornos. Entonces el Santo le preguntó si había otro cuarto aun más
escondido donde poder sustraerse hasta de los ojos de Dios. «¡Oh!, díjole la cortesana,
ten por seguro que nadie ha de venir; mas si temes la presencia de Dios, ¿no
está, por ventura, en todas partes?» Quedó el Santo muy admirado al oírla
hablar así de Dios. «¡Cómo!, díjole él, ¿es decir, que conoces al buen Dios?»
«Sí, contestó ella; y aun más, sé que hay un paraíso para los que le sirven con
fidelidad y un infierno para los que le desprecian.» «Pero ¿cómo, le dijo el
Santo, sabiendo todo esto, puedes vivir como vives, durante tantos años,
preparándote tú misma un horroroso infierno?» Estas solas palabras del Santo,
junto con la gracia de Dios, fueron como un rayo que derribó a nuestra
cortesana, al igual que a San Pablo en el camino de Damasco. Arrojóse a sus
pies, deshecha en lágrimas y suplicando la gracia de que tuviese piedad de
ella, e implorase la misericordia del Señor. Estuvo enteramente dispuesta a
hacer todo cuanto él quisiese, a fin de intentar el divino perdón. No le pidió
más que tres horas de plazo para poner en orden sus negocios; y al momento
estaría ella en el lugar que le indicase. Habiéndole el Santo concedido el
plazo pedido, congregó ella a cuantos libertinos le fue posible, de los que con
ella se habían abandonado al pecado y los llevó a la plaza pública: allí, en
presencia de todos, se despojó de sus galas, ordenó fuesen llevados allí los
muebles que había comprado con el dinero de sus infamias, hizo de ellos un
montón y le pegó fuego, sin decir nada ni dar explicación alguna de por qué
obraba así. Después de esto, abandonó la plaza pública para ponerse a disposición
del Santo, quien la condujo a un monasterio de recogidas. La encerró en una
celda cuya puerta selló él mismo, y rogó a una religiosa que le llevase algunos
mendrugos de pan y un poco de agua. Thais preguntó al Santo qué oración debía
hacer en su retiro para mover el corazón de Dios. Y el Santo le contestó : «No
eres digna de pronunciar el nombre de Dios, puesto que tus labios están llenos
de iniquidades, ni de elevar al cielo unas manos tan criminales. Conténtate con
dirigirte hacia Oriente, y con todo el dolor de tu corazón y con toda la
amargura de tu alma, di: «Oh, Vos que me criasteis, tened piedad de mí».
Esta
fue toda su oración en los tres años que permaneció encerrada en aquellas
cuatro paredes, durante cuyo tiempo jamás olvidó el recuerdo de sus pecados.
Tal fue su llanto, de tal manera y tan cruelmente maltrató su cuerpo, que
cuando San Pafnucio fue a consultar a San Antonio a fin de saber si Dios la
acogía bajo su misericordia, San Antonio, después de haber pasado con sus
religiosos la noche en oración a tal objeto, le dice que el Señor había
revelado a uno de dichos religiosos, San Pablo el Simple, que el cielo había
preparado un trono radiante para la penitente Thais. Entonces el Santo, lleno
de alegría y muy admirado por haber ella en tan poco tiempo satisfecho a la
justicia de Dios, fuese a su encuentro para comunicarle que sus pecados estaban
perdonados y que debía salir de aquella celda. El Santo le pregunta, qué era lo
que había hecho durante aquellos tres años. Y ella le respondió: «Padre mío,
puse mis pecados ante mis ojos como en un montón, y no cesé de llorarlos y de
pedir misericordia» «Precisamente por esto, díjole San Pafnucio, y no por las
demás penitencias, has cautivado el corazón de Dios». Habiendo abandonado,
aquella celda para dirigirse a un monasterio, sobrevivió solamente quince días,
después de los cuales voló al cielo a cantar las grandezas de la misericordia
de Dios. Este ejemplo nos muestra, con cuánta facilidad, y sin hacer ninguna de
aquellas grandes penitencias, ganaríamos, si quisiésemos, el corazón de Dios.
¡Cuántos remordimientos nos atormentarán por toda una eternidad, por haber
rehusado hacernos la menor violencia a fin de dejar el pecado!. Día vendrá en
que veremos cómo hubiéramos podido satisfacer a la justicia de Dios, sólo con
las pequeñas molestias de la vida que necesariamente hemos de sufrir en el
estado en que Dios se ha servido colocarnos, si hubiésemos acertado a unir a
ellas algunas lágrimas y un sincero dolor de nuestros pecados. ¡Cuánto nos
pesará haber vivido y muerto en pecado, al ver que Jesucristo padeció tanto por
nosotros y que su deseo hubiera sido el perdonarnos con sólo haber implorado
nosotros de Él esta gracia! Dios mío, ¡cuán ciego y desgraciado es el pecador!
