Nota del editor. Al subir
este doctrinal escrito de Mons. Marcel Lefebvre me sentí tentado en “retocarlo”
en el tema tan complicado del Papa, pero cuando lo estaba corrigiendo en cuanto
a la forma no en el contenido, me di cuenta que él con gran prudencia trata
este tema que no queda nada a corregir o agregar para no herir los sentimientos
de quienes no opinan como él respecto al PAPADO. Por otro lado, ¿Quién soy yo
para corregir a un gran y valiente prelado que la Iglesia nos concedió como
otro don para los momentos actuales? Por lo tanto, dejo el texto tal y como él
lo escribió.
Es verdad que hace referencia
a la Fraternidad San Pío X en cuanto a la integridad de la doctrina que ella
enseña, pero esos tiempos se refieren a los tiempos que él vivió tanto en su
fundación, como en su periodo como superior general de dicha congregación y,
finalmente, como director espiritual de la misma congregación, pero no podemos
decir lo mismo de la actual Fraternidad que ya trato con los modernistas y
firmo acuerdos con ellos, aunque lo sigan negando.
Queridísimos
hermanos, queridos amigos:
La Providencia tiene
delicadezas, pues ha querido que este comienzo de cursos, que este nuevo
comienzo de cursos del seminario coincida con el aniversario de mi consagración
episcopal que tuvo lugar el 19 de setiembre de 1947 en mi ciudad natal1. A
pedido de amigos, hemos querido festejar de una manera particular este
aniversario.
Ahora bien, esta mañana
leíamos en el breviario las lecturas de Tobías. Se decía que el joven Tobías,
cuando se encontraba rodeado de judíos, de hombres de su raza que adoraban los
becerros de oro establecidos por el rey mismo de Israel, él, por el contrario,
iba fielmente al templo y ofrecía los sacrificios previstos por la ley tal como
Dios mismo lo había pedido. Él era, pues, fiel a la ley de Dios. Y bien,
esperemos que nosotros seamos también fieles a Dios, fieles a Nuestro Señor
Jesucristo. Y Tobías fue luego llevado en cautividad a Nínive, y allí, dice la
Sagrada Escritura, cuando todos sus compatriotas se sometían al culto pagano
que los rodeaba, guardó igualmente la Verdad: “reünuit omne nem veritatem”. Él conservó
la Verdad. Creo que es una lección que nos da la Sagrada Escritura, y esperamos
que nosotros también seamos fieles como Tobías lo fue, fiel en su juventud,
fiel más tarde en la cautividad. No es verdad que hoy en día estamos, en cierta
manera, en una cautividad que nos rodea por todas partes, se manifiesta por
todas partes, nos es impuesta por los que se someten al espíritu maligno, en el
mundo y hasta en el interior de la Iglesia, por los que destrozan la Verdad, la
tienen en esclavitud en lugar de manifestarla, de mostrarla. Estamos en un
mundo esclavo del demonio, esclavo de todos los errores de este mundo.
Pero queremos guardar la
Verdad, queremos seguir manifestándola. ¿Y cuál es, por consiguiente, ¿esta
Verdad? ¿Tenemos nosotros su monopolio? ¿Somos a tal punto presuntuosos que
podemos decir: ¿nosotros tenemos la Verdad, los otros no la tienen? Esta Verdad
no nos pertenece, no viene de nosotros, no ha sido inventada por nosotros. Esta
Verdad nos es transmitida, nos es dada, está escrita, está viviente en la
Iglesia y en toda la historia de la Iglesia. Esta Verdad es conocida, está en
nuestros libros, en nuestros catecismos, en todas las actas de los Concilios,
en las actas de los Sumos Pontífices, está en nuestro Credo, en nuestro
Decálogo, en los dones que el Buen Dios nos ha concedido: el Santo Sacrificio
de la Misa y los sacramentos. No somos nosotros quienes la hemos inventado. No
hacemos sino perseverar en la Verdad.
