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martes, 30 de abril de 2019

El santo cura de Ars y el Demonio



Tal vez, por el contrario — diremos nosotros —, Dios deseaba, al aproximarse una época en que las vocaciones se tornarían más raras, mostrar por medio de ese ejemplo que un buen cura puede y debe morir en la brecha. En los tiempos del cura de Ars los sacerdotes no escaseaban tan cruelmente como en nuestros días. Lo cual explica un diálogo como el siguiente:
"—Me iré de aquí.
"—Monseñor no lo permitirá.
"—Monseñor no se preocupa por mí: tiene bastantes curas; necesito mucho, algún tiempo para llorar mi pobre vida y prepararme a morir haciendo penitencia."
Este diálogo lo mantuvo con Catherine Lassagne como lo había tenido con el hermano Athanase y ella lo transcribe con esta conclusión: "Por eso él trató de irse."
Y, sin embargo, si creemos al abate Monnin que está tan al corriente de todos los detalles de esta vida, el santo de Ars reconocía que había intemperancia en este deseo de él y que el demonio se servía de ello para tentarlo. Y como sabemos que el grito iracundo del demonio: "¡Vianney! ¡Vianney! ¿qué haces ahí? ¡Vete! ¡Vete,!" se había hecho oír desde los primeros años de su ministerio —por lo menos desde 1829, según el testimonio del abate Bibot—, puede decirse que ésa fue la tentación dominante de su vida, que él le resistió valientemente, que estuvo casi por cederle en dos ocasiones, pero terminó por obedecer la voluntad de Dios y las órdenes de su obispo, tanto que murió en su puesto como lo deseaba su Jesús.
"Sus huidas" — sigue diciendo monseñor Fourrey — no fueron de ninguna manera gestiones de rebelión. Al partir escribió al jefe de la diócesis: "Está usted seguro que volveré cuando usted lo quiera." Pero este modo de poner sobre aviso a la autoridad episcopal sobre su drama de conciencia le parecía el medio de obtener finalmente la liberación a la cual aspiraba. "Había creído, al huir, cumplir con la voluntad de Dios", ha asegurado Catherine Lassagne.
"Sólo después del fracaso de la tentativa de 1853, él descubrió la maniobra del Maligno en sus sueños obsesionantes de soledad y de vida penitente, lejos de Ars . . ."
Tal fue pues la más dura batalla del cura de Ars contra el Arpeo. Si el demonio le jugaba malas pasadas, dejándose ir a esas manifestaciones grotescas e irrisorias, sabía por otra parte revelarse un tentador singularmente hábil y penetrante.
El cura de Ars y el espiritismo
Nuestro estudio concerniente al "cura de Ars y el Diablo" no sería completo si no citáramos algunos rasgos precisos de él con respecto al espiritismo que consideró siempre como diabólico.
Al conde Jules de Maubou, que tenía propiedades cerca de Villefranche, en Beaujolais, le agradaba ir a ver, durante su estada en la región, al santo hombre del cual era el penitente y amigo. Ahora bien, le había ocurrido, en medio de una sociedad distinguida en la cual se "divertían" en hacer mover y hablar las mesas, tomar parte en este juego por simple condescendencia con la moda.
Dos días después se dirigió a Ars, vio al abate Vianney y, como de costumbre, se acercó sonriente a él tendiéndole la mano.
Cuál no sería su estupor cuando el buen cura lo detuvo con un ademán antes que él hubiera podido dirigirle la palabra, para decirle con un tono triste y severo:
"— ¡Julio! ¡Anteayer ha tenido usted tratos con el diablo! ¡Venga a confesarse!"
Ahora bien, el abate Vianney no podía saber por vías naturales lo que había pasado hacía dos días. Asombrado el joven conde se arrodilló dócilmente en el confesionario, y prometió que nunca más tomaría parte en un juego, el cual el hombre de Dios calificaba de diabólico.
Poco tiempo después, cuando estuvo de regreso en París, se encontró de nuevo en un salón donde se jugaba a hacer moverse y hablar un velador.
Lo invitan a participar; él rehúsa. Insisten, pero se mantiene firme. Los asistentes ignoran su negativa. Las manos se unen alrededor del velador. El conde de Maubou se mantiene alejado y desde su rincón protesta interiormente contra el juego que se desarrolla sin su concurso. Contra todo lo esperado el velador no se mueve.
El médium, es decir el que dirige el juego, se muestra muy sorprendido y termina por decir: "¡No comprendo nada! ¡Debe de haber aquí una fuerza superior que paraliza nuestra acción!"1 Y he aquí un segundo episodio en un todo semejante al primero.
Un joven oficial, Charles de Montluisant, habiendo oído hablar de las maravillas de Ars, decidió ir hasta allí, por pura curiosidad.
En el camino los oficiales convinieron en que cada uno de ellos haría una pregunta al cura de Ars. Sólo de Montluisant declaró que "no teniendo nada que decirle, ¡nada le diría!"
Llegan, pues a Ars. De pronto, uno de los visitantes, queriendo hacerle una pequeña broma a su camarada y dirigiéndose al cura, le dice:
"—Señor cura, este es Charles de Montluisant, un joven capitán de porvenir que desearía preguntarle algo."
El capitán está atrapado. Siguiendo la broma de su compañero y no sabiendo qué decir, le hace simplemente esta pregunta: "—Pues bien, señor cura, estas historias de diablos que se cuentan con respecto a usted no son reales, ¿verdad? . . . ¡Es pura imaginación!"
El cura, por toda respuesta fija su mirada penetrante en el oficial y dice, con voz breve y categórica:
"— ¡Ah, amigo mío! ¡Usted sabe algo al respecto! . . . ¡Sin lo que usted hizo no hubiera podido liberarse de él!"
Respuesta enigmática y sin embargo llena de seguridad. Todos se miraron. Todos callaron y el joven capitán, ante el asombro de sus amigos, no contestó.

