SERMÓN SOBRE
EL ORGULLO
(fin)
En efecto, aunque tuvieseis todas las demás virtudes,
si os faltase ésta, nada tendríais. Abandonad toda vuestra fortuna a los
pobres, llorad los pecados durante toda la vida, someteos a todas las
penitencias que vuestro cuerpo pueda soportar, pasad los años de vuestra
existencia en el retiro; si no tenéis humildad, habréis de condenaros. Por esto
vemos que todos los santos pasaron su vida entera trabajando en adquirirla o
conservarla. Cuanto más les colmaba Dios de favores, más profundamente se
humillaban. Mirad a San Pablo, arrebatado hasta el tercer cielo; se tiene por
gran pecador, un perseguidor de la Iglesia de Cristo, un miserable bastardo,
indigno del lugar que ocupa (I Tim., 1, 13; I Con, XV, 8-9.). Mirad a San
Agustín, a San Martín: entraban en el templo temblando, tanta era la confusión
que sentían al considerar su miseria espiritual. Estas deberían ser nuestras
disposiciones para ser agradables a Dios. Vemos que un árbol, cuanto más
cargado de fruto se halla, más inclina hacia el suelo sus ramas; así también
nosotros, cuanto mayor sea el número de nuestras buenas obras, más
profundamente debemos humillarnos, reconociéndonos indignos de que Dios se
sirva de tan vil instrumento para hacer el bien. Solamente por humildad podemos
reconocer a un buen cristiano.
Más, me diréis, ¿de que manera podremos distinguir si
un cristiano es humilde? -Nada más fácil, según ahora vais a ver. Ante todo os
digo que una persona verdaderamente humilde nunca habla de sí misma, ni en bien
ni en mal; contentase con humillarse delante de Dios, que la conoce tal cual
es. Sus ojos no atienden más que a su conducta propia, y gime siempre por
reconocerse muy culpable; por otro lado, no deja de trabajar por hacerse cada
vez más digna de Dios. Nunca la veréis emitir su juicio sobre la conducta de
los demás, nunca deja de formar buena opinión de todo el mundo. ¿Hay alguien a
quién sepa despreciar? A nadie más que a sí misma. Siempre echa a buena parte
lo que hacen sus hermanos, pues esta muy persuadida de que sólo ella es capaz
de obrar el mal. De aquí viene que, si habla de su prójimo, es para elogiarlo;
si no puede decir de los demás cosa buena, se calla; cuando la desprecian,
piensa que en ello hacen los demás lo que deben, pues, después de haber ella
despreciado a su Dios, bien merece ser despreciada de los hombres; si le
tributan elogios, se ruboriza y huye, lamentándose de ver que en el día del
juicio final va a causar una gran decepción a los que la creían persona de
bien, cuando en realidad esta llena de pecados. Siente tanto horror de las
alabanzas, cuanto los orgullosos aborrecen la humillación. Prefiere siempre
para amigos a los que le dan a conocer sus defectos. Si se le ofrece la ocasión
de favorecer a alguien, escogerá siempre como objeto de sus atenciones a quién
le calumnió o le causo algún perjuicio. Los orgullosos buscan siempre la
compañía de quienes los adulan y tienen en algo; ella, por el contrario, se
apartara de la lisonja para ir en busca de los que parecen tenerla en opinión
desfavorable. Sus delicias consisten en hallarse sólo con su Dios, mostrarle
sus miserias, y suplicarle que se apiade de ella. Ya esté sola, ya en compañía
de otros, ningún cambio observaréis en sus oraciones, ni en su manera de obrar.
Encaminando todas sus acciones solamente a agradar a Dios, nunca se preocupa de
lo que podrán decir de ella los demás. Trabaja par agradar a Dios, mientras que
al mundo lo coloca debajo de sus plantas. Así piensan y obran los que poseen el
preciado tesoro, de la humildad… Jesucristo parece no hacer distinción entre el
sacramento del Bautismo, el de la Penitencia y la humildad. Nos dice que, sin
el Bautismo, jamás entraremos en el reino de los cielos (Ioan., III, 5.); sin
el de la Penitencia, después de hacer pecado, no cabe esperar el perdón, y en
seguida nos dice también que sin la humildad no entraremos en el cielo (Matth.,
XVIII, 3.). Aunque estemos llenos de pecados, si somos humildes, tenemos la
seguridad de alcanzar perdón; más sin la humildad, aunque llevemos realizadas
cuántas buenas obras nos sean posibles, no alcanzaremos la salvación. Ved un
ejemplo que os mostrara esto perfectamente.
