San Juan Damasceno |
Es necesario acostumbrarse a invocar el nombre de Dios
más que a respirar, en todo lugar, en todo tiempo, en todas las necesidades.
-¡Nunca he leído nada sobre este particular! -dijo el
señor.
-Si me lo permitís, puedo leeros algunos párrafos de
la Filocalía. Traje mi libro, busqué el artículo de Pedro Damasceno
y leí lo que sigue:
-«Es necesario acostumbrarse a invocar el nombre de Dios
más que a respirar, en todo lugar, en todo tiempo, en todas las necesidades. El
Apóstol dice: Orad incesantemente. Con esto nos enseña a acordarnos de Dios
constantemente, en toda acción o gesto. Si haces algo, acuérdate del Creador de
todas las cosas; si ves la luz, piensa en quién te la ha dado; si contemplas el
firmamento, el mar y cuanto ellos contienen, admira y glorifica a su Creador;
si te pones un vestido, piensa de quién procede aquel don y da gracias a quien
te da lo necesario para vivir. Para decido con más brevedad, cada movimiento
tuyo te haga pensar en Dios y glorificado. De este modo tu oración será
continua y tu alma se sentirá siempre consolada.»
-¡Qué fácil, cómodo y accesible es este modo de orar!
Todo esto les alegró mucho. El señor, extasiado, me abrazó, me dio las gracias
y examinó la Filocalía. Luego dijo:
-¡Tengo que hacerme, absolutamente, con este libro!
Haré que me lo manden de San Petersburgo. Por de pronto, quiero copiar el
artículo que acabas de leerme.
Lo transcribió en seguida. Luego exclamó:
-¡Dios mío, pero si tengo la imagen del Damasceno (Era,
probablemente, San Juan Damasceno) (7).
Enmarcó el artículo, puso el cristal y colocó el
cuadro bajo la imagen del Santo, diciendo:
-He aquí la palabra viva del Santo bajo su imagen. Que
ella me recuerde, en todas mis acciones, sus saludables consejos. Después de esto fuimos a cenar. Todos los criados y
las mujeres de servicio se sentaron nuevamente a la mesa. ¡Qué respetuoso
silencio, qué paz durante la comida! Apenas terminada, oramos todos largamente.
A mí me pidieron que leyese el Acázistos del dulce Jesús. Después de la
oración, nos dejaron los servidores y los niños y quedamos los tres solos en la
habitación. Entonces la señora me trajo una camisa blanca y un par de medias.
-Madrecita, no puedo aceptar las medias. No las he
llevado nunca en mi vida; desde mi infancia estoy acostumbrado a las vendas (8). Se alejó en
seguida, y volvió con un tafetán color amarillo, que cortó en tiras.
-También tu calzado está demasiado roto
-dijo el señor. Y me trajo un par de abarcas, grandes
y nuevas.
-Ahora -añadió-, vete a esa habitación, don-de no hay
nadie y cámbiate de ropa. Hice como me había dicho y volví adonde ellos me
esperaban. Me hicieron sentar en una silla para calzarme. El señor me fajaba
los pies con las vendas, y la señora me ponía las abarcas. No quería
permitirlo, pero ellos me dijeron:
-Siéntate y... calla. ¿Acaso Cristo no lavó los pies a
sus discípulos? No pude contener las lágrimas. También ellos lloraban.
La señora se fue a la habitación donde estaban los
niños y el señor y yo a un pabellón, levantado en medio del jardín. Como el
sueño no venía, seguimos nuestra charla, tendidos en los lechos. Poco a poco el
señor comenzó a hacerme preguntas:
-En nombre de Dios, dime la pura y santa verdad:
¿Quién eres? Tienes que ser de noble familia, y me parece que fingías cuando
querías hacerte pasar por uno de pueblo. Lees y escribes muy bien, y discurres
perfectamente. Esto no se alcanza con una educación pueblerina.
-Todo cuanto he dicho es la pura verdad; he sido
sincero con vosotros, y no he tenido jamás la intención de engañaros. En cuanto
a mis razonamientos, no son míos. No hago más que repetir lo que he aprendido
de mi staretz, lleno de sabiduría divina, y lo que he leído en los Santos Padres.