1 En nota, monseñor Trochu (obra cit., pág. 304) precisa: "Este relato se basa por entero sobre las notas escritas el 16 de mavo de 1922, por el Sr. De Fréminville, de Bourg, sobrino nieto del conde de Maubou. El Sr. de Fréminville «a autorizado al autor a citar su nombre y el de su tío abuelo."
Pero cuando estuvieron solos sus compañeros quisieron aclarar las cosas. O bien el cura había hablado al tuntún, sin decir nada preciso, o bien había querido decir algo, pero ¿qué? De Montluisant respondió que estando en París para sus estudios se había afiliado a un grupo filantrópico en apariencia pero que en realidad era una asociación espiritista.
"Cierto día — les contó — al volver a mi cuarto tuve la impresión de no estar solo. Inquieto por esa sensación tan extraña, miro, busco por todas partes: nada. Al día siguiente la misma cosa. . . Y además me pareció que una mano invisible me apretaba la garganta. . . Yo tenía fe. Fui a buscar agua bendita a Saint-Germain-PAuxerrois, mi parroquia. Asperjé el cuarto en sus rincones y recovecos.
A partir de ese instante toda impresión de una presencia extra natural cesó. Y después no volví a poner los pies en casa de los espiritistas . . . No dudo que sea ése el incidente, ya lejano, al cual acaba de hacer alusión el cura de Ars." 1
Los hechos que acabamos de relatar son para integrar el expediente del espiritismo, del cual tendremos ocasión de volver a hablar en otro capítulo. Pero cuando pensamos en las luces exclusivamente divinas por las cuales el santo cura de Ars se ha mostrado iluminado, a todo lo largo de su vida, en las numerosas experiencias que ha hecho por las innumerables confesiones que ha oído, es imposible no sentirse impresionados por la certidumbre categórica en extremo', que fue siempre la suya, del carácter demoníaco de la mayoría de las operaciones que constituye el espiritismo propiamente dicho.
El cura de Ars veía y sabía cosas que nosotros no vemos ni sabemos.
Su sentimiento sobre semejantes temas no es despreciable y es por ello que hemos creído necesario insistir, sin querer por eso resolver problemas tan complejos como son los de la metafísica.
N. B. Estimados lectores este sera el ultimo articulo que sobre el Santo cura de Ars suba al blog, pero continuaremos con otro tema tan interesante y tan de actualidad como lo es: "De la posesión, su naturaleza, sus causas, sus remedios"




