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martes, 18 de junio de 2019

EL MISTERIO DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO


Jesucristo y la samaritana
INTRODUCCION
Yo quisiera, en la medida que Dios me lo permita y me dé los medios para hablaros, ¡oh! no con tanta elocuencia como lo hizo san Pablo ni con tanta elocuencia como lo hicieron oradores como san Juan Crisóstomo y los grandes doctores de la Iglesia, intentar someter vuestra inteligencia, someter vuestro corazón y someter vuestra alma al Misterio de Nuestro Señor Jesucristo. Pues, en definitiva, Nuestro Señor Jesucristo siempre es el centro y el corazón de toda nuestra vida y lo será para la eternidad. Por El y en El podemos vivir de la gracia, podemos vivir de la caridad, y vivir y preparar nuestra eternidad. No hay otro camino.
Cuando consideramos lo que somos, pobres pecadores tentados de favorecer siempre más el desorden que el orden, por todas las tentaciones y por nuestras debilidades, como ya os he dicho, por las heridas que nos ha hecho el pecado original, tenemos la necesidad de encontrar no sólo a nuestro modelo sino también al que es la causa del orden que tenemos que restablecer en nosotros. Nuestro Señor Jesucristo no sólo es nuestro modelo sino también la causa de nuestra resurrección, y la causa de nuestra santificación, y en El hallamos realmente todo lo que necesitamos para nuestra santificación.
La Iglesia Católica nos presenta a este hombre perfecto en Nuestro Señor Jesucristo. De este modo, cuanto más meditemos sobre la persona de Nuestro Señor Jesucristo más nos acercaremos a Nuestro Señor por todos los medios que Nuestro Señor ha puesto a nuestra disposición: la Santa Iglesia, el santo sacrificio de la Misa, los sacramentos y toda la liturgia, y particularmente la sagrada Eucaristía. Cuanto más usemos de estos medios más penetraremos en este misterio de Nuestro Señor Jesucristo.
¡Se trata, pues, de un gran misterio! San Pablo lo repite constantemente. Es lo que enseña de un modo particular a todos los que había sido enviado. En su epístola a los Efesios, en el capítulo 3º dice así:
«A causa de esto, yo Pablo, el prisionero de Cristo por amor a vosotros los gentiles... puesto que habéis oído la dispensación de la gracia de Dios a mí conferida en beneficio vuestro cuando por una revelación me fue dado a conocer el misterio que brevemente antes os dejo expuesto. Por su lectura podéis conocer mi inteligencia en el misterio de Cristo (potestis legentes intelligere prudentiam meam in mysterio Christi), que no fue dado a conocer a otras generaciones, a los hijos de los hombres, como ahora ha sido revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu: Que son los gentiles coherederos y miembros de un mismo cuerpo, copartícipes de las promesas en Cristo Jesús mediante el Evangelio, cuyo ministro fui hecho yo por don de la gracia de Dios a mí otorgada por la acción de su poder. A mí, el menor de todos los santos, me fue otorgada esta gracia de anunciar a los gentiles la insondable riqueza de Cristo e iluminar a todos acerca de la dispensación del misterio oculto desde los siglos en Dios, creador de todas las cosas, para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora notificada por la Iglesia a los principados y potestades en los cielos, conforme al plan eterno que El ha realizado en Cristo Jesús, Nuestro Señor» (Efes. 3, 1-11).
Para San Pablo, como podéis ver, la gran preocupación es la de hacer conocer a los Gentiles el misterio de Cristo. En efecto, todos sabemos, por supuesto, y lo profesamos en nuestra fe, que Nuestro Señor Jesucristo es hombre y que Nuestro Señor Jesucristo es Dios, es el Hombre Dios. En el misterio de esta unión de Dios con la naturaleza humana es evidente que hallamos muchas cosas para meditar. Este hombre, pues, que andaba por Palestina, que vivió en Nazaret durante 30 años, este hombre, pues, era Dios. Parece evidentemente extraordinario. Difícilmente podemos imaginar lo que podía ser. Porque en definitiva, ¿cómo puede estar Dios en el cuerpo de un hombre, en una simple alma humana limitada? ¿Es algo evidente que Dios pueda pasarse de la persona humana y asumir directamente por sí mismo un alma y un cuerpo? Se trata, por supuesto, de un misterio, porque nunca llegaremos a comprender con exactitud esta realidad absolutamente asombrosa, la Encarnación de Dios. Sin embargo es este el misterio en el que se halla contenida nuestra salvación. ¡En este misterio se halla incluso contenida toda la razón de ser de la creación! Vamos a procurar, en la medida que se pueda, hablar del misterio de Nuestro Señor Jesucristo.
CAPITULO I: HIJO DE DIOS
El mismo San Pablo dice que le pide a Dios que le inspire las palabras adecuadas para hablar de este misterio, de modo que no cabe duda que vamos a tratar un tema verdaderamente misterioso pero tan real y tan importante que, en definitiva, constituye el corazón de nuestra vida, el tema de nuestras meditaciones y la fuente de nuestra santificación.
Por la fe creemos en la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo y asimismo en su humanidad. Creemos y afirmamos que es Dios y hombre. Así que resulta provechoso leer algunos textos de la Sagrada Escritura que tratan de este tema de una manera muy explícita para penetrarnos bien de este pensamiento que Nuestro Señor Jesucristo es verdaderamente Dios y Hombre. Son textos tan hermosos y conmovedores que merecen ser leídos.
En primer lugar, es Nuestro Señor Jesucristo mismo quien lo afirma. Es cierto que Nuestro Señor no reveló desde el principio de su vida pública que era el Hijo de Dios, pero no es correcto decir, como dicen ahora los modernistas, que no tenía conciencia de que era verdadero Hijo de Dios, consustancial con el Padre y con el Espíritu Santo, sino simplemente de su calidad particular de hijo de Dios y esto sólo al final de su vida pública, por una especie de toma de conciencia de sí mismo. Evidentemente, esto es totalmente falso 6. Demos algunos ejemplos en san Mateo, capítulo 26. No cabe duda de que al final de su vida es cuando Nuestro Señor proclamó su divinidad, ante Caifás.
«Los príncipes de los sacerdotes y todo el Sanedrín buscaban falsos testimonios contra Jesús para condenarle a muerte, pero no los hallaban, aunque se habían presentado muchos falsos testigos» (versículos 59-60).
«Al fin se presentaron dos, que dijeron: Este ha dicho: Yo puedo destruir el templo de Dios y en tres días reedificarlo. Levantándose el Pontífice, le dijo: ¿Nada respondes? ¿Qué dices a lo que estos testifican contra ti?» (versículos 61-62).
«Jesús callaba y el pontífice le dijo: Te conjuro por Dios vivo a que me digas si Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios». (versículo 63).
«Jesús le dijo: Tú lo has dicho. Y yo os digo que un día veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo» (versículo 64).
«Ellos respondieron: Reo es de muerte» (versículo 66).
Está claro: cuando Nuestro Señor proclamó públicamente su divinidad, el sumo sacerdote juzgó que se trataba de una blasfemia y que este hombre que se hacía Dios merecía la muerte.
Es una afirmación solemne por parte de Nuestro Señor, que dijo que El es verdaderamente el Hijo de Dios y que un día se le verá venir sobre las nubes del cielo.
En el capítulo 17 hay otro pasaje, no menos significativo, que es el de la Transfiguración.
«Seis días después, escribe san Mateo, tomó Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano, y los llevó aparte, a un monte alto y se transfiguró ante ellos».
Tenemos que pensar y creer que la Transfiguración tendría que haber sido un estado normal para Nuestro Señor. Lo anormal es que no estuviese transfigurado de manera habitual, ya que Nuestro Señor tenía la visión beatífica. Tenía la visión beatífica desde el momento de su nacimiento y desde que su alma había sido creada. Así que las consecuencias de la visión beatífica tendrían que haberse manifestado en su cuerpo y en su ser, como en los elegidos. Los elegidos son gloriosos en este momento (por lo menos para el cuerpo de la Santísima Virgen: cuando los cuerpos se reúnan a las almas bienaventuradas, serán transfigurados). Estos cuerpos tendrán todas las propiedades de los cuerpos resucitados: serán luminosos y brillarán como el sol. Esta es una de las consecuencias de la visión beatífica y de la gloria de Dios en las almas. Gozando de la visión beatífica, Nuestro Señor normalmente hubiese tenido que tener un cuerpo transfigurado. Pero, por un milagro, Nuestro Señor quiso vivir como los demás hombres y no tener habitualmente un cuerpo transfigurado.
«Se transfiguró ante ellos; brilló su rostro como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías hablando con El. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, una para Moisés y otra para Elias”

6 ¡Ya san Fulgencio, obispo de Ruspe (468-533) denunciaba esta herejía, en la cual reinciden los modernistas! Así escribía: «Es totalmente imposible y ajeno a la fe decir que el alma de Cristo no tuvo conocimiento pleno de su divinidad, con la cual creemos que no formaba naturalmente más que una persona» (Carta 12, cap. 3, nº 26).
«Mientras que la divinidad se conocía como tal por ser naturalmente tal, el alma conocía toda la divinidad sin ser ella misma la divinidad. Así pues, la divinidad naturalmente es su propio conocimiento, mientras que, por el contrario, el alma de Cristo recibió de la divinidad el conocimiento de la divinidad que conoció» (Carta 14, cap. 3, nº 31).



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