Si se
considera el motivo determinante, el abandono es una
conformidad por amor, con particulares matices que le dan un carácter
acentuado de confianza filial y de total donación. En una palabra, y como se
verá mejor más adelante, es
la cumbre del amor y de la conformidad.
No
sólo no quisiéramos restar méritos a la simple resignación, como tampoco a la
conformidad que no nace del puro amor; al contrario, nos felicitaríamos de
hacer resaltar su valor e importancia. Pero nuestro designio es tratar explícitamente
tan sólo del Santo Abandono, y así comenzaremos a describirle de manera clara y
minuciosa según la doctrina de San Francisco de Sales; esperando, sin embargo,
que las almas menos adelantadas en la conformidad podrán seguir con provecho el
desarrollo de nuestro trabajo, y, habida la conveniente proporción, aplicarse
muchas cosas.
5. NOCIÓN DEL ABANDONO
Ante
todo, ¿por qué la palabra abandono? Monseñor Gay va a darnos la respuesta en
página luminosa harto conocida: «Hablamos de abandono -dice-, no hablamos de obediencia...La
obediencia se refiere a la virtud cardinal de la
justicia, en tanto que el abandono entronca en la virtud teologal de la caridad.
Tampoco decimos resignación; pues aunque la resignación
mira naturalmente a la voluntad divina, y no la mira sino para someterse a
ella, pero sólo entrega, por decirlo así, a Dios una voluntad vencida, una
voluntad, por consiguiente, que no se ha rendido al instante y que no cede sino
sobreponiéndose a sí misma. El abandono va mucho más lejos. El término aceptación tampoco sería adecuado; porque la voluntad
del hombre que acepta la de Dios... parece no subordinársele sino después de
haber comprobado sus derechos. De manera que no nos conduce a donde queremos ir.
La aquiescencia casi, casi, nos conduciría...
pero, ¿quién no ve que semejante acto implica todavía una ligera discusión interior,
y que la voluntad asustada primero ante el poder divino sólo se aquieta y se
deja manejar después de tal discusión y desconfianza? Hubiéramos podido emplear
la palabra conformidad, que es convenientísima
y, si cabe, la consagrada para la materia, como lo hiciera el P. Rodríguez, que
con este título compuso un excelente tratado en su libro tan recomendable: De
la Perfección y Virtudes cristianas. Sin embargo, este vocablo refleja mejor un
estado que un acto; estado que por lo demás parece presuponer una especie de ajuste
asaz laborioso y paciente. Al pronunciarla surge la idea de un modelo que un
artista se hubiese esforzado por imitar después de contemplarlo y admirarlo. Y
aun cuando la conformidad se lograra sin trabajo, siempre quedaría algo, un no
pequeño resabio de frialdad... ¿Nos hubiéramos expresado con más acierto de
habernos servido de la palabra indiferencia
(Palabra
mágica en los ejercicios de San Ignacio), la cual es muy usual y también muy
exacta por cuanto expresa el estado de un alma que rinde a la voluntad de Dios
el perfecto homenaje de que pretendemos hablar...? Es palabra negativa, pero el
amor se sirve de ella tan sólo como de escabel, siendo cierto que nada hay en
definitiva tan real como el amor. La palabra más indicada en nuestro caso era,
por tanto, abandono».
Y en
verdad, no hay otra que así describa el movimiento amoroso y confiado con que
nos echamos en manos de la Providencia, al igual que un niño en los brazos de
su madre.
Es
cierto que esta expresión estuvo arrinconada largo tiempo en atención al abuso
que de ella hicieron los quietistas, pero recobró ya el derecho de ciudadanía y
hoy la emplean todos de un modo corriente; nosotros haremos lo mismo, después de
precisar su sentido.
«Abandonar nuestra alma y dejarnos a
nosotros mismos -dice el piadoso Obispo de Ginebra-, no es otra cosa que despojarnos
de nuestra propia voluntad para dársela a Dios.» En
este movimiento de amor, que es el acto mismo del abandono, hay, por
consiguiente, un punto de partida y otro de término; porque es preciso que la voluntad salga de sí
misma para entregarse toda a Dios. Síguese, pues, que el abandono contiene
dos elementos que hemos de estudiar: la santa indiferencia y el entregamiento completo de nuestra voluntad en
manos de la Providencia; el primero es condición necesaria, y elemento
constitutivo el segundo.
1º La
santa indiferencia. Sin la santa indiferencia el abandono resultará imposible.
Nada es en sí tan amable como la
voluntad de Dios.
