TERCERA PARTE: LAS
LIBERTADES MODERNAS
Primera libertad: la libertad de culto.
En la tercera parte de su encíclica, León XIII expone las diferentes
clases de libertad que se presentan como conquistas de nuestra época: «Para que todo esto se vea mejor, bueno será considerar una por una
esas varias conquistas de la libertad, que se dicen logradas en nuestros
tiempos».
La primera es la libertad
de cultos.
«Sea la primera, considerada en los particulares, la que llaman libertad
de cultos, en tan gran manera contraria a la virtud de la religión. Su fundamento es que en arbitrio de
cada uno está
profesar la religión
que más
le acomode, o no profesar ninguna».
Se trata, pues, del principio del indiferentismo religioso
del individuo. Niega la necesidad de darle un culto a Dios, o que tenga que
preferirse una religión a otra. El Papa refuta este error:
«Pero, muy al contrario, entre todas
las obligaciones del hombre, la mayor y más
santa es, sin sombra de duda, la que nos manda adorar a Dios pía y religiosamente (…) La religión (…) es la primera y la reguladora de
todas las virtudes. Y a quien pregunte, puesto que hay varias religiones entre
sí
disidentes, si entre ellas hay una que debamos seguir, responden a una la razón y la naturaleza: la que Dios ha mandado
y pueden fácilmente
conocer los hombres por ciertas notas exteriores con que quiso distinguirla la
Divina Providencia».
La santidad, señal de la divinidad de la Iglesia
Entre las cuatro marcas o “notas” que permiten reconocer a
la religión católica como la única y verdadera religión, la marca más evidente de su divinidad es la
santidad. Por eso, en la medida en que desaparece la santidad, se atenúa la prueba de la divinidad de la
Iglesia. El clero, la virtud del celibato de los sacerdotes y de las congregaciones
religiosas, eso es lo que manifiesta la santidad. Sin esto, es bastante difícil darse cuenta de que la religión católica es la única verdadera. Ahora bien: hoy
desaparecen los sacerdotes, religiosos y religiosas, y los que quedan no llevan
ni siquiera un signo exterior de su pertenencia y entrega a Dios. Antes, en
cualquier lugar, se reconocía a un sacerdote o a un religioso. Las iglesias tenían vida. Todo estaba bien ordenado y el
Santísimo Sacramento colocado enfrente: la
gente se ponía de rodillas, y todo el mundo podía verlo. Tales testimonios podían verse en toda Europa, en donde, en
hospitales y clínicas,
las Hermanitas de los Pobres se ocupaban de los ancianos, las Hermanas de la
Asunción visitaban a las familias de los
enfermos, etc. Prácticamente,
quitaron a los religiosos y religiosas, y el hospital se ha convertido en un
negocio de laicos y que, ¡por favor, nadie tome su lu-gar! Sin embargo, hay una gran
diferencia entre una religiosa, que ayuda a los enfermos a soportar sus
sufrimientos y manifiesta su caridad, y una simple enfermera que quizás es muy buena y amable, pero que en
general no puede tener ese carácter de religión y esa marca de la caridad. La enfermera se va cuando
termina su horario, mientras que la religiosa no tiene horario y se queda al
lado del paciente aun durante la noche si hace falta. Esa donación total al enfermo impregnaba profundamente
la atmósfera de hospitales y clínicas. Despidieron a las religiosas y a
veces fueron los sacerdotes de la Acción Católica quienes les dijeron: “¡Estáis comiendo el pan de las enfermeras!”
Así terminaron con las vocaciones
religiosas hospitalarias. También ha desaparecido la vida contemplativa. “Más vale dedicarse a la acción, ¿no?” Quitaron las rejas y las Hermanas
salieron de la clausura: se acabó con la vida contemplativa. El resultado es que ya no hay
vocaciones.
Es increíble lo que han podido decir o hacer los sacerdotes desde el
Concilio para destruir la vida religiosa y, por consiguiente, la santidad de la
Iglesia, sin contar los sacerdotes que se casaron, los sacerdotes obreros… ¿Cómo puede la gente, cuya fe se tambalea,
sentirse aún incitada a creer que la religión católica sea la única verdadera? Oyen hablar de los
protestantes, que son también muy amables; de las diaconisas, muy entregadas a lo suyo;
de los musulmanes, que son mucho más piadosos que nosotros… —aunque la gente no sabe todo lo
que hay detrás de esa apariencia: el envilecimiento
de la mujer y las inmoralidades del Islam—, pero pierde la fe y ya no pone sus
pies en la iglesia…
De ahí la importancia de la santidad de la Iglesia, marca que
—como dice León XIII— la hace reconocible.
