jueves, 31 de diciembre de 2015

"Ite Missa Est"


San Silvestre Papa y Confesor
Doble, 2º Clase – Ornamentos Blancos
(en la Octava de Navidad)

Misa - Si Diligis Me

Epístola - Epístola 1º del Apostol  San Pedro,(V,1-4 y 10-11)

Evangelio - San Mateo, (XVI,13-19)



miércoles, 30 de diciembre de 2015

Historia de San Pascual Bailón


1. Los primeros años de San Pascual Bailón

España, a mediados del siglo XVI, acaba de poner término a su larga cruzada contra los musulmanes; y enriquecida con un nuevo mundo, toca al apogeo de su grandeza. «Cuando ella se mueve, solía decirse, Europa tiembla». Sus monarcas, dueños de Estados sobre los cuales «no se pone el sol», tienden a introducir en ella el centralismo. Y para ello es preciso acabar con los fueros, que eran un legado de las costumbres antiguas, sagradas e inviolables. Provincias entonces, que antes habían sido reinos, deseosas de conservar su autonomía, luchan repetidas veces, y no siempre sin éxito, por esta causa.

Con todo, en ninguna parte fue tan viva la lucha como en el Norte, en Vizcaya, Navarra y Aragón. Los aragoneses llegaron a insultar a los comisarios e inquisidores madrileños al pie de la ciudadela de Zaragoza, que fue residencia de éstos y les sirvió más de una vez de lugar de refugio. Les recordaban la fórmula dirigida por los nobles de antaño al que era constituido como nuevo jefe: «Cada uno de nosotros vale tanto como vos, y reunidos todos valemos más que vos». El estilo de vida que entre ellos se observaba contribuía no poco a vigorizar este amor a la independencia y esta constancia en defenderla. Los niños, por ejemplo, eran destinados a conducir los rebaños desde su tierna infancia, y erraban a la ventura, sin disfrutar apenas de la dulzura del hogar paterno. Más tarde, emprendían largas peregrinaciones, y recorrían con sus merinos, a semejanza de los árabes, las llanuras de Castilla y de Extremadura. Pasaban los años del crecimiento en sus estepas inmensas de desairados horizontes, perdidos en medio de una naturaleza austera y silvestre, y llegaban así a adquirir un carácter firme como el suelo que pisaban, y áspero como la brisa que sopla en las montañas. Aún en la actualidad los campesinos aragoneses, sobrios y enérgicos, prefieren la caza a la agricultura, y la existencia nómada a la vida sedentaria. Insensibles a la fatiga y contentos con lo necesario, inclinados a la violencia y fogosos por temperamento, nadie como ellos para llevar a cabo la realización de grandes proyectos y para desempeñarlos con constancia rayana en el heroísmo. Tal es el pueblo en medio del cual tuvo la cuna nuestro Santo. Torre Hermosa, su patria, es una pequeña población reclinada al pie de los montes Ilirianos, que dependía, a la sazón, en lo temporal de Aragón, y en lo espiritual de la diócesis de Sigüenza, aneja a Castilla. «Diríase, observa el antiguo Cronista, que el Señor quería que nuestro Bienaventurado llegase a ser un sujeto con el que pudieran, a un propio tiempo, vanagloriarse dos reinos». Sus padres, que eran unos modestos inquilinos del monasterio cisterciense de Puerto Regio, se enorgullecían, no obstante, de la nobleza de su sangre, ya que no figuraban en la lista de sus antepasados «ni moros, ni judíos, ni herejes».

Martín Bailón, creyente de buena cepa e íntegro hasta el rigor, habíase unido en segundas nupcias con una dulce y piadosa criatura, llamada Isabel Jubera. El sentimiento cristiano que informaba su alma, le movía a profesar una veneración sin límites hacia el augusto Sacramento de nuestros altares. Por eso, antes de emprender el viaje de la eternidad, quiso recibir de rodillas el santo Viático. Isabel, por su parte, amaba a los pobres. Y no faltó quien más de una vez dijera a Martín, refiriéndose a ella:

–Concluirá por arruinaros con sus limosnas. Pensad, pues, en el porvenir de vuestros hijos.

–No importa, replicaba el buen esposo, la medida de trigo que ella dé por amor de Dios nos será por Dios devuelta más colmada aún y llena hasta los bordes. Y dejaba a su mujer en el ejercicio de su obra caritativa.

Siguiendo esta norma, Bailón y Jubera, no por no ser ricos, llegaron nunca a conocer la indigencia. Dios bendijo sus trabajos e hizo fructificar su unión. Gracias a su hijo, su nombre está destinado a perpetuarse en la posteridad. Este hijo, que es su mayor gloria, vio la luz del mundo el 16 de mayo de 1540, día de Pentecostés. Y había de morir también en un día de Pentecostés, el 17 de mayo de 1592. Pues bien, en España, al día de Pentecostés se le solía llamar «Pascua florida» o «Pascua de Pentecostés». Y todo niño nacido en Pascua debía llamarse Pascual: tal era entonces la costumbre. Pascual tuvo por madrina a su propia hermana Juana, primer fruto del primer matrimonio de Martín Bailón. Y son pocas las noticias que han llegado hasta nosotros acerca de los primeros años de la vida de nuestro santo. Sí sabemos que el niño creció al lado de sus hermanitas Ana y Lucía y de su pequeño hermano Juan, vástagos del segundo matrimonio. Pascual prefiere, ya desde un principio, la compañía de su madre a toda diversión infantil. Puesto sobre las rodillas de ésta, o bien sentado junto a ella, se complace en escuchar de sus labios las conmovedoras historias de Jesús, de María, de los santos mártires y de los espíritus angélicos. Este mundo de la fe tiene para él un especial atractivo y se ofrece a su imaginación de niño con los más brillantes colores. Sus entretenimientos infantiles los constituyen piadosas imágenes, más bien que los juegos bulliciosos de su tierna edad.

«Poned atención, solía decir Isabel, en lo bien que hace mi pequeñuelo la señal de la cruz y en la devoción con que recita sus oraciones». Una vez llevado nuestro niño al templo, toda su atención se reconcentra en seguir con ojo atento el curso de las sagradas ceremonias de los ministros del Señor. ¿Cuáles fueron entonces sus relaciones para con el Dios de la Eucaristía? He aquí una cosa imposible de averiguar. Lo que sí resulta indudable es que, a partir de aquella época, Pascual se siente atraído irresistiblemente hacia la iglesia. ¡Cuántas veces, en que le dejaban solo en su casa, huía Pascual, y, volando más bien que corriendo, se encaminaba al pie del sagrado Tabernáculo, permaneciendo allí como abismado en oración ferviente!... Su madre, inquieta por la fuga del niño, le buscaba por todas partes, lo descubría al fin junto al altar, y le obligaba a regresar a casa. Y en vano Isabel, al igual del padre, se esforzaba por retenerle dentro de casa, echando mano ya de las caricias, ya de las amenazas, pues no había medio alguno de conseguirlo. Hubo, no obstante, un día en que Pascual puso término a estas escenas.... el día en que, habiendo llegado a la edad de la razón, se dio cuenta de la obligación que tenía de obedecer a sus padres. «Profundamente respetuoso para con ellos, se dice, jamás resistió sus órdenes, ni dejó de prestarles obediencia».

No tiene nada de extraño, pues, que un niño como Pascual sintiera deseos de abrazar la vida religiosa. Estos deseos se patentizan claramente ya a sus siete años de edad. Un testigo ocular refiere esta anécdota, entre otros sucesos relativos a su infancia: «Mis padres, que eran muy devotos de San Francisco de Asís, me habían consagrado a él. Siendo yo como de ocho años de edad, ostentaba ya sobre mi cuerpo el hábito, la capilla y el cordón franciscano. Era un fraile en miniatura. En ocasión en que me hallaba postrado por la enfermedad en el lecho del dolor, vino a visitarme mi pequeño primo Pascual. No bien éste penetró en la habitación vio sobre una silla la religiosa librea, corrió a cogerla y se la puso en un abrir y cerrar de ojos. Una vez vestido, nuestro improvisado fraile principió a contemplarse a sí propio con admiración y a parodiar todas las acciones y actitudes de los reverendos Padres. «Llegó, luego, el momento de despojarse de su nueva vestimenta. Entonces asaltó le una inmensa tristeza, prorrumpió en lágrimas y gemidos, y opuso una resistencia desesperada... Fue preciso que Isabel interviniese en el litigio. El niño se sometió a la voz de su madre, y llorando como un sinventura y sollozando amargamente fue dejando una a una todas las piezas de su uniforme, no sin dirigirles antes una mirada llena de lágrimas y de una santa envidia.

–No importa, exclamó al fin Pascual, cuando yo sea grande me haré Religioso. Quiero vestir el hábito de Francisco.

«Estas palabras las repetía desde entonces con mucha frecuencia; así que su hermana Juana le designó, a partir de aquel día, con el calificativo de frailecito, cosa que hacía sonreír al Santo, Más tarde, cuando ésta lo vio convertido en Religioso franciscano: «Pascual, mi ahijado, exclamó con muestras de regocijo, se ha portado como hombre de palabra. ¡Ah! ¡Cuán orgullosa estoy de ello!» Y no le faltaba, en verdad, razón para enorgullecerse, ya que estaba persuadida, quizás no sin motivo, de haber contribuido en parte a formar su vocación.

CONTINUA...

"Ite Missa Est"

Adoración de los Pastores

6º dia de La Octava de La Navidad
Doble, 2º Clase -  Ornamentos Blancos


Epístola - Del Apóstol Pablo a Tito, (III,4-7)

Evangelio - San Lucas, (II, 15-20)

COLECTA

“Concéde, quaesemus,omnipotens Deus: ut nos Unigéniti tui nova per carnem Nativitas liberet: quos sub peccáti jugo vetusta sérvitus tenet. Per eúdem Dóminum nostrum.”
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“Concédenos, Oh Dios omnipotente, que seamos liberados  por La nueva natividad corporal de tu Unigénito Hijo, nosotros a quienes La antigua servidumbre nos mantiene  esclavos del pecado. Por el mismo Jesucristo Nuestro Señor.”

"CARTA ABIERTA A LOS CATÓLICOS PERPLEJOS"




Han transcurrido veinte años y bien se podría pensar que las reacciones provocadas por las reformas conciliares estarían acalladas, que los católicos harían su duelo de la religión en que habían sido criados y que los más jóvenes, no habiéndola conocido, abrazarían la nueva religión. Esa es por lo menos la apuesta hecha por los modernistas. Estos no se sorprendían demasiado de las agitaciones provocadas pues se sentían muy seguros de sí mismos en los primeros tiempos. Posteriormente estuvieron menos seguros: las concesiones múltiples y esenciales hechas al espíritu del mundo no daban los resultados esperados, nadie quería ser sacerdote del nuevo culto. Los fieles se alejaban de la práctica religiosa, la Iglesia que quería ser la Iglesia de los pobres se convertía en una Iglesia pobre obligada a recurrir a la publicidad para obtener el dinero necesario al culto y obligada a vender sus inmuebles.

Durante todo este tiempo, la fidelidad a la tradición se manifestaba en todos los países cristianos y especialmente en Francia, en Suiza, en los Estados Unidos, en América Latina. El artesano de la nueva misa, monseñor Annibale Bugnini, tuvo que reconocer él mismo esta resistencia mundial en su libro póstumo 18, y ésta es una resistencia que no cesa de crecer, de organizarse, de atraer cada vez más gente. No, el movimiento "tradicionalista" no está "perdiendo velocidad" como escriben de cuando en cuando los periodistas progresistas para tranquilizarse. ¿Dónde hay tanta gente que asista a misa como en Saint-Nicolas-du-Chardonnet? ¿Y dónde hay tantas misas, tantas bendiciones del Santo Sacramento, tantos hermosos oficios? La Fraternidad Sacerdotal de San Pío X cuenta en el mundo con setenta casas, cada una de las cuales tiene por lo menos un sacerdote, con iglesias como la de Bruselas, como la que últimamente compramos en Londres, como la que pusieron a nuestra disposición en Marsella; cuenta con escuelas, cuatro seminarios. Nuevos establecimientos se inauguran y se multiplican. Las comunidades de religiosos y de religiosas creadas desde unos quince años atrás que se atienen estrictamente a las reglas de las órdenes correspondientes, rebosan de vocaciones y, en efecto, hay que ampliar constantemente los locales, construir nuevos edificios. La generosidad de los católicos fieles no deja de maravillarme, especialmente en Francia. Los monasterios son centros de irradiación y allí acuden multitudes, a veces desde muy lejos; jóvenes extraviados por las ilusorias seducciones del placer y por la evasión en todas sus formas encuentran allí su camino de Damasco. Tendría que citar los lugares en que se conserva la verdadera fe católica y que atraen por esa razón: Le Barroux, Flavigny-sur-Ozerain, La Haye-aux-Bonshom-mes, los benedictinos de Ales, de Lamairé, las hermanas de Fanjeaux, de Brignoles, de Pontcallec, las comunidades como la del padre Lecareux... Como viajo mucho, veo en todas partes la mano de Jesucristo que bendice a su Iglesia. En México el pueblo expulsó de las iglesias al clero reformador conquistado por la presunta teología de la liberación, clero que quería quitar las imágenes de los santos en las iglesias. "Los que se irán serán ustedes, no las imágenes."

Las condiciones políticas nos impidieron fundar una casa en México pero tenemos un centro instalado en El Paso, en la frontera de los Estados Unidos, que resplandece con la presencia de sacerdotes fieles. Los pobladores les ofrecen fiestas y sus iglesias. Llamado por la población, yo mismo hube de administrar allí dos mil quinientas confirmaciones. En los Estados Unidos, jóvenes matrimonios cargados de hijos acuden a los padres de la Fraternidad. En 1982 ordené en ese país a los tres primeros sacerdotes formados enteramente en nuestros seminarios. Los grupos tradicionales se multiplican en tanto que las parroquias se degradan. Irlanda, que al comienzo se mostró refractaria a las novedades, llevó a cabo su reforma en 1980: los altares fueron arrojados a los ríos o reutilizados como materiales de construcción. Simultáneamente se formaban grupos tradicionalistas en Dublín y en Belfast. En el Brasil, en la diócesis de Campos a la que ya me referí, la población permaneció estrechamente apretada alrededor de los sacerdotes alejados de sus parroquias por el nuevo obispo. Manifestaciones de cinco a diez mil personas recorrieron las calles. De manera que estamos en el buen camino; allí están las pruebas, y el árbol se conoce por sus frutos. Lo que realizaron los clérigos y los laicos a pesar de la persecución del clero liberal —pues, como decía Louis Veuillot, "No hay peor sectario que un liberal"— es casi milagroso. No os dejéis engañar, queridos lectores, por el uso del término "tradicionalista" que se trata de emplear en mal sentido. En cierto modo se trata de un pleonasmo, pues no veo qué cosa puede ser un católico que no sea tradicionalista. La Iglesia es una tradición, como creo haberlo demostrado ampliamente en este libro. Nosotros, los católicos, somos una tradición. También se habla de "integrismo"; si se entiende por esa expresión el respeto a la integridad del dogma, del catecismo, de la moral cristiana, del santo sacrificio de la misa, entonces, sí, somos integristas. Pero tampoco veo cómo un católico puede no ser integrista en este sentido. Se dice también que mi obra desaparecerá conmigo porque no habrá obispos que me reemplacen.. Estoy seguro de lo contrario; sobre esto no tengo ninguna inquietud. Puedo morir mañana y el buen Dios tiene todas las soluciones. Sé que en el mundo se encontrarán suficientes obispos para ordenar a nuestros seminaristas. Aun cuando hoy uno u otro de los obispos permanezca callado, recibirá del Espíritu Santo el coraje para manifestarse a su vez. Si mi obra es de Dios, El sabrá conservarla y hacerla servir para bien de la Iglesia. Nuestro Señor nos lo prometió: las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Por eso me obstino, y si se quiere conocer el motivo profundo de esa obstinación, helo aquí. En la hora de mi muerte, cuando Nuestro Señor me pregunte: "¿Qué has hecho de tu episcopado, qué has hecho de tu gracia episcopal y sacerdotal?", no quiero oír de su boca estas terribles palabras: "Has contribuido a destruir mi Iglesia con los demás".

FIN

"EL MISTERIO DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO"


CAPITULO XX: 

«YO Y EL PADRE SOMOS UNA SOLA COSA» 


Entre Nuestro Señor y su Padre una unidad perfecta, como hemos visto, que no puede ser más perfecta, ya que Nuestro Señor es consustancial con su Padre. Quizás una de las cosas más conmovedoras es ver la manera con la que Nuestro Señor afirma su unidad con su Padre. «Yo y el Padre somos una sola cosa» dice Nuestro Señor, según san Juan (10, 30). Esta unidad, por supuesto, no se refiere a la unidad de Persona, puesto que hay tres Personas y que la Persona del Hijo es muy distinta a la del Padre, sino a la unidad de naturaleza (divina) de Nuestro Señor con su Padre, o más exactamente, a la consustancialidad del Hijo con su Padre. Evidentemente, estos calificativos que atribuimos a Nuestro Señor son siempre delicados y tenemos que procurar no equivocarnos. Desde que hablamos de algo que se le atribuye, que se dice de la Persona (o del supuesto, como dicen los filósofos, o de la hipóstasis, como dicen los Griegos) se trata de algo divino. Todo eso se atribuye a Dios mismo. Esta unión de la naturaleza humana y de la naturaleza divina en Nuestro Señor y la distinción entre las Personas de la Santísima Trinidad es un gran misterio. Todo esto se halla intrincado: la actividad del Padre, la actividad del Hijo, el ser del Padre, el ser del Hijo, el ser del Espíritu Santo, el ser de la Persona de Nuestro Señor Jesucristo y la actividad de su naturaleza humana... Todo esto nos pone en un ambiente que es, evidentemente, bastante difícil de definir. Son dos grandes misterios. En Nuestro Señor se reúnen al mismo tiempo el misterio de la Trinidad y el misterio de la Encarnación; de ahí proviene cierta dificultad de comprensión y nuestra imaginación está siempre preparada para engañarnos. Por más que procuremos ver las cosas de modo puramente intelectual y objetivo, nuestra imaginación nos hace ver a Nuestro Señor como si fuese sólo una persona humana. No cabe duda de que es hombre, pero no es una persona humana. Sólo hay una Persona en Nuestro Señor, la Persona divina, y por consiguiente todo lo que se dice de El se le atribuye a Dios y es divino.

Así, cuando Nuestro Señor le dice a su Padre: «Glorifícame cerca de Ti con la gloria que tuve cerca de Ti antes que el mundo existiese» (S. Juan 17, 5), ¿cómo puede ser? El cuerpo de Nuestro Señor empezó en el seno de la Virgen María, es cierto, pero de Cristo podemos decir con verdad, con todas las potencialidades de su Persona: «Christus heri, hodie et in saecula» (Heb. 13, 8): «Cristo ayer y hoy y por todos los siglos». San Pablo dice esto de Nuestro Señor mismo. Es eterno. Al hablar de Nuestro Señor, se habla de su Persona divina, unida a su naturaleza humana, y se trata de Nuestro Señor, que es eterno. Aquí hallamos una dificultad para expresarnos, pero tenemos que volver a las verdades fundamentales del ser de Nuestro Señor Jesucristo: su Persona divina. La Persona divina de Nuestro Señor es eterna: era, es y será. El hecho de nacer en el seno de la Virgen María no le afecta a su Persona, del mismo modo que la creación no supone ningún cambio en Dios, que no sería perfecto si la creación le añadiese algo. En Dios no puede haber cambio, ni mutación, ni aumento, ni disminución. Dios es perfecto para siempre y desde toda la eternidad. Tiene un ser infinito y la creación no le afecta para nada. Evidentemente, para nosotros es un gran misterio. Sin embargo, es así, pues si no caeríamos en conclusiones absurdas que harían que Dios no fuese Dios. Puesto que la Persona de Nuestro Señor es Dios, tiene todos los atributos de Dios: es eterna, no entra en el tiempo y no le afecta la mutación de las cosas temporales. ¡Ved qué gran misterio es la Encarnación!

Es muy importante que reflexionemos sobre todas estas cosas y las meditemos. Nos hallamos en pleno misterio, precisamente el gran misterio, que nos ha revelado Nuestro Señor y que debe colmarnos de alegría y de esperanza. Este Dios eterno se unió realmente a una naturaleza humana y física en el seno de la Santísima Virgen, pero hay que darse cuenta de que el cuerpo y el alma humana de Nuestro Señor no existirían sin la Persona divina. Todo lo que hay en nosotros existe sólo por medio y por estar soportado por la persona que Dios nos ha dado y que es realmente responsable de todo nuestro ser. Del mismo modo, en Nuestro Señor, la Persona divina es la que tomó y que asumió realmente esta naturaleza humana de una manera perfecta. Por eso es verdad que Nuestro Señor puede decir que hay una unidad perfecta entre El y el Padre, pero no podemos decir que haya una unidad y una igualdad perfectas entre la naturaleza humana de Nuestro Señor y Dios Padre. No, pues en ese caso estaríamos extrayendo la Persona, atribuiríamos a la naturaleza humana los atributos de Dios y esto, evidentemente, es imposible. Que Nuestro Señor pueda decir ante sus apóstoles, con toda verdad y sin engañarlos: “Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” y que “Yo y el Padre somos una sola cosa” (S. Juan 10, 38 y 30) es algo inaudito; ¡que una Persona que se presenta bajo las apariencias humanas pueda decir semejante cosa, es extraordinario!

Por lo mismo, Nuestro Señor afirma de sí mismo todos los atributos divinos. Afirma su eternidad. Puede decir: «Yo no he tenido principio ni tendré fin». Es verdad, Nuestro Señor puede decir esto porque se refiere a su Persona y no a su naturaleza humana, que no existe por sí misma y que no puede separarse de la Persona. Siempre tenemos la tendencia a dividir a Nuestro Señor y decir: sí, tenemos la Persona de Dios y la persona del hombre. ¡Pero este es un punto de vista herético!, ya que sólo hay una Persona en Nuestro Señor; volvemos siempre a lo mismo. Los fariseos y los escribas le dijeron: «Tú te haces Dios, siendo que tú eres sólo un hombre» y quisieron lapidarlo. Se comprenden sus sentimientos: no tenían la fe. Nos hace bien meditar estas pequeñas frases que Nuestro Señor le dijo a sus apóstoles. Son capitales, pues constituyen el fundamento de toda nuestra religión. La religión católica está fundada sobre la Persona de Nuestro Señor Jesucristo.

De este modo, si comenzásemos a disminuir la Persona de Nuestro Señor Jesucristo como lo hicieron los Arrianos, por ejemplo, que decía que Nuestro Señor era una persona muy elevada pero por debajo del Padre, lo convertiríamos en una persona creada y ya no increada. Eso es muy peligroso y por esto, por el mismo hecho de esta aserción, los Arrianos dejaban de ser católicos; habían perdido la fe. No se puede dividir a Nuestro Señor, no podemos “disolverlo”. San Juan lo repite hasta la saciedad, sobre todo en sus cartas. «Todo el que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre. El que confiesa al Hijo tiene también al Padre» (1 Juan 2, 23). Y «Carísimos, no creáis a cualquier espíritu, sino examinad los espíritus si son de Dios, porque muchos pseudoprofetas han salido en este mundo. Podéis conocer el espíritu de Dios por esto: todo espíritu que confiese que Jesucristo ha venido en carne es de Dios; pero todo espíritu que no confiese a Jesús, ése no es de Dios, es del anticristo, de quien habéis oído que está para llegar y que al presente se halla ya en este mundo» (1 Juan 4, 1-3).

Toda nuestra fe y nuestra fuerza consiste en la afirmación de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. En todas las encíclicas, los papas sólo repetían esto. Y por esto, en la encíclica Humanum genus, León XIII condenó y excomulgó a los francmasones, a los que los reciben y a los que los ayudan. La razón es precisamente este indiferentismo con todas las religiones, que en estas sectas se admiten en pie de igualdad. Los papas, como todos los que tienen la fe, no pueden admitir esto. Creemos en la divinidad de Nuestro Señor y este indiferentismo la cuestiona y la ataca directamente. Creemos realmente que la Persona de Nuestro Señor es igual a su Padre, que El es realmente el Hijo de Dios eterno, al poseer todos su atributos, la omnipotencia, la omnipresencia y toda la ciencia de Dios. Nuestro Señor no es un semidiós o un hombre muy sobrenatural y muy perfecto. No: El es Dios. Si Nuestro Señor es Dios, sólo hay una religión posible en este mundo y en el cielo: la de Nuestro Señor Jesucristo. No puede haber otra. Los que tienen fe (y los que, como los Papas, tienen la misión de defenderla) son muy sensibles a esta definición.

Esto no significa que no tengamos que amar a los que están en el error y extraviados en las falsas religiones, para intentar convertirlos; pero algo muy distinto sería darles la impresión de que nuestra religión es igual que la suya o que la suya es igual que la nuestra. Eso jamás, no se puede aprobar por nada en el mundo, pues sería una mentira y una traición a Nuestro Señor. La religión católica ha sido fundada por Nuestro Señor Jesucristo. Es, en definitiva, su Cuerpo místico, la prolongación de Nuestro Señor, que es Dios. No hay otros dioses. Es de una lógica implacable y no se permite ninguna duda sobre el tema.

Actualmente vivimos en un clima falso, con un falso ecumenismo que deteriora nuestra santa religión, que la empequeñece al intentar hacer compromisos. Todas esas reuniones con los judíos, los protestantes, los budistas o los musulmanes, dan la impresión que se discute de igual a igual. No, no es posible y eso no depende de nosotros. Existe, por supuesto, una cierta igualdad, puesto que son criaturas como nosotros, pero nosotros poseemos la verdad. La verdad es que Nuestro Señor Jesucristo es Dios y que todo el mundo le está sujeto. Sólo hay un Dios, al que tenemos que someternos, Nuestro Señor Jesucristo. No tenemos derecho a disminuir esta verdad. No tenemos derecho, por ejemplo, a darle a un musulmán la impresión de que su religión vale tanto como la nuestra. Eso sería un traición. Ni Judas hizo algo peor. Y de él se dijo:

«Mejor le fuera a ése no haber nacido» (S. Mat. 26, 24).

Si nosotros también traicionamos a Nuestro Señor Jesucristo, nos arriesgamos a irnos al infierno; no tenemos derecho a traicionar a Nuestro Señor. Se trata de algo absolutamente capital y fundamental. Las relaciones entre el Hijo, el Padre y el Espíritu Santo (la Santísima Trinidad) son realmente esenciales en nuestra santa religión. Tienen que ser el objeto de nuestras meditaciones profundas y de nuestras oraciones: adorar a la Trinidad Santa y adorar a Nuestro Señor Jesucristo, que es Dios. Volvamos a leer una vez más al apóstol san Juan, que en su Evangelio, refiriendo las palabras de Nuestro Señor, escribió:

«Soy Hijo de Dios. Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, ya no me creáis a mí, creed a las obras, para que sepáis y conozcáis que el Padre está en mí y yo en el Padre» (S. Juan 10, 36-38).

Una vez más, Nuestro Señor afirma su divinidad con gran precisión y es evidente que ninguna criatura puede pretender nada semejante. Afirma su igualdad con Dios. Y como ya he dicho, los judíos no se equivocaron, sino que comprendieron bien. San Juan refiere también la respuesta que Nuestro Señor le hizo a Felipe, que le preguntaba: «Muéstranos al Padre» (S. Juan 14, 8). «¿No crees —le respondió Jesús— que Yo estoy en el Padre y el Padre en mí?» (S. Juan 14, 10). Y en el versículo 20, san Juan añade estas palabras de Nuestro Señor: «En aquel día conoceréis que Yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y Yo en vosotros». Hay que tener, pues, esta profunda convicción y comunicarla, de lo que dijo Nuestro Señor: «Yo y el Padre somos una sola cosa», es la verdad, que todos tenemos que creer y amar.


CONTINUA...

"CARTAS PASTORALES Y ESCRITOS por S.E. MONSEÑOR MARCEL LEFEBVRE"


Carta Pastoral nº 9
NORMAS MISIONERAS

Hace casi 7 años que colaboramos con la obra de evangelización del Senegal; me ha parecido oportuno confiarles por escrito directivas, consejos, estímulos que parecen tan urgentes cuando por todos lados se organizan, tanto contra la Iglesia como lejos de ella, quienes se esfuerzan, si no por amenguar el rebaño que nos ha sido confiado, por lo menos por impedirle su crecimiento.

Entonces la hora ha llegado también para nosotros, de unirnos más en nuestra acción, hacer desaparecer un cierto egoísmo apostólico que vive envenenado sobre sí mismo, siendo negligente por principio, o peor, una cierta pereza en considerar la tarea que nos ha sido confiada con un corazón amplio y un sentido esclarecido acerca de las realidades en las cuales vivimos.

Los invito a hacer un doble esfuerzo:
Esfuerzo de comprensión, de inteligencia profunda de su sacerdocio y de su unión. Es necesario recordarse sin cesar estas palabras de Nuestro Señor: “Ego elegi et posui vos ut eatis, et fructum afferatis: et fructus vester maneat”. Está muy en el pensamiento de Nuestro Señor el que vayamos adelante, que evitemos el acantonarnos en costumbres rutinarias, tener como única consigna copiar servilmente a nuestros predecesores. Ellos han ido para adelante en su tiempo; para continuar su obra y parecernos a ellos es que nosotros tenemos que ir también para adelante.

Es necesario, entonces, que nuestro apostolado no sea hecho de a priori. El celo de un San Pablo, de un San Agustín, de un San Francisco de Asís, de un San Juan Bosco, han venido de la misma fuente, pero se ejerció diferentemente. Estamos en el Senegal del siglo XX, en un ambiente y una época determinadas, con los medios de nuestra época, con los errores y los enemigos de la Iglesia de nuestra época: debemos estar constantemente escuchando, despiertos y en guardia para el crecimiento del rebaño a nosotros confiado. Tengamos este “sentido de Cristo”, hecho de un amor paternal y maternal que por instinto entiende lo que es necesario para hacer avanzar el reino de Nuestro Señor en las almas, que adivina y previene el peligro de la ceguera espiritual, de la corrupción de los corazones.

El amor verdadero y psicólogo, ¿no es visible en el corazón de una madre? Debemos tener para con nuestras ovejas, y todos los que nos son confiados, el amor materno de la Iglesia. Adivinaremos entonces las necesidades de sus almas y trataremos de satisfacerlas con la ingeniosidad del verdadero celo. Si el celo de Dios nos devora, comprenderemos a las almas y este celo nos inspirará inquebrantables sentimientos de humildad y confianza. Tendremos entonces la íntima convicción de que todo hombre está llamado por Dios, que en todo ser humano hay una posibilidad religiosa que se ignora muchas veces, que se puede desarrollar de manera inesperada -¡es el secreto de Dios!- que no debemos nunca a priori ni a posteriori elevar un juicio definitivo sobre el estado de un alma. Mientras haya un soplo de vida, hay esperanza. Tendremos igualmente la convicción de que los medios para hacer brotar la fuente de vida en un alma son innumerables y que los que hemos tratado en vano, tendrán éxito en las manos de otro: “Otro aquel que siembra, otro aquel que cosecha”.

El verdadero pastor es humilde. Sabe que todo es de Dios, que sólo Dios decide. El verdadero pastor trabaja sin relajarse, lanza la red sin desanimarse jamás. Dios hará el resto… Se evitará, por una parte, la estrechez de espíritu, un tradicionalismo anticuado y esclerótico que cierra los ojos al materialismo, al ateísmo que invade la juventud, se encierra en su iglesia y se satisface con algunas buenas feligresas y algunos hijos que las rodeen; y por otra parte, un espíritu de innovación que tiene un olor a herejía, herejía del activismo que descuida la oración, la predicación, la Misa dominical de la parroquia, la enseñanza religiosa.

A fin de tener el verdadero espíritu apostólico de la Iglesia, se necesitaría leer de nuevo, con amor, los admirables textos del catecismo del Concilio de Trento, de la encíclica “Acerbo nimis” de San Pío X, de la bula de Urbano VIII para el misal, de la bula “Divino Afflante” de San Pío X, de la encíclica “Menti Nostræ” de Nuestro Santo Padre el Papa Pío XII, del primer capítulo del ritual.  No quiero extenderme demasiado largamente sobre estos medios que conocen particularmente y que son esenciales para el crecimiento de la Iglesia, según la palabra de los Apóstoles: “En cuanto a nosotros, nos aplicaremos enteramente a la oración y dispensación de la palabra” (Act. VI, 4).

Dispensar los misterios de Cristo en la oración y anunciar el Evangelio de Cristo por la palabra, he aquí lo que nos pide la Esposa de Cristo, la Iglesia. Hablar para edificar, hablar para atraer a los misterios divinos, tal es nuestra sublime misión. como lo expresa San Pablo: “La virtud de la gracia que me ha sido dada por Dios de ser ministro de Jesucristo ante los Gentiles, sacerdote del Evangelio de Dios para que la ofrenda de los Gentiles, santificada por el Espíritu Santo sea agradable a Dios” (Romanos, XV,16).

Pero si la Iglesia precisó algunas obligaciones a los pastores, a los que enseñan en las escuelas, si expresó netamente en el Derecho Canónico sus directivas respecto del ministerio, abre largamente a las iniciativas del celo esclarecido de los obispos y de los sacerdotes las posibilidades de hacer alcanzar el mensaje del Evangelio por los medios más diversos. Ya en el tiempo del Concilio de Trento, los Padres del Concilio, espantados por los progresos de la herejía, por los medios empleados por los falsos profetas, se esforzaron por publicar el catecismo para contestar a los ataques de los herejes.

En el capítulo IV del primero del libro, se lee esto: “y cierto, la impiedad de estos hombres, armados de todos los artificios de Satanás ha hecho tantos progresos que parece casi imposible parar el transcurso. Y si no estuviéramos apoyados sobre esta brillante promesa de Jesucristo que establecería su Iglesia sobre un fundamento sólido y que las puertas del infierno no prevalecerían sobre ella, temeríamos con mucha razón que sucumbiese bajo los asaltos de tantos enemigos que la atacan hoy con toda clase de astucias y de esfuerzosEn efecto, los que tenían como el designio de corromper a los fieles, se han apercibido de que sería imposible predicar públicamente y hacer entender a todo el mundo su lenguaje envenenado. Pero, han tomado otros mediosHan difundido una infinidad de pequeños libros que, bajo apariencia de piedad, han seducido a una multitud de almas sencillas y sin desconfianzaHe aquí por qué los Padres del Concilio, etc Por eso, sus obispos, preocupados por contestar a las necesidades actuales del apostolado han buscado en el curso de sus reuniones los medios para difundir el Evangelio y profundizar la fe y la caridad de los fieles, aquí en el África Occidental francesa. Han organizado servicios especiales para la enseñanza, las Obras, la prensa, etc…

1. LA ENSEÑANZA mira particularmente a la escuela y a la formación cristiana de los niños; es también un medio de atraer al conocimiento de Nuestro Señor a las almas que no habían llegado a ella. Se comprueba que, en demasiadas escuelas, a los hijos les falta el sentido cristiano, el deseo de comulgar. Los niños no comulgan suficientemente, y es un daño irreparable causado a su vida cristiana. Algunas de nuestras escuelas todavía no han dado vocaciones -o muy pocas- ya se trate de chicas como de varones; no es normal. Hay que agregar a lo que concierne la enseñanza, la acción que debemos llevar a todo precio sobre los niños de las escuelas públicas. Busquemos todos los medios para atraer a los niños al catecismo y a la Misión. Ubiquen catequistas cerca de las escuelas públicas, mantengan buenas relaciones con los maestros, visítenlos a fin de atraer su benevolencia. Cuántos niños podrían ser alcanzados y hacerse cristianos, si llegásemos a atraerlos. Dejo de lado deliberadamente las escuelas superiores para las cuales trataremos de realizar algo nosotros mismos. Pero les toca vigilar a todos estos estudiantes de los colegios secundarios o técnicos, de las escuelas o cursos normales. Piensen en el bien que pueden hacer y en la responsabilidad que tienen respecto al porvenir espiritual del país. Si no hablé explícitamente de la enseñanza del catecismo a los niños en general, es que esa ocupación sacerdotal por excelencia está incluida en los medios tradicionales de los que hemos hablado más arriba. Deseo y los animo vivamente a la continuación de las sesiones pedagógicas en el punto de vista de la enseñanza en general y del catecismo para los sacerdotes o religiosas que enseñen, así como para los catequistas y monitores.

2. LAS OBRAS: están particularmente destinadas a proseguir con el trabajo empezado en la escuela y la infancia, es decir: completar la formación cristiana, atraer al conocimiento del Evangelio a las almas alejadas, ayudar a la práctica de la vida cristiana en el deber de estado y, en definitiva, atraer a las almas a la unión con Jesucristo en el sacrificio de la Misa y en la comunión. Sin ninguna duda el método del cual Nuestro Señor nos ha dado ejemplo para la formación de sus discípulos es un modelo para nosotros. El contacto individual en pequeños grupos, contacto frecuente hecho de confianza, contacto sacerdotal, tendrá una muy fuerte influencia. La formación de una élite, la formación de catequistas, de militantes o responsables, es, en definitiva, la formación de nuestros próximos auxiliares. Es extremadamente importante. Debe estar basado sobre una muy fuerte instrucción religiosa y una vida sacramental muy asidua. Sin embargo, no debe hacernos omitir medios de acción más extendidos dirigidos a todos los ambientes y todas las edades… Pero esforcémonos por no olvidarnos nunca del principio fundamental: que todo esté orientado hacia una vida interior alumbrada por los sacramentos en el cuadro parroquial. Hay que evitar a toda costa el dispersar las parroquias. Por el contrario, la Misa cantada del domingo tendría que ser la cita de todos alrededor del altar: del clero, de los fieles, para la ofrenda dominical… Así nuestras miras serán más vivas y apuntarán verdaderamente al acto vital por excelencia de la parroquia.

3. LA PRENSA: ese medio podría ser estimado como despreciable en aquellos tiempos en donde nuestros fieles no sabían leer. Esto es cada vez menos frecuente, y el progreso rápido de la instrucción nos obliga a inquietarnos muchos por el empleo de ese medio para el apostolado. Pedimos a todos aquellos que deseen informar a sus ovejas o resolver objeciones hechas contra la Iglesia, que las anoten y nos las hagan llegar; se las expondrá y refutará bajo la forma de un diálogo o de otra manera. Estas hojas serán, entonces, impresas y difundidas en todos los lugares donde puedan hacer algún bien, esclarecer sin herir, enderezar sin lastimar la susceptibilidad y el amor propio. Para completar esta enumeración de los medios de apostolado adaptados a nuestra época y nuestro vicariato, hay que agregar las obras sociales: los agrupamientos sindicales, profesionales, etc… Hay, es cierto, aprensiones legítimas en sostener sin reservas a los sindicatos, debido a ese espíritu que los anima demasiado a menudo, ese espíritu de lucha, de reivindicaciones continuas. Pero establecer por eso que no tenemos nada que hacer con ellos, sería un gran error. Debemos ciertamente animarlos a su existencia y precisamente darles un fin instructivo, inspirando soluciones cristianas. Graves problemas se plantean ante los ojos de nuestra juventud: ¿la abandonaremos? Nuestro papel es guiarla, inspirarla,

suscitar en ella iniciativas felices que le muestren que el sindicato no es únicamente un instrumento de combate. Pronto los sindicatos rurales van a multiplicarse. Tengamos cuidado en no boicotearlos, sino, por el contrario, interesémonos en ellos, ayudémolos de todas formas. Por ese sindicalismo podemos tener una influencia considerable en el país y hacer reinar una atmósfera cristiana en los ámbitos donde reinaban el materialismo y el marxismo. No podemos estar ausentes de organismos que influyen sobre la vida social, sobre el ambiente de vida. Estos tienen una relación estrecha con la vida cristiana. Esforcémonos en inculcar a nuestros catequistas, a nuestros cristianos, el verdadero fin del sindicalismo, sino veremos a todos los sindicatos dirigidos por no cristianos. Hay que decir lo mismo de las cooperativas que los institutos laicos se esfuerzan en crear para sus escuelas, sostenidos por el servicio de la enseñanza. Sepamos mantener despierta la atención y no dejarnos sobrepasar en el dominio social ... Hay también consejos de notables, los consejos municipales que se instauran más y más. ¿Estaremos ausentes? ¿Nuestros cristianos estarían excluídos? No debe ser. Hagan campaña para tener lugares reservados a los cristianos. Adviértanles que no dejen que los traten injustamente. Asimismo para los paganos, a menudo engañados por los musulmanes y una administración favorable al Islam. Sean vigilantes, sino los lobos harán decaer al rebaño. Si no piensan que deben ocuparse de estas cosas, que parece estar fuera del ministerio sacerdotal, es que se han forjado una idea del pastor demasiado estrecha y falsa. Nada de lo que toque a la práctica de la vida cristiana en cualquier lugar o circunstancia, nada que acerque o aleje a las almas de Nuestro Señor, debe serles indiferente.

Pero, dirán, ¡no estamos al tanto de todas esas nuevas organizaciones! Por el amor de su apostolado, sepan iniciarse invitando al Padre encargado, o aún a un especialista en estas cuestiones, designado por aquél, en sus reuniones de distrito, a fin de conocer las líneas esenciales de lo que otros organizan a menudo con intenciones que están lejos de ser cristianas. No se dejen sorprender. Estén íntimamente persuadidos que la extensión del Evangelio, que el resplandecimiento de Nuestro Señor, se cumplen también por estos medios que transforman la vida social. Hay numerosos ejemplos de que allí donde hay un sacerdote celoso y esclarecido ha sabido llevar a cabo esta transformación, guiarla, la Iglesia por la Misión goza de un gran prestigio. En algunos lugares que podría contarles, los jefes polígamos y tiránicos han sido reemplazados por cristianos ejemplares, quienes, aunque minoritarios, tienen todo a mano para el mayor bien de la población. Pues, si nosotros debemos obrar, debemos sobre todo hacerlo por intermediarios, por los laicos mismos. Lo que acabo de decir para las zonas rurales es verdadero también para las ciudades. Los párrocos tendrían interés en trabajar más en concierto, por reunir a sus fieles responsables de obras, de los sindicatos. Que un vicario sea encargado como capellán, para seguir tal o cual movimiento, o esté encargado de las obras, está bien, pero no es suficiente. El párroco no debe estimar que ha satisfecho sus obligaciones por esta nominación. Es él quien debe agrupar todas las fuerzas vivas de la parroquia para animarlas al apostolado. Muchos fieles no desean más que eso: verse unidos a sus pastores para obrar de una manera apostólica. Los vicarios tienen necesidad de sentirse sosteni-dos efectivamente por el responsable de la parroquia.

Terminando ese capítulo, no puedo hacer nada mejor que recordar las palabras de nuestro Santo Padre el Papa Pío XII en su encíclica “Menti Nostræ” de 1950: “De igual manera se favorecerán todas las formas y métodos de apostolado que, hoy, por el hecho de las necesidades particulares del pueblo cristiano toman tanta importancia y tanta gravedad. Será necesario entonces vigilar con el más grande celo el que la enseñanza del catecismo sea dada a todos, el que la Acción Católica y la acción misionera sean largamente propagadas y animadas; y asimismo, lograr que gracias a la colaboración de laicos bien instruidos y bien formados, se desarrollen cada día las obras que se relacionan con la buena organización de los asuntos sociales como lo pide nuestro tiempo”. Después de haberles dado algunos avisos sobre los medios para realizar nuestro hermoso apostolado, especialmente en el ámbito urbano, quisiera agregar algunas consideraciones sobre el ministerio ejercido a través de nuestras comarcas rurales. Reconozco que nuestros misioneros de las campiñas son poco numerosos en relación con el inmenso trabajo por cumplir, que muchos de ellos se encuentran solos (no digo “aislados” pues pueden ver a sus compañeros fácilmente) ante una población y un territorio demasiado grandes. Conocemos también la pobreza real de estas misiones, y ahí todavía, tenemos que agradecer a Dios por haber suscitado benefactores admirables por su generosidad, pero más todavía por su espíritu de fe y de caridad. Las cartas que recibimos nos llenan de confusión al comprobar que un gran número de pobre gente, de enfermos, para ayudar a la evangelización del severo país (Senegambia meridional) dan hasta privarse de sus vacaciones y aún de lo necesario. Se conocen allí todas nuestras misiones, los nombres de los Padres, se reza por ellos; enfermos ofrecen sus sufrimientos por las conversiones. ¡Qué coraje! ¡Qué sostén! En estas misiones, es indispensable tener un método de apostolado bien estudiado y bien desarrollado. Cuanto más trabajo hay, más necesario es guardar un gran dominio de sí mismo, de proceder por orden de urgencia, de ahorrar tiempo y salud, a fin de proveer a todas las cosas con continuidad y paz. Enojarse, ir de un trabajo a otro sin previsión, correr apresuradamente sin organización nos derrota y termina por vencer al misionero y cansar la buena voluntad de los catequistas y de los fieles. Es necesario, donde sea posible, tener una obra de formación al comienzo de la escuela para niños y niñas; sesiones para los catequistas y los novios, generalmente catecúmenos, y visitar regularmente a los cristianos y a los catecúmenos. Si una misión vecina puede encargarse de la formación de sus cristianos y catequistas, no hay que dudar en confiárselos provisoriamente, a fin de poder por sí mismo seguir más a sus catecúmenos y su cristiandad. Como de hecho será raramente realizable para todos aquellos que están por formar, había que buscar tener consigo

un verdadero auxiliar, ya sea un hermano, o un catequista piadoso y dedicado, alojarlo convenientemente, retribuirlo de tal manera que las giras puedan realizarse sin demasiadas preocupaciones para la obra central.

¿Cómo realizar la obra de formación, cómo concebir ese programa, ver las giras de visita? En el centro uno se esforzará por tener una escuela; si no puede ser reconocida, sea por falta de diploma, sea por falta de instalación, se hará una escuela catequística que servirá para la formación de futuros catequistas, además de los enviados a la escuela catequística central. Para tener una escuela reconocida, hay que estar seguros de tener lo necesario para que pueda funcionar sin nuestra presencia continua, y, en consecuencia, alojar convenientemente a los monitores y retribuirlos también. Si no, uno se arriesga a que falte todo: la escuela, ya no sería una escuela y tendría mala fama entre los padres, y sobre el ministerio, tendríamos penas para realizarlo con la presencia necesaria en la escuela.  Esperando poder realizar una verdadera escuela, habría que pensar en atraer a los niños al catecismo, aún los de la escuela pública, si hay una. En algunos vicariatos es de esta manera que la influencia de la misión ha sido destacada por la acción ejercida sobre la escuela pública.  Es evidente que cuando las circunstancias lo permiten, hay que abrir una escuela, y en algunos sectores, puede ser más importante fundar una escuela, aún a riesgo de hacer pocas visitas de inspección.  De todas maneras en la obra de formación central no hay que perder nunca de vista que el elemento esencial de formación debe ser el de establecer entre las almas y Nuestro Señor un contacto vivo, personal y que, para alcanzar ese fin, la frecuentación de los sacramentos es el medio establecido por Nuestro Señor mismo.

¿Qué hacer en nuestras visitas de inspección? Lo primero, es necesario preverlas, establecer el programa de antemano, prevenir a nuestros cristianos por nuestros catequistas a fin de que no se alejen de los pueblos, que aprovechen para tener listos la capilla y el alojamiento del Padre y de los que lo acompañen, que hagan algunas provisiones. El catequista y los catecúmenos estarán un poco en estado de alerta, y se puede estar seguro que durante los días que preceden a la visita, el catecismo habrá sido más seguido, las oraciones más regulares, la escuela catequística más frecuentada.

Cuando el programa está listo, hay que cumplirlo absolutamente día por día, evitando a toda costa las promesas incumplibles, los horarios imposibles, las visitas relámpago, las modificaciones en mitad del camino… Es faltar a la palabra empeñada y, a su vez, es faltar a la consideración de la gente de los pueblos que son muy sensibles. Se han alegrado por recibirnos durante los días que han precedido; si se nos ocurre frustrar su espera 2 ó 3 veces, será inútil a partir de ese momento exigirles la puntualidad y aún una real estima. Si bien es bueno hacerse acompañar, hay que evitar llegar a los pueblitos con acompañantes inútiles. Pesan sobre el pueblo, aprovechan para hacerse servir y terminan por molestar para la acción pastoral.

¿Qué hacer en el pueblo? Aquí también es absolutamente necesario tener un programa, y si bien varía según los lugares y las costumbres de cada uno, hay un cierto número de ocupaciones pastorales y personales necesarias que hay que ordenar teniendo en cuenta las necesidades impuestas por la vida del pueblo, en particular la hora en que las mujeres preparan la comida y a qué hora comen los hombres.  Después de haber saludado a la población y tomado contacto con ella, tengamos cuidado en saludar primero a los hombres, y entre ellos a los notables; se acuerda con el catequista el programa del tiempo a pasar en el pueblo, y antes de la dispersión de la gente venida al encuentro de ustedes, publicarlo y repetirlo para que nadie lo ignore. Con los años, la gente conocerá rápidamente sus costumbres.

Nosotros debemos pensar y ordenar: los ejercicios personales, el breviario, la hora de las comidas, etc… y la actividad pastoral: revista de los cristianos, de los catecúmenos, haciéndolos llamar por categoría, y tanto como sea posible, que un cierto número de ellos estén presentes como testigos de las pláticas sobre observaciones y los reglamentos. ¡Cuántos consejos, estímulos y reproches propios para edificar! Es el momento en el cual el misionero más se parece al Divino Maestro en el curso de su vida pública. Aquí tendrá que mostrarse como un verdadero pastor de las almas, y manifestar el don de consejo. Entonces lo apreciarán todos quienes lo rodean y lo escuchan, pues bastante gente que no asiste a la iglesia irá para escuchar al Padre sentado en medio de la gente del pueblo. Esta revista, en efecto, no se debe hacer en la iglesia.  Interrogación de los catecúmenos: se puede hacer en la capilla o afuera: es todavía una excelente ocasión de hacer obra pastoral.

CONFESIONES: exhortar a todos los penitentes juntos si se ha reunido un grupo bastante numeroso, a fin de disponerlos bien. Tener cuidado de confesar siempre en un lugar donde se nos vea, y jamás en la oscuridad; elegir la hora según la conveniencia de los fieles, en lugar de exigirle a quienes desean confesarse que vengan en otro horario.

Hacer en común la oración de la noche.
Visitar a los enfermos.
Inspección de la escuela catequística, si la hay.
En la mañana: Misa con instrucción y después de la Misa, catecismo para todos, si es posible.

Tales son, esquematizadas, las grandes líneas de estas visitas de inspección, absolutamente indispensables y fructíferas en la medida en que sean hechas con cuidado, con regularidad, con celo. Tal es la misión que nos está confiada, la viña que tenemos que hacer fructificar.

Quiera Dios que estas líneas puedan dirigir nuestro celo, aumentarlo todavía más. Que el pabellón de oraciones, sacrificios, ofrecimientos de nuestros enfermos, de nuestras religiosas… de todos aquellos que obran con nosotros, y por fin, de nosotros mismos, emocionen a los Corazones de Jesús y de María y los incline a difundir gracias de elección sobre nuestro querido vicariato.

Monseñor Marcel Lefebvre
Carta Circular nº38 dirigida a los Sacerdotes,

Dakar, 15 de Abril de 1954

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martes, 29 de diciembre de 2015

"CARTA ABIERTA A LOS CATÓLICOS PERPLEJOS"


XXII

Ya es hora de reaccionar. Cuando Gaudium et Spes habla del movimiento de la historia que "se hace tan rápido que apenas se puede seguir", puede entenderse ese movimiento como aquel en que las sociedades liberales se precipitan hacia la disgregación y el caos. ¡Guardémonos de seguirlo! ¿Cómo comprender que ciertos dirigentes que se proclaman de la religión cristiana destruyan toda autoridad? Lo que importa es restablecer la autoridad que fue querida por la Providencia en las dos sociedades naturales de derecho divino cuya influencia aquí abajo es primordial: la familia y la sociedad civil. En estos últimos tiempos fue la familia la que sufrió los golpes más rudos; el paso al socialismo en países como Francia y España aceleró ese proceso. Las leyes y medidas que se sucedieron muestran una gran cohesión en la voluntad de destruir la institución de la familia: disminución de la autoridad paterna, divorcio facilitado, desaparición de la responsabilidad en el acto de la procreación, reconocimiento administrativo de las parejas irregulares y hasta de las parejas homosexuales, cohabitación juvenil, matrimonio de prueba, disminución de las ayudas sociales y fiscales a las familias numerosas. El propio Estado, mirando ya a sus intereses, comienza a percibir las consecuencias de esto en lo que se refiere a la baja natalidad y se pregunta cómo, en un tiempo próximo, las jóvenes generaciones podrán asegurar los regímenes de jubilación, de aquellas generaciones que han dejado de ser económicamente activas. Pero los efectos son mucho más graves en el dominio espiritual. Los católicos tienen el deber de intervenir con todo su peso, puesto que también son ciudadanos, para restablecer el debido equilibrio. Por eso no pueden permanecer al margen de la política. Pero su esfuerzo se hará notar sobre todo en la educación que den a sus hijos. Sobre este punto, la autoridad paterna es discutida en sus fuentes mismas por quienes declaran que "los padres no son los propietarios de los hijos", con lo cual quieren decir que la educación corresponde al Estado, con sus escuelas laicas, sus guarderías, sus jardines de infantes'. Se acusa a los padres de no respetar la "libertad de conciencia" de sus hijos cuando los educan según sus propias convicciones religiosas. Estas ideas se remontan a los filósofos ingleses del siglo XVII que querían ver en los hombres sólo individuos aislados, independientes desde el nacimiento, iguales entre sí, sustraídos a toda autoridad. Sabemos que todo eso es falso. El niño lo recibe todo de su padre y de su madre, alimento corporal, intelectual, educación moral, social. Los padres se hacen ayudar por maestros que en el espíritu de los educandos compartirán la autoridad de los padres, pero lo cierto es que, por una vía o por la otra, la casi totalidad de la ciencia adquirida durante la adolescencia será más una ciencia aprendida, recibida, aceptada, que una ciencia deducida de la observación y de la experiencia personal. Los conocimientos provienen en gran parte de la autoridad que los transmite. El joven estudiante cree en sus padres, en sus profesores, en sus libros, y así su saber se amplía.

Y esto es aún más cierto en el caso de los conocimientos religiosos, de la práctica de la religión, del ejercicio moral de conformidad con la fe, con las tradiciones, con las costumbres. En general, los hombres viven en función de las tradiciones familiares, como se observa en toda la superficie del globo. Por eso la conversión a otra religión diferente de aquella recibida durante la niñez encuentra serios obstáculos. Esta extraordinaria influencia de la familia y del medio es algo querido por Dios. Dios quiso que sus bienes se transmitan primero por la familia; por eso dio al padre de familia una gran autoridad, un inmenso poder sobre la sociedad familiar, sobre su esposa, sobre sus hijos. El niño nace con una debilidad tan grande que bien se puede apreciar la necesidad absoluta de la permanencia del hogar y de su indisolubilidad. Querer exaltar la personalidad y la conciencia del niño en detrimento de la autoridad familiar es asegurar su desgracia, empujarlo a la rebelión, al menosprecio de los padres, siendo así que la longevidad está prometida a quienes honran a sus mayores. Al recordarlo, san Pablo también dice que es deber de los padres no exasperar a sus hijos, sino que éstos han de ser educados en la disciplina y el temor del Señor. Si hubiera que esperar a poseer la inteligencia necesaria de la verdad religiosa para creer y convertirse, habría bien pocos cristianos en el momento actual. Uno cree en las verdades religiosas porque los testigos son dignos de crédito por su santidad, su desinterés, su caridad. Además, como dice san Agustín, la fe da la inteligencia. El papel de los padres se ha hecho hoy muy difícil. Según vimos, la mayoría de las escuelas libres están laicizadas, ya no se enseña en ellas la verdadera religión ni las ciencias profanas se enseñan a la luz de la fe. Los catecismos difunden el modernismo religioso. La vida vertiginosa absorbe todo el tiempo, las necesidades profesionales alejan a padres e hijos de los abuelos y abuelas que antes participaban en la educación. Los católicos no están solamente perplejos, sino que además están desarmados. Pero no tanto que no puedan sin embargo asegurar lo esencial, la gracia de Dios. ¿Qué hay que hacer? Existen escuelas verdaderamente católicas, aunque son pocas. A ellas hay que enviar a los hijos aun cuando esto pueda pesar en el presupuesto familiar. Habrá que fundar nuevas escuelas católicas, como algunas personas ya lo han hecho. Si los hijos del lector sólo pueden frecuentar aquellas escuelas en que la enseñanza está desnaturalizada, los padres deben presentarse, reclamar y no dejar que los educadores hagan perder la fe a los niños. El católico debe leer y volver a leer en familia el catecismo de Trento, el más hermoso y el más completo. Puede organizar "catecismos paralelos" con la dirección espiritual de buenos sacerdotes y no ha de tener miedo de que se lo trate de "salvaje" como se hizo con nosotros. Ya numerosos grupos funcionan en este sentido y ellos recibirán a los niños. Hay que rechazar los libros que transmiten el veneno modernista. Es menester hacerse aconsejar. Editores valientes publican excelentes obras y vuelven a imprimir las que destruyeron los progresistas. No hay que comprar cualquier Biblia; toda familia cristiana debería poseer la Vulgata, traducción latina hecha por san Jerónimo en el siglo IV y canonizada por la Iglesia. Hay que atenerse a la verdadera interpretación de las escrituras y conservar la verdadera misa y los sacramentos como se administraban antes en todas partes. Actualmente el demonio está desencadenado contra la Iglesia, pues precisamente de eso se trata: quizás estamos asistiendo a una de sus últimas batallas, una batalla general. El demonio ataca en todos los frentes y si Nuestra Señora de Fátima dijo que un día el mismo demonio llegaría hasta las más altas esferas de la Iglesia, eso significa que tal cosa podría ocurrir. No afirmo nada por mí mismo, sin embargo se perciben signos que pueden hacernos pensar que en los organismos romanos más elevados hay quienes han perdido la fe.

Es menester tomar urgentes medidas espirituales. Hay que rezar, hacer penitencia, como lo pidió la Santa Virgen, recitar el rosario en familia. Como se vio en la guerra, la gente se pone a rezar cuando las bombas comienzan a caer. Pero en este momento precisamente están cayendo bombas: estamos a punto de perder la fe. ¿Se da cuenta el lector de que esto sobrepasa en gravedad a todas las catástrofes que los hombres temen, las crisis económicas mundiales o los conflictos atómicos? Se imponen renuevos y no ha de creerse que no podamos contar aquí con la juventud. Toda la juventud no está corrompida, como tratan de hacernos creer. Muchos jóvenes tienen un ideal y en el caso de otros basta proponerles uno. Abundan ejemplos de movimientos que apelan con éxito a la generosidad de los jóvenes; los monasterios fieles a la tradición los atraen, no faltan vocaciones de jóvenes seminaristas o novicios que solicitan ser formados. Aquí puede realizarse un magnífico trabajo de acuerdo con las consignas dadas por los apóstoles: Tenete traditiones. Permanete in lis quae didicistis. El viejo mundo llamado a desaparecer es el mundo del aborto. Las familias fieles a la tradición son al mismo tiempo familias numerosas a las que su misma fe les asegura la posteridad. "Creced y multiplicaos". Al cumplir con lo que la Iglesia siempre enseñó, el hombre se proyecta al futuro.

CONTINUA...

"Actas del Magisterio - Mons. Lefebvre"


CAPÍTULO 5
Carta Custodi al pueblo italiano
del Papa León XIII
llamando a la lucha contra la secta masónica
(8 de diciembre de 1892)
León XIII explica toda la perversidad de la Masonería


Este documento no es una encíclica, sino una carta que León XIII dirigió al pueblo italiano. El Papa se expresa con más espontaneidad e interés hacia su pueblo que en un acto oficial destinado al conjunto de la cristiandad. Es interesante detenerse en él, puesto que este mensaje sigue teniendo toda su fuerza actual:
«Males inmensos han pasado por nuestra patria y la han torturado en tan corto espacio de tiempo. La religión de nuestros padres se ha convertido en el punto de mira de toda clase de perseguidores. Han concebido el plan satánico de sustituir al cristianismo por el naturalismo, al culto de la fe por el culto de la razón, a la moral católica por la supuesta moral independiente y al progreso del espíri-tu por el progreso de la materia. En fin, se han atrevido a oponer a las máximas sagradas y leyes santas del Evangelio, leyes y máximas que pueden llamarse “código de la Revolución”…»
El Papa seguramente se refiere a los derechos del hombre:
«…y de oponer a la escuela, ciencia y artes cristianas, una enseñanza atea y un realismo abyecto».
Se hubiese podido escribir un libro sólo con estas frases. El Papa, con apenas unas líneas, resume todo lo que hemos visto realizarse ante nuestros ojos desde hace dos siglos:
«Se ha invadido el templo del Señor, y con la confiscación de los bienes eclesiásticos, se ha disipado la mayor parte del patrimonio indispensable al sagrado ministerio (…) ¡Cuánta parcialidad y contradicción en esas luchas contra la religión católica! Por una parte se cierran monasterios y conventos, y por otras se permite que se multipliquen a su gusto las logias masónicas y las guaridas de las sectas. Se ha proclamado el derecho de asociación, pero sólo a las sociedades religiosas se les ha negado la personalidad jurídica, de la que usan y abusan asociaciones de todos los colores. Se exalta la libertad de cultos y sin embargo a la religión de los italianos se le reservan intolerancias y vejaciones odiosas, siendo que se le tendría que asegurar un respeto y protección especiales».

El Papa sigue diciendo:

«Sin exagerar el poder de la Masonería y atribuir a su acción directa e inmediata todos los males que sufrimos ahora en el orden religioso, se siente sin embargo que su espíritu se manifiesta en los hechos que Nos hemos recordado y en muchos otros que aún podríamos mencionar. Este espíritu, enemigo implacable de Cristo y de la Iglesia, es el que trata —por todos los medios y usando todos los ardides y artimañas que puede— de quitarle a la Iglesia su hija primogénita, y a Cristo su pueblo de predilección, a quien le ha confiado en este mundo la Sede de su Vicario y el centro de la unidad católica».

Después de haber hecho todas estas descripciones, el Papa enseña y amonesta:

«Recordemos que el cristianismo y la Masonería son esencialmente irreconciliables, de tal modo que adherir a la una es separarse de la otra. Ya no podéis ignorar, amadísimos hijos, esta incompatibilidad entre la profesión de católico y la de masón. Nuestros predecesores os lo habían advertido claramente, e igualmente Nos os reiteramos profundamente esta declaración: los que para su des-gracia han dado su nombre a alguna de estas sociedades de perdición, tienen que saber que están obligados estrictamente a separarse de ella si no quieren ser separados de la comunidad cristiana y perder su alma en el tiempo y en la eternidad».
Después de esto, el Papa enumera los principios para llevar a cabo casi una Cruzada:
«¿Se ha amparado la Masonería de las escuelas públicas? Vosotros, con las escuelas privadas, de padres de familia, y las que dirigen los sacerdotes celosos y piadosos o los religiosos, disputadles la instrucción y educación de la infancia y de la juventud cristianas, pero sobre todo, que los padres cristianos no confíen la educación de sus hijos a escuelas poco seguras. ¿Ha puesto en manos de sus adeptos las obras pías? Vosotros confiad a instituciones católicas las que dependen de vosotros. ¿Abre y sostiene casas de vicio? Vosotros haced lo posible para abrir y sostener asilos o refugios para la virtud en peligro. ¿Una prensa anticristiana, a su propia costa, lucha desde el doble punto de vista religioso y social? Vosotros, con vuestra persona y dinero, ayudad y favoreced la prensa católica».

Ahora ya no hay prensa católica. Me pregunto a qué prensa católica se podría dar dinero. Hay algunas revistas, pero ya no hay periódicos católicos. No conozco ninguno en Italia ni tampoco en Francia. En otro tiempo, cuando empezó, estaba la Francia Católica, pero ahora, ¿a dónde ha ido a parar? El hombre nuevo, es muy liberal. El Avvenire en Italia es espantoso: es el periódico más revolucionario. Podemos preguntarnos cómo pueden los obispos católicos dar dinero a semejantes periódicos. Avvenire es quizás peor que Le Monde, porque se presenta como católico, siendo que su espíritu es el mismo que este último, que está sutilmente envenenado.

«¿Funda sociedades de beneficencia y establecimientos de préstamo para sus partidarios? Vosotros haced lo mismo, no sólo para vuestros hermanos sino para todos los necesitados (…) Esta lucha del bien contra el mal tiene que extenderse a todo y tiene que procurar, en la medida de lo posible, reparar en todo.  ¿La Masonería realiza frecuentemente sus congresos para concertar nuevos medios de ataque contra la Iglesia? Vosotros también reuníos para poneros mejor de acuerdo sobre los medios y el orden de la defensa. ¿Multiplica sus logias? Vosotros multiplicad los círculos católicos y comités parroquiales, favoreced las asociaciones de caridad y oración, y concurrid para sostener y aumentar el esplendor del templo de Dios. ¿Libre de todo temor, se muestra ahora la secta a la luz del día? Vosotros, católicos italianos, haced también profesión abierta de vuestra fe, según el ejemplo de vuestros antepasados que, intrépidos ante los tiranos, suplicios y muerte, la confesaban y sellaban con el testimonio de su sangre. ¿Qué más? ¿Trata la secta de esclavizar a la Iglesia y ponerla como pobre esclava a los pies del Estado? Vosotros no dejéis de pedir y reivindicar por medios legales la libertad e independencia que se le deben. Para desgarrar la unidad católica, ¿intenta ella sembrar cizaña entre el clero mismo, y suscita querellas, fomenta discordias y exista a las mentes a la insubordinación, la rebelión y el cisma? Vosotros, estrechando aún más el vínculo sagrado de la caridad y de la obediencia, reducid sus proyectos a la nada, y haced que sean vanas sus tentativas y esperanzas. Como los fieles de la primitiva Iglesia, no forméis sino un corazón y una sola alma alrededor de la Sede de Pedro, y en unión con vuestros pastores proteged los intereses supremos de la Iglesia y del Papado, porque son también los intereses supremos de Italia y del mundo entero».

Ahora, por desgracia, los que parecía que eran sumisos al Papado, trabajan contra él. Los que parece que son sumisos a los obispos, trabajan contra la Iglesia. Y se dice que nosotros estamos alejados de la Sede de Pedro y de la Iglesia, siendo que somos sus mejores defensores, y los más dispuestos a defender a la Santa Sede y a los obispos en cuanto son sucesores de los Apóstoles y representantes de la Iglesia, pero no en el liberalismo que profesan.

El Papa León XIII, como podemos ver, nos anima a la lucha. 

CONTINUA...