miércoles, 20 de enero de 2016

Historia de San Pascual Bailón

9. Grandes penas
Sé paciente en la tribulación, porque en el fuego se prueba el oro y se purifica la plata (Ecle 11,45).

No falta quien estima que las mortificaciones voluntarias llevan en sí cierta gratificación, pues han sido buscadas por quien las hace. Pero esto no puede decirse de aquellas penalidades que provienen de otras causas. Así, pues, la conformidad en soportar estas últimas, es la que nos da la norma principal para apreciar la santidad de una persona.

Pascual, no menos que los otros santos, debía purificarse en este fuego, que su contemporáneo San Juan de la Cruz llama noche obscura. Momentos hubo en su vida en que el cielo le parecía de plomo, en que la duda se esforzaba por adquirir el dominio de su corazón, y en que su energía parecía derramarse, como se derrama el líquido al romperse el vaso que lo contiene. Toda su vida era entonces juzgada por él como una serie de incoherencias. El recuerdo del pasado lo desanimaba, y su corazón parecía como romperse de remordimiento a la vista de crímenes hasta entonces ignorados. El porvenir se le representaba más tenebroso todavía, como si el Señor lo fuera a dejar abandonado a sus fuerzas. El presente era también para él un enigma indescifrable. Su corazón se veía combatido por dos sentimientos opuestos. De un lado, la fiebre de la lujuria, del odio y del orgullo estremecía su carne desgastada por los ayunos. De otro, sentíase atraído por irresistible impulso hacia ese Dios en el que pensaba encontrar el reposo. En suma, mientras el espíritu corría, como ciervo sediento, a embriagarse con la pureza de los ángeles, el cuerpo parecía revolcarse en un cenagal de torpezas y de engaños. ¿Cómo, entonces, librarse de aquel cuerpo de muerte? Porque, en realidad de verdad, Pascual preferiría a una tal situación, la destrucción y aun el aniquilamiento de su ser.

Cierto día, rendido o debilitado por la lucha, cae como caen los vencidos de la vida, arrojado como los últimos restos de un gran naufragio en una playa inhóspita... La copa de la tribulación rebasa los bordes. Pedro de Sena, su provincial, entra en ese momento en la celda del Santo.

–¡Oh Padre! gime Pascual, ¡todo es inútil! Yo no puedo más. ¡Si me fuera dado dejar de existir!... ¡He sufrido ya tanto! ...


Y su cabeza cae pesadamente sobre su pecho, como la de un hombre en el momento de expirar. Pedro se inclina sobre esta alma angustiada y le habla. Y el pobre desesperado le refiere pausadamente, con palabras entrecortadas por los sollozos, su lamentable historia. Gracias a ello la paz renace en su alma, el dolor que atenazaba su corazón se mitiga casi insensiblemente, y se va haciendo luz entre las sombras densas de antes. Nuestro Santo es ahora un convaleciente que aspira el perfume de los campos, es como un hombre que despierta de un pesado sueño, que toca con inquietud cuanto le rodea, y que ve por fin desvanecerse sus terrores ante el testimonio elocuente de la simple realidad. Pascual renace a nueva vida, dispuesto a sostener nuevos combates.

En otra ocasión el común enemigo obtiene permiso para maltratar al Santo.

–¡Qué enfermedades! murmuran los médicos examinándolo; no hay duda de que confunden nuestras previsiones, se resisten a nuestros cálculos y burlan nuestros remedios... Cualquiera diría que ello es cosa del diablo.

También se oyen a veces en su celda ruidos extraños, o bien golpes y lamentos. Se oye de repente un grito agudísimo durante la noche. Los religiosos corren solícitos a la habitación de Pascual. El Santo confuso responde: «estaría soñando» o bien: «me he sentido víctima de extraños dolores». Y los despide como si nada hubiera pasado; pero a la mañana siguiente, según testimonio de los testigos, vésele en el coro con el cuerpo magullado y maltrecho. Lo único que de sus labios pudo saberse con respecto a tal género de tribulaciones, acerca de las cuales observaba Pascual un riguroso secreto, es lo siguiente:

–Nunca son tan terribles los asaltos... como cuando medito en la Pasión y en el amor de Jesucristo Sacramentado.

Y pronunciadas apenas estas palabras enmudece, como temeroso de haber dicho ya demasiado. En cuanto hasta aquí llevamos dicho, servía de consuelo a Pascual la solicitud y afecto de los superiores, quienes en las luchas con el demonio le habían ayudado con sus consejos y sostenido con sus exhortaciones. Con todo llega un momento en que hasta esto va a faltarle. En efecto, en 1573 fundaron los superiores un convento de estudios en Valencia. Había necesidad de enviar a él Hermanos legos, y se ponía mucho cuidado en que éstos fuesen escogidos entre los más edificantes. En tales condiciones, eligieron a Pascual.

