sábado, 27 de febrero de 2016

Las Glorias de Maria - San Alfonso Maria de Ligorio

II
María es nuestra vida porque nos consigue la perseverancia
1. María ayuda a alcanzar el don de la perseverancia.


La perseverancia final es una gracia tan grande de Dios que, como declara el Concilio de Trento, es un don del todo gratuito que no se puede merecer. Pero como enseña san Agustín, ciertamente obtienen de Dios la perseverancia los que se la piden. Y según el P. Suárez, la obtienen infaliblemente siempre que sean diligentes en pedirla a Dios hasta el fin de la vida. Escribe Belarmino que esta perseverancia hay que pedirla a diario para conseguirla todos los días. “Pues si es verdad –como lo tengo por cierto según la sentencia hoy común, como lo demostraré en el capítulo V–, si es verdad, digo, que todas las gracias que nos vienen de Dios pasan por las manos de María, podremos nosotros esperar y obtener (de Dios) esta gracia suprema de la perseverancia”. Y ciertamente que la obtendremos si con confianza la pedimos siempre a María. Ella misma promete esta gracia a todos los que la sirven fielmente en esta vida: “Los que se guían por mí, no pecarán; los que me dan a conocer a los demás, obtendrán la vida eterna” (Ecclo 24, 30). Son palabras que la Iglesia pone en sus labios. Para conservarnos en la vida de la gracia es necesaria la fortaleza espiritual para resistir a todos los enemigos de nuestra salvación. Ahora bien, esta fortaleza sólo se obtiene por María: “Mía es la fortaleza, por mí reinan los reyes” (Pr 7, 14). Mía es esta fortaleza, nos dice María; Dios ha puesto en mis manos esta gracia para que la distribuya a mis devotos. “Por mí reinan los reyes”. Por mi medio mis siervos reinan e imperan sobre sus sentidos y pasiones y se hacen dignos de reinar eternamente en el cielo. ¡Qué gran fortaleza tienen los devotos de esta excelsa Señora para vencer todas las tentaciones del infierno! María es aquella torre de la que se dice en los Sagrados cantares: “Tu cuello es como la torre de David, ceñida de baluartes; miles de escudos penden de ella, armas de valientes” (Ct 4, 4). Ella es como una torre ceñida de fuertes defensas a favor de los que la aman y a ella acuden en la batallas; en ella encuentran todos sus devotos todos los escudos y armas que necesitan para defenderse del infierno. Por eso es llamada también la santísima Virgen plátano: “Me alcé como el plátano en las plazas junto a las aguas” (Ecclo 24, 19). Dice el cardenal Hugo glosando este texto, que el plátano tiene las hojas anchas semejantes a los escudos, con lo que se da a entender cómo defiende María a los que en ella se refugian. El beato Amadeo da otra explicación, y dice que ella se llama plátano porque así como el plátano con la sombra de sus hojas protege a los caminantes del calor del sol y de la lluvia, así, bajo el manto de María, los hombres encuentran refugio contra el ardor de las pasiones y la furia de las tentaciones.


2. María es nuestro apoyo para perseverar en el bien



¡Pobres las almas que se alejan de esta defensa y dejan de ser devotas de María y de encomendarse a ella en las tentaciones! Si en el mundo no hubiera sol, dice san Bernardo, ¿qué sería el mundo sino un caos horrible de tinieblas? Pierda un alma la devoción a María y pronto se verá inundada de tinieblas, de aquellas tinieblas de las que dijo el Espíritu Santo: “Ordenaste las tinieblas y se hizo la noche; en ella transitan todas las fieras de la selva” (Sal 103, 20). Desde que en un alma no brilla la luz divina y se hace la oscuridad, se hará madriguera de todos los pecados y de los demonios. Dice san Anselmo: “¡Ay de los que aborrecen este sol!” Infelices los que desprecian la luz de este sol que es la devoción a María. San Francisco de Borja, con razón desconfiaba de la perseverancia de aquellos en los que no encontraba especial devoción a la santísima Virgen. Preguntando a unos novicios a qué santo tenían más devoción, se dio cuenta de que algunos no tenían especial devoción a María. Se lo advirtió al maestro de novicios para que tuviera especial vigilancia sobre aquellos infortunados, y sucedió que todos aquellos perdieron la vocación. Razón tenía san Germán de llamar a la santísima Virgen la respiración de los cristianos, porque así como el cuerpo no puede vivir sin respirar, así el alma no puede vivir sin recurrir a María y encomendarse a ella, por quien conseguimos y conservamos la vida de la divina gracia. “Como la respiración no sólo es señal de vida sino causa de ella, así el nombre de María en labios de los siervos de Dios es la razón de su vida sobrenatural, lo que la causa y la conserva”. El beato Alano, asaltado por una fuerte tentación, estuvo a punto de perderse por no haberse encomendado a María; pero se le apareció la santísima Virgen y para que estuviera más prevenido para otra ocasión, le dio con la mano en la cara y le dijo: “Si te hubieras encomendado a mí, no te habrían encontrado en este peligro”.


