Pero en la
antigüedad un rey era el padre del pueblo, el hogar de todos los sentimientos
patrióticos; y en la época de Cristo este sentimiento tenía, en el pueblo judío
toda su fuerza, y había sido querido por el mismo Dios (recordemos lo que había
sido el Rey David, y el concepto y veneración que aún se le guardaba en la
época de Cristo; y lo acusarán de haber querido hacerse Rey...). El pueblo
conservaba la esperanza de una realización carnal de las promesas y Cristo
debía revertir esa confusión, transformarla y elevarla a un plano superior del
cual todo el Antiguo Testamento no había sido sino figura... Y esto no lo
lograría sino con el duro golpe de la lanza, desde su corazón traspasado de
donde nacerá el nuevo Reino de Dios, la Iglesia... Y el anuncio de este Reino
sacude las fibras de todos los hombres, porque responde también a sentimientos,
afectos que están en nuestra misma naturaleza...
allí están las bienaventuranzas ¡qué sacudida! ¡qué paradojas!
Si hiciéramos una
encuesta hoy acerca de qué es la felicidad ¿cuántos responderían que es la
pobreza, en llorar, en padecer hambre y sed de justicia? Si respondieran así
diríamos que están locos o son unos depravados... nosotros mismos pensamos que
la riqueza, la buena fama, la saciedad, es parte de la felicidad... Las
bienaventuranzas son el contrapunto, detalle por detalle de la moral corriente.
Y sin embargo, ellas tiene razón, a pesar de su forma paradójica... ¿Acaso no
nos obligan a mirar de frente ciertas experiencias corrientes, de las cuales
huimos y sin embargo son inherentes a nuestra condición humana? ¿Acaso no son
mucho más realistas que nosotros con nuestros ideales? Ellas son la realidad y
la verdad y enseñan al hombre la fe y la valentía; hacen nacer en nuestro
corazón la asombrosa esperanza de una fuerza nueva, capaz de sostenernos en las
pruebas más terribles, y nos hace sacar de ellas gozo, verdadera alegría a
causa de Cristo en quien creemos.
Si las enfrentamos
así, con este espíritu, ellas obrarán en nuestra vida como el arado en el
campo, que tirado con fuerza, hunde en la tierra su reja, y abre una profunda
herida, un gran surco. En ese mismo movimiento da vuelta la tierra, entierra la
mala semilla y deja preparada la tierra para la nueva semilla, que caerá en
esta tierra renovada, para abrigarse, germinar y dar como fruto el ciento por
uno... Así obran, debieran obrar las bienaventuranzas en nuestra vida
interior... Nos hiere con la cuchilla, la reja de las pruebas, con las peleas
que pone frente al hombre viejo. Da un vuelco a nuestras ideas y proyectos,
contraría nuestro deseo, nos pone patas arriba , pobres y desnudos frente a
Dios. Y todo para hacer sitio en nosotros a la nueva vida, el grano de mostaza
evangélico, la gracia que debemos guardar con paciencia y fe hasta que de su
fruto...
¿Cómo entonces practicarlas? ¿qué debemos
hacer para vivir esas bienaventuranzas?
Afirma Santo Tomás
que nos acercamos a ellas por el ejercicio de las virtudes y de los dones del
Espíritu Santo. Son como la obra eminente de ambos. Son actos perfectos de la
virtud empujada por los dones del Espíritu Santo. Así la virtud, cada una de las siete que
conocemos, y los dones, cada uno de los
siete, van obrando en el hombre dócil un trabajo de crecimiento espiritual.
¿De qué manera?
Comenzarán por
descartar las falsas felicidades de la vida voluptuosa. Dicho en otras
palabras, las tres primeras bienaventuranzas corresponden a la vida purgativa,
propia de los que comienzan...Mientras el mundo busca su felicidad en la
abundancia de bienes exteriores, en las riquezas, en los honores, en los
placeres, las virtudes contrarias y los dones correspondientes, nos llevan a
las tres primeras bienaventuranzas. En el lenguaje de
la Biblia se designan las cosas de modo directo y vivo, experimental si
pudiéramos hablar así. Nosotros distinguimos una pobreza en el plano material,
moral, espiritual, religioso; pero para la Biblia todos estas ideas van entrelazadas.