El deber del Estado con la
religión
Sigamos la lectura:
«Considerada la misma libertad en el Estado, pide que éste no tribute a Dios culto alguno público, por no haber razón que lo justifique; que ningún culto sea preferido a los otros, y
que todos ellos tengan igual derecho, sin respeto ninguno al pueblo, dado caso
que éste
haga profesión
de católico.
Para que todo esto fuera justo habría
de ser verdad que la sociedad civil no tiene para con Dios obligación alguna».
Se trata del indiferentismo religioso del Estado. Como si
los hombres, cuando están reunidos en sociedad, ya no tuvieran deberes para con
Dios, sino únicamente cuando están solos. Eso no puede ser.
«La sociedad, por serlo, ha de
reconocer como padre y autor a Dios y reverenciar y adorar su poder y su
dominio».
La sociedad civil tiene, pues, la obligación de dar culto a Dios, pues es una
criatura de Dios, lo mismo que la familia. El mismo Estado y la autoridad civil
le deben un culto a Dios, autor suyo. Y aquí León XIII indica otra vez de qué religión se trata:
«Siendo, pues, necesario, al Estado
profesar una religión,
ha de profesar la única
verdadera, la cual sin dificultad se conoce, singularmente en los pueblos católicos, puesto que en ella aparecen como
sellados los caracteres de la verdad. Por lo tanto, ésta es la religión que han de conservar los que
gobiernan; ésta
la que han de proteger, si quieren, como deben, atender con prudencia y útil-mente a la comunidad de los
ciudadanos».
¡“Derechos” para todas las religiones!
Por consiguiente, está claro que la libertad de cultos es una
libertad falsa. Cien años después de León XIII, esta libertad se ha convertido en un principio
corriente y normal. Son raros los católicos que aún entienden que en un país se pueda prohibir la expansión de otra religión. Eso basta para darnos cuenta de cómo han penetrado los errores en las
inteligencias. Para no dejarnos envenenar, volvamos siempre a los verdaderos
principios. A veces se oye decir: “Es mejor que el Estado deje que todo el
mundo sea libre en materia de religión”. Ese es un razonamiento absolutamente opuesto a lo que
quiere Dios. Cuando creó a los hombres y a las sociedades, fue para poner en práctica la religión y no cualquier religión.
Sin embargo, veamos la declaración del Concilio Vaticano II sobre la
libertad religiosa, en la que se habla de “grupos religiosos” (D.H. 1, 4) en el
párrafo titulado: “Libertad de las
comunidades religiosas”.
«Porque
las comunidades religiosas son exigidas por la naturaleza social del hombre y
de la misma religión.
Por consiguiente, a estas comunidades, con tal que no se violen las justas
exigencias del orden público,
debe reconocérseles
el derecho de inmunidad para regirse por sus propias normas, para honrar a la
Divinidad con culto público…»
¿De qué “grupos” se trata? ¿De los mormones? ¿De los cientistas? ¿De los musulmanes? ¿De los budistas? Y en todo eso: ¿dónde está Nuestro Señor? La “divinidad suprema”, ¿es el Gran Arquitecto?
«… para ayudar a sus miembros en el
ejercicio de la vida religiosa y sostenerles mediante la doctrina, así como para promover instituciones en
las que sus seguidores colaboren con el fin de ordenar la propia vida según sus principios religiosos».
Habéis oído bien: cada grupo religioso según sus principios religiosos. ¡Es algo inaudito! Recordemos, no
obstante, que no era más que un concilio “pastoral” y que ahí no estaba el Espíritu Santo…
«Las
comunidades religiosas tienen también
el derecho a no ser impedidas en la enseñanza
y en la profesión
pública,
de palabra y por escrito, de su fe».
¿Su “fe”? ¡Pero si eso es algo contrario a la fe
católica! Los Estados, ¿tendrán que dar a esos “grupos religiosos” la
facultad de poder escribir, difundir sus errores y propagar su enseñanza por medio de instituciones? ¡Es increíble! Y no se trata únicamente de los errores. Tenemos que
pensar inmediatamente en las consecuencias, ya que esto no sólo se limita al plano especulativo:
cada religión tiene sus convicciones doctrinales,
pero también su moral. Los protestantes aceptan el
divorcio y los anticonceptivos; los musulmanes tienen derecho a la poligamia…
Los Estados ¿tienen que admitir también todo esto para que los “grupos
religiosos” puedan “orientar su vida según sus principios religiosos”?