Significada
de antemano o manifestada por los acontecimientos, a nada tiende si no es a
conducirnos a la vida eterna, a enriquecernos desde ahora con un aumento de fe,
de caridad y de buenas obras. Dios mismo es quien viene a nosotros como Padre y
Salvador, con el corazón rebosante de ternura y las manos llenas de beneficios.
Mas con ser tan amable y todo, ésta su voluntad halla en nosotros no pocos obstáculos.
En efecto, la ley divina, nuestras Reglas, las inspiraciones de la gracia, la
práctica esmerada de las virtudes, todo cuanto pertenece a la voluntad
significada, nos impone mil sacrificios diarios; eso sin contar otra porción de
dificultades imprevistas y añadidas con frecuencia por el divino beneplácito a
las cruces de antemano conocidas. La mayor dificultad, sin embargo, viene del
pecado original, que nos deja llenos de orgullo y sensualidad e infestados de
la triple concupiscencia: la humillación, la privación, el dolor, aun los más
imprescindibles, nos repugnan; el placer lícito o ilícito, la gloria y los
falsos bienes nos fascinan; el demonio, el mundo, los objetos creados, los
acontecimientos, todo conspira a despertar en nosotros estos gustos y estas
repugnancias. Son harto numerosos los motivos por los cuales corremos frecuentes
riesgos de rechazar la voluntad divina, e incluso de no verla.
¿Quién nos abrirá los ojos del espíritu? ¿Quién desembarazará
nuestra voluntad de tantos estorbos si no es la mortificación cristiana en
todas sus formas? De ella hemos menester
no pequeña dosis para asegurar la simple resignación; y el no tenerla así es
causa de que haya tantos rebeldes, quejumbrosos, descontentos, tan pocos enteramente
sumisos y por lo mismo tantísimos desgraciados, y tan poquitas almas de verdad
felices. Y, sin embargo, aún se precisa mucho más para hacer posible el
abandono, por lo menos el abandono habitual. ¿Podrá elevarse hacia Dios la voluntad
ligada a la tierra por el cable del pecado, o por los lazos de mil
aficioncillas? ¿Se pondrá en manos de Dios, como un niño en los brazos de su
madre, dispuesta a todas sus determinaciones, aun las más mortificantes, si no
ha adquirido la firmeza que da el espíritu de sacrificio, si no ha disciplinado
las pasiones, si no se ha vuelto indiferente a todo lo que no es Dios y su
voluntad santísima? La voluntad humana debe, pues, ante todo acostumbrarse y
disponerse (cosa que generalmente no conseguirá sin paciencia y prolongado
trabajo) a sentir privaciones y soportar quebrantos, a no hacer caso del placer
ni del dolor; en una palabra, debe aprender lo que los santos llamaban perfecto desasimiento y
santa indiferencia.
Por lo
menos necesitará la indiferencia de apreciación y de voluntad. Una vez así
dispuesta y hondamente convencida de que Dios lo es todo, y que las criaturas
nada son o nada significan, ya nada querrá ver ni desear en las cosas temporales,
sino sólo a Dios, a quien ama y por quien anhela, y a su santísima voluntad,
guía único que la podrá conducir a su propio fin. ¡Ojalá haya adquirido también
en gran cantidad la indiferencia de gusto, de suerte que el mundo y sus pasatiempos,
los bienes y honores de acá abajo, todo cuanto pueda alejarla de Dios le
inspire disgusto, todo cuanto la lleve a Dios, aunque sea el padecimiento, le
agrade, cual acontece a las almas que tienen hambre y sed de Dios! ¡Cuán
facilitada encontraría así el alma la práctica del Santo Abandono! Esta indiferencia no es
insensibilidad enfermiza, ni cobarde y perezosa apatía, ni mucho menos el
orgulloso desdén estoico que decía al dolor: «Tú no eres sino una llana palabra.»
Es la energía singular de una voluntad que, vivamente
esclarecida por la razón y la fe desprendida de todas las cosas, dueña por
completo de sí misma, en la plenitud de su libre albedrío, aúna todas sus
fuerzas para concentrarías en Dios, y en su santísima voluntad: merced a
esta apreciación, ya de ninguna criatura se deja mover por atractiva o
repulsiva que se la suponga, fija siempre en conservarse pronta a cualquier
acontecimiento, lo mismo a obrar que a estar parada, esperando que la
Providencia declare su beneplácito.
