A la Batalla
La defensa
armada no sólo
se considera lícita,
sino encomiable y heroica; se recuerda el ejemplo de santos que cuando fue necesario
recurrieron a las armas. Está
en los altares San Bernardo que reclutó soldados y los llevó a las
cruzadas, San Luis IX Rey de Francia, que él mismo se armó cruzado
contra los detentadores del sepulcro de Cristo, San Pío V que organizó la armada
que hundió
en Lepanto el poder de la media luna y tantos otros cuya virtud proclamó que lo malo
no está
en matar, sino en hacerla sin razón
y sin derecho. Pero no todos piensan así, algunos prefirieron esperar un milagro
de Dios; otros lo esperan de los mismos hombres, de tal o cual incrustado en el
engranaje gubernamental que no ha cometido atropellos. Los más se han acomodado
a las circunstancias, conformándose
con pasar inadvertidos mientras vienen tiempos mejores; se han acostumbrado
tanto al despotismo, que quedan satisfechos y muy agradecidos con cualquier
disminución
en el castigo.
En este
torbellino fui envuelto cuando tenía
17 años.
Nací
en 1909, vísperas
de que estallara la revolución.
Nada recuerdo, ni nada me liga a la dictadura blanca porfirista. He vivido
entre gritos de rebeldía
y dignidad. He presenciado actos de crueldad y virtudes heroicas. En la escuela
los libros de texto y los maestros hablan de los derechos del hombre, de la
soberanía
del pueblo, fustigan la dictadura e inflaman nuestros pechos con ansias de libertad.
En el hogar y en la Iglesia se nos habla de una justicia social que legitima
muchas de las aspiraciones del régimen
revolucionario, ante las cuales México
no habrá
de volver atrás,
convencidos todos de la evidente necesidad de prestar remedio eficaz a muchísimas
situaciones injustas que los pobres padecen. Acepta la conveniencia de atenuar
ciertos desequilibrios en la distribución de la riqueza. Tenemos conciencia
de la subordinación
que la propiedad privada debe al bien común. Las grandes fuerzas podrían llevar a
cabo las reformas sociales que flotan en el ambiente y están en el ánimo de casi
todos: el Estado y la Iglesia. i Cómo
ganaría
México si se
entendieran! Pero el gobierno está
en manos de un grupo reducido de gente sin Dios, a medio educar, llenos de
elocuencia salvaje que desborda en frases mal entendidas, codiciosos, sedientos
de lujuria, de poder. Carecen de preparación moral, política y aun
administrativa. Hicieron irrupción
en un medio desconocido y lleno de tentaciones para ellos... Con sólo desearlo,
a cambio de un sí
o de una firma, obtienen lo que nunca habían soñado: placeres, lujo, comodidades. Sin
un concepto profundo y recto de la vida se corrompieron y olvidan al pueblo del
que proceden. En su acción
de grupo se enfrascan en trivialidades, patrioterías, frases hechas; se lanzan a
rehacer todas las cosas, hablan de ideologías sin saber su significado, exaltan
la raza indígena
y vituperan la blanca, quieren destruir a los retrógrados, salvar al país contra su voluntad;
no aceptan ayuda ni intervención
extraña,
reclaman para sí
toda acción
y desconocen toda fuerza que no sea la suya. Sus métodos son los mismos que han usado los radicales de todos los tiempos
en su acción
de avance: fomentar el descontento y describir utopías. La Iglesia reconoce que la Revolución Mexicana
encierra muchas justas reivindicaciones que ella misma proclamó tiempo atrás.
