Introducción
Consideraremos ahora una figura realmente fascinante,
la de Anacleto González Flores, uno de los héroes de la Epopeya Cristera.
Anacleto nació en Tepatitlán, pequeño pueblo del Estado de Jalisco, cercano a
Guadalajara, el 13 de julio de 1888. Sus padres, muy humildes, eran fervientemente
católicos. De físico más bien débil, ya desde chico mostró las cualidades
propias de un caudillo de barrio, inteligente y noble de sentimientos. Pronto
se aficionó a la lectura, y también a la música. Cuando había serenata en el
pueblo, trepaba a lo que los mexicanos llaman «el kiosco», tribuna redonda en
el centro de la plaza principal. Era un
joven simpático, de
buena presencia, galanteador
empedernido, de rápidas
y chispeantes respuestas, cultor de la eutrapelia.
A raíz de la misión que un sacerdote predicó en
Tepatitlán, sintió arder en su corazón la llama del apostolado, entendiendo que
debía hacer algo precisamente cuando su Patria parecía deslizarse lenta pero firmemente
hacia la apostasía. Se decidió entonces a comulgar todos los días, y enseñar el
catecismo de R ipalda a los chicos que lo seguían, en razón de lo cual
empezaron a llamarlo «el maestro», sin
que por ello se aminorara un ápice
su espíritu festivo
tan espontáneo y
la amabilidad de
su carácter. Al
cumplir veinte años, ingresó en
el seminario de San Juan de los Lagos, destacándose en los estudios de tal
forma que solía suplir las ausencias del profesor, con lo que su antiguo
sobrenombre quedó consolidado: sería para siempre «el Maestro».
Luego pasó al seminario de Guadalajara, pero cuando
estaba culminando los estudios entendió que su vocación no era el sacerdocio.
Salió entonces de ese instituto e
ingresó en la Escuela Libre de Leyes de la misma ciudad, donde se
recibió de abogado. Quedó se luego en Guadalajara, iniciando su labor
apostólica y patriótica que lo llevaría al martirio. Pero antes de seguir con
el relato de su vida, describamos el ambiente histórico en que le tocó vivir.
Beato Anacleto Gonzáles Flores |
I. Antecedentes
Para entender lo que pasó
en el México de Anacleto, será preciso remontarnos más atrás en la
historia de dicha
nación. A comienzos
del siglo pasado,
los primeros conatos
de rebeldía, protagonizados por Hidalgo y Morelos, tuvieron una
connotación demagógica, de lucha de razas, así como de aborrecimiento a la
tradición hispánica. Poco después, apareció una gran personalidad, Agustín de
Iturbide, con una visión totalmente diferente. En 1821 proclamó el llamado Plan de Iguala, con tres garantías:
la independencia de España, pero evitando
una ruptura con
la madre patria,
la unión de
todos los estamentos
sociales –españoles, criollos e
indios), y la Religión Católica, como base espiritual de la nueva Nación. Sobre
estas tres bases, Iturbide fue proclamado Emperador de México.
Desgraciadamente, tal proyecto no se concretó de manera duradera. Un segundo momento en la
historia de esta noble nación es el que se caracteriza por la virulencia del liberalismo.
Fue la época de la «Reforma» de Benito
Juárez, plasmada en la Constitución de 1857. Con el nombre de «Reforma» se
quiso probablemente aludir a la rebelión protestante contra la Iglesia. Tratóse
de un nuevo proyecto, eminentemente anticatólico y anti hispano, que hizo del
liberalismo una especie de religión laica, con lo que la Iglesia quedó totalmente
excluida de la vida pública mexicana, en la admiración rendida a la mentalidad
predominante en los Estados Unidos, y al espíritu de la Ilustración.
