“¡Dios mío, cómo
rezaban puestas de rodillas, y con lágrimas en los ojos!”
Son casos
raros -respondió
el señorio
Casi siempre hemos tenido la suerte de encontrarnos con verdaderos strannik.
Además,
nosotros tratamos aún
con más
compasión
a aquellos que tienen malas costumbres y procuramos que no se vayan; después de haber
pasado algún
tiempo con nuestros hermanos en Cristo, los verdaderos mendigos, se corrigen y
dejan el asilo convertidos en humildes y dulces hermanos. He aquí un ejemplo:
Hace tiempo, un pequeño
burgués
de nuestra ciudad se había
pervertido de tal modo que todos lo arrojaban de la puerta de sus casas, negándole hasta
un pedazo de pan. Era un borracho perdido, ladrón y pendenciero. Un día se presentó en nuestra
casa y nos pidió
pan y aguardiente, que prefería
a todo lo demás.
Lo recibimos con cortesía
y le dijimos: «Quédate;
tendrás
todo el aguardiente que quieras, pero con una condición: que tienes que ir a acostarte
apenas hayas bebido; de lo contrario, a la primera grosería o riña, no sólo serás despedido,
sino que te denunciaremos a la policía,
pidiéndole
que te aleje de aquí
como vagabundo peligroso». Aceptó
y se quedó.
Durante ocho días
o poco más,
bebió
cuanto quiso, y lo hizo en abundancia, pero para no verse privado de su
aguardiente iba en seguida a acostarse, unas veces en la habitación y otras, en
el jardín.
En las horas de lucidez, los demás
hermanos del asilo le echaban sus sermones, reprochándole la costumbre y exhortándole a que,
poco a poco, fuera dejando la bebida. Al cabo de tres meses se había corregido
por completo. Ahora ha buscado un empleo y ya no come su pan a traición. Anteayer
vino a darnos las gracias.
-¡Qué sabiduría inspira el
amor! , pensé.
Y exclamé:
¡Bendito sea
Dios que manifiesta su gracia en vuestra casa! Después de esta
conversación
dormimos una o dos horas. El toque de Maitines nos despertó.Fuimos a la
iglesia. Allí
encontramos a la señora
con los niños.
Inmediatamente después
de Maitines, empezó
la santa Liturgia. El señor,
su hijo y yo nos colocamos en el coro; la señora y la niña, vera, junto a la ventana del
iconostasio, para poder ver la elevación del Santísimo Sacramento. ¡Dios mío, cómo rezaban
puestas de rodillas, y con lágrimas
en los ojos! ¡Qué expresión en su
rostro transfigurado! Yo lloraba también mirándolas. Después de la
liturgia, los señores,
el sacerdote, los criados y los mendigos, se juntaron para comer. Había cerca de
cuarenta mendigos, lisiados, enfermos; también había niños. Todos se sentaron a la misma
mesa. ¡Reinaba
una paz, un silencio...! Me atreví
a decir al señor
en voz baja:
-En los
conventos, durante la comida se leen vidas de santos. Tenéis el
Menologio. Batyushka
-María, dijo el señor, dirigiéndose a su
esposa. ¿Qué te parece si
introdujésemos
esta costumbre? Sería
muy instructivo. En la primera comida leo yo; luego tú, después nuestro y luego, por orden, todos
los hermanos que sepan leerlo. El sacerdote, sin dejar de comer, replicó:
-Me gusta escuchar
pero en cuanto a la lectura os pido que me dispenséis; no tengo tiempo. Tengo tanto que
hacer en casa que me da vueltas la cabeza; cuidar de los chiquillos, del
ganado...Todo el día
lo tengo ocupado; además
he olvidado ya, después
de tanto tiempo, lo que aprendí
en el seminario. Me estremecí
oyendo estas palabras. La señora,
que estaba a mi lado, me cogió
la mano y me dijo:
-El Padre
habla así
por humildad. Le gusta humillarse siempre, pero es muy bueno y piadoso. Hace años que se
quedó
viudo; se ocupa de la educación
de sus hijos, pero oficia muy bien. Sin querer, pensé en la sentencia de Nicetas Stezatos,
leída
en la Filocalía:
«La disposición
interior del alma determina el juicio sobre las cosas»; es decir, pensamos de
nuestro prójimo
según
lo que somos nosotros mismos. Y sigue: «El que ha llegado a la verdadera oración y al
verdadero amor no ve la diferencia que hay entre un justo y un pecador. Ama a
todos igualmente y no condena a ninguno, como Dios, que manda la lluvia sobre
los justos y los injustos.»
Se restableció el silencio.
Frente a mí
había
un mendigo completamente ciego. El señor se ocupaba de él: le partía el pescado,
le echaba la sopa y le sostenía
la cuchara. Mirándole
atentamente, observé
que tenía
siempre la boca entreabierta y que su lengua se movía como con un temblor continuo. « ¿No será un secuaz de
la oración
interior?», pensé.
Hacia el final de la comida, una anciana se puso enferma. Los señores la
llevaron a su habitación
y la acostaron. La señora
se quedó
con ella para cuidarla; el -sacerdote se fue a buscar los Santos Sacramentos, y
el señor
mandó
un coche para que viniese el médico.
Sentí como un
hambre de oración,
como una necesidad suprema de dar rienda suelta a mis sentimientos, pues hacía ya
veinticuatro horas que había
dejado el silencio y la soledad. Mi corazón estaba como inundado por una riada,
que intentaba abrirse paso para derramarse por todos los miembros. Al
reprimirse, sentí
en el corazón
como un dolor violento, pero un dolor dulcísimo, que pedía el alivio y
el consuelo de la oración.
