martes, 8 de diciembre de 2015

"EL MISTERIO DEL MÁS ALLÁ Antonio Royo Marín, O.P."



El infierno es eterno

Pero lo más espantoso del infierno, señores, es la tercera nota, la tercera característica: su eternidad. El infierno es eterno. ¿Habéis contemplado la escena alguna vez a la orilla de un río o del mar? Cuando el pescador nota que el pez ha mordido el anzuelo, tira con fuerza de la caña y el pez se retuerce desesperadamente fuera del agua. Se está ahogando. Sus pobres branquias no están adaptadas para respirar directamente el oxígeno del aire: necesita absorberlo diluido en el agua. Su agonía es terrible, pero dura unos momentos nada más. Muy pronto da un nuevo y desesperado coletazo y queda inmóvil: ha muerto ahogado. Imaginad ahora, señores, el caso de un hombre aparentemente muerto que vuelve a la vida en el sepulcro, y se da cuenta de que le han enterrado vivo. Su tormento no durará más que unos minutos, pero ¡qué espantosa desesperación experimentará cuando se encuentre en aquel ataúd estrecho y oscuro, cuando vea que no se puede mover, que le es imposible liberarse de su espantosa cárcel! ¡Qué angustia, qué desesperación tan espantosa! Pero durará unos minutos nada más, porque por asfixia morirá muy pronto, esta vez definitivamente.

Pues imaginad ahora lo que será un tormento y desesperación eternos. La eternidad no tiene nada que ver con el tiempo, no tiene relación alguna con él. En la esfera del tiempo pasarán trillonadas de siglos y la eternidad seguirá intacta, inmóvil, fosilizada en un presente siempre igual. En la eternidad no hay días, ni semanas, ni meses, ni años, ni siglos. Es un instante petrificado, es como un reloj parado, que no transcurrirá jamás, aunque en la esfera del tiempo transcurran millones de siglos.

¡Un trillón de siglos! Esa frase se dice muy pronto, la palabra trillón se pronuncia con mucha facilidad. Ya no es tan sencillo escribirla: hay que escribir la unidad seguida de dieciocho ceros. ¿Pero sabéis lo que un trillón da de sí? Si repartiéramos un trillón de céntimos entre todos los habitantes del mundo, al terminar el reparto cada uno de ellos tendría cinco millones de pesetas. ¡Lo que da de sí un trillón, aunque sea simplemente de céntimos! Pues cuando en la esfera del tiempo habrá transcurrido un trillón de siglos la eternidad permanecerá intacta, sin haber sufrido el menor arañazo. El instante eterno seguirá petrificado. Señores: el infierno es eterno. ¡Lo ha dicho Cristo! Poco importa que los incrédulos se rían. Sus burlas y carcajadas no lograrán cambiar jamás la terrible realidad de las cosas.

Pero, quizá me digáis: “Padre: para nosotros, los católicos, no hay problema. Creemos en la existencia y eternidad del infierno porque lo ha revelado Dios y esto nos basta. Pero ¿no le parece que para el que no tenga fe el dogma de la existencia y eternidad del infierno es como para desanimarle a abrazar el catolicismo? ¿Cómo puede compaginarse esa verdad tan terrible con el amor y la misericordia infinita de Dios, proclamados con tanta claridad e insistencia en las Sagradas Escrituras? Al incrédulo no le cabrá jamás en la cabeza esta contradicción, al parecer tan clara y manifiesta”. Tenéis razón, amigos míos. El dogma del infierno, mirado de tejas abajo y prescindiendo de los datos de la fe, no cabe en la pobre cabeza humana. Humanamente hablando, a mí tampoco me cabe en la cabeza. No me cabe en la cabeza, aunque lo creo con toda mi alma porque lo ha revelado Dios. Pero, ¿sabéis por qué a vosotros y a mí no nos cabe en la cabeza? Recordad la bellísima leyenda. San Agustín estaba paseando un día junto a la orilla del mar y pensaba en el misterio insondable de la Santísima Trinidad, tratando de comprender cómo tres Personas distintas sean un solo Dios verdadero. Y dándole vueltas a su pobre inteligencia para descifrar el misterio, reparó en un niño pequeño que acababa de excavar en la arena de la playa un pequeño pocito que iba llenando de agua trasladándola del mar con una pequeña concha. San Agustín le preguntó: “¿Qué estás haciendo, pequeño?” Y el niño: “Quiero trasladar toda el agua del mar a este pequeño hoyito”. “Pero, ¿no ves que eso es imposible?” “Más imposible todavía es que tú puedas comprender el misterio insondable de la Santísima Trinidad. ¿No ves que el infinito no cabe ni puede caber en tu cabeza?” Y desapareció el niño, porque, según la bella leyenda, no era un niño, sino un ángel del cielo que Dios había enviado para darle a San Agustín aquella gran lección.

