II |
Ante todo debo disipar un
malentendido, para no tener luego que volver a él: no soy un jefe de movimiento y aún
menos el jefe de una iglesia en
particular. No soy, como no dejan de
escribir, "el jefe de los tradicionalistas". Hasta se
ha llegado a
decir que ciertas personas son
"lefebvristas", como si se tratara de un partido o de una escuela.
Aquí hay un equívoco verbal. No tengo
doctrina personal en materia religiosa. Toda mi vida me atuve a lo que me enseñaron
en el seminario
francés de Roma,
es decir, la
doctrina católica según
la transmisión que
de ella hizo
el magisterio de
siglo en siglo
desde la muerte
del último apóstol, que marca el fin de la Revelación. En esto
no debería haber
un alimento apropiado
para satisfacer el
apetito de lo sensacional que
sienten los periodistas
y a través
de ellos la
actual opinión pública.
Sin embargo, toda Francia se conmovió el 29 de agosto de 1976 al enterarse de que yo iba
a decir misa en Lille. ¿Qué había de
extraordinario en el hecho de que un obispo celebrara el Santo Sacrificio? Tuve que predicar ante una
gran cantidad de micrófonos y cada una de mis palabras
era saludada con
estrépito. Pero, ¿decía
yo algo que
no hubiera podido
decir cualquier otro obispo? ¡Ah!
Aquí está la clave del enigma: desde hace varios años los otros obispos ya no dicen las mismas cosas. ¿Se los ha oído hablar
acaso a menudo del reino social de Nuestro Señor Jesucristo, por ejemplo?
Mi aventura personal
no cesa de
asombrarme: esos obispos,
en su mayor
parte, fueron mis condiscípulos en
Roma, se formaron de la
misma manera. Y de pronto yo me encontraba
completamente solo. Ellos habían
cambiado, ellos renunciaban a lo que habían aprendido. Yo no había inventado nada nuevo,
continuaba en la línea de siempre. El
cardenal Garrone llegó a
decirme un día- . "Nos
han engañado en el seminario francés de Roma". Engañado, ¿en qué? ¿No
hizo él mismo recitar millares de
veces a los niños de su catecismo el acto de fe antes del
concilio- . "Dios mío, creo firmemente en todas las verdades que habéis revelado y que nos enseñáis por medio de vuestra
Iglesia, porque vos no podéis engañaros
ni engañamos" ¿Cómo pudieron metamorfosearse de
semejante manera todos
esos obispos? Encuentro una
explicación: vellos se quedaron en Francia y se dejaron infectar lentamente. En África, yo estaba protegido. Regresé a
Francia justamente en el año del concilio; el mal ya estaba hecho. El concilio Vaticano II no
hizo sino abrir las compuertas que contenían la marea destructora. En un santiamén y aun antes
de que quedara clausurada la cuarta sesión, el desastre era evidente. Todo o casi todo iba a quedar
eliminado y, en primer término, la oración. El cristiano que tiene el sentido y
el respeto de Dios se siente chocado por la manera en que se
lo hace rezar hoy. Se
ha tildado de
"machaqueo" a las fórmulas aprendidas de memoria que ya no se enseñan a los niños y que
ya No figuran en
los catecismos con
la excepción del
Padre nuestro, en
una nueva versión
de inspiración protestante
que obliga al
tuteo. Tutear a
Dios de una
manera sistemática no es señal de
gran reverencia ni procede del espíritu de nuestra lengua que nos ofrece un registro diferente según nos
dirijamos a un superior, a un padre, a un camarada. En ese mismo Padrenuestro posconciliar, se le
pide a Dios que no nos " someta a
la tentación", expresión
equívoca puesto que
nuestra traducción francesa
tradicional representa un mejoramiento
por comparación con la fórmula
latina calcada bastante torpe mente sobre el hebreo. ¿Qué progreso hay aquí?