Leemos en el libro de los Reyes (III Reg., XXI.) que
el rey Acab era el más abominable de los soberanos que habían reinado hasta su
tiempo; no creo que se pueda decir más de lo que de él dice el Espíritu Santo.
Escuchad: «Era un rey dado a toda suerte de impurezas; echaba mano, sin
discreción, de los bienes de sus súbditos; fue causa de que los israelitas se
rebelasen contra su Dios; parecía un hombre vendido y comprometido a realizar
toda suerte de iniquidades: en una palabra, con sus crímenes dejó buenos a
cuántos le habían precedido. Por todo lo cual, no pudiendo Dios soportar por
más tiempo sus maldades, dispuesto a castigarle, llamo a su profeta Elías,
ordenándole que se presentase al rey para darle a conocer los divinos
propósitos: «Dile que los perros comerán sus carnes y se abrevaran en su
sangre; descargaré sobre su cabeza toda mi cólera y toda mi venganza; nada
omitiré para castigarle, hasta el punto de hacer llegar el exceso de mi furor a
los perros que se hayan alimentado de sus despojos». Fijaos aquí en cuatro
cosas:
1. ¿Se ha visto jamás hombre malvado cómo aquel?
2. ¿Se ha visto jamás que determinación tan clara de
hacer perecer a un hombre, ciertamente merecedor de tal castigo?
3. ¿Se ha dado nunca orden tan precisa? «Todo ello,
dijo el Señor, tendrá efecto en este lugar.»
4. ¿Se ha visto nunca en la historia de un hombre
condenado a un suplicio tan infame cual el que debía sufrir Acab, esto es,
hacer que su cuerpo y su sangre sirviesen de pasto a los perros? ¿Quién podrá
librarle de las manos de enemigo tan poderoso, el cual ha comenzado ya a
ejecutar sus designios?
En cuanto el profeta terminó su mensaje, Acab comenzó
a rasgar sus vestiduras. Escuchad lo que le dijo el Señor: «Vamos, ya no es
tiempo, comenzaste demasiado tarde; ahora me burlo de ti». Entonces ciñó a su
cuerpo un áspero cilicio: ¿Crees tú, le dijo el Señor, que esto me inspirará
piedad y hará revocar mi decreto; ahora ayunas: debías haber ayunado de la
sangre de tantas personas a quienes diste muerte.» Entonces el rey se arrojó al
suelo y se cubrió de ceniza; cuando era preciso aparecer en público, andaba con
la cabeza descubierta y los ojos fijos al suelo. «Profeta, dijo el Señor; has
visto de que manera se ha humillado Acab; postrándose con la faz en tierra?
Pues ve a decirle que, ya que se ha humillado, dejaré de castigarle; ya no
descargaré sobre su cabeza los rayos de mi venganza que para el tenía
preparados. Dile que su humildad me ha conmovido, ha hecho revocar mis órdenes
y ha desarmado mi cólera» (III Reg., XXI).
Pues bien, ¿tenía razón al deciros que la humildad es
la más hermosa, la más preciosa de todas las virtudes, que todo lo puede
delante de Dios, que Dios no sabe denegar nada a sus instancias? Poseyéndola,
tenemos también todas las demás; pero, si nos falta, nada valen todas las
demás. Terminemos, pues, diciendo que conoceremos si un cristiano es bueno por
el desprecio que haga de si mismo y de sus obras, y por la buena opinión que en
todo momento le merezcan los hechos o los dichos del prójimo. Si así nos
portamos, tengamos por seguro que nuestro corazón gozara de felicidad en esta
vida, y después alcanzaremos la gloria del cielo…
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