Estaba allí de Guardián un austero anciano, religioso de rostro marcado por el sufrimiento y de dura mirada. Ya sea por inadvertencia, o bien por prevención, lo cierto es que dicho superior no tarda en tomar al nuevo subordinado por blanco de su inflexible rigidez. Un día le manda sin más ni más en pleno refectorio que salga a decir la culpa. Puesto ya el Santo de rodillas en medio de los admirados religiosos, el Guardián comienza a descargar sobre él todo un torrente de injurias:

–¡Sois un hipócrita y un presuntuoso! ¡Ah! ¡vos creéis estar en posesión de un tesoro! ¡Abrid las manos y contempladlas llenas de cieno! ¡Estad atento!...

Terminada la filípica y en medio de un gran silencio, Pascual se arrastra andando a gatas hasta el sitio del superior, estrecha los pies de éste entre sus manos con muestras de respeto y de ternura, y los besa luego una y otra vez... Poco después siente tocar la campana de la portería y corre a abrir la puerta, en donde permanece bastante tiempo ocupado en atender a los que llamaban.

–¡Ah!, piensa entre tanto un religioso, el pobre fraile está a lo que parece muy confuso por lo sucedido y no tiene valor para volver al refectorio. Sin duda está haciendo tiempo para recuperarse antes de entrar de nuevo.

Y guiado por esta idea se apresura a buscar al Santo.
–Tened paciencia, Fr. Pascual, le dice con dulzura.
–¡Paciencia! ¿por qué causa? responde el Bienaventurado.
–Pues por la injusta reprimenda que recibisteis.
–Estad seguro, Hermano, replica el humilde religioso, que el Espíritu Santo es quien ha hablado por su boca.

En otra ocasión en que tuvo lugar una escena parecida, respondió a los que intentaban consolarle:

–No me han entristecido poco ni mucho las palabras del Padre Guardián. Muy al contrario, me juzgo tan feliz de este modo, que quisiera recibir cada día un tal consuelo. ¡Ojalá Dios le inspire el que así lo haga!

Dichas escenas se repetían con harta frecuencia. Hoy al Guardián le servía de pretexto un vaso roto, mañana un poco de aceite vertido, y un día después otra falta tan fútil como las anteriores. Cualquier cosa bastaba para mortificar a Fray Pascual con reprensiones irrazonables. Y junto a las reprensiones iban las culpas públicas, las penitencias de todo género, las flagelaciones crueles, las humillaciones, los reproches insultantes y todas las vejaciones posibles, que llovían sin cesar sobre nuestro Santo. El Guardián, dicen los testimonios, se ensañaba en él con verdadera ferocidad. No faltaron tampoco religiosos que, alentados a ello por la conducta del superior, tuvieran a gala procurar a Pascual desprecios y disgustos sin cuento. Nunca les faltaban pretextos, pues detrás de estas cosas andaba una mal velada envidia. Con todo, Pascual nunca se daba por agraviado, y correspondía siempre a todos los desprecios con inequívocas muestras de cariño. En estos casos, alega uno de los testigos, tenía presentes las virtudes que adornaban a sus perseguidores, y con ellas hacía un manto en el que ocultaba todos sus defectos.

–Por lo que a mí toca, decía Pascual, conozco que no tengo de religioso más que el hábito. He delinquido y me he hecho digno, por tanto, de los últimos castigos. Venguen en mí las criaturas los ultrajes que yo hice al Criador, que con esto me darán una prueba más de que me aprecian. Así como las medallas brillan tanto más cuanto más se frotan, así logra Pascual adquirir un nuevo lustre por medio de la persecución y del sufrimiento.

El Provincial, Pedro de Sena, llega al fin a tener noticias de todo lo que pasa, y en consecuencia Pascual es obligado a acudir a la presencia del superior. Éste desea saber las cosas de los propios labios del Santo; pero Fray Pascual no le da de ninguno la menor queja.

–En vista de lo que sucede, decide el Provincial, juzgo que no es conveniente para vos regresar a ese convento. Vuestra vida es allá demasiado incómoda. ¿Queréis que os envíe a otro convento?

–¡Ah, Padre mío! responde el Santo como avergonzado, no hay necesidad de que sepáis para ello mi voluntad; yo estoy para todo en manos de la obediencia. ¡Haga vuestra caridad lo que mejor le parezca! Para mí es igual continuar allí o ir a otra parte.

–Pero ¿y vuestro Guardián?, dice, interrumpiéndole el Provincial.
–No, responde con convicción el Bienaventurado; yo sé por experiencia que nada se gana con cambiar de superiores. A un Guardián difícil de sobrellevar sucede otro más llevadero, en tanto que si uno busca cambiar de puesto, suele ir con frecuencia de mal en peor.

Y Pascual sigue en Valencia por espacio de tres años, ocupado, como antes, en los oficios de la portería y del refectorio. Su género de vida continúa siendo el mismo de antes, con la única diferencia de que, a partir de este suceso, acostumbra pasar más largas horas en oración ante el Santísimo Sacramento.

CONTINUA...

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