El tuteo invadió el
conjunto de la
liturgia vernácula: el Nuevo Misal de los domingos emplea el tuteo de manera exclusiva y
obligatoria sin que se vean las
razones de semejante
cambio, tan contrario
a las costumbres
y a la
cultura francesas. En
escuelas católicas se
hicieron test a
niños de doce
y trece años.
Sólo algunos conocían de memoria
el padrenuestro, en francés naturalmente, algunos sabían el Avemaría. Con una o dos excepciones, esos niños
ignoraban el Símbolo de los Apóstoles, el Confíteor, los Actos de fe, de esperanza, de caridad y de
contrición, el Ángelus. .. ¿Cómo habrían de saber estas cosas
si la mayor parte de ellos nunca oyeron
ni siquiera hablar de ellas? La oración debe ser
"espontánea", hay que hablar a Dios improvisando, se dice ahora, y no
se hace ningún caso de la maravillosa pedagogía de la Iglesia que
cinceló todas esas oraciones a las que
hubieron de recurrir los mayores santos. ¿Qué
alienta todavía a
los cristianos a
decir la oración
matinal y vespertina
en familia, a recitar el
Benedícite y la acción de
gracias? Me he enterado de que
en muchas escuelas católicas ya no
se quiere decir la oración al
comenzar las clases tomando como pretexto que
hay alumnos no creyentes o miembros de otras religiones y que
no hay que chocar su conciencia ni hacer uno alarde de
sentimientos triunfalistas. Las autoridades
escolares se felicitan de admitir en esas escuelas a una gran mayoría de no católicos y hasta de no cristianos y de
no hacer nada para conducirlos a Dios. Niños católicos de esas escuelas deben ocultar su
credo bajo el pretexto de respetar las opiniones de sus camaradas. La genuflexión ya no es
practicada más que por un número muy restringido de fieles; se
la reemplazó por
una inclinación de
cabeza o más
frecuentemente por absolutamente nada. La gente entra en una iglesia y se sienta. El mobiliario ha sido reemplazado, los bancos
con reclinatorio se transformaron en leña
para calefacción; en muchos lugares se han colocado en su lugar butacas
idénticas a las de salas de
espectáculos, lo cual por lo demás permite instalar más cómodamente al público cuando las iglesias se utilizan para dar
conciertos. Me han citado el caso
de una capilla del Santo Sacramento
en una gran parroquia parisiense a la que acudían a hacer una visita
a la hora del almuerzo muchas personas
que trabajaban en los alrededores;
un día esa capilla se cerró a
causa de los trabajos que debían realizarse;
cuando reabrió sus
puertas los reclinatorios
habían desaparecido, sobre
una gruesa y
cómoda alfombra se
habían instalado asientos
acolchados y profundos,
de un precio
ciertamente elevado y
comparables a los
que se pueden
encontrar en la
sala de recepción de las grandes sociedades o de las
compañías aéreas. El comportamiento de
los fieles cambió completamente; unos pocos se arrodillaban en la alfombra, pero la
mayor parte se instalaba cómodamente y con
las piernas cruzadas meditaba frente
al tabernáculo. Es
seguro que en
el espíritu de
esa parroquia había
una intención; no se procede a realizar disposiciones tan
costosas sin reflexionar en lo que se hace, se comprueba aquí una voluntad de
modificar las relaciones del hombre con Dios en la dirección de la familiaridad, de la
desenvoltura, como si se tratara con Dios de igual a igual. Si se suprimen los gestos que materializan la "virtud
de religión" ¿cómo puede uno estar
persuadido de que se encuentra en presencia del Creador y soberano, Señor de
todas las cosas? ¿No se corre así el
riesgo de disminuir el sentimiento de Su Presencia real en el tabernáculo? Los
católicos están también desorientados por la
trivialidad y hasta por la vulgaridad que se
les impone en los
lugares de culto de manera
sistemática. Se tildó de triunfalismo todo aquello que contribuía a la belleza de
los edificios y al esplendor de la ceremonia. Hoy la decoración debe aproximarse a la decoración cotidiana, a lo
"vivido". En los siglos de fe,