lunes, 29 de abril de 2019

ACUÉRDATE QUE NO TIENES MAS DE UN ALMA. SANTA TERESA DE JESÚS


163.- Mandaba DIOS en el Éxodo que llevase el Sacerdote
campanillas pendientes en la orla de la vestidura, entretejidas con granadas,
y da la razón Teodoreto, diciendo: para que procediese con mayor atención, temor y reverencia, acordándose de las campanas que habían de clamorear por él, y de la última cuenta que había de dar, del oficio y ministerio que ejercitaba.
164.- Memoria que hace a los más Santos atentos, y engendra temor y reverencia en los más espirituales y perfectos. ¡Oh, si  cuando el Sacerdote se viste para decir Misa, y cuando tocan al Coro y a la Oración al Religioso, se acordasen de la cuenta que han de dar de lo que van a hacer, y con cuánta reverencia y atención dirían la Misa!
165.- Y si el seglar en las obras que empieza hiciese memoria del juicio, y se acordase que se ha de ver en él, y que bien obraría.
Ninguno, por espiritual que sea, pierda este anillo y memorial de su mano; tráigale siempre delante de los ojos, y le será preservativo de culpas y estímulo de virtudes.
166.- Y porque veas con cuánta razón temían los Santos este juicio, oye lo que se cuenta en el Prado Espiritual del Abad Silvano, y es que, estando con sus discípulos, fue arrebatado en espíritu, y después volvió, y cubriéndose el rostro empezó a llorar amargamente.
167.- Los discípulos le rogaron que les dijese lo que había visto, y, aunque lo rehusó por algún tiempo, últimamente vencido de sus instancias dijo: Yo, hijos míos, fui arrebatado al Tribunal de CRISTO, en el cual vi la estrecha cuenta; que se pide a los hombres de sus vidas, y a muchos de nuestro hábito y profesión, que fueron condenados en él al infierno, y no pocos de los seglares llevados al cielo. Esto lloro, y esto tiemblo. ¡Ay de mí, que soy pecador y peor que aquellos!
168.- ¡¿Qué será de mí en aquel juicio a donde vi a los solitarios y penitentes condenados a fuego eterno?! Los discípulos enmudecieron, y el Santo Abad quedó tan triste, que nunca más le vieron el rostro alegre, ni los ojos enjutos, ni ocuparse en otra cosa más que llorar, gemir; orar y hacer rigurosa penitencia de sus culpas.
169.- Yo te ruego que mires lo que pasa, y consideres ¿qué será en aquel tribunal de ti? En él te has de ver forzosamente, la misma cuenta que te han de pedir, y con el-mismo arancel te han de juzgar. Si los muy penitentes se hallaron tan alcanzados en él, y fueron condenados para siempre, ¿qué será de ti que nunca haces penitencia?
170.- Si los solitarios no supieron satisfacer a los cargos de aquel juicio, ¿cómo sabrás tú que vives en medio del siglo, tan olvidado de ti y de Dios, y tan enfrascado en medio de los negocios del mundo, como si no hubieras de salir de él? Abre los ojos, pues tienes tiempo, recógete con este Santo a mirar por ti, porque puedas entonces dar buena cuenta a Jesucristo.