Y después de esto, ¿por qué poner límites? ¿Por qué no el sacrificio humano? Quizás dirá alguno: “¡Eso es contrario al orden natural!”
Pero si un padre sacrificase a su hijo, ¿perjudicaría realmente al orden público? Ahí es a donde vamos a llegar.
Y después, ¿por qué no la eutanasia? “Matar a los enfermos en los hospitales
libera a la sociedad de personas que son una carga y significan muchos gastos.
Basta una inyección...
¡y se acabó!... sin perjudicar el orden público!…” ¡Es horroroso! Por consiguiente, en
nombre del “derecho para todos de no ser impedidos a enseñar” y de “manifestar su fe públicamente por escrito y de viva voz”,
se puede admitir todo. La declaración conciliar añade:
«Pero en la difusión de la fe religiosa [¿de qué
fe se trata?] y en la introducción
de costumbres es necesario abstenerse siempre de toda clase de actos que puedan
tener sabor a coacción
o a persuasión
inhonesta o menos recta, sobre todo cuando se trata de personas rudas o
necesitadas. Tal modo de obrar debe considerarse como abuso del derecho propio
y lesión
del derecho ajeno».
Esas palabras se vuelven contra nosotros. Está escrito que hacen falta límites para la propaganda, para que no
afecte a personas incapaces de distinguir entre la verdad y el error (por
ejemplo, contra los Testigos de Jehová y los Adventistas, que van de puerta en puerta y cuentan
con mucho dinero…), pero de ahí vienen a decirnos: “No intentéis convencer a la gente para que
abandone su religión,
ni tratéis de convertirlos”. Eso es lo que de
hecho ocurre: como todos los “grupos religiosos” tienen derecho a existir, ¿que se hará en las misiones? Si todo el mundo
tiene derecho natural a tener su religión, no vale la pena intentar
convertirlos. Ni siquiera tenemos derecho de hacerlo.
«Forma también parte de la libertad religiosa —dice
también
la Declaración—
el que no se prohíba
a las comunidades religiosas manifestar libremente el valor peculiar de su
doctrina para la ordenación
de la sociedad y para la vitalización
de toda la actividad humana».
¿Qué eficacia? ¿La de los musulmanes, con su poligamia
y esclavitud?
«Finalmente, en la naturaleza social
del hombre y en la misma índole
de la religión
se funda el derecho por el que los hombres, movidos por su sentido religioso
propio, pueden reunirse libremen-te o establecer asociaciones educativas,
culturales, caritativas y sociales».
Ya que, después de todo, todo el mundo tiene que poder reunirse
libremente, ¿por qué no también los masones? Todo eso es
absolutamente contrario a la enseñanza de los Papas del siglo XIX y de la primera mitad del
siglo XX. Si existe una verdad, Dios no puede dar al error un derecho para que
se propague como la verdad. Eso no puede ser. Hablar así es lo mismo que insultar a Dios.
Segunda libertad: la libertad de palabra y de prensa
Después de haber tratado de la libertad de cultos, León XIII dice: «Volvamos ahora algún
tanto la atención
hacia la libertad de hablar y de imprimir cuanto place». Cuando tuve oportunidad de ver al Papa
Pablo VI, le señalé que sobre este punto el Concilio contradice
la enseñanza de León XIII: “No sabemos a quién obedecer. Vd. me dice: ‘Está desobede-
ciendo’. Pero si obedezco aquí a lo que dice el Concilio Vaticano II,
desobedezco al Papa León XIII, a Pío IX, a Gregorio XVI, a San Pío X y a todos los Papas que han enseñado algo distinto: que el error no
tiene derechos. Vd. me dice aquí: ‘Hay un derecho para el error, la gente es libre para tener
su religión y expresar todo lo que quiera por
medio de la prensa; pueden hacer libremente eso y el Estado no tiene derecho a
impedírselo a los grupos religiosos —sean los
que sean, poco importa su religión— según sus principios’. El Papa León XIII dice lo contrario: que no hay
derecho para la libertad de prensa, ni tampoco para difundir el error por medio
de la prensa; esa libertad no existe; no puede haber un derecho para esa
libertad de palabra ni de prensa. ¿A quién hay, pues, que obedecer?”