El rico no sólo es quien tiene bienes de fortuna, pero de ellos saca soberbia y
se cree superior; tiene poder y lo utiliza en beneficio propio... Por el contrario,
sufre la injusticia, el desprecio, no tiene quien lo defienda y comprende la
necesidad de la ayuda divina..., es humilde y confiado, dispuesto a observar la
ley de Dios. Pero esto es
insuficiente para intentar penetrar la paradoja de la primera
bienaventuranza. De lo primero que debe
el hombre despojarse es de los bienes materiales. Y este desprendimiento puede
tener diversos grados.
Una pobreza
efectiva, hasta la falta del mismo sustento, no por vanagloria o para dedicarse
a la filosofía como ocurría con algunos paganos, sino aquella pobreza sobrellevada
sin murmuración ni tristeza ni impaciencias: son los mendigos humildes; o una pobreza de corazón, porque teniendo
bienes, no están apegados a ellos: son los que viven sin orgullo ni
estridencias por los bienes que poseen, humildemente: es el caso de Abrahán;
por último, los hay que han asumido voluntariamente la pobreza y viven según
el espíritu de esa vocación: son los que
han abrazado la vida religiosa... A todos estos Cristo, les dice:
"Bienaventurados los pobres de espíritu
porque de ellos es el reino de los cielos".
Esa es la verdadera pobreza de espíritu...
La pobreza de
espíritu es la pobreza que ha penetrado en nuestro corazón, en nuestro
espíritu, con su aguijón, con su herida, y gracias a nuestra aceptación voluntaria
de la providencia con fe, esperanza y en la caridad. El sólo buscar el reino de
Dios, las riquezas del Cielo, de Dios es lo que debemos desear.
"Señor -
rezaba por su lado San Agustín -, cuando medito en vuestra pobreza, como quiera
que la considere, me resulta vil toda adquisición mía...dadme lo que es eterno,
concededme lo que permanece. Dadme vuestra Sabiduría, dadme vuestro Verbo, Dios
de Dios, dadme a Vos, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo".
Por eso la
pobreza, puede alcanzarlos en la salud, en la enfermedad, debilidades de todo
tipo; en el afecto, por la soledad, la falta de cariño, de comprensión; en la
edad, por la declinación de nuestras fuerzas, la belleza se marchita y el
tiempo que nos queda se nos escapa como el agua entre los dedos... Pobreza en
el futuro, por el fracaso de planes y ambiciones justas, en el hogar, en la carrera,
en el trabajo... La pobre del error y del pecado... Y hay así pobres
que no lo son de espíritu y por eso son
ricos: son los que sin tener
dinero, rechinan los dientes y envidian y odian por no tener, son los que
rechazan y maldicen su pobreza. Todos estos son ricos en orgullo. Están también los
que tiene dinero y lo aman, y son los avaros, los que se esfuerzan en
conseguirlo. Hay por último
quienes gozan de las riquezas, los poderosos que ambicionas crecer en la
riqueza.Sobre ellos Cristo
nos va a enseñar a lo que lleva su orgullo, ambición y codicia :"¡Ay de
vosotros los que estáis hartos de los bienes de la tierra, porque padeceréis
hambre!" (Lc. 6,25). Por eso San Bernardo afirmaba
que Quien a expresado
y compendiado mejor esta bienaventuranza es Santa Teresa de Jesús en aquellos
versos que todos conocemos:
Nada te turbe, nada te espante...
Quien
a Dios tiene Nada le falta
Todo
lo alcanza...Sólo Dios basta.
Las riquezas
dividen a los hombres, engendran peleas, violencias y hasta guerras, desatan las pasiones, y es necesario luchar
contra todo ello.
De allí que Jesús nos de la
segunda lección:
"Bienaventurados los mansos, porque
ellos poseerán la tierra".
