sábado, 26 de diciembre de 2015

"EL MISTERIO DEL MÁS ALLÁ Antonio Royo Marín, O.P."


Cuatro cualidades o dotes maravillosas que tendrá el cuerpo




En primer lugar la claridad. El profeta Daniel, describiendo el triunfo final de los elegidos, dice que “brillarán con esplendor del cielo” y que “resplandecerán eternamente como las estrellas” (Dan. 12, 3). Y el mismo Cristo nos dice en el Evangelio que “los justos brillarán como el sol en el reino del Padre” (Mt. 13, 43).Los cuerpos gloriosos serán resplandecientes de luz. Si contempláramos ahora mismo el cuerpo glorioso de Jesús o el de María Santísima –únicos que actualmente hay en el cielo–, quedaríamos deslumbrados ante tanta belleza.El cuerpo humano, aún acá en la tierra, es una verdadera obra de arte. Los artistas –pintores y escultores– de todas las épocas y de todas las razas han reproducido la belleza del cuerpo humano. Lástima que muchas veces profanen una cosa tan bella como el cuerpo humano para convertirla en una de las más inmundas e inmorales, en una pornografía baja y desvergonzada. Pero no cabe duda que, contemplado con ojos limpios y finalidad sana, el cuerpo humano constituye, aún acá en la tierra, una verdadera obra de arte maravillosa. Pues, ¿qué será, señores, el cuerpo espiritualizado, el cuerpo glorioso radiante de luz, mucho más resplandeciente que la del sol? Dice Santa Teresa que, en una visión sublime, le mostró Nuestro Señor Jesucristo nada más que una de sus manos glorificadas. Y decía que la luz del sol es “fea y apagada” comparada con el resplandor de la mano glorificada de Nuestro Señor Jesucristo. Y añade que ese resplandor, con ser intensísimo, no molesta, no daña a la vista, sino que, al contrario, la llena de gozo y de deleite.

La contemplación de los cuerpos gloriosos resplandecientes de luz de millones y millones de bienaventurados, será un espectáculo grandioso, deslumbrador, que llenará, ya por sí solo, de inefable felicidad a los bienaventurados.

La segunda cualidad del cuerpo glorioso es la agilidad. Consta también, expresamente, en varios pasajes de la Sagrada Escritura: “Al tiempo de la recompensa brillarán y discurrirán como centellas en cañaveral” (Sap 3, 7). Ello quiere decir que los bienaventurados podrán trasladarse corporalmente a distancias remotísimas casi instantáneamente. Digo casi, porque, como advierte Santo Tomás de Aquino, todo movimiento, por rapidísimo que se le suponga, requiere indispensablemente tres instantes: el de abandonar el punto de partida; el de adelantarse hacia el punto de llegada, y el de llegar efectivamente al término. Y eso puede hacerse, si queréis, en una millonésima de segundo, pero de ninguna manera en un solo instante, filosóficamente considerado; tiene que transcurrir algún tiempo, aunque sea absolutamente imperceptible, una millonésima de segundo si queréis. Pero ese tiempo tan imperceptible equivale, prácticamente, a la velocidad del pensamiento. Con las alas de la imaginación podemos trasladarnos en este mundo, instantáneamente, a regiones remotísimas: de la tierra a la luna, a las más remotas estrellas; pero nuestro cuerpo permanece inmóvil en el lugar donde nos encontramos mientras la imaginación realiza su vuelo fantástico. En el cielo, el cuerpo acompañará al pensamiento a cualquier parte donde quiera trasladarse, por remotísimo que esté. En esto consiste el dote maravilloso de la agilidad.

La tercera cualidad es la impasibilidad. Eso significa que el cuerpo glorificado es absolutamente invulnerable al dolor y al sufrimiento, en cualquiera de sus manifestaciones. No le afecta ni puede afectar el frío, el calor, ni ningún otro agente desagradable. Metido en una hoguera, no se quemaría. Sumergido en el fondo del mar, no se ahogaría. En medio del fragor de una batalla, los proyectiles no le causarían ningún daño. Las enfermedades no pueden hacer presa en él. El cuerpo del bienaventurado no está preparado para padecer, es absolutamente invulnerable al dolor. No es que sea insensible en absoluto. Al contrario, es sensibilísimo y está maravillosamente preparado para el placer: gozará de deleites inefables, intensísimos. Pero es del todo insensible al dolor. Esto significa la impasibilidad del cuerpo glorioso. Consta también expresamente en la Sagrada Escritura: “Ya no tendrán hambre, ni sed, ni caerá sobre ellos el sol ni ardor alguno; porque el Cordero, que está en medio del trono, los apacentará y guiará a las fuentes de aguas de vida, y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos” (Apoc. 7, 16-17).

Pero aún hay otra cuarta cualidad: la sutileza. Dice el apóstol San Pablo que “el cuerpo se siembra animal y resucitará espiritual” (1 Cor 15, 44). No quiere decir que se transformará en espíritu; seguirá siendo corporal, pero quedará como espiritualizado: totalmente dominado, regido y gobernado por el alma, que le manejará a su gusto sin que le ofrezca la menor resistencia. Muchos teólogos creen que, en virtud de esta sutileza, el cuerpo del bienaventurado podrá atravesar una montaña sin necesidad de abrir un túnel, podrá entrar en una habitación sin necesidad de que le abran la puerta. Santo Tomás de Aquino –por el contrario– piensa que la sutileza no es otra cosa que el dominio total y absoluto del alma sobre el cuerpo, de tal manera, que lo tendrá totalmente sometido a sus órdenes. Es cierto, dice el Doctor Angélico, que los bienaventurados podrán atravesar una montaña sin necesidad de abrir un túnel, o entrar en una habitación sin necesidad de que les abran la puerta; pero eso será, no en virtud de la sutileza, sino de una nueva cualidad sobreañadida, de tipo milagroso, que estará totalmente a disposición de ellos. Como se ve, para el caso es completamente igual. Como quiera que sea, lo cierto es que podremos atravesar los seres corpóreos con la misma naturalidad y sencillez con que un rayo del sol atraviesa un cristal sin romperlo ni mancharlo.

La Sagrada Escritura, señores, nada nos dice acerca de los goces de los sentidos; pero es indudable que los tendrán también intensísimos y sublimes. No hace falta tener una imaginación muy exaltada para comprender que si el cuerpo entero ha de quedar beatificado, los sentidos corporales tendrán que tener sus goces correspondientes. Ahora bien: los ojos no pueden gozar de otro modo que viendo cosas hermosísimas, y los oídos oyendo armonías sublimes, y el olfato percibiendo perfumes suavísimos, y el gusto y el tacto con deleites delicadísimos proporcionados a su propio objeto sensitivo. Nada de esto dice la Sagrada Escritura, pero lo dice el simple sentido común.

De manera, que nuestro cuerpo entero, con todos sus sentidos, estará como sumergido en un océano inefable de felicidad, de deleites inenarrables. Y esto, señores, constituye la gloria accidental del cuerpo; lo que no tiene importancia, lo que no vale nada, lo que podría desaparecer sin que sufriera el menor menoscabo la gloria esencial del cielo.Mil veces por encima de la gloria del cuerpo, señores, está la gloria del alma. El alma vale mucho más que el cuerpo. Acá en la tierra, el mundo, el demonio y la carne no nos lo dejan ver. En el otro mundo lo veremos clarísimamente. ¡La gloria del alma! Vayamos por partes, de menor a mayor.

Empecemos por los goces de la amistad. Cuando dos amigos se quieren de veras, cuando dos corazones se han fusionado en uno solo, la separación violenta, sobre todo si ha de ser para largo tiempo, resulta siempre dolorosa. Y si es la muerte quien se encarga de separar para siempre, acá en la tierra, a esos dos íntimos amigos, ¡qué desgarro experimenta el pobre corazón humano! Pero queda todavía la dulcísima esperanza: en el cielo se reanudará para siempre aquella amistad interrumpida bruscamente. Los amigos volverán a abrazarse para no separarse jamás.

La amistad es una cosa muy íntima, muy entrañable, no cabe duda; pero por encima de ella están los lazos de la sangre, los vínculos familiares. ¿No lo recordáis? ¿No lo recordáis cualquiera de los que me estáis escuchando? Cuando se os murió vuestro padre, o vuestra madre, o vuestros hijos, experimentasteis la amargura más grande de vuestra vida. Cuando tenemos cadáver en casa, ¡qué frío está el hogar! Y cuando se llevan de casa los despojos de aquel ser tan querido, nos arrancan un jirón de nuestras almas, un pedazo de nuestras entrañas. ¡Cómo nos duele, señores, aquella terrible separación!

¡Ah!, pero vendrá la resurrección de la carne, y con ella la reconstrucción definitiva de la familia. ¡Qué abrazo nos daremos en el cielo! ¡La familia reconstruida para siempre! Se acabaron las separaciones: ¡para siempre unidos!

Pero quizá a alguno de vosotros se le ocurra preguntar: “Padre, ¿y si al llegar al cielo nos encontramos con que falta algún miembro de la familia? ¿Cómo será posible que seamos felices sabiendo que uno de nuestros seres queridos se ha condenado para toda la eternidad?” Esta pregunta terrible no puede tener más que una sola contestación: en el cielo cambiará por completo nuestra mentalidad. Estaremos totalmente identificados con los planes de Dios. Adoraremos su misericordia, pero también su justicia inexorable. En este mundo, con nuestra mentalidad actual, es imposible comprender estas cosas; pero en el cielo cambiará por completo nuestra mentalidad, y, aunque falte un miembro de nuestra familia, no disminuirá por ello nuestra dicha; seremos inmensamente felices de todas formas. Pero, no cabe duda, señores, que si no falta un solo miembro de nuestra familia, si logramos reconstruirla enteramente en el cielo, nuestra alegría llegará a su colmo y será inenarrable.