La ulterior invasión de
los franceses y la coronación de Maximiliano, hermano del Habsburgo Francisco José,
como emperador, con
el apoyo de
los Austrias y
de Napoleón III, proyecto al
que se aliaron grandes patriotas mexicanos como
Miramón, Márquez y Mejía, trajo una esperanza y una alternativa frente al
influjo nefasto de los Estados Unidos. Pero este Imperio duró también muy poco,
cerrándose trágicamente con el fusilamiento de Maximiliano, Miramón y Mejía,
entre otros. A raíz de la implantación de la Reforma, tuvo
lugar la primera
resistencia católica, popular
y campesina, sobre
todo en Guanajuato
y Jalisco, inspirada en la
condena que Pío IX hizo de aquélla en 1856. Más adelante gobernó Porfirio Díaz,
también liberal, pero que se abstuvo de aplicar las leyes antirreligiosas más
virulentas de la Reforma.
En 1910 cayó la dictadura
porfirista. Podría se decir que a partir de 1914 comienza el tercer período de
la historia de México. Fue entonces cuando se reanudó el proyecto liberal del
siglo pasado bajo el nombre de Revolución
Mexicana, impulsada por
los sucesivos presidentes
Carranza, Obregón, Calles,
Cárdenas…, hasta el día de hoy, siempre con el apoyo de los Estados
Unidos. Ante tantos males que herían el alma de México surgió la idea de
proclamar solemnemente el Señorío de Cristo sobre la nación herida. Lo primero
que hicieron los Obispos fue coronar de manera pública una imagen del Sagrado
Corazón, pero luego determinaron hacer más explícito su propósito mediante una
consagración a Cristo Rey, donde se ponía bajo su vasallaje la nación, sus
campos y ciudades. El pueblo acompañó a los pastores con el grito de « ¡Viva
Cristo Rey!», proferido por primera vez en la historia, lo que concitó las iras
del Gobierno. Fue el presidente
Carranza (1917-1920), quien inspiró la Constitución de Querétaro de 1917, más radical
aún que la de 1857. Un alud de decretos cayó sobre México, en un año un
centenar. Se impuso la enseñanza laica no sólo en la escuela pública sino
también en la privada; se prohibieron los votos y, consiguientemente, las
órdenes religiosas; los templos pasaron a ser propiedad estatal; se declaró a
la Iglesia incapaz de adquirir bienes, quedando los que tenía en manos del
Estado; se declaró el matrimonio como contrato meramente civil; se estableció
el divorcio vincular; se fijó un número determinado de sacerdotes para cada lugar,
que debían registrarse ante el poder político. Así el catolicismo pasaba a ser
un delito en México y los creyentes eran vistos poco menos que como
delincuentes.
En Guadalajara, patria
pequeña de Anacleto, la promulgación de los decretos se llevó a cabo con
elocuencia jacobina. Un diputado local, que pronto llegaría a Gobernador del Estado
de Jalisco, tras recordar que «la
humanidad, desde sus
más remotos tiempos,
ha estado dominada
por las castas
sacerdotales» evocó de manera encomiástica la Revolución francesa, para
concluir: «todos aquellos que están dominados por la sacristía, son
sangüijuelas que están subcionando (sic) sin piedad la sangre del pueblo». Para
salir al paso de este primer brote anticatólico, el Arzobispo ordenó suspender
el culto en la diócesis, ya que la nueva Ley parecía hacerlo imposible. Todo el
pueblo se levantó en protesta contra el gobierno. El intendente
de Guadalajara, preocupado,
convocó a los
ciudadanos para tratar
de persuadirlos. Los católicos que habían
tomado la costumbre de reunirse en las plazas y de convertir en templos algunas
casas particulares, acudieron
a la convocatoria
del gobernante, designando
a Anacleto para
responderle como correspondía. Comenzó el intendente su discurso
increpando duramente a los agitadores clericales, si bien habló con cortesía de
las mujeres católicas y disculpó al pueblo allí presente, ya que a su juicio
había sido embaucado. Insultó a los reaccionarios y luego, fijando sus ojos en
Anacleto, le dijo: «usted acabará fusilado». González Flores no se amilanó sino
que contestó con una enardecida arenga.