Y le dije: “Yo obedezco a los Papas que tuvieron siempre el
mismo lenguaje y que dijeron siempre lo mismo durante veinte siglos. Creo que
tengo que obedecerlos a ellos y no al Concilio Vaticano II, que dice lo
contrario”. Entonces Pablo VI me dijo: “¡No
hay tiempo para discutir cuestiones teológicas!” Estoy de acuerdo en que se trata de una cuestión teológica. Sintió claramente que no sabía qué responder. ¿Qué queréis que responda a eso? El cardenal
Seper me dijo en su última
carta: “Tiene Vd. que someterse al magisterio de la Iglesia y a todo el
magisterio, incluso al actual, y por consiguiente, también al Vaticano II”. Ahora bien: al
someterme precisamente al magisterio de la Iglesia, yo rechazo algunas partes
del magisterio del Vaticano II. Al someterme al magisterio de la Iglesia no puedo
admitir que un concilio “pastoral” contradiga lo que los Papas han anunciado
oficialmente, porque entonces ya no habría razón para que mañana otro concilio no diga lo contrario
de lo que dijo éste.
En ese caso, ya no habría verdad. Si cada cincuenta años se cambian las verdades y dogmas, ya
no hay dogmas ni magisterio. Por res-peto a él, no aceptamos que se cambie y
desprecie. Cuando decimos esto a los que defienden el Vaticano II, no saben qué respondernos. Así pues, León XIII trata aquí de la libertad de palabra y de prensa:
«Apenas es necesario negar el derecho a
semejante libertad cuando se ejerce, no con alguna templanza, sino traspasando
toda moderación
y límite.
El derecho es una facultad moral que, como hemos dicho y conviene repetir
mucho, es absurdo suponer haya sido concedido por la naturaleza de igual modo a
la verdad y al error, a la honestidad y a la torpeza».
¡Pues claro! Sólo la libertad y el bien tienen
derechos, porque el derecho se funda en Dios mismo y El es la verdad y la
virtud. Lo que se opone a Dios, es contrario a la verdad y al bien, y no puede
tener ningún derecho. Algunos pretenden que es ridículo decir que la verdad y el bien
tienen derechos, y que el error y el vicio no los tienen, que sólo las personas tienen derechos y no las
ideas… Pero cuando se habla de verdad y de derechos, se piensa en Dios, es
decir, en sus Personas y en la Santísima Trinidad y, por supuesto, no en la abstracción de la verdad.
Cuando se derroca un gobierno, lo que reclama el pueblo
supuestamente soberano es la libertad de prensa, y ya se sabe que muchas veces
eso quiere decir que va a haber un modo único de hablar. En los países de “libertad”, supuestamente democráticos, es la tiranía de la democracia. Ya no es cuestión de verdad o error: en el poder, hay
sencillamente una prensa y los que la deploran, protestan: “¡Hay que dar libertad, porque cuando
todo el mundo tenga libertad, triunfará la verdad y perderá el error!”.La experiencia demuestra lo contrario: es más fácil hacer el mal que el bien, porque el
mal es más conforme al desorden de la naturaleza
humana. Por eso, cuando se permite la libertad, crece el error. Basta ver en
algunos países el número tan reducido de impresos que aún son católicos. ¿En qué medios de prensa se puede aún confiar? Ya no pueden llamarse católicos los periódicos como L’Avvenire, o La
Croix en Francia. Ya no hay prensa realmente católica. Eso es lo que sucede cuan-do se
permite la libertad… El error toma ventaja. Ahora bien, la prensa tiene una
influencia considerable, y eso que León XIII no conoció la televisión.
«Las maldades de los ingenios
licenciosos, que redundan en opresión
de la multitud ignorante, no han de ser menos reprimidas por las leyes que
cualquier injusticia cometida por la fuerza contra los
débiles. Sobre todo porque la inmensa
mayoría
de los ciudadanos no puede en modo alguno, o pueden con suma dificultad,
precaver esos engaños
y sofismas, singularmente cuando halagan a las pasiones. Si a todos es
permitida esa licencia ilimitada de hablar y escribir, nada será sagrado e inviolable, ni siquiera se
reputarán
tales aquellos grandes principios naturales tan llenos de verdad, y que han de
considerarse como patrimonio común
y nobilísimo
del género
humano. Oculta así
la verdad en las tinieblas (…) fácilmente
se enseñoreará de las opiniones humanas el error
pernicioso y múltiple».
El Papa comprueba que las malas yerbas siempre abundan más que las buenas. Dejad un campo sin
cultivar, dejad la libertad, y las zarzas y espinas acabarán por ahogar rápidamente todo lo que queda de buenas
hierbas.
«Y
con ello recoge tanta ventaja la licencia como detrimento la libertad, que será tanto mayor y más segura cuanto mayores fueren los
frenos de la licencia. En lo que se refiere a las cosas opinables, dejadas por
Dios a las disputas de los hombres, es permitido, sin que a ello se oponga la
naturaleza, sentir lo que acomoda y libremente hablar de lo que se siente». Por supuesto, se puede dejar que los
hombres sean libres para discutir materias que no se relacionan con la fe y la
moral.
