Carta
pastoral nº 16
EL APOSTOLADO.
La Santa Sede me pidió que, desde ahora, le dé mi tiempo y
actividad a la diócesis de Dakar. Por eso, dejando el apostolado de la
Delegación Apostólica, quedo ahora totalmente a disposición de esta misión que
antes le reservaba a mi auxiliar, S. E. Mons. Geribert. Durante los meses que
acaban de terminar, me esforcé por establecer un contacto más inmediato con las
personas y aún con las cosas que me permitirán ejercer eficazmente ese
ministerio. He necesitado algún tiempo, más del que yo pensaba, por lo cual
recién hoy retomo la tradición de confiarles en algunas páginas mis preocupaciones apostólicas,
deseando por encima de todo transmitirles el celo del Espíritu de Verdad y de
Caridad que debe hacernos actuar en la obra divina a la cual estamos llamados a
cooperar por una gracia gratuita de Dios. Quizás sea la primera vez que me
dirijo a la vez a ustedes, mis queridos colegas en el sacerdocio, a los
religiosos, a las religiosas, a los laicos que por una gracia particular se
comprometieron a cooperar en nuestro apostolado. Siento un verdadero deseo de
dirigirme a todos los apóstoles de la diócesis. Sin duda lo son, y por diversos
títulos: sacerdotes, por consagración y misión; religiosos y religiosas, por
compromiso público; laicos, por pertenencia al cuerpo vivo y místico de Cristo.
Pero me parece que, ante esas diversas responsabilidades, por ser
complementarias y encontrarse en el mismo ardiente deseo de ver extenderse el
reino de Nuestro Señor, todos podrán aprovechar útilmente estas exhortaciones y
avisos de su obispo y pastor. Permítanme recordarles brevemente algunos
principios fundamentales de nuestro apostolado, que siempre deben estar ante
nuestros ojos si no queremos trabajar en vano. Con ocasión de la exposición de
estos principios, sacaré algunas directivas prácticas.
1.
El primer principio del apostolado es que el crecimiento del cuerpo místico de
Cristo.
así como su nacimiento temporal en la Encarnación, es una obra
de Dios, una obra esencialmente divina. Nuestro nacimiento a la vida
cristiana por medio de la infusión de la vida de Cristo en nosotros es un acto
puramente gratuito de parte de Nuestro Señor. Nuestra actividad humana, es
decir que es del dominio de nuestra naturaleza, igualmente don de Dios, no
puede de ninguna manera comunicarnos la vida cristiana ni a nosotros, ni a los
demás. Es una verdad de fe que la gracia no puede ser merecida por actos que no
sean ellos mismos hechos bajo la influencia de la gracia, porque no hay
proporción entre la vida de la naturaleza, de la simple criatura, y la vida de
hijos de Dios. “Sin Mí nada podéis hacer”, dice Nuestro Señor. Eso es
doblemente verdadero. No podríamos respirar y vivir sin el sostén de Dios, ni
tampoco, en el orden de la filiación divina y de la vida cristiana, sin la
influencia y el socorro de Cristo. La Escritura es formal sobre ese punto, y lo
es igualmente la enseñanza de la Iglesia. Nuestro Señor se compara a la viña de
la cual somos los sarmientos: es manifiesto que es su Espíritu, el Espíritu
Santo, el que es la verdadera fuente de la justificación. Los Hechos de los
Apóstoles muestran esa realidad con evidencia desde Pentecostés hasta los
itinerarios de San Pablo: todo es del Espíritu Santo.El Espíritu Santo es el apóstol por excelencia y por esencia. Esta gran verdad debe dar su carácter particular a nuestro
apostolado. Carácter de humildad y confianza; carácter de disponibilidad de
nosotros mismos y de todas nuestras facultades; carácter de paz y de serenidad
en todas las vicisitudes de éxito, de fracaso, de pruebas o de consolaciones. “In
omnibus gratias agite” (I Th. V, 18). La constancia en la acción de gracias
manifestará que el Espíritu de Dios está en nosotros.
La convicción y la clarividencia de esta verdad capital nos
evitará un defecto que, desgraciadamente, hoy es demasiado frecuente: el
comparar la obra de los enemigos de la Iglesia a la de la Iglesia, o a la del
Espíritu Santo. Tales obras no se ubican sobre un mismo plano, y no utilizan
los mismos medios. “El Espíritu Santo sopla donde quiere”. El olvido de
este principio del Espíritu Santo, alma y fuente de nuestro apostolado, nos
llevaría a copiarnos de los adversarios de la Iglesia, a buscar expedientes y
medios puramente temporales, a poner nuestra confianza en una organización
sistemática y racional, a procurar una higiene social o económica antes de poner a las almas en contacto
con la fuente divina de la cual provienen todas los beneficios espirituales y
materiales, eternos y temporales. Aquel que está animado por el Espíritu Santo
no podrá desinteresarse de sus hermanos, su caridad lo empujará a realizar
todas las obras de beneficencia espiritual y material. Aquel que no está
animado por el Espíritu de Dios se olvidará de buscar la pertenencia al cuerpo
místico para sus hermanos, y se contentará con buscarles algunos bienes
materiales, olvidando el orden y la medida queridos por Dios en el uso de estos
bienes, de manera tal que su filantropía se volverá en mal para aquellos a
quienes quiere aliviar. Por cierto, a menudo tenemos que pasar por los cuerpos
para alcanzar las almas, y en ese sentido es que el ejercicio de la caridad
desinteresada toca los corazones más que la palabra. Pero evitemos silenciar en
nuestra caridad lo que pueda ser una invitación a la gracia de la salvación por
falta de confianza en el Espíritu Santo, y por una neutralidad o un laicismo
que asfixia la gracia de Dios. Nuestro Señor, cuando curaba los cuerpos,
también curaba las almas, y provocaba la alabanza y la gloria de su Padre.