se ofrecía a Dios lo que el hombre poseía de más precioso- , en las iglesias de
aldea se podía ver precisamente aquello que no pertenecía al universo
cotidiano: piezas de
orfebrería, obras de art
e, ricos
tejidos, encajes, bordados,
estatuas de la
Santa Virgen coronada de joyas. Los cristianos
hacían sacrificios financieros
para honrar lo
mejor que podían
al Altísimo. Todo
eso contribuía a la oración,
ayudaba al alma
a elevarse, y
éste es un fenómeno natural
en el hombre:
cuando los reyes
magos acudieron al
pobre pesebre de Belén,
llevaban oro, incienso y mirra. Hoy se embrutece a los católicos haciéndolos
rezar en un
ambiente trivial, en
"salas
polivalentes" que no
se dis tinguen de
ningún otro lugar público
y a veces son incluso peores que los lugares públicos. Aquí y allá se abandona
una magnífica iglesia gótica o románica
para construir al lado una especie de cobertizo pe lado y triste,
o bien se organizan
'eucaristías domesticas en comedores y hasta en cocinas. Me han hablado de una de ellas celebrada en el
domicilio de un difunto en presencia de su familia y de amigos; después de la ceremonia se retiró
el cáliz y sobre la misma mesa cubierta por el mismo
mantel se instaló el refrigerio. Durante todo ese tiempo y a algunos centenares de metros,
los pájaros eran los únicos que
cantaban al Señor alrededor de la iglesia del
siglo XIII provista de magníficos
vitrales. Aquellos lectores que hayan
conocido la época anterior a la
guerra seguramente se acuerdan
del fervor de las procesiones de Corpus Christi, con las
múltiples estaciones, los cantos,
los incensarios, la
custodia resplandeciente a
los rayos del
sol, llevada por el
sacerdote bajo el dosel bordado de oro,
las banderas y las flores, las campanas. El sentido de
la adoración nacía así en el alma
de los
niños y les quedaba
grabado para toda la vida. Este
aspecto primordial de la oración parece muy descuidado. ¿Se podrá aducir
el motivo de
la evolución necesaria,
de los nuevos
hábitos de vida?
Las complicaciones del tránsito
de automóviles no impiden las manifestaciones callejeras, y los que
participan de ellas
no sienten ningún
respeto humano para
expresar sus opiniones políticas o sus reivindicaciones justas o
injustas. ¿Por qué tendría que ser Dios el único en quedar
descartado y por
qué sólo los
cristianos deberían abstenerse
de rendirle el
culto público que le corresponde?
La desaparición casi total de las procesiones no tiene por origen un desafecto
de los fieles. La
procesión está prescrita
po r la nueva pastoral que
sin embargo insiste incesantemente en la busca de
una "participación activa
del pueblo de Dios". En 1969 un cura de Oise era destituido por su obispo
después de haber recibido la prohibición de realizar la tradicional procesión de Corpus, pero
esa procesión se realizó así y todo y
atrajo a diez veces más personas que los
propios habitantes de la aldea. ¿Se
podrá decir que la nueva pastoral, por lo demás, en contradicción en este punto
con la contribución conciliar sobre la Santa Liturgia, está de acuerdo con las aspiraciones profundas de los cristianos que permanecen
aferrados a esas formas de piedad? ¿Qué les proponen en cambio? Muy poco, pues
el servicio del culto se redujo muy rápidamente. Los sacerdotes ya no celebran
todos los dí as el Santo Sacrificio y concelebran el resto del tiempo; el número de misas
disminuyó en grandes proporciones. En
la campaña es
prácticamente imposible asistir
a misa en
los días hábiles;
los domingos es necesario usar
algún vehículo para llegar a la localidad a la que le toca recibir al
sacerdote del "sector". Numerosas
iglesias de Francia
han quedado definitivamente cerradas,
otras se abren
algunas veces en
el año. Si
se agrega a
esto la crisis
de las vocaciones, el resultado es que la práctica religiosa se
hace año tras año más difícil. Las grandes
ciudades están en general mejor servidas, pero la mayoría de las veces es
