Carta Pastoral n° 2
¿QUÉ ACTITUD TENER FRENTE A
LA IMPIEDAD?
Frente a los hechos horribles que acontecen en
Hungría, Rumania, Siberia, China; ante la impiedad y el odio del Santo Nombre
de Dios, que son sus causas profundas, ¿cómo no se consternarán profundamente
nuestras almas cristianas? No pasa un día sin que conozcamos matanzas y
deportaciones de gente de bien, de todos aquellos que, por la palabra o por los
actos, se consagran a Dios y al prójimo. Pero el reciente encarcelamiento del cardenal
Mindszenty, Primado de Hungría, su juicio, los abominables tratamientos que le
propinaron, su condenación, ilustran de manera terrorífica lo que millares de
seres humanos han sufrido y sufren todavía por haberse mostrado como los
defensores de la civilización. Frente a semejantes crímenes contra la
humanidad, ¿es posible a toda alma bien nacida permanecer indiferente? Dios nos
dice por la boca del Profeta Isaías: “Encorvar la cabeza como el junco y
tenderse sobre saco y ceniza, ¿a esto llamáis ayuno agradable a Yahvé? El ayuno
que Yo amo consiste en esto: soltar las ataduras injustas, desatar las
ligaduras de la opresión, dejar libre al oprimido y romper todo yugo, partir tu
pan con el hambriento, acoger en tu casa a los pobres sin hogar, cubrir al que
veas desnudo, y tratar misericordiosamente al que es de tu carne” (Is.
LVIII, 5-7). ¿No sería, en efecto, faltar a la más elemental
caridad hacia nuestro prójimo desviar los ojos de estos sufrimientos y no
preocuparse por ellos? Porque estas desgracias parecen todavía lejos de
nosotros, ¿podríamos fingir no conocerlas?
En cuanto a nosotros, queridísimos hermanos, en nombre
de todo el clero y en nombre vuestro, hemos participado a Nuestro Santo Padre
el Papa, nuestro dolor, nuestro respetuoso y filial afecto en estas
circunstancias, tan trágicas para la suerte de la iglesia húngara, y tan
emotivas para la Iglesia entera y para su Cabeza venerada. Frente a este desbordamiento
de impiedad, de odio de Dios, de desprecio por todo lo que el ser humano puede
tener de más sagrado, ¿cuál debe ser nuestra actitud?
1°.- Vengar el honor de Dios por
medio de una vida cristiana más intensa.
2°.- Reparar los pecados de los impíos
por medio de una vida de penitencia.
3°.- Trabajar con todas nuestras
fuerzas para instaurar el reino de Nuestro Señor Jesucristo en la sociedad
civil y familiar, para evitar que semejantes males caigan sobre nosotros y
sobre nuestros hogares.
4°.- Vengar el honor de Dios por
medio de una vida cristiana más intensa. “Que
no haya, pues, para vosotros - dice Nuestro Santo Padre el Papa - para vuestros sacerdotes y para los fieles
confiados a vuestro cuidado, nada más urgentes que suscitar una rivalidad de
celo para defender este Nombre de Dios que las potencias angélicas veneran
temblando. Levantando el estandarte del Arcángel San Miguel y repitiendo la
aclamación: «¿Quién como Dios?»,
oponed a aquellos que insultan a la Majestad Suprema la más enérgica voluntad
de afirmar, de amar, de predicar el Nombre de Dios”. Por la adoración, rendid a Dios las alabanzas que los
impíos tendrían que ofrecerle; la adoración es, en efecto, el acto de religión
más perfecto que el hombre pueda presentar a su soberano Señor. Pero es
necesario, aún más, que ese acto no sea puramente exterior. Que todo hombre,
toda familia, toda sociedad, honre de esa manera externa a su Divino Autor, es
justicia; pero nosotros, que no dudamos un instante en rendirle ese culto,
debemos especialmente agregar la adoración interna. “Viene la hora -
dice Nuestro Señor a la Samaritana -, y ella ya ha llegado, en que los
verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; tales son los
adoradores que desea el Padre” (Jn. IV, 23). Esta adoración interior, más exactamente llamada
devoción, debe poner nuestras almas en una actitud de oración que, según Santo
Tomás, “es una actitud de sujeción delante de Dios, para testimoniarle que
no somos nada delante de Él, autor de todo bien”. Que vuestra vida
cristiana no sea una vida superficial, sino una vida profunda, que tome todo
vuestro ser para entregarlo a Dios en toda su actividad, en todas sus
ocupaciones. “¡Oh, cuán benigno y suave es, oh Señor, tu espíritu
que lo llena todo” (Sab.
