II
María es
nuestra vida porque nos consigue la perseverancia
1. María
ayuda a alcanzar el don de la perseverancia.
La
perseverancia final es una gracia tan grande de Dios que, como declara el
Concilio de Trento, es un don del todo gratuito que no se puede merecer. Pero
como enseña san Agustín, ciertamente obtienen de Dios la perseverancia los que
se la piden. Y según el P. Suárez, la obtienen infaliblemente siempre que sean
diligentes en pedirla a Dios hasta el fin de la vida. Escribe Belarmino que
esta perseverancia hay que pedirla a diario para conseguirla todos los días.
“Pues si es verdad –como lo tengo por cierto según la sentencia hoy común, como
lo demostraré en el capítulo V–, si es verdad, digo, que todas las gracias que
nos vienen de Dios pasan por las manos de María, podremos nosotros esperar y
obtener (de Dios) esta gracia suprema de la perseverancia”. Y ciertamente que la
obtendremos si con confianza la pedimos siempre a María. Ella misma promete
esta gracia a todos los que la sirven fielmente en esta vida: “Los que se guían
por mí, no pecarán; los que me dan a conocer a los demás, obtendrán la vida
eterna” (Ecclo 24, 30). Son palabras que la Iglesia pone en sus labios. Para
conservarnos en la vida de la gracia es necesaria la fortaleza espiritual para
resistir a todos los enemigos de nuestra salvación. Ahora bien, esta fortaleza
sólo se obtiene por María: “Mía es la fortaleza, por mí reinan los reyes” (Pr
7, 14). Mía es esta fortaleza, nos dice María; Dios ha puesto en mis manos esta
gracia para que la distribuya a mis devotos. “Por mí reinan los reyes”. Por mi
medio mis siervos reinan e imperan sobre sus sentidos y pasiones y se hacen
dignos de reinar eternamente en el cielo. ¡Qué gran fortaleza tienen los
devotos de esta excelsa Señora para vencer todas las tentaciones del infierno!
María es aquella torre de la que se dice en los Sagrados cantares: “Tu cuello
es como la torre de David, ceñida de baluartes; miles de escudos penden de
ella, armas de valientes” (Ct 4, 4). Ella es como una torre ceñida de fuertes
defensas a favor de los que la aman y a ella acuden en la batallas; en ella encuentran
todos sus devotos todos los escudos y armas que necesitan para defenderse del
infierno. Por eso es llamada también la santísima Virgen plátano: “Me alcé como
el plátano en las plazas junto a las aguas” (Ecclo 24, 19). Dice el cardenal
Hugo glosando este texto, que el plátano tiene las hojas anchas semejantes a
los escudos, con lo que se da a entender cómo defiende María a los que en ella
se refugian. El beato Amadeo da otra explicación, y dice que ella se llama
plátano porque así como el plátano con la sombra de sus hojas protege a los caminantes
del calor del sol y de la lluvia, así, bajo el manto de María, los hombres
encuentran refugio contra el ardor de las pasiones y la furia de las
tentaciones.
2.
María es nuestro apoyo para perseverar en el bien
¡Pobres
las almas que se alejan de esta defensa y dejan de ser devotas de María y de
encomendarse a ella en las tentaciones! Si en el mundo no hubiera sol, dice san
Bernardo, ¿qué sería el mundo sino un caos horrible de tinieblas? Pierda un
alma la devoción a María y pronto se verá inundada de tinieblas, de aquellas
tinieblas de las que dijo el Espíritu Santo: “Ordenaste las tinieblas y se hizo
la noche; en ella transitan todas las fieras de la selva” (Sal 103, 20). Desde
que en un alma no brilla la luz divina y se hace la oscuridad, se hará
madriguera de todos los pecados y de los demonios. Dice san Anselmo: “¡Ay de
los que aborrecen este sol!” Infelices los que desprecian la luz de este sol
que es la devoción a María. San Francisco de Borja, con razón desconfiaba de la
perseverancia de aquellos en los que no encontraba especial devoción a la
santísima Virgen. Preguntando a unos novicios a qué santo tenían más devoción,
se dio cuenta de que algunos no tenían especial devoción a María. Se lo
advirtió al maestro de novicios para que tuviera especial vigilancia sobre
aquellos infortunados, y sucedió que todos aquellos perdieron la vocación. Razón
tenía san Germán de llamar a la santísima Virgen la respiración de los
cristianos, porque así como el cuerpo no puede vivir sin respirar, así el alma
no puede vivir sin recurrir a María y encomendarse a ella, por quien
conseguimos y conservamos la vida de la divina gracia. “Como la respiración no
sólo es señal de vida sino causa de ella, así el nombre de María en labios de
los siervos de Dios es la razón de su vida sobrenatural, lo que la causa y la conserva”.
