CAPITULO III: UNA PERSONA DIVINA
San Pablo es el que más ha ensalzado
la grandeza de Nuestro Señor Jesucristo, su poder y su divinidad,
principalmente en los primeros capítulos de su epístola a losHebreos y de la
epístola a los Colosenses. Leamos a menudo este primer capítulo de la epístola
a los Hebreos: «Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a
nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos
habló por su Hijo, a quien constituyó heredero de todo, por quien también hizo los siglos, que, siendo la
irradiación de su gloria y la impronta de su substancia y el que con su
poderosa palabra sustenta todas las cosas, después de hacer la purificación de
los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, hecho tanto
mayor que los ángeles cuanto que heredó un
nombre más excelente que ellos». Sin
lugar a duda se trata del Hijo, de Aquel que nos ha purificado de nuestros
pecados, de Nuestro Señor Jesucristo y no solamente del Verbo. No podemos hacer
una distinción entre Nuestro Señor Jesucristo y el Verbo. Jesucristo es el
Verbo de Dios. No hay otra persona en El. Sin duda, puede ser que nos cueste
comprender esto, pero precisamente este es el misterio de Nuestro Señor
Jesucristo: que su Persona misma, la Persona de este hombre que vivió en
Palestina, es el Verbo de Dios por quien todo ha sido hecho. Esta misma Persona
divina es la que asume esta naturaleza humana, este alma que piensa, reflexiona y quiere de modo humano, ya que Nuestro Señor
era un hombre perfecto. Por eso poseía su alma humana. Sus pensamientos se le
atribuían a Dios porque el único sujeto de atribución en Nuestro Señor Jesucristo
es el Verbo de Dios, Dios mismo. Todos los actos que llevó a cabo Nuestro
Señor, sean los que sean, eran actos divinos, dada su atribución a la Persona, pero El poseía
verdaderamente todas las facultades humanas, todo su cuerpo humano y todos sus dones humanos. En su epístola a los Hebreos, en el capítulo
1º, san Pablo nos dice: «¿A cuál de los
ángeles dijo alguna vez: “Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy” (Sal. 2,
7)?» Y luego: “Yo seré para El Padre y el será Hijo para mí” (II Sam. 7, 14). Y
cuando de nuevo introduce a su Primogénito en el mundo, dice:“Adórenle todos
los ángeles de Dios” (Sal. 96, 7). De
los ángeles dice: “El que hace a sus ángeles espíritus ya sus ministros llamas
de fuego” (Sal. 103, 4). Pero al Hijo: “Tu trono, ¡oh Dios!, subsistirá por los
siglos de los siglos, cetro de equidad es el cetro de tu reino. Amaste la justicia
y aborreciste la iniquidad; por eso te ungió Dios con óleo de alegría sobre tus compañeros” (Sal. 44, 7-8). Y: “Tú,
Señor, al principio fundaste la tierra y los cielos son obra de sus manos.
Ellos perecerán pero tú permaneces y todos, como un vestido, envejecerán, y
como un manto los envolverás, y como un vestido se mudarán; pero Tú permaneces
el mismo y tus años no se acabarán” (Sal. 101, 26-28). ¿Y a cuál de los ángeles
dijo alguna vez: “Siéntate a mi diestra mientras pongo a tus enemigos por
escabel de tus pies” (Sal. 109, 1). ¿No
son todos ellos espíritus administradores, enviados para servicio en favor de
los que han de heredar la salud?» (Heb. 1, 5-14). San Pablo insiste, pues,
sobre la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo y sobre su perfección infinitamente mayor que la de los ángeles, que
evidentemente no son más que criaturas. Con nuestra pobre imaginación humana,
nos cuesta comprender bien que Aquel con quien trataron los apóstoles, al que la Santísima Virgen
llevó en su seno, y al que llevó en sus brazos, este Niño Jesús, es Aquel por quien todo ha sido hecho. «Tú, Señor, al principio fundaste la tierra y
los cielos son obra de tus manos». Al evocar
al Niño Jesús en su cuna algunos podrían decir: no es posible que haya fundado
la tierra, pues acaba de nacer. San Pablo nos da la respuesta: acaba de nacer,
pero su Persona es una Persona divina y esta Persona es Dios, el Verbo de Dios.
Se trata, pues, del Verbo de Dios, que está presente y que asume este cuerpo y
esta alma. Es el Verbo de Dios y a esta Persona es a quien nos dirigimos.
Cuando se habla con alguien se habla con la persona. Esta Persona que se
hallaba ahí era la del Verbo de Dios, por quien todo ha sido hecho y por quien
todo ha sido creado. ¿Cómo podríamos decir que esta Persona que es el Verbo de
Dios hecho hombre no fuese el Salvador,
el Sacerdote y el Rey, los tres grandes atributos que esta Persona le da a esta
criatura de Dios por medio de la unión
hipostática y la gracia de unión? ¿Cómo pensar así que un solo hombre pueda ser
indiferente a la presencia del Verbo de Dios entre nosotros? No es posible: Dios ha querido venir
entre nosotros. ¿Quién puede decir: “A mí me es igual; vivo mi vida; no tengo
ninguna necesidad de Nuestro Señor Jesucristo para vivir”?¿Podrá permanecer indiferente
ante el hecho de que Dios haya venido, haya tomado un alma y un cuerpo como el
nuestro y haya venido entre nosotros? No lo podemos imaginar, y esto tanto más
cuanto que ha venido entre nosotros para rescatarnos de nuestros pecados. Así,
este hecho nos concierne a todos, pues todos somos pecadores. Ha venido para
morir en la Cruz, para redimirnos ¡cómo podría ser algo indiferente para los hombres!