imposible comulgar, por ejemplo, los
primeros viernes o los primeros sábados del mes. Naturalmente
ya no hay que pensar en la
misa cotidiana; en muchas
parroquias de ciudades las
misas se celebran
por encargo, para
un grupo dado
de personas a
una hora convenida y de manera tal que el que
entra por casualidad donde se dice la misa se siente extraño a una celebración
salpicada de alusiones a las actividades especiales y a la vida del grupo. Se
ha tratado de desacreditar lo que se ha dado en llamar celebraciones
individuales por oposición a las celebraciones comunitarias; en realidad,
la comunidad se disgregó en pequeñas células;
no es raro
ver a sacerdotes
celebrar misa en
casa, de un
cristiano entregado a actividades de la acción católica y en presencia
de algunos militantes. También se comprueba que el horario del domingo a la
mañana está distribuido entre las
diferentes comunidades lingüísticas y entonces hay misa en francés, misa en
portugués, misa en español... En una
época en la que los viajes al exterior se han difundido tanto, los católicos
deben asistir a misas en las que
no comprenden una palabra, aunque
se les da a entender que n o es posible
orar sin "participar". ¿Cómo podrían participar? Ya no hay misas o
hay muy pocas, ya no hay procesiones, ya no hay bendiciones del Santo Sacramento, ya
no hay vísperas...
La oración en común ha quedado
reducida a su expresión más
simple. Pero cuando el
fiel logró superar las dificultades de horarios
y de traslado, ¿qué encuentra
para apagar su sed espiritual? Más
adelante hablaré de la liturgia y de las graves alteraciones que sufre. Por el momento observemos el exterior de la
cuestión, observemos la forma de esta oración común. Con harta frecuencia el
clima de las "celebraciones" resulta chocante para el sentido
religioso de los católicos. Se ha producido la intrusión de ritmos profanos con
toda clase de instrumentos de percusión, guitarras, saxofones. Un músico responsable de música sagrada
de una diócesis del norte de Francia escribía con el apoyo de eminentes y
numerosas personalidades del mundo musical: "A pesar de las designaciones
corrientes, la música de esos cantos
no es moderna:
ese estilo musical
no es nuevo,
sino que se
practicaba en lugares y medios muy profanos (cabarets, music-halls,
a menudo para bailar danzas más o menos lascivas con nombres extranjeros)... y
sus ritmos impulsan a menearse o al
swing: todo el mundo tiene ganas
de agitarse. Esta es ciertamente una expresión corporal extraña a nuestra cultura occidental, poco favorable
al recogimiento y cuyos orígenes son bastante turbios... La mayor parte del tiempo nuestros conjuntos a
los que les cuesta ya tanto trabajo no igualar las negras y las corcheas en una
medida de 6/8 no respetan el ritmo exacto y el conjunto falla: entonces uno ya
no siente ganas de menearse pues el ritmo se hace informe y muestra tanto más
la pobreza habitual de la línea melódica." ¿En qué se convierte la oración
en medio de todo esto? Felizmente
parece que en más de un lugar la gente
ha retornado a costumbres menos bárbaras. Entonces, si uno quiere cantar,
está sujeto a
las producciones de
los organismos oficiales
especializados en la música
de iglesia, pues ya a nadie se le ocurre utilizar la maravillosa herencia de
los siglos pasados. Las melodías habituales, siempre las mismas,
son de una inspiración muy mediocre. Los trozos
más elaborados, ejecutados por
coros, se resienten por la
influencia profana y excitan la sensibilidad en lugar de penetrar
en el alma como el canto llano; la letra inventada con un vocabulario nuevo, como si un diluvio
hubiera destruido unos veinte años atrás todos los libros antifonarios en los cuales se p
odría haber buscado inspiración aun queriendo hacer algo
nuevo, adopta el
estilo del momento
y pasa rápidamente
de moda; al
cabo de muy breve
tiempo ya no es comprensible. Innumerables discos
destinados a la
"animación" de las