171.- Entonces dirá CRISTO a los malos que estarán a su mano
siniestra: APARTAOS DE MÍ, MALDITOS, ¡AL FUEGO
ETERNO!,
que está aparejado para el demonio y para sus Ángeles. Estas mismas palabras dirá a cada uno en singular de los condenados, cuando le da la última sentencia el día y hora de SU muerte. Y porque es una de las partes más principales de aquella cuenta de que trata aquí nuestra Santa para arrancar un alma de lo caduco y frágil, que le impide el camino del cielo, no he querido pasarla en silencio, sin hacer alguna mención de ella.
172.- S. Juan Crisóstomo aconseja a todos, de cualquier estado y condición que sean, que tengan muy en la memoria las penas del infierno, y que rumien a menudo aquella última sentencia, y aquel fuego eterno, si quieren no bajar al infierno. Y S. Borromeo decía muchas veces: bajen los hombres vivos con la memoria al infierno, porque no bajen muertos. DESCENDANT VIVENTES
173.- El que desearé escapar de aquellas terribles penas medítelas una y muchas veces, tenga largas horas de oración, pensando en lo que allí se padece de tormentos y atormentadores en el alma y en el cuerpo, en los sentidos anteriores y exteriores. Discurra por cada uno en singular, y vea, que guste, y oiga y toque aquellas penas.
174.- Penetre aquel rencor del corazón, aquel despecho, sin poder jamás acordarse de Dios, aquel desamparo de si mimo, aquella compañía de víboras y serpientes, aquella noche sin día, aquel día sin luz inaccesible, aquella desesperación de alivio y de consuelo, por mínimo que sea, aquel calabozo eterno, sin fin, ni término, ni esperanza de libertad.
175.- Cave despacio en aquella profundidad, extienda la vista a aquella longitud de días, cargue la consideración en aquel para siempre, para siempre, sin fin ni término, ¡eterno, eterno,  mientras DIOS sea DIOS! Que, si lo piensa de espacio, todo lo temporal le parecerá un punto respecto de aquella ETERNIDAD, y los mayores trabajos cama de flores omparados con aquellos tormentos.
176.- Tales son las penas del infierno, y tan poderosa su memoria, que tiene S. Juan Crisóstomo por cierto que, si los hombres se acordaran de ellas, ninguno fuera a ellas, y los muchos que van es porque las olvidan. Diligencia que hace Satanás para conquistar sus almas. Y confirma su parecer con testigo de vista, que fue aquel rico del Evangelio, de quien dice S. Lucas que fue sepultado en el infierno, y que, viéndose en medio de las llamas abrasarse sin esperanza de alivio, rogó a Abraham que enviase predicadores al mundo, que predicasen lo que allí se padecía, y la terribilidad de aquellas penas, porque no viniesen sus hermanos a ellas.
177.-Porque el mismo condenado juzgó por imposible saber las penas, que estaban preparadas para los que ofenden a DIOS, y despeñarse en ellas, por todos los haberes del mundo.
178.- Y tácitamente se excusa de haberse condenado, echando la culpa a los predicadores que no predican estas penas, diciendo: envía quien las predique; como si dijera: que, si yo hubiera tenido quien me las hubiera predicado, nunca hubiera bajado acá. Tales son aquellos tormentos, y tal es su memoria, que los mismos condenados, ajenos de toda razón, no pueden creer que haya hombres que los crean y se condenen, que sepan las penas que les han de dar, si pecan, y que vayan a ellas.