El beato Alano, asaltado por una fuerte tentación, estuvo a punto de perderse
por no haberse encomendado a María; pero se le apareció la santísima Virgen y
para que estuviera más prevenido para otra ocasión, le dio con la mano en la
cara y le dijo: “Si te hubieras
encomendado a mí, no te habrían encontrado en este peligro”.
3.
María garantiza la perseverancia
Por
el contrario, dice María: “Bienaventurado el que me oye y vigila constantemente
a las puertas de mi casa y observa los umbrales de ella” (Pr 8, 34).
Bienaventurado el que oye mi voz y por eso está atento a venir de continuo a
las puertas de mi misericordia en busca de luz y socorro. María está muy atenta
para obtener luces y fuerzas a éste su devoto para salir de los vicios y
caminar por la senda de la virtud. Por lo mismo es llamada por Inocencio III,
con bella expresión, “luna en la noche, aurora al amanecer y sol en pleno día”.
Luna para iluminar a los que andan a oscuras en la noche del pecado, para
ilustrarlos y para que conozcan el miserable estado de condenación en que se
encuentran; aurora precursora del sol para el que ya está iluminado, para
hacerlo salir del pecado y tornar a la gracia de Dios; sol, en fin, para el que
ya está en gracia para que no vuelva a caer en ningún precipicio. Aplican a
María los doctores aquellas palabras: “Sus ataduras son lazos saludables”
(Ecclo 6, 31). “¿Qué ataduras?”, pregunta san Lorenzo Justiniano, responde:
“Las que atan a sus devotos para que no corran por los campos del desenfreno”.
San Buenaventura, explicando las palabras que se rezan en el Oficio de la
Virgen: “Mi morada fue en la plena reunión de los santos” (Ecclo 24, 16), dice que
María no sólo está en la plenitud de los santos, sino que también los conserva
para que no vuelvan atrás; conserva su virtud para que no la manchen y refrena
a los demonios para que no los dañen. Se dice que los devotos de María están
con vestidos dobles: “Todos sus domésticos traen doble vestido” (Pr 31, 21).
Cornelio a Lápide explica cuál sea este doble vestido. Doble vestido porque
ella adorna a sus fieles siervos tanto con las virtudes de su Hijo como con las
suyas, y así revestidos consiguen la santa perseverancia. Por eso san Felipe
Neri exhortaba siempre a sus penitentes y les decía: “Hijos, si deseáis
perseverar, sed devotos de la Señora”. Decía igualmente san Juan Berchmans: “El
que ama a María obtendrá la perseverancia”. Comentando la parábola del hijo
pródigo, hace el abad Ruperto una hermosa reflexión. Dice que si el hijo
díscolo hubiese tenido viva la madre, jamás se hubiera ido de la casa del padre
o se hubiera vuelto antes de lo que lo hizo. Con esto quiere decir que quien se
siente hijo de María jamás se aparta de Dios, o si por desgracia se aparta, por
medio de María pronto vuelve. Si todos los hombres amasen a esta Señora tan
benigna y amable y en las tentaciones acudiesen siempre y pronto a su socorro,
¿quién jamás se perdería? Cae y se pierde el que no acude a María. Aplicando
san Lorenzo Justiniano a María aquellas palabras: “Me paseé sobre las olas del
mar” (Ecclo 26, 8), le hace decir: Yo camino siempre con mis siervos en medio
de las tempestades en que se encuentran para asistirlos y librarlos de hundirse
en el pecado. Narra san Bernardino de Bustos que habiendo sido amaestrado un pajarillo
para decir “ave María”, un día se le abalanzó un milano para devorarlo, y al
decir el pajarillo “ave María”, cayó el milano fulminado. Esto nos viene a
mostrar que si un pajarillo, ser irracional, se libró por invocar a María,
cuánto más se verá libre de caer en las garras de los demonios el que esté
pronto a invocar a María cuando él le asalte. Cuando nos tienten los demonios,
dice Santo Tomás de Villanueva, debemos comportarnos como los polluelos cuando
sienten cerca el ave de rapiña, que corren a toda prisa a cobijarse bajo las
alas de la gallina. Así, al darnos cuenta que viene el asalto de la tentación,
en seguida, sin dialogar con la tentación, corramos a refugiarnos bajo el manto
de María. Y tú, Señora y Madre nuestra, prosigue diciendo el santo, nos tienes que
defender, porque después de Dios no tenemos otro refugio sino tú, que eres
nuestra única esperanza y la sola protectora en que confiamos.
4.
María y su ayuda resultan imprescindibles
Concluyamos
con lo que dice san Bernardo: “Hombre, quien quiera que seas, ya ves que en
esta vida más que sobre la tierra vas navegando entre peligros y tempestades. Si
no quieres naufragar vuelve los ojos a esta estrella que es María. Mira a la
estrella, llama a María. En los peligros de pecar, en las molestias de las
tentaciones, en las dudas que debas resolver, piensa que María te puede ayudar;
y tú llámala pronto, que ella te socorrerá. Que su poderoso nombre no se aparte
jamás de tu corazón lleno de confianza y que no se aparte de tu boca al invocarla.