Sabe que la
revolución
sobrepasa los límites
de la reivindicación;
pero no puede hacer otra cosa que exhortar a la paz, y exigir a los católicos el
cumplimiento de sus deberes cristianos. Entre las
fuerzas de la acción
revolucionaria y de la reacción
liberal, la Iglesia se mantiene firme, sin claudicaciones, por sobre la
amenaza, por sobre el martirio. Al pueblo toca aquilatar esta actitud y es
patente que siempre
¿Qué pueden importar a mi generación las
malditas acusaciones que los revolucionarios lanzan a la Iglesia por la
conducta de tal o cual sacerdote, muerto tiempo atrás? ¿Cómo va a justificarse una persecución religiosa
en 1926 porque muchos años
antes hubiera algún
obispo acogido al invasor; o que un rey español, después de arrojar su reino al africano,
combatiera con la Inquisición
al moro que se fingía
converso y al judío
emboscado que eran sus enemigos? En la escuela los textos oficiales exageran
los errores de antepasados que militaron en el campo conservador, y en el
hogar, nuestros padres, apoyados en la historia, contrarrestan la influencia revolucionaria
descubriéndonos
las faltas y traiciones de los miembros del partido liberal. Si los hombres del
partido conservador solicitaron una alianza en Europa creyendo que ofrecía ventajas al
país,
procurando para nuestra patria una monarquía extraña, los hombres del partido liberal
obtuvieron a su vez el apoyo e intervención de los Estados Unidos de Norte América.
La única conclusión a que
podemos llegar es que unos y otros, tal vez sin quererlo, en ocasiones
impidieron con su actitud que la nación prosperara. Y excusar sus
deshumanizadas ambiciones; y que, además, tiene el
lastre de una gran masa informe, inconmovible, de católicos que sólo rezan y se golpean el pecho sin
practicar su creencia, ni levantar una bandera. Entre las fuerzas de la acción
revolucionaria y de la reacción
liberal, la Iglesia se mantiene firme, sin claudicaciones, por sobre la
amenaza, por sobre el martirio. Al pueblo toca aquilatar esta actitud y es
patente que siempre estuvo y se mantiene al lado de la Iglesia fundada por
Cristo.
Decretada la
lucha, en un esfuerzo por ganar adeptos, los revolucionarios recurrieron al
engaño,
apartaron la atención
del pueblo del argumento crucial, desviándola hacia detalles secundarios a
los que dieron excesiva importancia. La única conclusión a que
podemos llegar es que unos y otros, tal vez sin quererlo, en ocasiones
impidieron con su actitud que la nación prosperara. Sin la preparación ni
disciplina del ejército
regular, y después
el repliegue inmediato a las montañas
abruptas que constituyen nuestra mejor fortaleza. Nuestra acción armada ha
tenido el mérito
de mantener en alto el espíritu
libertario de nuestro pueblo, de ser una protesta eficaz, de conservar viva la
necesidad de la libertad religiosa para creer y poder actuar conforme a nuestra
creencia y un dique formidable contra la acción bolchevizante del actual gobierno
revolucionario, inspirado en Lenin y Marx.
Las campañas de
exterminio, las medidas inhumanas de evacuación y reconcentración de la gente
de los pueblos, y la destrucción
de éstos,
han infligido penalidades sin cuento, pero el movimiento sigue milagrosamente
adelante, mientras los callistas anuncian una y mil veces su fin. La firmeza de
los libertadores sobrepasa todo límite.
Han muerto muchos de nuestros jefes, pero al Iado del caído se
levantan nuevos paladines, y esto pasa hace tanto tiempo que puede decirse que
durará
tanto como sea necesario, hasta obligar al tirano a buscar una solución. Es un
movimiento de ideales y se nutre de sacrificios. La gente acude constantemente
a nuestras filas y se lanza inerme al campo de batalla. En pleno combate he
visto a hombres humildes ofrecer el pecho generoso a las balas asesinas, de
rodillas y en cruz, llevando en la mano tan sólo el rosario de la Virgen... ¡y les llaman
fanáticos,
y se mofan de ellos quienes no saben de su hombría de bien, ni entienden de renunciación total en
aras de un ideal! Nuestro pueblo está
realizando una epopeya que merece ser cantada para transmitirla a la
posteridad, como ejemplo de lo que puede hacer la fe en defensa de los más preciaras
derechos del hombre. Se opone al comunismo que pretende exterminar a Dios, que
lo substituye por un materialismo degradante y un modo de vivir propio de régimen
penitenciario. Esta es la misión
histórica
de nuestro movimiento. Bregamos contra el comunismo con Cristo, porque sólo El puede saciar la sed de justicia
que alienta en los hombres y que el bolchevique exaspera fuera de toda medida.