Pero la que ilumina mis pensamientos es la oración interior, que he alcanzado
de la misericordia de Dios y ayudado con las enseñanzas de mi staretz: Todos
pueden llegar a ella. Basta con sumergirse silenciosamente en el propio
corazón, invocando con la mayor frecuencia posible el nombre radiante de Jesucristo.
La luz interior inmediatamente nos inunda, y todo se hace comprensible; hasta
los misterios del Reino de Dios se pueden vislumbrar en el resplandor de esta
luz. ¿No es ya un gran misterio el hecho de que el hombre pueda reconcentrarse
en sí mismo, sacar fruto de este conocimiento propio, derramar dulces lágrimas
sobre sus caídas y su voluntad pervertida? No es difícil discutir con los
hombres; es posible a todos, ya que la razón y el corazón han existido antes de
la sabiduría humana. Cuando se posee talento, es siempre posible cultivarlo con
la ayuda de la ciencia y la experiencia, pero cuando el talento falta, no hay
instrucción ni educación que, por altas que sean, puedan producir fruto. Lo
malo es que estamos muy alejados de nosotros mismos y con muy poca voluntad de
volver a nuestro interior. Anteponemos nuestras bagatelas a la verdad; pensamos
que sí, que es muy bello darse a la oración y a la meditación, pero que las
ocupaciones de la vida no nos dejan tiempo para ello. Pero ¿qué es más
importante: la vida eterna y la salvación del alma o la precaria vida del
cuerpo, que tratamos con tanto regalo? -Perdonadme, hermano querido -me respondió
el señor-; no es por curiosidad por lo que te he preguntado, sino por amor
cristiano y porque hace dos años fui testigo de un hecho singular, que me ha
sugerido ahora esta pregunta. Un día vino a nuestra casa un mendigo, provisto
de un pasaporte de militar retirado, viejo, tambaleándose y tan miserable que
sólo unos andrajos cubrían su desnudez. Hablaba poco y con sencillez, como los
campesinos de la estepa. Lo admitimos en nuestro asilo y a los cinco días
enfermó tan gravemente que le hicimos trasladar a este pabellón y mi mujer y yo
lo cuidamos. Se veía que su fin estaba muy próximo. Le preparamos e hicimos
venir a nuestro párroco para que le administrase los últimos Sacramentos. La
víspera de su muerte se levantó, me pidió pluma y papel y me suplicó que
cerrase la puerta y no dejase pasar a nadie hasta que no hubiese terminado de
escribir su testamento, que me encargó mandar por correo a su hijo, en San
Petersburgo, después de su muerte. Quedé atónito viendo el escrito; no sólo era
bello y regular como ortografía, sino también excelente y delicado como
contenido; escribía como un hombre de excelente educación. Tengo copia de este
testamento; te la enseñaré mañana.
Tuve curiosidad por conocer su origen y, habiéndome
hecho jurar que no se lo diría a nadie antes de su muerte, me contó lo
siguiente: »- y o era el príncipe N..., tenía grandes riquezas y vivía con lujo
y disipación. Muerta mi mujer, vivía con mi hijo, capitán de la guardia Imperial.
Un día, cuando me preparaba para ir a un baile, en casa de un alto personaje,
me irrité con mi camarero y, no pudiendo reprimir la ira, le golpeé fuertemente
en la cabeza; luego lo hice desterrar al campo. Al día siguiente, el camarero
murió, a consecuencia de una congestión cerebral. El hecho, sin embargo, no me
originó complicaciones y, aunque doliéndome de lo acaecido, logré olvidarlo.
Pero seis semanas más tarde, el camarero comenzó a aparecérseme; primero en
sueños. Era mi pesadilla de cada noche. Me repetía siempre: «Hombre sin
conciencia, ¿no sabes que eres mi asesino? » Las apariciones fueron haciéndose
cada día más frecuentes, hasta llegar a verlo casi sin interrupción mientras
dormía. Finalmente comencé a ver, junto a él, otras personas que yo había
ofendido y mujeres seducidas por mí. Me cubrían de recriminaciones y tanto se
burlaban de mí que no podía ni comer, ni dormir, ni ocuparme de cosa alguna.
Estaba tan acabado, que sólo la piel cubría mis huesos, secos como los de un
esqueleto. Los mejores médicos no pudieron ayudarme. Me marché al extranjero,
donde pasé medio año, pero de nada me sirvió; las dolorosas apariciones
aumentaban cada día.
»Me trajeron de nuevo a Rusia, más muerto que vivo.
Experimenté todos los tormentos de todos los condenados del infierno, aún antes
de que mi alma se separase del cuerpo. Entonces me convencí de la existencia
del infierno: ¡sabía por experiencia lo que era!
»En este estado de desolación reconocí mis faltas, me
arrepentí, me confesé, puse en libertad a mis criados, y me juré a mí mismo pasar
el resto de la vida trabajando duramente, disfrazado de mendigo. Deseaba
hacerme siervo de los hombres más miserables, en expiación de mis pecados. Apenas
tomada esta firme decisión, cesaron las angustiosas apariciones. Eran tales las
dulzuras y la consolación que sentía después de mi reconciliación con Dios, que
sería imposible describirlas. Entonces supe por experiencia lo que es el
paraíso y cómo el Reino de Dios puede abrirse, sobre la tierra, en nuestro
corazón. Al poco tiempo estaba completamente curado. Realicé todos mis propósitos.
Provisto de un pasaporte de militar retirado, abandoné clandestinamente mi
patria. Recorro Siberia desde hace treinta años. A veces me contrato con algún
campesino como jornalero; a veces, pido limosna. ¡Ah, qué dicha, qué felicidad,
qué paz gozo a pesar de mis privaciones! Esto sólo lo puede gustar un alma que
ha sido trasladada, por la misericordia de Dios, del infierno al paraíso.»
-Terminado este relato, me dio su testamento, y al día
siguiente murió. He aquí la copia del testamento; la guardo en mi Biblia: «En
el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Mí querido hijo: Hace
quince años que no ves a tu padre. Pero él no te ha olvidado. Viviendo de
incógnito, ha procurado siempre estar informado sobre ti. Y sigue nutriendo por
ti un amor paterno, que le obliga a escribirte estas líneas antes de morir.
¡Que ellas te sirvan de lección para el resto de tu
vida! Tú sabes cuánto he sufrido a causa de mi Imprudencia y de mi vida
desarreglada, pero no sabes cuán feliz he sido en el tiempo de mi errante
peregrinar, saboreando los frutos de mi arrepentimiento. Ahora muero tranquilo,
en casa de un bienhechor, que lo es tuyo, porque los beneficios hechos a un
padre deben conmover también el corazón de un hijo agradecido. ¡Recompénsale
por mí como puedas! Te mando mi bendición paterna y te conjuro a que no te
olvides del Señor, conserves pura tu conciencia, seas bueno, prudente y
razonable, trates a tus inferiores lo más amablemente posible y no desprecies a
los mendigos y peregrinos, porque debes acordarte de que tu padre moribundo
sólo mendigando y peregrinando ha encontrado
la paz para su alma atormentada. Invoco sobre ti la gracia de Dios y
cierro tranquilamente los ojos creyendo en la vida eterna y en la misericordia
de Nuestro Señor Jesucristo.
Tu padre, N... »
En estos edificantes coloquios íbamos pasando la
noche. Yo, a mi vez, le pregunté:
-Vuestro asilo tiene que causaros muchas preocupaciones
y muchos disgustos. Entre nosotros los hay que se hacen peregrinos por amor al
ocio; otros son ladrones, como he podido observar.
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(7) Efectivamente, es lo más probable, dada
la importancia de Juan Damasceno. Monje en el monasterio de san Sabas, vive
entre los años 700-750. Es acérrimo defensor del culto a las imágenes contra
los iconoclastas. Sus obras son como la síntesis transmisora del mundo griego
al mundo latino de la Edad Media. De ahí su gran importancia para nosotros.
Esta misma cita puede llevar a pensar en la importancia que Oriente ha concedido
siempre a las imágenes y de Oriente es posiblemente Rusia una de las más aventajadas.
Aun en la historia civil de Rusia hay curiosas descripciones de embajadores que
viajan con icono s y ante los cuales rezan varias veces al día sus oraciones.
(8) Sustitutivos campesinos de las medias,
más elegantes. Se envolvían el pie tanto como la pierna.
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