Tenemos
la penitencia. Ved, empero, cómo eran tratados los pecadores en los primeros
tiempos de la Iglesia. Los que querían reconciliarse con Dios se presentaban,
el miércoles de Ceniza, en la puerta del templo, con vestiduras sucias y
rasgadas. Después de haber entrado en la iglesia, se les cubría la cabeza de
ceniza y se les entregaba un cilicio para que lo llevasen durante todo el
tiempo de la penitencia. Luego se les mandaba que se postrasen en la tierra,
mientras se cantaban los siete salmos penitenciales para implorar sobre ellos
la misericordia de Dios; seguidamente se les dirigía una exhortación para
inducirlos a practicar la penitencia con el mayor celo posible, esperando que
así tal vez Nuestro Señor sería movido a perdonarlos. Después de todo esto, se
les advertía que se les iba a arrojar del templo con cierta violencia, a la
manera como Dios arrojó a Adán del paraíso después de haber pecado. Apenas
tenían tiempo de salir cuando se cerraba tras ellos la puerta del templo. Y si
deseáis saber cómo pasaban aquel tiempo y cuánto duraba aquella penitencia,
vedlo aquí: primeramente, quedaban obligados a vivir en el retiro o bien
emplearse en los más duros trabajos; según el número y gravedad de sus pecados,
se les asignaban determinados días de la semana en los cuales debían ayunar a
pan y agua; durante la noche y postrados en tierra; tenían largas horas de
oración; dormían sobre duras tablas; por la noche se levantaban varias veces a
llorar sus pecados. Se les hacía pasar por diferentes grados de penitencia; los
domingos, se presentaban a las puertas del templo ciñendo el cilicio, con la
cabeza cubierta de ceniza,, permaneciendo fuera, expuestos a la intemperie; se
postraban ante los fieles que entraban en la iglesia, y, con lágrimas,
imploraban a rogar por ellos. Pasado algún tiempo, se les permitía acudir a
escuchar la palabra de Dios; mas, en cuanto había terminado el sermón, se les
arrojaba del templo; muchos, solamente a la hora de la muerte, eran admitidos a
recibir la gracia de la absolución. Y aun miraban esto como una muy apreciable
gracia que la Iglesia les hacía después de haber pasado diez, veinte años o a
veces más, en las lágrimas y la penitencia. Así es como se portaba la Iglesia,
en otro tiempo, con aquellos pecadores que querían convertirse de veras. Si
deseáis ahora saber quiénes se sometían a tales penitencias, os diré que todos,
desde los humildes pastores hasta el emperador. Si me pedís un ejemplo, aquí
tenéis uno en la persona del emperador Teodosio. Habiendo pecado aquel
príncipe, más por sorpresa que por malicia, San Ambrosio le escribió
diciéndole: «Esta noche he tenido una visión en la que Dios me ha hecho ver a
vuestra persona encaminándose al templo, y me ha ordenado que os prohibiese la
entrada». Al leer aquella carta, el emperador lloró amargamente; sin embargo,
fue a postrarse ante las puertas del templo como de ordinario, con la esperanza
de que sus lágrimas y su arrepentimiento moverían al Santo obispo. San
Ambrosio, al verle venir, le dijo: «Deteneos, emperador, sois indigno de entrar
en la casa del Señor». Respondióle el emperador: «Es verdad, mas también pecó
David, y el Señor le perdonó». «Pues bien, le dijo San Ambrosio, ya que le
habéis imitado en la culpa, seguidle en la penitencia». A estas palabras, el
emperador, sin replicar más, se retiró a su palacio, dejó sus ornamentos
imperiales, se postró con la faz en tierra, y se abandonó a todo el dolor de
que su corazón era capaz. Permaneció ocho meses sin poner los pies en el
templo. Al ver que sus criados se dirigían a la iglesia en tanto que él se
hallaba privado de concurrir allí, se le oía dar unos clamores capaces de mover
los corazones más endurecidos. Cuando le fue permitido asistir a las preces
públicas, no se ponía de pie o arrodillado como los demás, sino postrado, la
faz en tierra, de la manera más conmovedora, golpeándose el pecho, arrancándose
los cabellos y llorando amargamente. Durante toda su vida conservó el recuerdo
de su pecado; no podía pensar en él sin derramar lágrimas en abundancia. Aquí
tenéis lo que hizo un emperador que no quería perder su alma.
¿Qué
hemos de sacar de aquí? Vedlo: ya que es necesario de toda necesidad llorar
nuestros pecados, y hacer penitencia en este mundo o en el otro, escojamos la
menos rigurosa y la más corta. ¡Qué pena llegar a la hora de la muerte sin
haber hecho nada para satisfacer a la justicia de Dios! ¡Qué desgracia haber
perdido tantos medios como tuvimos cuando, al sufrir algunas miserias, si las
hubiésemos aceptado por Dios, nos habrían merecido el perdón! ¡Qué desgracia
haber vivido en pecado, esperando siempre librarnos de él, y morir sin haberlo
hecho! Tomemos, pues, otro camino que nos será más consolador en aquel momento:
cesemos de obrar mal; comencemos a llorar nuestros pecados, y suframos todo
aquello que el buen Dios tenga a bien enviarnos. Que nuestra vida sea una vida
de arrepentimiento por nuestros pecados y de amor a Dios, a fin de que tengamos
la dicha de ir a unirnos a Él por toda una eternidad...
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