3. María garantiza la perseverancia



Por el contrario, dice María: “Bienaventurado el que me oye y vigila constantemente a las puertas de mi casa y observa los umbrales de ella” (Pr 8, 34). Bienaventurado el que oye mi voz y por eso está atento a venir de continuo a las puertas de mi misericordia en busca de luz y socorro. María está muy atenta para obtener luces y fuerzas a éste su devoto para salir de los vicios y caminar por la senda de la virtud. Por lo mismo es llamada por Inocencio III, con bella expresión, “luna en la noche, aurora al amanecer y sol en pleno día”. Luna para iluminar a los que andan a oscuras en la noche del pecado, para ilustrarlos y para que conozcan el miserable estado de condenación en que se encuentran; aurora precursora del sol para el que ya está iluminado, para hacerlo salir del pecado y tornar a la gracia de Dios; sol, en fin, para el que ya está en gracia para que no vuelva a caer en ningún precipicio. Aplican a María los doctores aquellas palabras: “Sus ataduras son lazos saludables” (Ecclo 6, 31). “¿Qué ataduras?”, pregunta san Lorenzo Justiniano, responde: “Las que atan a sus devotos para que no corran por los campos del desenfreno”. San Buenaventura, explicando las palabras que se rezan en el Oficio de la Virgen: “Mi morada fue en la plena reunión de los santos” (Ecclo 24, 16), dice que María no sólo está en la plenitud de los santos, sino que también los conserva para que no vuelvan atrás; conserva su virtud para que no la manchen y refrena a los demonios para que no los dañen. Se dice que los devotos de María están con vestidos dobles: “Todos sus domésticos traen doble vestido” (Pr 31, 21). Cornelio a Lápide explica cuál sea este doble vestido. Doble vestido porque ella adorna a sus fieles siervos tanto con las virtudes de su Hijo como con las suyas, y así revestidos consiguen la santa perseverancia. Por eso san Felipe Neri exhortaba siempre a sus penitentes y les decía: “Hijos, si deseáis perseverar, sed devotos de la Señora”. Decía igualmente san Juan Berchmans: “El que ama a María obtendrá la perseverancia”. Comentando la parábola del hijo pródigo, hace el abad Ruperto una hermosa reflexión. Dice que si el hijo díscolo hubiese tenido viva la madre, jamás se hubiera ido de la casa del padre o se hubiera vuelto antes de lo que lo hizo. Con esto quiere decir que quien se siente hijo de María jamás se aparta de Dios, o si por desgracia se aparta, por medio de María pronto vuelve. Si todos los hombres amasen a esta Señora tan benigna y amable y en las tentaciones acudiesen siempre y pronto a su socorro, ¿quién jamás se perdería? Cae y se pierde el que no acude a María. Aplicando san Lorenzo Justiniano a María aquellas palabras: “Me paseé sobre las olas del mar” (Ecclo 26, 8), le hace decir: Yo camino siempre con mis siervos en medio de las tempestades en que se encuentran para asistirlos y librarlos de hundirse en el pecado. Narra san Bernardino de Bustos que habiendo sido amaestrado un pajarillo para decir “ave María”, un día se le abalanzó un milano para devorarlo, y al decir el pajarillo “ave María”, cayó el milano fulminado. Esto nos viene a mostrar que si un pajarillo, ser irracional, se libró por invocar a María, cuánto más se verá libre de caer en las garras de los demonios el que esté pronto a invocar a María cuando él le asalte. Cuando nos tienten los demonios, dice Santo Tomás de Villanueva, debemos comportarnos como los polluelos cuando sienten cerca el ave de rapiña, que corren a toda prisa a cobijarse bajo las alas de la gallina. Así, al darnos cuenta que viene el asalto de la tentación, en seguida, sin dialogar con la tentación, corramos a refugiarnos bajo el manto de María. Y tú, Señora y Madre nuestra, prosigue diciendo el santo, nos tienes que defender, porque después de Dios no tenemos otro refugio sino tú, que eres nuestra única esperanza y la sola protectora en que confiamos.