Tercera libertad: libertad de enseñanza
León XIII pasa luego a otra libertad más grave aún: la libertad de enseñanza, que afecta a toda la formación de la juventud:
«No de otra manera se ha de juzgar la
llamada libertad de enseñanza. No puede, en efecto, caber duda que sólo la verdad debe llenar el
entendimiento, porque en ella está
el bien de las naturalezas inteligentes y su fin y perfección; de modo que la enseñanza no puede ser sino de verdades…» Este es un principio evidente y una
regla de oro para la enseñanza.
«Por esta causa, sin duda, es deber
propio de los que enseñan
librar del error a los entendimientos y cerrar con seguros obstáculos el camino que conduce a opiniones
engañosas.
Por donde se ve cuánto
repugna a la razón
esta libertad de que tratamos, y cómo
ha nacido para pervertir radical-mente los entendimientos al pretender serle lícito enseñarlo todo según su capricho (…). Sobre todo porque
puede mucho con los oyentes la autoridad del maestro (…) No ha de suceder
impune-mente que la facultad de enseñar
se trueque en instrumento de corrupción».
Si abrimos los ojos a la enseñanza actual en las escuelas, incluso
las supuestamente católicas, no podemos dejar de sentirnos aterrorizados por la
evolución constante de una enseñanza que ya no es tal, ni en los
seminarios. Los alumnos son los que expresan las ideas y discuten entre sí. Los profe-sores únicamente orientan la discusión, pero ya no enseñan nada. Así se llega a una falsificación de la enseñanza y vemos que el nivel baja cada año. Los medios audiovisuales son buenos
en ciertos casos, pero cultivan la memoria visual más que la inteligencia; los niños acumulan, pero no asimilan, ni
reflexionan, ni razonan: la inteligencia disminuye. Un Papa como León XIII habría hecho severa de la enseñanza de hoy.
«La verdad —que es el objeto de toda
enseñanza,
[escribe]— es de dos géneros:
natural y sobrenatural...»
Es decir, la verdad conocida por la razón y la verdad conocida por la fe.
Tienen que enseñarse
es-tas dos ciencias.
«…en ellas se apoyan como en firmísimo fundamento las costumbres, la
justicia, la religión,
y la misma sociedad humana».
Los beneficios de la filosofía cristiana
El Papa prosigue, diciendo que la Iglesia ha recibido
particularmente la misión de enseñar: «Id y enseñad a las naciones» (S. Mat. 28, 19).
Los gobiernos deberían
tener en cuenta —pues es algo admirable para gloria de la Iglesia y de la
civilización cristiana— las universidades
construidas en el transcurso de los siglos, en las que enseñaban profesores eminentes. Imaginemos
lo que debía de ser la Sorbona en tiempos de santo
Tomás de Aquino, de San Ignacio, de San
Francisco Javier; y todos los santos que pasaron por ella, como San
Buenaventura, y que se formaron en esas universidades, y estudiaron en ellas la
verdadera filosofía
y la verdadera fe. ¿Qué se enseña ahora en la Sorbona? Algunos amigos
universitarios nos dicen que apenas hay en ellas dos o tres profesores que no
sean comunistas, y eso en una universidad fundada por la Iglesia y santificada
durante siglos por ella. Los comunistas se han establecido en ella como los
cuclillos: los pájaros
que ponen sus huevos en los nidos de los demás…
Los revolucionarios se han apoderado de todo: de las curias
episcopales, de las escuelas, de los edificios, de los hospitales (como, por
ejemplo, el antiguo Hospital mayor de París)… Están en hermosos edificios que ellos no
han construido y después los han ampliado. En una universidad católica libre y anticomunista como la de
Guadalajara, en México,
en donde hay más de 30.000 estudiantes (10.000
mejicanos y 20.000 extranjeros), no hay ninguna facultad de filosofía ni teología. ¿Qué anticomunismo se puede enseñar en esas condiciones? O en ese caso
se hace un anticomunismo muy primario: información sobre el comunismo mundial,
reuniones, congresos… pero falta el fundamento filosófico. Al no haber cátedras de filosofía ni teología, no se muestra el ideal que tendría que existir para reemplazar al
comunismo y que es precisamente el reinado social de Nuestro Señor Jesucristo. ¿Qué hacen si no presentan lo que da una
vida normal a la sociedad: una verdadera ética, la moral natural y la moral
social? Si no saben lo que es una sociedad cristiana e, incluso desde el punto
de vista filosófico, lo que es sencillamente una
sociedad, las leyes que tienen que regirla y el orden social natural, ¿con qué van a reemplazar a la sociedad
totalitaria?