¿Queréis lograr esa sublime aspiración? ¿Queréis que no falte un solo miembro de vuestra familia en el cielo? Os voy a dar la fórmula para alcanzarla: rezad el rosario en familia todos los días de vuestra vida. La familia que reza el rosario todos los días tiene garantizada moralmente su salvación eterna, porque es moralmente imposible que la Santísima Virgen, la Reina de los cielos y tierra, que es también nuestra Reina y Madre dulcísima, deje de escuchar benignamente a una familia que la invoca todos los días, diciéndole cincuenta veces con fervor y confianza: “Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Es moralmente imposible, señores, lo afirmo terminantemente en nombre de la teología católica. La Virgen no puede desamparar a esa familia. Ella se encargará de hacerles vivir cristianamente y de obtenerles la gracia de arrepentimiento si alguna vez tiene la desgracia de pecar. Es cierto que el que muere en pecado mortal se condena, aunque haya rezado muchas veces el rosario durante su vida. Eso, desde luego. El que muere en pecado mortal se condena, aunque haya rezado muchas veces el rosario. ¡Ah!, pero lo que es moralmente imposible es que el que reza muchas veces el rosario acabe muriendo en pecado mortal. La Virgen no lo permitirá. Si rezáis diariamente, y con fervor, el rosario, si invocáis con filial confianza a la Virgen María, Ella se encargará de que no muráis en pecado mortal. Dejaréis el pecado; os arrepentiréis, viviréis cristianamente y moriréis en gracia de Dios. El rosario bien rezado diariamente es una patente de eternidad, ¡un seguro del cielo! No os lo dice un dominico entusiasmado porque fue Santo Domingo de Guzmán el fundador del rosario. No es esto. Os lo digo en nombre de la teología católica, señores. ¡Rezad el rosario en familia todos los días de vuestra vida y os aseguro terminantemente, en nombre de la Virgen María, que lograréis reconstruir toda vuestra familia en el cielo! ¡Que alegría tan grande al juntarnos otra vez para nunca más volvernos a separar!

Por encima de los goces de la familia reconstruida experimentará nuestra alma alegrías inefables con la amistad y trato con los Santos. En este mundo no podemos comprender esto, pero ya os he dicho que en la otra vida cambiará por completo nuestra mentalidad. Allí veremos clarísimamente que no hay más fuente de bondad, de belleza, de amabilidad, de felicidad que Dios Nuestro Señor, en el que se concentra la plenitud total del Ser. Y, en consecuencia lógica, aquellos seres, aquellas criaturas que estarán más cerca de Dios contribuirán a nuestra felicidad más todavía que los miembros de nuestra propia familia. De manera que el contacto y la compañía de los Santos –que están más cerca de Dios– nos producirá un gozo mucho más intenso todavía que el contacto y la compañía de nuestros propios familiares. Que cada uno piense ahora en los Santos de su mayor devoción e imagine el gozo que experimentará al contemplarles resplandecientes de luz en el cielo y entablar amistad íntima con ellos.

Pero más todavía que por el contacto y amistad con los Santos, quedará beatificada nuestra alma con la contemplación de los ángeles de Dios, criatura bellísimas, resplandecientes de luz y de gloria. Dice Santo Tomás de Aquino, y lo demuestra de una manera categórica, que los ángeles del cielo son todos específicamente distintos. Lo cual quiere decir que no hay más que uno solo de cada clase. Imaginaos, por ejemplo, que en el reino animal no hubiera en todo el mundo más que un solo caballo, un solo león, un solo toro, un solo elefante, etc., etc.; uno solo de cada clase. Pues esto, exactamente, es lo que ocurre con los ángeles: cada uno de ellos constituye una especie distinta dentro del mundo angélico, a cuál más hermosa, a cuál más deslumbradora, pero totalmente diferente de todas las demás. No hay dos ángeles iguales. La contemplación del mundo angélico, con toda su infinita variedad, será un espectáculo grandioso, señores. Sabemos por la Sagrada Escritura que los ángeles, a pesar de su diversidad específica individual, se agrupan en nueve coros o jerarquías angélicas, que reciben los nombres de ángeles, arcángeles, principados, potestades, virtudes, dominaciones, tronos, querubines y serafines. Lo dice la sagrada Escritura, señores, lo ha revelado Dios, no son sueños fantásticos de un poeta. La contemplación de esas nueve jerarquías angélicas, con el número incontable de ángeles distintos que forman parte de cada una de ellas, será un espectáculo maravilloso, sencillamente fantástico, del que ahora no podemos formarnos la menor idea.


CONTINUA...

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