Porque la Verdad tiene un
carácter eterno. La Verdad que profesamos es Dios, Nuestro Señor Jesucristo que
es Dios, y Dios no cambia. Dios permanece en la inmutabilidad, San Pablo es
quien nos lo dice: “nec vicissitudinis obumbratio”. No hay ni siquiera una
sombra de vicisitud en Él, una sombra de cambio en Dios. Dios es inmutable,
“semper ídem”, siempre el mismo. Él es, por cierto, Él, la fuente de todo lo
que cambia, de todo lo que se mueve en él universo, pero Él es inmutable.
Y por el hecho mismo de que
profesamos a Dios como Verdad, entramos, de alguna manera, por la Verdad en la
eternidad. No tenemos derecho a cambiarla, esta Verdad no puede cambiar, no
cambiará jamás.
Los hombres han sido puestos
en este mundo para recibir un poco de esta luz de la eternidad que desciende
sobre ellos. De algún modo se vuelven, ellos también, eternos, inmortales, en
la medida en que se acerquen a la Verdad, de Dios. En la medirá en que se
aferran a las cosas que cambian, a las cosas mudables, no están más con Dios. Y
de esto es de lo que sentimos necesidad. Todos los hombres sienten esa
necesidad. Tienen en ellos un alma inmortal que está ahora en la eternidad,
alma que será feliz o desgraciada, pero esta alma existe, ya no morirá, esto es
definitivo. Los hombres, todos los que han nacido, todos los que tienen un alma
han entrado en la eternidad. Y por ello tienen necesidad de las cosas eternas,
de la verdadera eternidad que es Dios. No podemos privarnos de Él, esto forma
parte de nuestra vida, es lo que hay más esencial en nosotros. He ahí por qué
los hombres buscan la Verdad, la eternidad, porque tienen en sí mismos una
necesidad esencial de eternidad.
¿Y cuáles son los medios
mediante los cuales Nuestro Señor nos ha dado la eternidad, nos la comunica,
nos hace entrar en nuestra eternidad, incluso aquí abajo? A menudo, cuando
atravesaba esos países de África, cuando se me pedía ir a visitar las diócesis,
elegía un tema que me era caro, muy sencillo por otra parte y que habéis oído
ya muchas veces pero que concretizaba, para esos pueblos simples a quienes
tenía que hablar, la Verdad. Yo les decía: pero ¿cuáles son los dones que Dios
nos ha dado que nos hacen participar de la vida divina, de la vida eterna y que
comienzan a ponernos en la eternidad? Hay tres dones principales que Dios, que
Nuestro Señor nos ha hecho: el Papa, la Santísima Virgen y el Sacrificio
eucarístico.
El
Papa
Y, en efecto, es un don
extraordinario que hizo Dios al darnos el Papa, al darnos a los sucesores de
Pedro, al darnos justamente esta perennidad en la Verdad que se nos comunica
por los sucesores de Pedro, que debe ser comunicada por los sucesores de Pedro.
Y parece inconcebible que un sucesor de Pedro pueda faltar, de alguna manera, a
la comunicación de la Verdad que debe transmitir, porque no puede —sin casi
desaparecer de la progenie de los Papas— no comunicar lo que los Papas han
comunicado siempre: el depósito de la fe, que no le pertenece tampoco. La
Verdad del depósito de la Fe no pertenece al Papa. Es un tesoro de Verdad que
ha sido enseñada durante veinte siglos. Y él debe transmitirlo fiel y
exactamente a todos aquéllos a los cuales está encargado de hablar, de
comunicar la Verdad del Evangelio. Él no es libre.
Y, por consiguiente, en la
medida que sucediera, por circunstancias absolutamente misteriosas que no
podemos comprender, que superan nuestra imaginación, que superan nuestra
concepción, si sucediera que un Papa, que está sentado en la sede de Pedro
viniera a oscurecer de alguna manera la Verdad que debe transmitir, o a no
transmitirla ya fielmente, o a dejar difundir la oscuridad del error, a
esconder en cierto modo la verdad, en ese caso debemos rogar a Dios con todo
nuestro corazón, con toda nuestra alma, para que se haga la luz en el que está
encargado de transmitirla. Pero no podemos cambiar de Verdad por eso, caer en
el error, seguir al error, porque aquél que ha sido encargado de transmitir la
Verdad fuese débil y dejara difundir el error alrededor suyo. No queremos que
nos invadan las tinieblas. Queremos permanecer en la luz de la Verdad.
Permanecemos en la fidelidad a lo que ha sido enseñado durante dos mil años.
Porque es inconcebible que lo que ha sido enseñado durante dos mil años y que
es, como os lo he dicho, una parte de eternidad, pueda cambiar.
Porque es la eternidad la que
nos ha sido enseñada, es Dios eterno, es Jesucristo Dios eterno, y todo lo que
está fijado en Jesucristo está fijado en la eternidad, todo lo que está fijado
en Dios está fijado para la eternidad. Nunca se podrá cambiar la Trinidad,
nunca se podrá cambiar el hecho de la obra redentora de Nuestro Señor
Jesucristo por la Cruz, por el Sacrificio de la Misa. Son cosas eternas que
pertenecen a la eternidad, que pertenecen a Dios. ¿Cómo alguno aquí abajo
podría cambiar estas cosas? ¿Cuál es el sacerdote que sentiría el derecho de
cambiar estas cosas, de modificarlas? ¡Imposible, imposible! Cuando conservamos
el pasado, conservamos el presente y conservamos el porvenir. Porque es
imposible, yo diría metafísicamente, divinamente imposible, separar el pasado
del presente y del porvenir. ¡Imposible! ¡O Dios no es más Dios! ¡O Dios no es
más eterno! O Dios no es más inmutable. Y entonces no hay nada más que creer,
estamos en el error, completamente.
Es por eso que, sin
preocuparnos de todo lo que pasa en torno nuestro hoy en día, debiéramos cerrar
los ojos ante el horror del drama que vivimos, cerrar los ojos, afirmar nuestro
Credo, nuestro Decálogo, meditar el Sermón de la Montaña que es nuestra ley
igualmente, aferrarnos al Santo Sacrificio de la Misa, aferrarnos a los
Sacramentos, esperando que la luz se haga de nuevo alrededor nuestro. Eso es
todo. He aquí lo que debemos hacer y no entrar en rencores, en violencias, en
un estado de espíritu que no sería fiel a Nuestro Señor, que no estaría en la
caridad. Quedemos, permanezcamos en la caridad; oremos, suframos, aceptemos
todas las pruebas, todo lo que nos pueda acontecer, todo lo que el Buen Dios
pueda enviarnos. Hagamos como Tobías: todos los suyos lo habían abandonado,
ellos adoraban los becerros de oro, adoraban los dioses paganos, él permanecía
fiel.
Y, sin embargo, él mismo
debía quizás pensar que estando completamente solo en la fidelidad, se
arriesgaba a faltar a la verdad. Pero no, él sabía que lo que Dios había
enseñado a sus padres no podía cambiar. La Verdad de Dios existía y no podía
cambiar. Nosotros también debemos apoyarnos sobre la Verdad que es Dios, ayer,
hoy y mañana. “Jesús Christus herí, hodie et in saecula”. Y por eso yo diría:
debemos guardar la confianza en el papado, debemos guardar la confianza en el
sucesor de Pedro, en cuanto es sucesor de Pedro. Pero si por ventura él no
fuera perfectamente fiel a su función, entonces debemos permanecer fieles a los
sucesores de Pedro y no a quien no sería el sucesor de Pedro. Esto es todo. En
efecto, él está encargado de transmitirnos el depósito de la Fe.
La
Santísima Virgen María
El segundo don es el de la
Santísima Virgen María. La Santísima Virgen María, Ella, no cambió nunca.
¡Imaginad que la Santísima Virgen María haya podido cambiar sobre la idea que
podía hacerse de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo su divino Hijo, sobre
el sacrificio de la Cruz que Él debía padecer, sobre la obra de la Redención!
La Santísima Virgen ¿pudo cambiar un ápice en su Fe? ¿Pudo, en alguna época de
su vida, tener dudas, caer en el error? ¿Pudo dudar de la divinidad de Nuestro
Señor Jesucristo, dudar, de la Santísima Trinidad, Ella que estaba llena del
Espíritu Santo? ¡Imposible, inconcebible! Ella estaba ya aquí abajo en la
eternidad. La Santísima Virgen María, por su Fe, una Fe inmutable, profunda, no
podía ser turbada de ninguna manera, esto es evidente. A esta santa Madre
debemos pedirle que tengamos su fidelidad, “'Virgo fidelis”, Virgen fiel. No
nos dejemos llevar por los ruidos que nos rodean; fidelidad, fidelidad, como la
Santísima Virgen María.
Y añadiría a propósito de la
Santísima Virgen María una cosa que me parece importante para nosotros en el
momento que vivimos actualmente. A cada momento se nos dice: la Virgen ha dicho
esto, aquello, la Virgen se ha aparecido aquí, la Virgen ha comunicado tal
mensaje a tal persona. Por cierto, no estamos en contra de la posibilidad de
una palabra que la Santísima Virgen pueda dirigir a personas de su elección,
evidentemente. Pero estamos en un período tal, en este momento, que debemos
desconfiar, debemos desconfiar.
El lugar de la Santísima
Virgen María en la teología de la Iglesia, en la Fe de la Iglesia, es, en mi
opinión, infinitamente suficiente para que la amemos sobre todas las creaturas
después de Nuestro Señor Jesucristo, y para que tengamos hacia Ella una
devoción que sea una devoción profunda, continua, cotidiana. No es necesario
para nosotros que tengamos que recurrir constantemente a mensajes de los cuales
no estamos absolutamente ciertos vengan o no de la Santísima Virgen. No hablo
de las apariciones que han sido y son abiertamente reconocidas por la Iglesia.
Pero debemos ser muy prudentes en lo que concierne a los rumores que oímos hoy
por todos lados. A cada instante recibo personas o comunicaciones que me serían
enviadas de parte de la Santísima Virgen, o de Nuestro Señor, un mensaje
recibido acá, otro recibido allá. Deseamos que la Santísima Virgen esté entre
nosotros todos los días. Pero Ella lo está, lo sabemos, Ella está con nosotros.
Ella está presente en todos nuestros Sacrificios de la Misa. Ella no puede
separarse de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Nuestra devoción a la
Santísima Virgen debe ser profunda, perfecta, pero no debe depender de algún
mensaje particular.
El
Sacrificio Eucarístico
Finalmente, el tercer don de
Nuestro Señor Jesucristo: el Sacrificio Eucarístico. Dios, Jesucristo, se da Él
mismo a nosotros mediante el Sacrificio Eucarístico. ¿Qué podía hacer más hermoso?
y ¿a qué debemos estar más aferrados sino al Santo Sacrificio de la Misa? Lo
digo a menudo a los seminaristas: si la Fraternidad sacerdotal San Pío X tiene
una espiritualidad especial —no deseo que tenga una espiritualidad especial, no
es que critique a los fundadores de órdenes como San Ignacio, Santo Domingo y
San Vicente de Paul, etc., en una palabra, a los que han querido dar un sello
especial a su congregación, sello que sin duda era querido por la Providencia
en el momento en que ellos vivieron—, pienso que si hay un sello particular en
nuestra Fraternidad sacerdotal San Pío X, es la devoción al Santo Sacrificio de
la Misa.
Que nuestros espíritus,
nuestros corazones, nuestros cuerpos sean como cautivados por el gran misterio
del Santo Sacrificio de la Misa, Y, en la medida en que comprenderemos mejor
este gran misterio del Sacrificio de la Misa y de la Eucaristía, porque el
Sacrificio y el Sacramento están unidos, son las dos grandes realidades del
Sacrificio de la Misa; en la medida en la cual profundizaremos estas cosas,
comprenderemos mejor también lo que es el sacerdocio, la grandeza del
sacerdocio. Porque está unido íntimamente, yo diría metafísicamente, al
Sacrificio de la Misa. Y esto es muy importante en la época actual.
Tenemos necesidad de esto,
mis queridos amigos. Tenéis necesidad de estar prendados por esta
espiritualidad del Santo Sacrificio de la Misa. No sólo los sacerdotes, por
otra parte, sino también nuestros religiosos, nuestros hermanos, nuestras
religiosas y todos los laicos hoy, todos nuestros queridos fieles que están
aquí presentes. Debemos tener por el Santo Sacrificio de la Misa una devoción
más grande que nunca, porque ella es el fundamento, la piedra fundamental de
nuestra Fe. En la medida en que ya no tenemos esta devoción hacia el Santo
Sacrificio de la Misa, en la medida en que hacemos de este Sacrificio una
simple comida, en la medida en que las ideas protestantes se introducen entre
nosotros, en esta medida arruinamos nuestra santa religión.
No me atrevo a citaros el
ejemplo de lo sucedido en Chile durante los tres días que he pasado allí. Pero,
sin embargo, puesto que eso me viene a la mente, os lo digo muy simplemente
para mostraros hasta dónde ha llegado la degradación de la idea del Santo
Sacrificio de la Misa en las personas más altas y más elevadas de la jerarquía
católica. En el curso de nuestra permanencia en Santiago de Chile, apareció en
la televisión una concelebración presidida por el obispo auxiliar de Santiago
de Chile, rodeado —yo no he visto la televisión, pero esto me lo han dicho
numerosas personas que asistieron— de quince o veinte sacerdotes que
concelebraban con él. Durante esta concelebración, el obispo auxiliar explicó a
los fieles, por lo tanto, a todos los que lo veían por televisión, que era una
comida, y que, por consiguiente, no veía inconveniente en que se fumara durante
esa comida. Y él mismo fumó durante esta concelebración.
¡He ahí a lo que se llega! ¡a
qué degradación, a qué sacrilegio puede llegar un obispo delante de toda su
feligresía! ¡Esto es inaudito, inconcebible! Habría que hacer reparación de
cosas semejantes durante años, esto es un escándalo inimaginable. Pero eso nos
muestra a qué nivel se puede llegar cuando ya no se está en la Verdad. Entonces
debemos estar aferrados al Sacrificio de la Misa como a la pupila de nuestros
ojos, a lo que hay de más querido en nosotros, de más respetable, de más santo,
de más sagrado, de más divino. Es lo que es este seminario. Se dirá todo lo que
se quiera del seminario, se lo criticará de todas partes: el seminario es esto,
el seminario es aquello, se ha decidido en el seminario esto, se ha decidido en
el seminario aquello. No se ha decidido nada en absoluto. No se ha cambiado
nada en absoluto. El seminario permanece lo que es. Continúa siendo lo que era
y aquello para lo cual ha sido fundado. El seminario permanece un seminario
católico. Y si Dios me concede vida, el seminario no cambiará. Moriré antes que
cambiar alguna cosa a la doctrina católica que debe ser enseñada en el
seminario. (de hecho, murió excomulgado antes que aceptar acuerdos con Roma,
acuerdos que hoy por hoy la Fraternidad actual ya acepto por más que lo
nieguen) Queremos guardar la Fe, queremos hacer sacerdotes católicos, acabo de
explicároslo, por las tres cosas principales de la Iglesia Católica: el Papa,
la Santísima Virgen María y el Santo Sacrificio de la Misa. Éstos son los
fundamentos de nuestra devoción aquí en Ecóne.