2. El segundo principio, también fundamental, es
que la voluntad de Dios es la de salvar a los hombres y devolverlos a la
vida divina, a la filiación que han perdido por causa del pecado. “In hoc veni in mundum ut vitam habeant et abundantiis habeant” (“Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en
abundancia”. Jn. X, 10). Pondrá esta voluntad en ejecución con su
Encarnación, su Cruz, su Resurrección. Pero, por un misterio admirable de su
misericordia, a estos mismos que reúne y vivifica, los quiere tan unidos a sí
que los compromete en su servicio para la redención y la vida
sobrenatural de sus hermanos. “Ego elegi vos ut eatis et fructum afferatis” (Jn.
XV, 16) “Os he elegido para que vayáis y deis fruto”. Sin duda, la elección del
sacerdote, del religioso y del cristiano no tendrá la misma exigencia. Pero
todos tienen obligaciones. Todos son de Cristo, y entonces todos están
comprometidos en la obra del crecimiento de Cristo hasta su plenitud. No
podemos nada sin Cristo, según el primer principio, pero con Cristo lo podemos
todo, puesto que nos lo pide: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta”. Sin
embargo, tengamos cuidado: seremos eficaces en nuestro servicio y en nuestra
misión cristiana en la medida en que seamos de Cristo, en que estemos
“cristificados”; dicho de otra manera, en la medida en que actuamos por Él: “Estos
son hijos de Dios, los que son movidos por el Espíritu de Dios” (San
Pablo).¿Quién nos dirá si somos auténticamente de Cristo, quién nos
garantizará la transmisión cierta de esta filiación, quién nos diviniza en
Cristo? La Iglesia. ¿Quién nos pondrá en el espíritu la verdad de Cristo, quién
nos formará la voluntad y el corazón a sus virtudes, quién pondrá sobre
nuestros labios las palabras de vida, sobre nuestra lengua el pan de vida,
quién dará al joven levita el poder sobre la Palabra y sobre el Pan de vida? La
Iglesia. ¿Cuál ha sido el medio elegido por Nuestro Señor para transmitir la
vida divina? El sacrificio de la Cruz: la oblación sangrienta de su vida
humana, significando la oblación de su alma al Padre, reproducción viva y
sensible del don eterno del Hijo al Padre.Esta oblación, por un designio admirable de su poder, fue legada a
la Iglesia de una manera no sangrienta en el sacrificio eucarístico, que
perpetúa su sacrificio sobre la Cruz de una manera real. Esta oblación es la
gran oración de Nuestro Señor. Es necesariamente eficaz para la regeneración de
las almas.
Conclusión: esa gran acción y esta oración que se llama la
liturgia, comprendiendo la acción sacrificial y la Eucaristía, y todas las
oraciones que la preparan o de ella derivan, y todas las acciones sacramentales que disponen o son el prolongamiento, son el gran
sacramento, la gran fuente de vida, la fuente de agua viva. Nuestras iglesias,
nuestros lugares de culto que abrigan ese gran misterio, deben ser construidos,
amueblados, decorados y animados con ese sentido de la liturgia que la Iglesia
nos transmite, que no es otro que el sentido de Cristo. “Nos autem sensum
Christi habemus” (“Nosotros tenemos el pensamiento de Cristo”. I
Cor. II, 16). Que nuestros altares sean dignos, que nuestros tabernáculos estén
allí donde los quiere la Iglesia. Que todo inspire grandeza y respeto. Que no
haya ninguna cosa mezquina, usada o mal dispuesta alrededor o sobre el
sagrario. Nunca se hará lo suficiente para realzar nuestras ceremonias
litúrgicas y para hacer participar a nuestros fieles y nuestros catecúmenos en
estos misterios que son el gran medio de apostolado, el único segura y verdaderamente
eficaz, porque es aquel que eligió Jesucristo como nos ha elegido a nosotros
mismos. Oración y predicación. Los misterios de redención y de vida han sido
anunciados por Nuestro Señor. Él ha llamado: “Venite ad me… Veni et
vide… Sinite venire ad me… Nemo potest venire ad me nisi Pater
traxerit eum… Venid a Mí... Ven y verás… Dejad que los niños
vengan a Mí... Nadie puede venir a mí si el Padre no le trae...“ (Mt XI, 2
/ Jn. I, 46 / Lc. XVIII, 16 / Jn VI, 44). Estamos, entonces, particularmente
elegidos y designados para ser los heraldos de Cristo, a fin de llevar las
almas de nuestros hermanos a la fuente de vida.