parroquias difunden paráfrasis de salmos que se dan como si fueran
salmos y que suplantan el texto sagrado de inspiración divina. ¿Por qué no cantar los
salmos mismos? No hace mucho tiempo
apareció una novedad; en la entrada de
las iglesias podían leerse
unos letreros que
decían: "Para alabar
a Dios, batid
palmas". Así, durante
la celebración y a una señal del animador los concurrentes levantan los
brazos por encima de la cabeza y golpean
las manos cadenciosamente con
entusiasmo, de suerte que producen un insólito estrépito en el recinto del
santuario. Este tipo
de innovaciones, que ni siquiera
tiene relación con
nuestros hábitos profanos,
intenta implantar una
actitud artificial en
la liturgia y
sin duda no
tendrá gran futuro; sin embargo contribuye a desalentar a
los católicos y a aumentar su perplejidad. Uno puede abstenerse de frecuentar las Gospel Nights
pero ¿qué hace cuando las raras misas del domingo están invadidas por estas desoladoras
prácticas? La pastoral de conjunto, según
la expresión adoptada, obliga al
fiel a hacer nuevos gestos, cuya utilidad él no comprende y van
contra su naturaleza. Ante todo es menester que las cosas ocurran de una
manera colectiva, con
intercambios de palabras,
intercambios de evangelio, intercambios
de miradas, apretones
de manos. El
pueblo sigue estas
prácticas refunfuñando y
a regañadientes, como
lo de muestran las
cifras estadísticas: las
últimas estadísticas registran entre 1977 y 1983
una nueva disminución en la
frecuentación de la Eucaristía en
tanto que la oración personal registra un ligero aumento. La pastora l de
conjunto no logró pues conquistar a la población católica. Véase lo que
puede leerse en un boletín parroquial de la región parisiense: " Desde
hace dos años la misa de las nueve y media tenía de vez en cuando un estilo un poco particular por cuanto a la
proclamación del Evangelio seguía un intercambio en el cual los fieles se reunían por grupos de a
diez. En realidad, la primera vez que se intentó semejante celebración, sólo sesenta y nueve
personas constituyeron grupos de intercambio y
ciento treinta y
ocho permanecieron al
margen de la
ceremonia. Se podía
pensar que corriendo el tiempo se modificaría ese estado
de cosas, pero nada de eso ha ocurrido." Entonces el equipo parroquial
organizó una reunión para establecer si continuarían o no las "misas con intercambios". Se
comprende que las dos terceras partes de los asistentes que
se resistieron hasta
entonces a las
novedades posconciliares no
se hayan sentido encantados con esas chácharas
improvisadas en plena misa. ¡Qué difícil es hoy ser católico! La
liturgia francesa, aun sin "intercambios", aturde a los
asistentes con oleadas de palabras, Sondeo Madame Figaro-Sofres, septiembre de 1983. La primera pregunta formulada era: ¿Comulga usted una
vez por semana o mas; alrededor
de una vez por mes? Lo cual corresponde más o menos a la asistenc ia a misa, puesto que hoy todo el mundo comulga. Las respuestas afirmativas pasaron de un
dieciséis a un nueve por ciento. de suerte
que muchos se
quejan de que
ya no pueden
rezar durante la
misa. Entonces, ¿cuándo rezarán? Los cristianos desconcertados comprueban que
se les proponen recetas admitidas por la
jerarquía siempre que se alejen de la espiritualidad católica. El yoga y el zen
son las más extrañas. ¡Desastroso
orientalismo que conduce a la piedad por falsos caminos al pretender realizar una
"higiene del alma"!
¿Quién podrá exag erar, por otro lado, los efectos nefastos de la expresión corporal, degradación de la
persona y al mismo tiempo exaltación del cuerpo que es contraria a la elevación hacia Dios?
Estas nuevas prácticas introducidas hasta en los monasterios de monjes contemplativos, como
muchas otras, son extremadamente peligrosas y dan la razón a aquellos a quienes oímos
decir: "Nos están cambiando nuestra religión".
CONTINUA...
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