Y suceda lo que suceda no cambiaremos,
con la gracia de Dios. Entonces que se diga lo que se quiera; el seminario ha
cambiado, el seminario ha tomado una nueva orientación, el seminario tiene
esto, el seminario tiene aquello; es el diablo quien lo dice, porque quiere
destruir el seminario. Evidentemente, no puede soportar a unos sacerdotes católicos,
no puede soportar a unos sacerdotes que tienen la Fe.
Y acá es menester decirlo claramente:
alrededor nuestro, un poco en todos los países, pero particularmente en
Francia, hay tales divisiones entre los que quieren guardar la Fe católica, que
estallan entonces las calumnias, las murmuraciones, las palabras exageradas,
unas reflexiones, insensatas, injustificadas. No nos ocupemos de todo eso,
Dejemos hablar, obremos bien, hagamos la voluntad de Dios, según la voluntad de
la Iglesia Católica, continuando lo que nuestros predecesores y nuestros
antepasados hicieron, lo que el Concilio de Trente pidió que los obispos hagan,
continuando la formación que siempre se ha dado a los sacerdotes y tendremos la
certeza de estar en la Verdad. Eso es todo. Permanezcamos en la serenidad,
permanezcamos en la Fe. Y si, por ventura, nosotros no enseñásemos la Fe aquí,
entonces dejadme, si no os enseño aquí la Verdad católica, partid, queridos,
seminaristas, ¡no os quedéis! Es un deber vuestro. Pero si yo enseño la Fe
católica, si ella es enseñada aquí —tenéis toda la biblioteca a vuestra
disposición para verificar si nosotros damos la Fe católica o si no la damos-—
entonces tened confianza en nosotros.
Pero nosotros haremos todo
para que la Fe. católica continúe siendo enseñada aquí, en su integridad, para
que podáis, vosotros también, llevar esta verdad que es tan fecunda de gracia y
de vida, porque la Verdad es también fuente de vida, fuente de gracia. Tenemos
necesidad de esta vida., los fieles la reclaman. ¿Por qué tenemos pedidos de
todas partes para tener sacerdotes? Porque los fieles tienen sed de la Verdad,
sed de la gracia de Nuestro Señor, sed de la vida sobrenatural, sed de esta
vida divina, sed de esta eternidad a la cual se dirigen. Entonces tengamos
confianza en lo que la Iglesia hizo siempre, no confianza en monseñor Lefevbre.
Soy un pobre hombre como los demás, no tengo la pretensión de ser mejor que los
demás, muy al contrario. No sé por qué el Buen Dios me ha permitido tener treinta
años de episcopado. Pienso que, si juzgase humanamente, hubiera preferido
quedarme como misionero en los matorrales del Gabón, aislado, y no habría
tenido todos los problemas que tuve durante mis treinta años de episcopado.
Pero el Buen Dios lo ha
querido y el Buen Dios continúa probándonos, haciéndonos llevar la cruz. Y
bien, si es su voluntad, que se haga. Continuemos llevando la cruz. No es
porque el Buen Dios nos imponga cruces que debemos abandonarlo. No tenemos que
abandonar a Nuestro Señor, ¡al contrario! Debemos seguirlo. Entonces, mis
queridos amigos, sed fieles, fieles a Nuestro Señor, fíeles a la Santísima
Virgen María, fieles al Papa, sucesor de Pedro, cuando el Papa se muestra
verdaderamente sucesor de Pedro, porque eso es él, de él tenemos necesidad. No
somos gente que quiera romper con la autoridad de la Iglesia, con el sucesor de
Pedro. Pero tampoco somos gente que quiera romper con veinte siglos de
tradición de la Iglesia, con veinte siglos de sucesores de Pedro.
Homilía de S. E. Mons. Marcel
Lefebvre
con motivo del 30 aniversario
de su consagración episcopal
Ecóne, 18 de setiembre de
1977