¿Cómo puede alguien atreverse ahora a comparar a esta Persona, que es Cristo,
Nuestro Señor Jesucristo, con Mahoma, Buda, Lutero, etc.?... Un católico que tenga fe, ¿cómo puede decir
cosas semejantes?¿Cómo se puede hablar aún de religiones, todas las religiones
y todos los cultos? El Papa PíoVII se indignó ante la Constitución de Francia, en
la que se mencionaba la libertad de todos los cultos. Se levantó contra estas
palabras: “todos los cultos”. Se ponía la Sagrada religión de Dios, de Nuestro
Señor Jesucristo, en pie de igualdad con las herejías y cismas. Se sintió muy
ofendido y escribió al obispo de Troyes, Monseñor de Boulogne: vaya a ver al
rey y dígale que es inadmisible para una realeza católica, para un rey que se
dice católico, que admita la libertad como se dice entre comillas “de todos los
cultos”, sin distinción. Estaba indignado y ese debe ser el sentimiento de todo
católico. No se puede ser católico y no indignarse cuando se habla de “todos
los cultos”, poniendo así a Nuestro Señor Jesucristo en pie de igualdad con
Buda y los demás, pues en ese momento ya no se cree que Nuestro Señor sea Dios
y ya no se cree que nos encontremos ante la Persona de Dios. Ya digo, es imposible.
¿Ha habido acaso varias encarnaciones de Dios? ¿En Buda? ¿En Mahoma? ¿En
Lutero?
¡No! Sólo hay una: en Nuestro Señor
Jesucristo. Esto tiene consecuencias
enormes y tenemos que darnos cuenta de ello en la medida en que creemos en la
divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Como ya hemos visto, es muy importante,
sobre este tema, lo que dice san Juan y puede resumirse así: El que afirma que
Jesucristo es Dios, éste es de Dios; el que niega que Nuestro Señor Jesucristo
esDios, es el anticristo (Cf. I Jn. 2, 22). ¡El anticristo!, por consiguiente,
el demonio. San Juan tenía la fe católica y es preciso sacar las consecuencias.
Hoy en día nos podemos preguntar si entre los católicos los hay que aún lo son,
porque todo el mundo ve normal que se diga: la libertad religiosa, la libertad
de todas las religiones y la libertad de cultos. Ahora bien: eso no puede ser, pues
es contrario a la dignidad de Nuestro Señor Jesucristo. Se nos objeta: “lo que
pasa es que sois intolerantes”. Cuántos católicos piensan esto, incluso en
nuestras familias cristianas. Basta con
decir que sólo hay una religión verdadera, la religión de Nuestro Señor
Jesucristo, y que las demás vienen del diablo y son el anticristo porque niegan
la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, y ya se nos trata de intolerantes: «¿Qué
queréis? ¿Volver a la edad media?». Lo que nosotros queremos es, sencillamente,
volver a la realidad: Nuestro Señores Rey. El día que venga, de repente, sobre
las nubes del Cielo, todos dirán: «Ah, pues sí, Eles Rey, no creíamos que fuera
posible». Sí, Nuestro Señor es Rey y será el único, no hay otro. La gente no
acaba de convencerse, vive en un Liberalismo y en un laicismo que ataca a
muchos. Ya no se pone a Nuestro Señor Jesucristo en el lugar que le corresponde. Es preciso que
se restablezca su realeza en la tierra como en el Cielo. El mismo nos lo dijo en
la oración que nos enseñó, el Padrenuestro: «adveniat regnum tuum, fiat
voluntas tua sicut in caelo et in terra». Este debe ser el objeto de nuestras
plegarias, del ofrecimiento de nuestros sufrimientos y el objeto de nuestra vida. No debemos cesar hasta
que se establezca el reinado de Nuestro Señor.
La unión de las dos naturalezas, la
divina y la humana, de Jesucristo en una única persona, la Persona del Verbo divino.
Dado que este hombre, Jesucristo, es Dios, es necesariamente Salvador,
Sacerdote y Rey. Católico cuyo corazón no esté animado por este sentimiento
profundo no puede ser católico ni fiel de Nuestro Señor Jesucristo. Basta con
leer estas líneas: «Dios últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo, a
quien constituyó heredero de todo, por quien también hizo los siglos» (Heb. 1,
2). Jesucristo es Dios por quien todo ha sido creado. El Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo son conjuntamente el Creador del mundo El Padre ha creado el mundo por el Verbo en el
Espíritu Santo. No es necesario que
recurramos a la apologética nique citemos todas las pruebas de la divinidad y de
la humanidad de Nuestro Señor Jesucristo de modo exhaustivo. Lo que necesitamos
sobre todo en nuestra vida espiritual es
afirmar nuestra fe y no tanto probarla, porque se apoya en la autoridad divina y
en las palabras de Nuestro Señor. Puede ser que tengamos una tendencia
exagerada por querer racionalizar siempre nuestra fe y por hallar cosas que la
prueben. No cabe duda que nuestra fe es razonable y por eso podemos hallar motivos
suficientes, pero tenemos la fe, creemos en Dios Nuestro Señor y lo que tenemos
que hacer es afirmar esta fe (cf. II
Cor. 4, 13).
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