Entonces me fue revelado por qué
los que de verdad practican la oración
interior huyen del trato de los hombres y se refugian en lugares desconocidos.
Comprendí
también
por qué
el venerable Hesiquio llama charlatanería a las conversaciones más
instructivas, más
altas y teológicas,
cuando se prolongan demasiado. San Efrén de Siria
dice: Una buena palabra es plata, pero el silencio es oro puro. Ocupado en
estos pensamientos, me dirigí
al asilo de los pobres; dormían
toda la siesta. Subí
al granero, reposé
y oré.
Cuando los mendigos comenzaron a levantarse, busqué al ciego y lo llevé al huerto.
Escogimos un lugar solitario y comenzamos a hablar:
-Dime en
nombre de Dios -le pregunté-,
la oración
a Jesús,
que tú
repites, ¿es
saludable a tu alma?
-La repito
continuamente desde hace mucho tiempo.
-y ¿qué efecto te
causa?
-Que no puedo
prescindir de ella ni de día
ni de noche.
-¿Cómo te ha sido
revelada?
-Mira: yo era
sastre y ganaba mi sustento yendo de pueblo en pueblo a hacer vestidos a los
labriegos. Una vez me detuve a trabajar en casa de un campesino. Un día de fiesta
descubrí
en el armario de las imágenes
sagradas tres libros, y pregunté:
«¿Quién de vosotros
sabe leer?» «Ninguno -me respondieron-; estos libros los hemos heredado de un tío... Cogí uno, al
azar, lo abrí
y leí,
aún lo recuerdo
bien, las siguientes palabras: «La oración incesante es la invocación continua
del nombre de Dios. Cuando se habla, cuando se camina, cuando se está sentado,
cuando se come, cualquier cosa que se esté haciendo, siempre y en todo lugar,
se debe invocar el nombre de Dios.» Leídas estas palabras, pensé que era un
sistema que se adaptaba muy bien a mi trabajo, y comencé a recitar la
oración,
bisbiseando, mientras cosía.
Me gustaba, pero los que habitaban la casa se dieron cuenta y se mofaban de mí: «Pareces un
hechicero recitando exorcismos.» Para evitarlo, dejé de mover los labios y rezaba la
oración
moviendo sólo
la lengua. De tal manera me acostumbré, que ya la lengua la recitaba sola,
con gran contento mío.
Con la edad perdí
la vista; es una enfermedad hereditaria en la familia. El Ayuntamiento del
pueblo obtuvo para mí
una plaza en el asilo de Tobolks, y ya estaba para irme, cuando estos señores que tú conoces me
detuvieron aquí,
prometiéndome
prestarme un carro que me llevase.
-¿Cómo se titulaba
el libro que leíste?
¿Quizá la Filocalía?
-No lo sé; no miré el título. Fui a
buscar la Filocalía,
y en la IV Parte, en el «Tratado de Calixto», encontré las palabras que me había citado de
memoria, y se las leí.
-Es eso
precisamente. ¡Lee,
lee, hermano mío,
es interesantísimo!
Cuando llegué
a las palabras se debe orar con el corazón, me colmó de preguntas.
-¿Qué significa? ¿Cómo se puede
alcanzar? Le respondía
que toda la doctrina sobre la oración
del corazón
estaba explicada con todo detalle en la Filocalía. Me suplicó
ardientemente que se la leyese. -Vamos a hacer lo siguiente -le
respondí
¿Cuándo piensas
llegar a Tobolks?
-Lo antes
posible.
-Bien; partimos
mañana
mismo. Iremos juntos. Durante el camino te leeré todo lo referente a la oración interior y
te explicaré
cómo tienes que
hacerla sitio en tu corazón
para que pueda entrar en él.
-¿Y el carro?
-preguntó.
-¡Deja en paz
el carro! ¿Cuánto hay de
aquí
a Tobolks: ciento cincuenta kilómetros?
No vale la pena hablar de ello. Iremos despacio y tendremos ocasión de hablar y
de orar los dos en la soledad. Quedamos de acuerdo. Al anochecer vino el señor a
buscarnos para la cena. Después
de cenar le comunicamos que el ciego renunciaba al carro, porque se iba conmigo
para poder leer juntos la Filocalía,
durante el viaje.
-También yo aprecio
este libro -dijo-, y ya tengo preparada una carta y dinero, que enviaré mañana a San
Petersburgo, para que me lo manden. Al día siguiente, muy de mañana y después de haber
agradecido sinceramente a los señores
su caridad y generosidad, nos pusimos en camino. Los dos nos acompañaron largo
trecho, y luego nos dejaron.Hacíamos
el viaje en pequeñas
jornadas, de diez o quince kilómetros
diarios; el resto del tiempo lo pasábamos
sentados en algún
lugar solitario, leyendo la Filocalía.
Le leí
lo que se refería
a la oración
del corazón,
según
el orden indicado por mi difunto staretz, es decir, comenzando por el libro de
San Nicéforo
el Monje, luego el de San Gregario Sinaíta, y así sucesivamente. Más que con
atención,
escuchaba con avidez y con grande alegría. Luego me propuso tales problemas
sobre la oración,
que mi inteligencia no alcanzaba a resolverlos.
Cuando
terminamos de leer en la Filocalía
la exposición
de toda esta doctrina, me pidió
con insistencia que le explicase cómo
la mente puede hallar el corazón
y cómo
se debe introducir en él
el nombre divino de Jesucristo y gozar la dulzura interior de la plegaria del
corazón.
Se lo expliqué…
No hay comentarios:
Publicar un comentario