Así fue como
venció San Francisco de Sales, el santo de la mansedumbre, la furia de un
hombre que lo aborrecía y que cierto día lo injurió de mil maneras. Al preguntarle
como había hecho, contestó: "mi lengua y yo hemos hecho un pacto
inviolable, y hemos convenido en que, mientras mi corazón esté en emoción, la
lengua no tiene que decir nada. ¿Podía yo enseñar mejor a este pobre hombre
ignorante el modo de poseerse que callando? Y su cólera ¿podía apaciguarse por
otro medio que con el silencio?". La mansedumbre nos hace gratos a Dios y
a los hombres y nos asemeja a Cristo que dijo: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón" (Mt.
11, 29).
El tema de la
mansedumbre ocupa un lugar importante en las Escrituras, y del texto del
párrafo anterior resulta que ella se nos muestra como una cualidad de Cristo.
En el salmo 34, se invita a al hombre "a gustar y ver cuán suave es el
Señor", y en el libro de la Sabiduría se enseña que el maná en el desierto
"era el alimento que mostraba la dulzura de Dios hacia sus hijos"
(Sab. 16,21).
Sin embargo existe
una dificultad al pretender comprender la paradoja que encierra, y ello porque
lo primero que aparece en nosotros respecto a la mansedumbre es una idea que la
aleja de la fortaleza y del vigor. En lo moral, un hombre manso nos lleva a
pensar en que tiene una mujer mandona y él un pobre sin carácter que a todo
dice sí... Y el símbolo de la mansedumbre es el cordero que está hecho para ser
trasquilado, y al final, para ser llevado al matadero. Terminamos separando,
aislando la mansedumbre de la fortaleza, de la energía... Y por cierto el tema
tiene su importancia porque está en juego la virilidad, la reciedumbre, el
valor de nuestra fe, de la moral cristiana. Parecería que el católico no está
llamado a luchar en la vida, enfrentar las dificultades en la sociedad en que
vive... para encontrar
luz, debemos recurrir a la experiencia, y particularmente a la experiencia de
nuestra vida interior: ¿Quién no
experimentado la violencia que debe hacerse uno mismo- cuando sentimos que la
cólera se levanta, cuando la envidia nos aguijonea, cuando se excita en
nosotros cualquier otra pasión- para conservar un poco de sangre fría, de
dominio de sí, de esa mansedumbre frente a los demás que un resto de razón nos
aconseja?.
Así lejos de
asociarse con la debilidad, la verdadera mansedumbre es más un coronamiento de
un largo combate contra la violencia desordenada de nuestros sentimientos. La
mansedumbre encierra pues, una gran fuerza interior, un gran vigor..., dominio
de sí, generosidad, bondad frente a los demás... Hay ciertamente diversos grados
de mansedumbre y también por tanto de bienaventuranza: están los que hablan a
todos con corazón y palabras mansas, los que quebrantan la ira ajena con la
respuesta dulce, quienes sufren
mansamente las injurias y robos, los que se alegran en Cristo en tales daños,
en fin, los que vencen la malicia de los enemigos y su rabia con su mansedumbre
y beneficios hasta ganarlos como amigos. Enseña San Agustín que "manso es
aquel que en todas sus obras y en todo lo que hace de bueno, procura agradar
sólo a Dios, y aunque tenga que sufrir adversidades no desagrada a Dios".
Y un teólogo añade
que mansos "son los que no juzgan temerariamente, que no ven en su prójimo
a un rival a quien hay que hacer a un lado, sino a un hermano a quien socorrer,
a un hijo de su mismo Padre celestial..., los que no se obstinan con terquedad
en el propio juicio".
No se trata
entonces de una blandura que no choca con nadie por tener miedo de todos; la
mansedumbre supone un gran amor de Dios y del prójimo porque es la flor de la caridad.
Su premio es la
posesión de la tierra, posesión que San Jerónimo interpreta por el cielo, que es la patria de los que verdaderamente
viven, y Santo Tomás ve significada por la estabilidad de los bienes eternos.
CONTINUA...
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