Estas consideraciones me han decidido a ocupar las horas largas de mi
convalecencia y los altos de la lucha, en describir lo que he visto y vivido en
esta cruenta persecución
religiosa. Cooperaré
así
a decir la verdad. Vivimos una época
en que se repiten las frases hechas por la publicidad, sin analizarlas. Con sus
grandes recursos el régimen
propala oficialmente que nuestro movimiento es de "jóvenes fanáticos
inexpertos, con miras al pasado"; pero la calumnia y la mentira no impedirán que algún día se alce la
memoria de quienes han muerto y viven en el alma popular.
Consideran
absurdo nuestro movimiento porque creen que la religión acabó. Repiten lo que dijo hace muchos años la Revolución Francesa,
lo que se escuchó
en Irlanda, en Escocia, en Alemania, en Portugal. Unos lo dijeron brutalmente,
otros con erudición,
o con vulgaridad como lo dicen hoy. No importa quién ni cómo lo haya dicho; la respuesta del
tiempo ha sido siempre la misma y éste
dará
la razón
a quien tuvo el valor de pintar en los muros del Palacio Nacional un letrero
que decía:
"¡Calles,
pronto no quedará
de ti sino tu historia, y qué
historia, la de Nerón!"
Emprendo la tarea sin más
ánimo que el
de perpetuar hechos que deben ser descritos en las páginas gloriosas de nuestra Historia,
sin el menor propósito
de interesar respecto a mí
mismo. Estas memorias serán
más bien las de
otros que las mías;
sus actos, sus ideas, sus escritos, son el cuerpo y alma de esta época, y los
tomo al describirla. Soy un soldado de los que a millares surgen a ofrendar su
vida y de los que muchos perecen, sobreviven unos cuantos y muchos menos llegan
a la fama que pertenece, eso sí,
a la acción
de conjunto. La sangre que vertamos transformará la patria en un país libre y más cristiano;
lo volverá
más noble, más sano; lo
hará
fuerte. El soldado, el Cristero desconocido, volverá con el traje hecho jirones,
salpicado por el barro del camino y la sangre del combate. Acosados por el
enemigo, siempre en peligro, no puedo saber en manos de quién puedan caer
estas memorias. Los hechos son reales, los nombres de personas y lugares tendré que
ocultarlos. Días
vendrán
en que pueda cantarse, por hombres capaces, la epopeya con los nombres de sus héroes. Para
entonces las cadenas estarán
rotas y México
sabrá
agradecerlo.
Aquí termina esta
hermosa introducción
de quien, solo sabemos que murió
ofreciendo su vida por Cristo Rey y con El vive y reina por los siglos de los
siglos. Hay mucho para reflexionar en esta introducción y, sin duda, un dulce, pero
valeroso sentimiento surge en nuestras mentes con la esperanza de ver una vez más libre ya no
nuestra nación
sino la Iglesia universal que es presa de una impía ocupación que la ha postrado. Pero aun
quedamos soldados de Cristo que, con estas arengas de nuestros hermanos en la
fe verdadera y ahora mártires,
nos darán
grandes ánimos
para emprender la dura y ardua tarea de volver a sus antiguos causes a la
Iglesia de los cuales no debió
salir. Mas ella no ha renunciado a sus postulados ni a la verdadera doctrina de
Nuestro Señor
Jesucristo, son los judas quienes no solo la traicionaron sino que hoy nos
ofrecen una doctrina, si así
se le puede llamar al infernal modernismo, al servicio de Satanás, pero muy
lejos de la del Dios trino y uno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario