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martes, 11 de junio de 2019

AUDI, FILIA, ET VIDE, ETC. SAN JUAN DE AVILA


Santa Rosa de Lima acosada por el demonio

CAPITULO 17
En que se comienza a tratar de los lenguajes del demonio, y cuánto los debemos huir; y que uno de ellos es ensoberbecer a un hombre para le traer a grandes males y engaños; y de algunos medios para huir este lenguaje de la soberbia.
De un solitario leemos, al cual el demonio apareció mucho tiempo en figura de Ángel de Dios, y le decía muchas revelaciones, y hacía que cada noche relumbrase la celda, como si en ella hubiera lumbre de alguna vela o candil; después de todo lo cual lo persuadió que matase a su propio hijo, para que fuese igual en merecimientos al Patriarca Abraham. Lo cual el solitario engañado se aparejaba a hacer, si el hijo que lo sospechó no se fuera huyendo.
A otro apareció también en figura de Ángel, y le dijo mucho tiempo muchas verdades para acreditarse con él; y después díjole una gran mentira contra la fe, la cual el otro engañado creyó.
También leemos de otro, que después de haber vivido cincuenta años con muy singular abstinencia, y con guarda de soledad más estrecha que cuantos estaban en aquel yermo, le hizo el demonio entender en figura de Ángel que se echase en un hondísimo pozo, para que por experiencia probase que a quien tanto había servido a Dios como él, ni aquello ni otra cosa le podía empecer (empecer: dañar). Todo lo cual él creyó, y lo puso por obra; y siendo con mucho trabajo sacado medio muerto del pozo, y siendo amonestado por los santos viejos del yermo que se arrepintiese de aquello, porque había sido ilusión del demonio, no lo quiso creer ni hacer. Y lo que peor es, que aunque murió al tercero día, tenía tan metido el engaño en su corazón, que aun viéndose morir por causa de la caída, creyó todavía que había sido revelación de Ángel de Dios.
¡Oh, cuánto conviene a los aprovechados en la virtud vivir en el santo recelo de sí, como gente, que aunque tengan conjeturas de que están bien con Dios, mas no certidumbre; ni saben si son dignos de amor o de aborrecimiento en el tiempo presente, y menos lo que será de ellos en el tiempo que les resta de vivir! Y especialmente se deben de guardar mucho de creerse a sí mismos, acordándose de aquella profunda sentencia de San Agustín: «La soberbia merece ser engañada.»
Y, si como os he contado estos engaños pasados, os hubiese de contar los que han acaecido en tiempos presentes, ni se podrían escribir en pequeño libro, ni los podríades leer sin mucho cansancio. Por una parte es así, según lo podemos juzgar, que llueve Dios en los corazones de muchos aguas de misericordias particulares, con que no sólo hacen frutos exteriormente buenos, mas aun tienen con el Señor comunicación interior, y tan familiar, que con dificultad podrá ser creído. Y por otra parte se tiene también experiencia, que trae el demonio, permitiéndolo Dios, particular diligencia en estos tiempos, para engañar con falsos sentimientos y falsas hablas, exteriores e interiores, y con falsa luz de entendimiento a los que son soberbios y amigos de su parecer, con título que es parecer de Dios; y aun también para ejercitar por diversas vías a los que con humildad y cautela sirven a Dios. Por lo cual en estos tiempos, en los cuales parece haberse soltado Satanás, como dice San Juan (Apoc., 20, 3), conviene que haya diligencia doblada en les que sirven a Dios, para no creer fácilmente estas cosas, y profunda humildad y santo temor, para que Dios no los deje engañar; y procurar luego de dar cuenta de lo que sienten y pasa en ellos a sus Prelados y mayores, que les pueden enseñar la verdad.
El Profeta dice (Ps., 13, 3) que debajo de la lengua de los malos hay ponzoña de víboras; ¿cuánto mayor la habrá en el lenguaje del demonio, más malo que todos los malos? Y si él nos ensalzare de (de: por) los bienes que tenemos, humillémonos nosotros mirando los males que hacemos y que hicimos; los cuales fueron tantos, que si el Señor por su gran misericordia no nos fuera a la mano, y nos saliera al camino en que tan de corazón caminábamos, para quitarnos de él, como hizo a San Pablo, fuéramos creciendo en maldades como en edad, hasta que los infernales tormentos fueran pequeños para nuestro castigo, i Oh abismo de misericordia!, ¿y qué te movió a dar voces desde el cielo en nuestro corazón y decir (Act., 9, 4): ¿Por qué me persigues con tu mala vida? Con las cuales nos derribaste de nuestra soberbia, y nos hiciste saludablemente temer y temblar, y que con dolor