XII, 1).En la práctica, queridos hermanos, os invitamos
insistentemente a frecuentar vuestras iglesias, a deteneros en ellas algunos
momentos cuando la ocasión se presente. El cardenal Mercier pensaba que un alma
que se recoge cinco minutos en el curso del día para pedir con toda sinceridad
y confianza al Espíritu Santo el guiarla, fortalecerla, llenarla con sus dones,
puede estar casi segura de su salvación. ¡Cuánto se ve facilitada la oración,
salida del fondo del alma, por la presencia de la Eucaristía en esos oasis de
recogimiento y de silencio que son nuestras iglesias!
5°.- A la oración y a la alabanza, agreguemos la vida
de penitencia. Nuestro Santo Padre el Papa nos pide, a partir de este tiempo de
Cuaresma, retomar la abstinencia de todos los viernes del año. Aceptemos esta
ligera penitencia con espíritu de fe y agreguemos nuestras limosnas, nuestras
privaciones de cosas superfluas. Con la paz, por muy relativa que sea, vuelve una
cierta prosperidad; esta prosperidad, más aparente que real, facilita los
placeres, las distracciones, y permite, desgraciadamente, satisfacer a las
pasiones. De allí a olvidar a Dios y a descuidar nuestros deberes para con él,
no hay más que un paso, fácil de franquear. La riqueza en las manos virtuosas y caritativas es una
fuente de numerosos méritos; la riqueza al servicio de un alma dominada por los
sentidos es fuente de libertinaje descarado, de oscurecimiento del espíritu.
¿No es, acaso, el espectáculo que nos presenta el mundo y los que siguen sus
máximas perniciosas? Mis queridísimos hermanos, en el curso de este tiempo
de penitencia, sepamos mostrarnos reservados y discretos en las fiestas y
reuniones. Así lo dice San Pedro: “Sed sobrios, y estad en vela; vuestro
adversario el diablo ronda, como un león rugiente, buscando a quien devorar” (I
Pe. V, 8).No olvidemos que la virtud de templanza es la
condición necesaria de las otras virtudes y que descuidar el ejercicio de esta
templanza equivale a apegarse a los bienes de este mundo y oscurecer el
espíritu respecto del conocimiento de las cosas de Dios. Cumpliendo estas penitencias, prepararemos nuestras
almas para gustar las alegrías que Dios dispensa en gran número durante los
días que preceden a las fiestas pascuales; estaremos mejor dispuestos para
sacar provecho de las prédicas que nos sean dirigidas.Finalmente, atraeremos la misericordia de Dios sobre
los impíos y los blasfemos, que manifiestan un odio tan grande a su Santo
Nombre.
6°.- A la oración y la penitencia, agregaremos un celo
infatigable, consumido en el amor de Nuestro Señor, por el establecimiento de
su reino en la sociedad civil y familiar.Todo hombre sensato y leal, frente a los males que nos
abruman y que abundan particularmente en ciertos países, podrá rápidamente
reconocer la fuente de estas calamidades en el olvido y la negación oficial de
Dios por parte de las sociedades y, muchas veces, de los hogares.
“En efecto, una vez suprimido Dios - decía recientemente Nuestro Santo Padre el Papa -,
el menosprecio de las cosas de Dios hace al hombre despojado de su dignidad
espiritual, el esclavo de las cosas materiales y suprime incluso radicalmente
todo lo que representan de belleza la virtud, el amor, la esperanza, la vida
interior”.