Señores: ésta es la verdadera explicación. Las cosas de Dios son inmensamente grandes, nuestra pobre cabeza humana es demasiado pequeña para poderlas abarcar. Es cierto que en la Sagrada Escritura se proclama clarísimamente la misericordia infinita de Dios; pero con no menor claridad se proclama también el dogma terrible del infierno. ¿Qué cómo se compaginan ambas cosas? No lo sé. Pero ahí están los hechos, claros e indiscutibles.

Sin embargo, señores, no deja de ser curioso que no nos quepa en la cabeza el dogma terrible del infierno, y nos quepan sin dificultad algunas otras cosas incomparablemente más serias todavía. Si lo pensáramos bien, el misterio inefable de la Encarnación del Verbo es incomparablemente más grande y estupendo que el de la existencia del infierno. Nos cabe en la cabeza y lo aceptamos plenamente que Dios Nuestro Señor se haya hecho hombre y haya muerto en una cruz para salvar a los hombres. Si un hombre se transformase en hormiga y se dejase matar para salvar a las hormigas, diríamos que se había vuelto loco. Y, sin embargo, señores, entre un hombre y una hormiga todavía hay alguna proporción, alguna semejanza; pero entre Dios y las criaturas no hay ninguna semejanza ni proporción: la distancia es rigurosamente infinita. Y Dios se hizo hormiga, se hizo hombre, para salvarnos a los hombres. Y no contento con esta humillación increíble, se dejó clavar en una cruz por aquellos mismos que venía a salvar. Y permitió que su Madre Santísima se convirtiese en la Reina y Soberana de los mártires, asistiendo a la terrible escena del Calvario, donde, a fuerza de increíbles dolores, conquistó su título de Corredentora de la humanidad.

Todo esto, señores, nos cabe perfectamente en la cabeza. Que Cristo esté clavado en la cruz, que su Madre Santísima sea la Virgen de los Dolores, con siete espadas en el corazón; todo esto, que es inmenso, que rebasa la capacidad intelectiva de los mismos ángeles del cielo, que no podrán comprender jamás con su portentosa inteligencia angélica, esto, señores, nos cabe perfectamente en nuestras pobres cabecitas humanas. Pero que ese mismo Dios que se ha vuelto loco de amor a los hombres mande al infierno para toda la eternidad al gusano asqueroso que abuse definitivamente de la sangre de Cristo, que traspase el corazón de la Virgen de los Dolores con las nuevas espadas de sus crímenes nefandos, ¡eso ya no nos cabe en la cabeza! Señores: tenemos que reconocer que no jugamos limpio. ¡No jugamos limpio! Nos caben en la cabeza cosas infinitamente más grandes, porque no hacen referencia a castigos y penas personales y no nos caben otras cosas infinitamente más pequeñas cuando se trata de castigar nuestros propios crímenes y pecados. Señores: no jugamos limpio; hay aquí una falta evidente de honradez.

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