Todos los medios deben estar puestos en esta obra para permitirle
a la gracia del Señor que atraiga las almas. La Iglesia, aún allí, nos guía y
orienta, dejándonos sin embargo una cierta libertad para nuestro celo inventivo
e ingenioso. Juzgará si verdaderamente es el Espíritu del Señor el que inspira
nuestras iniciativas. Nuestro celo será eficaz solamente si permanece siempre
bajo la moción del Señor Jesús y de su Espíritu, que sólo lo Iglesia reconoce
con certeza. Si el primer principio tenía el riesgo de hacernos pusilánimes,
éste, por el contrario, tiene el riesgo de hacernos presuntuosos. No seamos ni
lo uno ni lo otro; la humildad, la conciencia de nuestra nada es la única
verdadera disposición para dejar en nosotros todo el lugar a Jesucristo y hacer
que nuestro celo esté siempre perfectamente orientado hacia el sentido de la
Iglesia y sea soberanamente eficaz.
3. Para el tercer principio,
el Concilio de Trento nos enseña que “los hombres reciben la gracia cada uno
según su medida, que el Espíritu Santo distribuye como quiere y según la
cooperación y la disposición de cada uno…“ Se trata del renacimiento
a la vida divina de los adultos. En efecto, el Concilio dice todavía: “Para
recibir la gracia de la justificación, el hombre adulto debe prepararse,
ayudado por la gracia actual, no solamente por la fe, sino por el ejercicio de
otras virtudes” (Hervé, T. III, nº 444). Además, la Iglesia nos enseña que “los
sacramentos operan por ellos mismos una gracia igual a los que tienen las
mismas disposiciones, una gracia desigual a quienes están diferentemente
dispuestos” (Hervé, T. III, nº 444). Es entonces una verdad de la cual
debemos convencernos que las disposiciones con las cuales la vida divina se
recibe tienen una profunda represión sobre el fervor de la vida cristiana.
Para la orientación práctica de la pastoral, tendremos que tener
siempre en cuenta ese principio que nos invita a reflexionar sobre los medios
que debemos tomar para preparar las almas, para disponerlas a una gracia más
abundante. Y aquí tenemos una de las mayores razones que explica la poca
eficacia de la gracia en los ámbitos descristianizados y en los ámbitos no
cristianos. Sin embargo, en los ámbitos que nunca han recibido la Buena Nueva,
se encuentran algunas condiciones favorables: la creencia en Dios, la apertura
sobre los poderes de arriba, lo que no existe más en las sociedades paganizadas, materialistas. La conclusión
práctica será esforzarnos por crear el ámbito favorable y primero el ámbito
familiar, por la formación de hogares cristianos. El papel de la madre
cristiana es capital. Al ámbito familiar se le agregará el ámbito escolar, que
a veces suplirá las carencias de aquél (de ahí la importancia de buenos
maestros cristianos). Si se puede, a estas dos influencias favorables, se
agregará la influencia del pueblo, de la parroquia, por medio de las asociaciones,
obras, diversiones de influencias cristianas, se permitirá a las almas un
desarrollo de vida sobrenatural sorprendente y bien alentador. Habría
evidentemente que agregar luego al ámbito profesional, el ámbito político, etc…
Podemos tener sobre los ámbitos familiar y escolar, una real
influencia por medio de nosotros mismos. A nosotros toca vigilar todo con celo,
apoyados sobre esta verdad fundamental de la disposición de las almas a la
gracia. Esta convicción nos guiará, igualmente, en la preparación al bautismo
de los catecúmenos, en la preparación inmediata a los sacramentos y en
particular a los sacramentos de la penitencia y la Eucaristía, y a la
preparación para la Santa Misa. Que los responsables y los militantes de la
Acción Católica tengan ese deseo ardiente de crear medios favorables a la
gracia y, por consiguiente, a la acción sacerdotal, a la acción de los
sacramentos.
El Señor tardó siglos en preparar el “fiat” de María. Toda
la historia del pueblo elegido prepara a esta criatura excepcional que será la
verdadera Arca de la Alianza. ¡Con paciencia y confianza, ayudemos a las almas
a convertirse a Dios!, y con nuestra oración, hecha bajo la inspiración de su
Espíritu, las gracias actuales ayudarán a los corazones y los prepararán para
la conversión con suaves invitaciones interiores. Nuestra oración tendrá más la
virtud de la oración de Cristo cuanto más lo dejemos actuar en nosotros, y más
numerosas serán estas gracias de vida divina. Que ahí esté nuestra constante
preocupación, nuestra preocupación cotidiana, “santificarnos para santificar
a los otros”. “Y yo muy gustosamente gastaré, y a mí mismo me gastaré todo
entero por vuestras almas” (II Cor. XII, 15). Que tales sean nuestras
disposiciones en nosotros mismos, miembros del cuerpo vivo del Señor Jesús.
Mons.
Marcel Lefebvre
Carta
circular a los sacerdotes nº 69. Dakar, en la fiesta de Pascua, 17 de abril de
1960
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