“Suprimiendo la religión y desterrando a Dios, ninguna
sociedad civil podrá jamás subsistir. Puesto que solamente, los principios
sagrados de la religión pueden equilibrar con justicia los derechos y los
deberes de los ciudadanos, consolidar los fundamentos del Estado, regular por
medio de leyes bienhechoras las costumbres de los hombres y dirigirlos con
orden hacia la virtud. Lo que escribía el más grande orador romano («Vosotros pontífices, defendéis la ciudad más
seguramente por la fuerza de la religión que sus murallas por la suya»
-Cicerón, De Nat. Deor., III, 40) es infinitamente más verdadero y más
cierto cuando se trata de la doctrina y de la fe cristiana. Que todos aquellos
que tienen las riendas del Estado reconozcan, pues, estas verdades y que en
todo lugar la libertad que le es debida sea rendida a la Iglesia, de tal manera
que, sin estar impedida por ninguna traba, pueda esclarecer con la luz de su
doctrina los espíritus de los hombres, educar bien a la juventud y formarla en
la virtud, reafirmar el carácter sagrado de la familia y penetrar con su influencia
toda la vida humana. De esta acción bienhechora la sociedad civil no tendrá que
temer ningún daño; antes bien, al contrario, ella obtendrá grandísimas
ventajas. Pues entonces, estando reguladas las relaciones sociales con justicia
y equidad, la condición de los indigentes realzada como es necesario y
restablecida según la dignidad humana, las discordias por fin apacigua-das y
los espíritus pacificados por la caridad fraterna, tiempos mejores podrían
felizmente surgir para todos los pueblos y para todas las naciones, como nos lo
deseamos ardientemente y lo pedimos por fervientes oraciones”.
Lo que Nuestro Santo Padre el Papa desea, debe ser el
voto más ardiente de todos los cristianos, y todos deben buscar realizarlo con
ardor, persuadidos de que, trabajando en la extensión del reino de Nuestro
Señor, trabajan por la grandeza de la sociedad y de la familia, y descartan
otro tanto los males espantosos que se precipitan sobre los pueblos cuyos
gobernantes han renegado de Jesucristo y aniquilado toda religión.
Por lo tanto, mis queridísimos hermanos, os suplicamos
rezar, hacer unir las manos de vuestros hijos en una oración familiar, ser
asiduos a la oración pública en nuestras iglesias; os exhortamos a entregaros a
una vida de penitencia, y contamos con vuestro celo para que el reino de Dios
venga y que su voluntad “se haga así en la tierra como en el cielo”.
En fin, terminamos participándoos un deseo expresado
por el Soberano Pontífice en estos términos: si el ateísmo y el odio
de Dios constituyen una falta monstruosa que mancha nuestro siglo y le hace
temer justamente espantosos castigos, la Sangre de Cristo contenida en el cáliz
de la Nueva Alianza es un baño purificador, gracias al cual podemos borrar este
crimen execrable y, después de haber pedido perdón de los culpables, hacer
desaparecer las consecuencias y preparar la Iglesia para un triunfo magnífico. Mientras
meditábamos estos pensamientos, nos pareció oportuno que, el domingo de Pasión
de este año, ustedes y todos los sacerdotes fuesen autorizados e incluso
exhortados a celebrar una segunda Misa, que será la misa votiva para la
remisión de los pecados.
Que los fieles, que, en razón de los vínculos que unen
entre sí a los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, deben siempre participar
de las tristezas y de las alegrías de la Iglesia, acudan a vuestro llamado en
el mayor número posible a los pies de los altares, y que, apreciando como
conviene la importancia y la gravedad del motivo que los reúne, ofrezcan a Dios
con más ardor sus súplicas y sus oraciones.
No dudamos que todos harán con el mayor fervor lo que
les pedimos y que ofrecerán también a Dios súplicas y votos a fin de que, una
vez alejados los males, el soplo de la caridad celestial venga a renovar todas
las cosas en Cristo para colmar felizmente el deseo de la paz.
Monseñor
Marcel Lefebvre
Carta Pastoral, Dakar, 24 de
febrero de 1949.
No hay comentarios:
Publicar un comentario