CAPITULO XI
LA LIBERTAD DE PRENSA
“Libertad funesta y
execrable.”
Gregorio XVI, Mirari Vos
Actualmente se suele decir
que la verdad hace el camino por su sola fuerza intrínseca y que para triunfar,
no tiene necesidad de la protección intempestiva y molesta del Esta-do y de sus
leyes. El favoritismo del Estado hacia la verdad es inmediatamente tachado de
injusticia, como si la justicia consistiese en mantener equilibrada la balanza
entre lo verdadero y lo falso, la virtud y el vicio... Es falso: la primera
justicia hacia los espíritus es favorecerles el acceso a la verdad y
precaverlos del error. Es también la primera caridad: “veritatem facientes in caritate”: En la caridad, hagamos la verdad.
El malabarismo entre todas las opiniones, la tolerancia de todos los
comportamientos, el pluralismo moral o religioso, son la nota característica de
una sociedad en plena descomposición, sociedad liberal querida por la
masonería. Ahora bien, los Papas de los cuales hablamos, han reaccionado contra
el establecimiento de tal sociedad sin cesar, afirmando al contrario que el
Estado – el Estado católico en primer lugar – no tiene
derecho a dejar tales libertades, como la libertad religiosa, la libertad de
prensa y la libertad de enseñanza. La libertad de prensa
León XIII recuerda al Estado su deber
de temperar justamente, es decir, según las exigencias de la verdad, la
libertad de prensa:
“Volvamos
ahora algún tanto la atención hacia la libertad de hablar y de imprimir cuanto
place. Apenas es necesario negar el derecho a semejante libertad cuando se
ejerce, no con alguna templanza, sino traspasando toda moderación y todo
límite. El derecho es una facultad moral que, como hemos dicho y conviene
repetir mucho, es absurdo suponer que haya sido concedido por la naturaleza de
igual modo a la verdad y al error, a la honestidad y a la torpeza. Hay derecho
para propagar en la sociedad libre y prudentemente lo verdadero y lo honesto
para que se extienda al mayor número posible su beneficio; pero en cuanto a las
opiniones falsas, pestilencia la más mortífera del entendimiento, y en cuanto a
los vicios, que corrompen el alma y las costumbres, es justo que la pública
autoridad los cohíba con diligencia para que no vayan cundiendo insensiblemente
en daño de la misma sociedad. Y las maldades de los ingenios licenciosos, que redundan
en opresión de la multitud ignorante, no han de ser menos reprimidas por la
autoridad de las leyes que cualquiera injusticia cometida por fuerza contra los
débiles. Tanto más, cuanto que la inmensa mayoría de los ciudadanos no puede de
modo alguno, o puede con suma dificultad, precaver esos engaños y artificios
dialécticos, singularmente cuando halagan las pasiones. Si a todos es permitida
esa licencia ilimitada de hablar y escribir, nada será ya sagrado e inviolable;
ni aún se perdonará a aquellos grandes principios naturales tan llenos de verdad,
y que forman como el patrimonio común y juntamente nobilísimo del género
humano. Oculta así la verdad en las tinieblas, casi sin sentirse, como muchas
veces sucede, fácilmente se enseñoreará de las opiniones humanas el error
pernicioso y múltiple.”
Antes de León XIII, el Papa Pío IX,
como vimos, estigmatizaba la libertad de prensa en el Syllabus (proposición
79); y aún antes, Gregorio XVI, en Mirari Vos:
“Aquí tiene su lugar aquella pésima y
nunca suficientemente execrada y detestada libertad de prensa para la difusión
de cualesquiera escritos; libertad que con tanto clamor se atreven algunos a
pedir y promover. Nos horrorizamos, Venerables Hermanos, al contemplar con qué
monstruos de doctrinas, o mejor, por qué monstruos de errores nos vemos sepultados,
con qué profusión se difunden por doquiera esos errores en innumerable cantidad
de libros, folletos y escritos, pequeños ciertamente por su volumen, pero
enormes por su malicia, de los que se derrama sobre la faz de la tierra aquella
maldición que lloramos. Por desgracia, hay quienes son llevados a un descaro
tal, que afirman belicosamente que este alud de errores nacido de la libertad
de prensa se compensa sobradamente con algún libro que se edite en medio de
esta tan grande inundación de perversidades, para defender la Religión y la
verdad.”
El pontífice revela aquí el
seudoprincipio de “compensación” liberal, que pretende que es necesario
equilibrar la verdad por el error, y recíprocamente. Esta idea, lo veremos, es
la máxima primera de los llamados católicos liberales, que no soportan la
afirmación pura y simple de la verdad y exigen que se la contrarreste
inmediatamente por opiniones opuestas; y recíprocamente, juzgan que no hay nada
que censurar en la libre difusión de los errores, ¡con tal que la verdad tenga
permiso para hacerse escuchar dizque un poco! Es la perpetua utopía de los
liberales dizque católicos, tema sobre el cual volveré.
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