4. María y su ayuda resultan imprescindibles




Concluyamos con lo que dice san Bernardo: “Hombre, quien quiera que seas, ya ves que en esta vida más que sobre la tierra vas navegando entre peligros y tempestades. Si no quieres naufragar vuelve los ojos a esta estrella que es María. Mira a la estrella, llama a María. En los peligros de pecar, en las molestias de las tentaciones, en las dudas que debas resolver, piensa que María te puede ayudar; y tú llámala pronto, que ella te socorrerá. Que su poderoso nombre no se aparte jamás de tu corazón lleno de confianza y que no se aparte de tu boca al invocarla. Si sigues a María no equivocarás el camino de la salvación. Nunca desconfiarás si a ella te encomiendas. Si ella te sostiene, no caerás. Si ella te protege, no puedes temer perderte. Si ella te guía, te salvarás sin dificultad. En fin, si María toma a su cargo el defenderte, ciertamente llegarás al reino de los bienaventurados. Haz esto y vivirás”.



EJEMPLO
Conversión de santa María Egipcíaca




Es célebre la historia de santa María Egipcíaca, que se lee en el libro I de las Vidas de los Padres del desierto. A los doce años se fugó de la casa paterna y se fue a Alejandría, donde con su vida infame se convirtió en el escándalo de la ciudad. Después de dieciséis años de pecado se fue vagando hasta Jerusalén, llegando cuando se celebraba la fiesta de la Santa Cruz. Se sintió movida a entrar en la iglesia, más por curiosidad que por devoción. Pero al intentar franquear la puerta, una fuerza invisible le impedía seguir. Lo intentó por segunda vez, y de nuevo se vio rechazada. Una tercera y cuarta vez, y lo mismo. Entonces la infeliz se postró a un lado del atrio y Dios le dio a entender que por su mala vida la rechazaba hasta de la iglesia. Para su fortuna alzó los ojos y vio una imagen de María pintada sobre el atrio. Se volvió hacia ella llorando y le dijo: “Madre de Dios, ten piedad de esta pobre pecadora. Veo que por mis pecados no merezco ni que me mires, pero eres el refugio de los pecadores; por el amor de Jesucristo ayúdame, déjame entrar en la iglesia, que quiero cambiar de vida y hacer penitencia donde me lo indiques”. Y sintió una voz interior como si le respondiera la Virgen: “Pues ya que has recurrido a mí y quieres cambiar de vida, entra en la iglesia, que ya no estará cerrada en adelante para ti”. Entró la pecadora, lloró y adoró la cruz. Vuelve donde la imagen de la Virgen y le dice: “Señora, estoy pronta; ¿dónde quieres que me retire a hacer penitencia?” “Vete –le dice la Virgen– y pasa el Jordán; allí encontrarás el lugar de tu reposo”. Se confesó y comulgó, pasó el Jordán, llegó al desierto y comprendió que allí era el lugar en que debía hacer penitencia. En los primeros diecisiete años de desierto, la santa sintió terribles tentaciones del demonio para hacerla recaer. Ella no hacía más que encomendarse a María, y María le impetró fuerzas para resistir todos aquellos años; después, cesaron los combates. Finalmente, pasados cincuenta y siete años en aquel desierto, teniendo ya ochenta y siete años, por providencia divina la encontró el abad Zoísmo. A él le contó toda su vida y le rogó que viniera al año siguiente y le trajera la comunión. Al volver, san Zoísmo la encontró recién muerta, con el cuerpo circundado de luz. A la cabecera estaba escrito: “Sepultad en este lugar el cuerpo de esta pobre pecadora y rogad a Dios por mí”. La sepultó. Y volviendo al monasterio, contó las maravillas que la divina misericordia había realizado en aquella infeliz penitente.



ORACIÓN DE CONFIANZA EN MARÍA


¡Madre piadosa, Virgen sagrada! Mira a tus pies al infeliz que, pagando con ingratitudes las gracias de Dios recibidas por tu medio, te ha traicionado. Señora, ya sabes que mis miserias, en vez de quitarme la confianza en ti, más bien me la acrecientan. Dame a conocer, María, que eres para mí la misma que para todos los que te invocan: rebosante de generosidad y de misericordia. Me basta con que me mires y de mí te compadezcas. Si tu corazón de mí se apiada, no dejará de protegerme. ¿Y qué puedo temer si tú me amparas? No temo ni a mis pecados, porque tú remediarás el mal causado; no temo a los demonios, porque tú eres más poderosa que todo el infierno; no temo el rostro de tu Hijo, justamente contra mí indignado, porque con una sola palabra tuya se aplaca. Sólo temo que, por mi culpa, deje de encomendarme a ti en las tentaciones y de ese modo me pierda. Pero esto es lo que te prometo, quiero siempre recurrir a ti. Ayúdame a realizarlo. Mira qué ocasión tan propicia para satisfacer tus deseos de salvar a un infeliz como yo. Madre de Dios, en ti pongo toda mi confianza. De ti espero la gracia de llorar como es debido mis pecados y la gracia de no volver a caer. Si estoy enfermo, tú puedes sanarme, médica celestial. Si mis culpas me han debilitado, con tu ayuda me haré vigoroso. María, todo lo espero de ti porque eres la más poderosa ante Dios. Amén. 

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