Un alma santamente indiferente se
parece a una balanza en equilibrio, dispuesta a ladearse a la parte que quiera
la voluntad divina; a una materia prima
igualmente preparada para recibir cualquiera forma o a una hoja de papel en
blanco sobre la cual Dios puede escribir a su gusto. La comparan también « a un licor que, no teniendo
por si propio forma, adopta la del vaso que lo contiene. Ponedlo en diez vasos diferentes
y lo veréis tomar diez formas diferentes, y tomarlas así que es vertido en
ellos». Esta alma es flexible y tratable, como «una bola de cera en las
manos de Dios, para recibir igualmente todas las impresiones del eterno
beneplácito» o como «un
niño que aún no dispone de voluntad, para querer ni amar cosa alguna»,
o, en fin, «permanece en la presencia de Dios como una bestia de carga». «Una
bestia de carga jamás anda con preferencias ni distingos en el servicio de su
dueño: ni en cuanto al tiempo, ni en cuanto al lugar, ni en cuanto a la
persona, ni en cuanto a la carga; os prestará servicio en la ciudad y en el
campo, en las montañas y en los valles; la podéis conducir a derecha e
izquierda, e irá a donde quisiereis; a todas horas estará aparejada, por la
mañana, a la tarde, de día, de noche; con la misma facilidad se dejará guiar de
un niño que de un adulto, y tan holgada y contenta se mostrará acarreando
estiércol como tisúes, diamantes y rubíes.»
Por lo
mismo que el alma se halla así dispuesta, «toda manifestación
de la voluntad divina, cualquiera que fuere, la encuentra libre y se la apropia
como terreno que a nadie pertenece. Todo le parece igualmente bueno: ser
mucho, ser poco, no ser nada; mandar, obedecer a éste y al de más allá; ser
humillada, ser tenida en olvido; padecer necesidad o estar bien provista;
disponer de mucho tiempo o estar abrumada de trabajo; estar sola o acompañada y
en aquella compañía que uno desea; contemplar extenso camino ante sí o no ver
sino lo preciso del suelo para poner el pie; sentir consuelos o sequedades y en
tales sequedades ser tentada; disfrutar de salud o llevar una vida enfermiza,
arrastrada y lánguida por tiempo indeterminado; estar imposibilitada y
convertirse en carga molesta para la
Comunidad a la que se había venido a servir; vivir largo tiempo, morir pronto,
morir ahora mismo; todo le agrada. Lo quiere todo por lo mismo que no quiere nada, y no quiere nada por lo
mismo que lo quiere todo».
2º El
entregamiento completo La santa indiferencia ha
hecho posible el entregamiento completo de nosotros mismos en las manos de
Dios.
Añadamos
ahora que esta entrega amorosa, confiada y filial es elemento positivo del
abandono y su principio constitutivo.
Para
precisar bien su significado y extensión, se han de considerar dos momentos
psicológicos, según que los hechos estén aún por suceder o hayan sucedido.
Antes
de suceder, con previsión o sin ella, esa entrega es, según la doctrina de San
Francisco de Sales, «una simple y general espera», una disposición filial para
recibir cuanto quiera Dios enviar, con la dulce tranquilidad de un niño en los brazos
de su madre. En tal estado, ¿tendremos obligación de adoptar prudentes
providencias y el derecho a querer y elegir? Es
cosa que hemos de averiguar en los capítulos siguientes.
En
todo caso, la actitud preferida de un alma indiferente a las cosas de aquí
abajo, plenamente desconfiada de su propio parecer y amorosamente confiada en
Dios solo, es, según la doctrina del mismo santo Doctor, «no entretenerse en
desear y querer las cosas (cuya decisión se ha reservado Dios para sí), sino
dejarle que las quiera y las haga por nosotros conforme le agradare».
Después
de suceder los hechos y cuando ya han declarado el beneplácito divino, «esta
simple espera se convierte en consentimiento o aquiescencia». «Desde el momento
en que una cosa se le presenta así divinamente esclarecida y consagrada, el
alma se entrega con celo y con pasión se adhiere a ella; porque el amor es el
fondo de su estado y el secreto de su aparente indiferencia, siendo su vida tan
intensa precisamente porque abstraída de todo lo demás, en él se halla
reconcentrada por completo. Por donde, siempre que la voluntad divina pide algo
que a esta alma se refiera, y cuando todos la notarían de insensible y fría, la
vemos conmoverse en sus mismas entrañas. A semejanza de un niño dormido a quien
no pudiera despertar su madre sin que la tendiese sus bracitos, así sonríe ella
a todas las muestras del querer divino, que abraza con piadosa ternura. Su
docilidad es activa y su indiferencia amorosa. No es para Dios más que un si
viviente. Cada suspiro que exhala y cada paso que da es un amén ardiente que va
a juntarse con aquel otro amén del cielo con el cual concuerda.»