Se ha llegado hasta el punto del vacío en la enseñanza. De ahí la importancia de nuestros seminarios.
Pronto, los sacerdotes que formamos serán las únicas personas en todo el mundo que
conozcan los verdaderos principios filosóficos —que no son nuestros, ni los del
Padre tal o cual, ni de tal o cual profesor, sino los de la Iglesia.
La filosofía tomista
Ya no se quiere hablar de la filosofía tomista, aunque los Papas no han
dejado de recordar que la Iglesia se la ha apropiado hasta el punto de hablar
de santo Tomás de Aquino como del Doctor común. Es la filosofía enfocada según el espíritu de la fe y de la verdad. La mayor
parte de las encíclicas
se refieren a esta doctrina. Si queremos conocer la realidad, el mundo, y la
esencia de las cosas y de todo lo que Dios ha creado, tenemos que sumergirnos
en la filosofía de santo Tomás, la del sentido común. Esta filosofía es admirable aunque nadie la quiere
en ningún lugar, ni siquiera en Roma —ni en la
Gregoriana, ni en el Angélico, ni en el Letrán. ¿Qué sabrán, pues, realmente los futuros sacerdotes y obispos? Serán modernistas desde el seminario, en
donde se les habla de Freud, del marxismo y de la relatividad, y ya no saben qué es la verdad. ¡Es espantoso!
De ahí la importancia de nuestros seminarios. Los sacerdotes que
salgan de ellos tienen que ser columnas de la verdad. Se creará un rechazo contra ellos, por haber
sido formados según
la doctrina de santo Tomás, y al sentir en ellos una fuerza y una luz de verdad y de
sentido común, se les atacará con más fuerza aun. No se les perdonará que tengan la verdad y estén en ella, pues los errores siempre
protestarán contra ella. De ahí igualmente la importancia de abrir
universidades junto a nuestros seminarios. A mí me gustaría que se abrieran en cada país. Aunque al principio sean lo más sencillas que se pueda, por lo menos los profesores impartirán la verdad no sólo a los futuros sacerdotes sino también a seglares destinados a ocupar
puestos importantes en la sociedad que, así formados, tendrán una fuerza lógica, de raciocinio y de persuasión que hará doblegarse a los demás. Gracias a la claridad de sus ideas,
podrán tener una influencia en la sociedad.
Pero si ya no se enseña el tomismo en las universidades, ni la doctrina católica en los seminarios, ¿a dónde iremos a buscar la luz de la
verdad? Son incontables los documentos pontificios sobre la doctrina de santo
Tomás. Es realmente la filosofía de la Iglesia y, por lo tanto, la
filosofía de Dios, de cualquier hombre sensato,
y de la que tiene que vivir cualquier cristiano.
«Cuantas verdades enseñó —prosigue León XIII— quedaron encomendadas a esta
Sociedad, para que las guardase, las defendiese y con autoridad legítima las enseñase; y a la vez ordenó a todos los hombres que obedecieran a
su Iglesia no menos que a El mismo, teniendo segura los que así no lo hicieran su perdición sempiterna. Consta, pues, claramente
que el mejor y más
seguro maestro del hombre es Dios, fuente y principio de toda verdad, y también el Unigénito, que está en el seno del Padre, y es camino,
verdad, vida, luz verdadera que ilumina a todo hombre, y a cuya enseñanza han de prestarse todos dócilmente: Todos serán enseñados de Dios (Jn 6, 45)».
Por desgracia, los liberales, que reclaman la libertad de
enseñanza al mismo tiempo que permiten que
se desarrolle cualquier tipo de enseñanza, “le ponen a la Iglesia —dice el Papa— un obstáculo tras otro”. Se puede decir que hoy
es a nosotros a quienes ponen un obstáculo tras otro… Desde luego es algo inaudito pensar que ante
los ojos del Papa y de los cardenales encargados de la enseñanza de la Iglesia se desarrolla una
enseñanza que ya no es tal. No hay ni que
pensar entonces en lo que pasa en las demás universidades: lo primero que habría que hacer para recuperar el control
de esas universidades sería volver a darles profesores. ¿Cómo puede ser que en la universidad
Gregoriana enseñen
rabinos y profesores protestantes?… Además, la enseñanza se ha vuelto ecléctica. Se quiere saber todo de todo y
se redactan una especie de nomenclaturas de todo lo que piensan los hombres
sobre cualquier cosa menos la verdad. He visto el programa de los seminarios de
Francia. Sobre el tomismo, se decía que ya no era la doctrina principal en filosofía y que se lo estudiaba como un sistema
entre los demás. ¿En qué se convertirán, pues, esos seminarios? Nos dicen que
en algunos seminarios hay más seminaristas que en otros, pero ¿qué formación reciben? Serán sacerdotes para quienes se puede
pensar lo que se quiera, y para quienes la verdad y el error serán cosas relativas. ¿Qué fuerza de convicción tendrán en su predicación?, pues la fuerza para hablar está en la verdad. Si ya no hay verdad y si
la verdad es una opinión como las demás, ya no hay verdadera predicación. Así, van a hablar de acontecimientos
socia-les o de la revolución en tal o cual lugar, pero ya no tendrán el sentido de la vida sacerdotal.