de haberte ofendido y deseo de agradarte te dijésemos: Señor, ¿qué quieres que haga? Y quieres Tú, Señor, que el remedio de nuestros males lo esperemos de Ti, mediante las medicinas de tu palabra y Sacramentos que tus ministros en tu Iglesia dispensan, y mandas que vayamos a ellos, como San Pablo a tu siervo Ananías. Así, que sabemos muy bien que la perdición fue de nosotros, y el remedio fue tuyo (Oseas, 13, 9). Y confesamos que tu infinita bondad te hizo llamar para Ti los que tan vueltas tenían las espaldas a Ti, y acordarte de los olvidados de Ti, haciendo mercedes a los que merecían tormentos, tomando por hijos a los que habían sido malos esclavos, y aposentando tu Real Persona en los que primero fueron hediondos, y establo de suciedades. Estos males que entonces hicimos, nuestros eran; y si otra cosa somos, por Dios y en Dios lo somos, como dice el Apóstol (Efes., 5, 8): Eran algún tiempo tinieblas, mas ahora luz en el Señor.
Conviene, pues, acordarnos del miserable estado en que por nuestra flaqueza nos metimos, si queremos estar seguros en el dichoso estado en que por su misericordia Dios nos ha puesto; creyendo muy de verdad que lo mismo haríamos que entonces hicimos, si la poderosa y piadosa mano de Dios de nos se apartase. Y si miramos a los muchos peligros a que estamos sujetos por nuestra flaqueza, no osaríamos del todo alegrarnos con el bien que de presente tenemos, por el temor de los pecados que podemos hacer. Y entenderemos cuan sano consejo es el de la Escritura (Pr., 28, 14): Bienaventurado el varón que siempre está temeroso. Item (Philip., 2): Obrad vuestra salud con temblor y temor. Y (1 Cor., 10): El que está en pie, mire no caiga. Gemido ha de costar el pecado cometido para ser perdonado; y temor ha de costar el que está por hacer para que de él seamos librados; como se figura muy bien (Gen., 33) en el temor que tuvo Jacob a Esaú, cuando de Mesopotamia venía, aunque Dios le había mandado venir.
Grande alegría mostraron los hijos de Israel, y devotos cantares hicieron a Dios, cuando tan gran maravilla hizo con ellos, que los pasó por el mar a pie enjuto (Ex. 15); y les parecía, que pues en tan gran peligro no habían peligrado, ninguna cosa había de ser bastante para los derribar ni impedir que alcanzasen la tierra por Dios prometida. Mas la experiencia salió de otra manera; porque después de aquel gran favor sucedieron tentaciones y pruebas; y fueron hallados flacos e impacientes en la prueba y pelea los que habían sido devotos y alegres después de la pasada del mar. Y porque no alcanzan la corona prometida por Dios sino los que son hallados fieles en las pruebas que les envía, éstos no la alcanzaron porque no lo fueron; mas en lugar de la vida prometida, fueron castigados con morir en el desierto.
¿Quién será, pues, tan desatinado que, ahora mire a la vida pasada, ahora a la que le resta de vivir, que ose alzar su cabeza a tomar alguna soberbia, pues en lo pasado ve que tan miserablemente cayó, y en lo por venir a tantos temores está sujeto? Y si bien conociere y sintiere la verdad de cómo todo lo bueno viene de Dios, verá que el tener dones de Dios no ha de ensalzar vanamente al que los tiene, mas abajarle más, como quien más agradecimiento y servicio debe. Y cuando piensa que creciendo las mercedes, crece la cuenta que ha de dar de ellas», como San Gregorio dice, le parecen los bienes que tiene una carga pesada, que le hace gemir y ser más cuidadoso y humilde que antes.
Y porque es tanta nuestra liviandad, y tenemos tan metida en los huesos la secreta soberbia, que fuerzas humanas no bastan a limpiarnos del todo de este pecado, debemos pedir a Dios este don, suplicándole importunamente no nos permita caer en tan gran traición, que nosotros seamos robadores de la honra que de todo lo bueno a Él es debida. Con el ayuno se sanan las pestilencias de la carne, y con la oración las del ánima. Y por eso conviene al que esta pestilencia siente en su ánima, orar con toda diligencia y continuación, y presentarse delante del acatamiento de Dios, suplicándole le abra los ojos para conocer la verdad de quién sea Dios y de quién sea él, para que ni atribuya a Dios algún mal, ni atribuya a sí algún bien. Y así estará lejos de oír el falso lenguaje del soberbio demonio, que con la propia estima lo querría engañar; mas oye la verdad de Dios, que dice (2 Cor., 10, 18) que la verdadera honra y estima de la criatura no consiste en sí misma, mas en recibir mercedes y ser estimada y amada de su Criador.


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