Si sigues a María no equivocarás el camino de la salvación. Nunca desconfiarás
si a ella te encomiendas. Si ella te sostiene, no caerás. Si ella te protege,
no puedes temer perderte. Si ella te guía, te salvarás sin dificultad. En fin,
si María toma a su cargo el defenderte, ciertamente llegarás al reino de los bienaventurados.
Haz esto y vivirás”.
EJEMPLO
Conversión
de santa María Egipcíaca
Es
célebre la historia de santa María Egipcíaca, que se lee en el libro I de las
Vidas de los Padres del desierto. A los doce años se fugó de la casa paterna y
se fue a Alejandría, donde con su vida infame se convirtió en el escándalo de
la ciudad. Después de dieciséis años de pecado se fue vagando hasta Jerusalén,
llegando cuando se celebraba la fiesta de la Santa Cruz. Se sintió movida a entrar
en la iglesia, más por curiosidad que por devoción. Pero al intentar franquear
la puerta, una fuerza invisible le impedía seguir. Lo intentó por segunda vez,
y de nuevo se vio rechazada. Una tercera y cuarta vez, y lo mismo. Entonces la
infeliz se postró a un lado del atrio y Dios le dio a entender que por su mala
vida la rechazaba hasta de la iglesia. Para su fortuna alzó los ojos y vio una
imagen de María pintada sobre el atrio. Se volvió hacia ella llorando y le
dijo: “Madre de Dios, ten piedad de esta pobre pecadora. Veo que por mis
pecados no merezco ni que me mires, pero eres el refugio de los pecadores; por
el amor de Jesucristo ayúdame, déjame entrar en la iglesia, que quiero cambiar
de vida y hacer penitencia donde me lo indiques”. Y sintió una voz interior
como si le respondiera la Virgen: “Pues ya que has recurrido a mí y quieres
cambiar de vida, entra en la iglesia, que ya no estará cerrada en adelante para
ti”. Entró la pecadora, lloró y adoró la cruz. Vuelve donde la imagen de la
Virgen y le dice: “Señora, estoy pronta; ¿dónde quieres que me retire a hacer
penitencia?” “Vete –le dice la Virgen– y pasa el Jordán; allí encontrarás el
lugar de tu reposo”. Se confesó y comulgó, pasó el Jordán, llegó al desierto y comprendió
que allí era el lugar en que debía hacer penitencia. En los primeros diecisiete
años de desierto, la santa sintió terribles tentaciones del demonio para
hacerla recaer. Ella no hacía más que encomendarse a María, y María le impetró
fuerzas para resistir todos aquellos años; después, cesaron los combates. Finalmente,
pasados cincuenta y siete años en aquel desierto, teniendo ya ochenta y siete
años, por providencia divina la encontró el abad Zoísmo. A él le contó toda su
vida y le rogó que viniera al año siguiente y le trajera la comunión. Al
volver, san Zoísmo la encontró recién muerta, con el cuerpo circundado de luz.
A la cabecera estaba escrito: “Sepultad en este lugar el cuerpo de esta pobre
pecadora y rogad a Dios por mí”. La sepultó. Y volviendo al monasterio, contó
las maravillas que la divina misericordia había realizado en aquella infeliz
penitente.
ORACIÓN
DE CONFIANZA EN MARÍA
¡Madre
piadosa, Virgen sagrada! Mira a tus pies al infeliz que, pagando con
ingratitudes las gracias de Dios recibidas por tu medio, te ha traicionado. Señora,
ya sabes que mis miserias, en vez de quitarme la confianza en ti, más bien me
la acrecientan. Dame a conocer, María, que eres para mí la misma que para todos
los que te invocan: rebosante de generosidad y de misericordia. Me basta con
que me mires y de mí te compadezcas. Si tu corazón de mí se apiada, no dejará
de protegerme. ¿Y qué puedo temer si tú me amparas? No temo ni a mis pecados, porque
tú remediarás el mal causado; no temo a los demonios, porque tú eres más
poderosa que todo el infierno; no temo el rostro de tu Hijo, justamente contra
mí indignado, porque con una sola palabra tuya se aplaca. Sólo temo que, por mi
culpa, deje de encomendarme a ti en las tentaciones y de ese modo me pierda. Pero
esto es lo que te prometo, quiero siempre recurrir a ti. Ayúdame a realizarlo. Mira
qué ocasión tan propicia para satisfacer tus deseos de salvar a un infeliz como
yo. Madre de Dios, en ti pongo toda mi confianza. De ti espero la gracia de
llorar como es debido mis pecados y la gracia de no volver a caer. Si estoy
enfermo, tú puedes sanarme, médica celestial. Si mis culpas me han debilitado, con
tu ayuda me haré vigoroso. María, todo lo espero de ti porque eres la más
poderosa ante Dios. Amén.
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