Cuarta libertad: la libertad de conciencia
Finalmente, León XIII trata de la libertad de conciencia procurando hacer
las distinciones oportunas porque las palabras, si no se definen, son siempre
ambiguas.
«…tomada
en sentido de ser lícito
a cada uno, según
le agrade, dar o no dar culto a Dios, queda suficientemente refutada con lo ya
dicho. Pero puede también
tomarse en sentido de ser lícito
al hombre, según
su conciencia, seguir en la sociedad la voluntad de Dios [ex conscientia
officii] y cumplir sus mandatos sin el menor impedimento. Esta libertad
verdadera, digna de los hijos de Dios, y que ampara con el mayor decoro a la
dignidad de la persona humana, está
por encima de toda injusticia y violencia, y fue deseada siempre y
singularmente amada por la Iglesia. Este género
de libertad lo reivindicaron constantemente para sí los Apóstoles,
lo confirmaron con sus escritos los apologistas, lo consagraron con su sangre
los mártires
en número
crecidísimo».
Una ambigüedad culpable y
fatal
Hoy en día se mezcla todo. Hace algunos años, en la canonización de los mártires irlandeses, el Papa Pablo VI
pronunció un discurso lleno de ambigüedades, basado en la expresión “libertad de conciencia”, como si
esos mártires hubieran manifestado la
necesidad de esa libertad y hubieran muerto por ella. Esos mártires comprendieron la libertad de
conciencia tal como la va a definir León XIII: libertad para afirmar la verdad y para adherirse a
ella. Sería algo muy distinto si se tratara simplemente
de defender la libertad de cualquier religión, culto o pensamiento. Ellos no fueron
al martirio por defender eso. Se negaron a pasar al protestantismo, diciéndose: “Eso es el error”. Así que los mataron por la verdad y no por
decir: “Todas las verdades son libres”. ¡Es algo inadmisible jugar con la sangre
de esos mártires que manifestaron su adhesión a la verdadera fe, haciendo creer que
querían defender la libertad de todas las
religiones!
Hoy, cuando se pide la libertad religiosa, ya no se la
define. Por eso hay que ser claros. Defender una cierta libertad, la libertad
de las personas para que no haya investigaciones exageradas por parte del
Estado para saber qué
piensan y luego perseguirlas, es algo que está muy bien. Decir también que no se puede perseguir a las
personas en sus casas y en su intimidad por profesar tal o cual religión, por ejemplo: musulmana o budista,
está muy bien. Pero no puede ser que se dé la impresión de que la Iglesia católica defiende la libertad de todas las
religiones, pues no puede defender la libertad del error. Pedir para todas las
religiones la libertad de poder, al igual que la Religión Católica, expresarse exteriormente, tener
su prensa, instituciones, es-cuelas y templos, es jugar en un terreno
peligroso. Si no, un día veremos templos y mezquitas por todas partes 32 y los
católicos no podrán decir nada, por haber querido ellos
mismos dar la libertad al error. Hay que saber qué es lo que se quiere.
La verdadera tolerancia
Precisamente León XIII habla un poco más adelante de la tolerancia. Entendemos
que sea necesaria en los Estados, pero una cosa es tolerar y otra dar un
derecho. El mal se tolera pero no se aprueba. Es algo que ya vemos en nosotros
mismos: somos pecadores y tenemos tendencias malas ¡pero no vamos a suicidarnos porque no
podemos tolerar nuestros vicios! En cierta medida, tenemos que soportarnos, sin
aprobar por ello nuestros vicios. Los soportamos, intentando combatirlos y
restablecer el orden en nuestra propia persona. Lo mismo vale para las
sociedades: están
enfermas. Querer suprimir todo mal, sería hacer que la vida social fuera
imposible. ¡No vamos a matar a la sociedad! Los
Estados se ven obligados a tolerar ciertas cosas. Antes se llamaba “casas de
tolerancia” a lo que eran casas de prostitución. El Estado juzgaba que tenía que tolerar eso porque si hubiera
querido suprimirlas, la prostitución se hubiera extendido por todas partes y hubiera sido peor
que reglamentarla. El Estado es el que tiene que decidir si hay que tolerar o
no. El Estado y los príncipes católicos, que atacaban el vicio y los pecados públicos, toleraban esas casas, pero era
una libertad muy limitada.