El pueblo católico se
sintió confortado. Las protestas se multiplicaban, pidiendo la derogación de
los decretos. Ahora tuvo que intervenir
el Gobernador. «Que me prueben
–dijo– que realmente es el pueblo
el que está en desacuerdo». El pueblo entero se hizo presente frente a la Casa
de Gobierno, encabezado otra vez
por Anacleto. El
Gobernador salió al balcón y
comenzó diciendo: «Habéis sido reunidos aquí
por un engaño». Miles de brazos
se alzaron y un enérgico «no» resonó en la plaza. «Os dijeron –siguió el Gobernador–, que yo quería una
demostración de que sois católicos». «¡Sí, sí!», gritó la multitud. «Pues bien,
ya lo sé, ya lo
sabía hace mucho tiempo, pero
vuestros sacerdotes os engañan,
os han engañado». «¡No,
no!», contestaron los católicos. «Ellos no quieren acatar la ley. Pues
bien, no tenéis más que dos caminos: acatar el Decreto expedido por el
Congreso, o abandonar el Estado como parias».
Resonó entonces una
estrepitosa carcajada. El Gobernador volvió la espalda a la multitud, entre
insultos y gritos. Al fin no le quedó sino ceder, revocando el Decreto. En el
orden nacional sucedió a Carranza como Presidente el General Obregón
(1920-1924), quien tuvo la astucia de no aplicar íntegramente la Constitución
de 1917. De ello se encargaría Calles (1924 -1928), declarando la guerra al
catolicismo mexicano. Fue durante su período
–en 1925– que Pío XI instituyó la
solemnidad litúrgica de Cristo Rey.
Ulteriormente el Papa diría que el motivo que lo decidió a tomar dicha medida
había sido el fervor del pueblo mexicano en favor de la Realeza de Cristo. Durante
estos últimos años, tan arduos, los católicos habían comenzado a movilizarse.
Destaquemos una figura señera, la del P. Bernardo Bergöend, de la Compañía de
Jesús, quien en 1918 fundó la Asociación Católica de la Juventud Mexicana,
la ACJM, con el fin de coordinar las fuerzas vivas de la juventud, en orden a
la restauración del orden social en México. La piedad, el estudio y la acción
fueron los tres medios elegidos para formar dichas falanges, no desdeñando el
ejercicio de la acción cívica, en defensa de la religión, la familia y la
propiedad. El lema lo decía todo: «Por Dios y por la Patria».El P. Bergöend se
había inspirado en el conde Alberto de Mun, creador de la Asociación Católica
de la Juventud Francesa. Su idea era formar «un buen contingente de jóvenes
estrechamente unidos entre sí que, animados de una fe profunda en la causa de
Dios, de la Patria y del alma popular, trabajasen a una por Dios, por la Patria
y por el pueblo, amando a Dios hasta el martirio, a la Patria hasta el heroísmo
y al pueblo hasta el sacrificio». De la ACJM diría en 1927 el P. Victoriano
Félix, jesuita español, que había
«acertado con el más perfecto modo de formar hombres, pues ha sabido forjar
mártires».
De la ACJM provinieron
los jefes de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, organización
encargada de coordinar las distintas agrupaciones católicas para enfrentar la terrible persecución. La Liga,
de carácter cívico, no dependería de la Jerarquía, ni en su organización, ni en
su gobierno, ni en su actuación, asumiendo los dirigentes la entera
responsabilidad de sus acciones. En 1926, la Liga estaba ya instaurada en
la totalidad de la República. Sólo en la
ciudad de México
contaba con 300.000
miembros activos. Todas las organizaciones católicas existentes se
pusieron bajo su conducción. Tal fue el ambiente en que se movió nuestro héroe.
Su estampa nos ofrece dos principales facetas, la del docente y la del
caudillo.
CONTINUA...
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