Veamos qué nos dice León XIII sobre la tolerancia:
«A pesar de todo, la Iglesia se hace
cargo maternalmente del grave peso de la humana flaqueza, y no ignora el curso
de los ánimos
y de los sucesos por donde va pasando nuestro siglo. Por esta causa, y sin
conceder el menor derecho sino sólo
a lo verdadero y honesto, no rehuye que la autoridad pública tolere algunas cosas ajenas a la
verdad y a la justicia, a fin de evitar un mal mayor o de adquirir o conservar
un mayor bien».El Papa recuerda que Dios mismo permite el mal, aunque El no
lo quiere; no puede quererlo pero lo permite en vista de un bien mayor o para
evitar un mal mayor.
Tolerar no significa
conceder un derecho
¿Tengo que recordar que antes del
Concilio se habían
redactado dos propuestas o esquemas, el del cardenal Bea —sobre la libertad
religiosa— y el del cardenal Ottaviani —que hablaba de la “tole-rancia
religiosa”? Ambos se opusieron violentamente, y el cardenal Bea, levantando
la voz en plena reunión dijo: “¡No estoy de acuerdo para nada con ese esquema!” Ahora bien:
la tolerancia religiosa es realmente la doctrina tradicional de la Iglesia, según la cual no se puede hablar de
libertad de las religiones. El error se tolera en ciertos casos, pero no se le
reconoce un derecho natural. Por ejemplo: en países como Alemania, donde hay la misma
cantidad de católicos
que de protestantes, no se puede suprimir el protestantismo. Pero en Estados
tan católicos como España, donde había muy pocos protestantes, las leyes
favorecían precisamente al catolicismo,
impidiendo el desarrollo de instituciones protestantes. Eso fue así hasta que el Generalísimo Franco, por presión del Vaticano, acabó concediendo la libertad de cultos, y entonces
los protestantes crecieron en número y luego llegaron los testigos de Jehová… Lo mismo sucedía en Hispanoamérica, donde los países eran católicos en un 95%; los jefes de Estado
seguían los consejos de los Papas y
consideraban un deber proteger a su pueblo católico contra los errores que hubieran
destruido la fe. Esto es normal cuando se cree en Nuestro Señor Jesucristo.
Era algo hermoso ver la fe profesada oficialmente en esos países: en las procesiones y ceremonias
oficiales religiosas siempre había una presencia de las autoridades civiles. Era un gran
ejemplo para la población. Todo eso se ha suprimido. Estos Estados se han vuelto
“laicos” y las sectas, como si fueran langostas, los han invadido. En Chile, en
cada momento, se ve cómo se levantan templos: cómo aquí aparecen los mormones, allí los adventistas, en otro lugar el ejército de salvación… Cuando la Iglesia ya no es firme en
sus principios o al clero le falta valor, la fe católica se ve corroída por todas partes, y los fieles la
abandonan y se van a las sectas. Es, pues, algo normal, que el Estado tolere un
hecho que no puede impedir, como en un lugar cuya mayoría no es católica. Pero los jefes de Estado no
pueden dar a los disidentes más que una tole-rancia; no les pueden reconocer un derecho
natural.
«Ha de confesarse —continúa el Papa—, si queremos juzgar rectamente,
que cuanto mayor sea el mal que por fuerza haya de tolerar un Estado, tanto más lejano se halla él de la perfección; y asimismo que, por ser la
tolerancia de los males un postulado de prudencia política, ha de circunscribirse
absolutamente dentro de los límites del criterio que la hizo nacer,
esto es, el supremo bienestar público. De modo que si daña a éste y ocasiona mayores males a la
sociedad, es consiguiente que ya no es lícita, por faltar en tales
circunstancias la razón de bien (…) Pero siempre es verdad
que semejante libertad concedida indistintamente a todos y para todo, nunca,
como hemos repetido varias veces, se ha de buscar por sí misma, pues repugna a la razón que la verdad y la falsedad tengan
los mismos derechos. Y en lo tocante a la tolerancia, causa extrañeza cuánto distan de la prudencia y equidad de
la Iglesia los que profesan el liberalismo».
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