domingo, 28 de abril de 2019

SERMON DE DOMINICA IN ALBIS


 Ayer con los últimos rayos del sol, despedíamos la octava de pascua de la cual como dice el apóstol San Pablo: “Recibimos gracia tras gracia" y todas ellas a afloran y aumenta en nosotros las hermosa virtudes de la fe y a la vez la caridad aviva el fuego de la caridad en nuestros corazones tan necesaria en todo momento de nuestra vida espiritual mientras andemos en este valle de lagrimas. Las primeras sombras de la noche, y no de las tinieblas  del averno, predisponían nuestro corazón para el tiempo después de pascua el amanecer del nuevo día cual luz radiante proveniente de su fuente misma, prepara nuestras almas a la dominica in albis. Pues en aquella noche de la pasión del Cordero inmaculado  lavo sangre nuestras almas con su preciosísima sangre dejándolas más blancas que la nieve dando por terminada la octava muy solemne de pascua del Señor y daba comienzo al tiempo después de pascua con la dominica en albis que termina en las vísperas de la ascensión del Señor. Por hoy me interesa explayarme un poco el Evangelio de este domingo sacado del Evangelio de San Juan (cap. XX vrs. 19 y ss.) que trata de la primera de las apariciones de nuestro Salvador a sus discípulos.
El presente extracto evangélico pone a nuestra consideración tres cosas en los corazones asustadizos de los apóstoles: las ansias de verle, el deseo y el gozo de sus corazones al verlo.
Sobre lo primero, se puede decir que sus corazones ya no se contentaban con escuchar a las mujeres ni otros tantos rumores sobre la resurrección, pero eso no quita que tales anuncios avivaron en sus corazones en el consolador deseo de ver al Señor y disiparon el gran miedo que los mantenía encerrados en el cenáculo y ansiosos, querían aquello que les era lícito abrigar en sus almas así como Jacob deseaba con ansia ver a José su hijo: “solo basta con ver a mi hijo para luego morir en paz” y se cumplió su deseo.
La incertidumbre crea y aumenta en nuestras almas la sana ansiedad de ver al ser amado tan largamente esperado.  
Esta espera impaciente inflamaba el corazón de los apóstoles cuyo origen no era otro sino el de ver al tan amado Maestro ellos, con esos deseos enormes así como la tórtola en el cantar de los cantares, llamaba al amado con sus gemidos lastimeros, así los discípulos llamaban al Señor quien no se hizo esperar cuando con mayor insistencia lo esperaban todos reunidos en aquel lugar donde tuvo con ellos su ultima pascua. Ya habían alejado de sí mismos el temor a los judíos causa de su encierro así nos lo indica san Juan en su Evangelio: “Estando las puertas cerradas se apareció el Señor frente a sus discípulos” no dice el Evangelio que se apareció al mundo porque el mundo no le conoció, no al demonio porque este es su enemigo porque a este ya lo había derrotado con su muerte en la cruz, no a los judíos porque estos lo rechazaron y lo negaron ante Pilato, ni a la carne porque nada tiene que ver esta en el divino Salvador sino a sus discípulos por tal razón las puertas para estos tres enemigos permanecen serradas.
 Sobre lo segundo, es aquí donde las cesan ansias porque el deseo ha sido colmado, ya no son solo los rumores ahora es la realidad terminan las especulaciones ante la realidad presente No culpemos a los apóstoles de su reacción ante la presencia inesperada de Nuestro Señor ni al modo en cómo se les apareció es lógica la reacción primera de los apóstoles pues nunca habían visto en sus vidas semejante milagro por el cual un muerto resucitase por virtud propia. No hay nada más grande que llene los deseos de los hombres como la presencia de Nuestro Señor Jesucristo en nuestros corazones porque es su infinita misericordia la que aplaca nuestras ansias así como el agua colma la sed del sediento, pero no se contenta el sediento con tan solo mirar el agua le es necesario tomarla para que su sed quede satisfecha, así pasa con nuestro redentor y los discípulos, la caridad divina es quien se acerca a los corazones sorprendidos y como paralizados ante semejante visión y les trasmite la confianza en Él con su saludo.
Una vez satisfecho el deseo con la plenitud propia de Dios le es necesario concluir su obra y aquí está la tercera parte cuando Nuestro señor les dice: “Paz a vosotros". Y cuando esto hubo dicho, les mostró las manos y el costado y se gozaron los discípulos viendo al Señor” ¿Quién podría imaginar el gozo de los discípulos? Gozo justo y santo pues volver a tener la compañía del Maestro ante sí y en sus corazones no tiene explicación por eso dice San Juan que “se llenaron de gozo viendo al señor” una emoción sin límite porque en las cosas espirituales no hay límite sino aquel impuesto por el mismo Señor que atempera el gozo del alma porque sin este equilibrio divino sobre nuestra alma esta moriría ciertamente de emoción y no es la voluntad divina. El gozo les hace olvidar las vicisitudes del momento, le ahuyenta el miedo por el cual estaban atrincherados y les infunde un nuevo valor para pregonar al mundo la resurrección de su Maestro, por esto dice: “Como el Padre me envió, así también yo os envío”, pero no sin auxilio divino sin el cual no podrían hacer nada por esto prosigue el Evangelista: “Y dichas estas palabras, soplo sobre ellos, y les dijo: Recibid al Espíritu Santo…etc”. Si la presencia del Señor los lleno de gozo, mayor gozo recibieron al sentir la presencia de la tercera persona de la trinidad augusta en sus corazones que, a su vez los habilitaba para la gran misión de la evangelización del género humano. Fuerza que los sostendrá en lo más duro se sus combates fuerza por la cual darán sus vidas en testimonio de la resurrección de su querido Maestro, si ella no se hubiese divulgado la divina doctrina del Salvador hasta los últimos rincones de la tierra. Queda así cumplida mi intención en exponer los tres puntos planteados al principio d ese escrito solo restan unas cuantas palabras.

A todos los fieles católicos sencillos y humildes de corazón se nos participa esta aparición tan deseada por nuestras almas, a todos nos es de gran provecho el gozo, pero no a todos llega por desgracia solo aquellos que tienen bien dispuesta su alma pues Dios no mora en el corazón del que vive en pecado, tampoco en aquel cuya falta de humildad no le permite recibir al Señor ni tampoco a aquellos que no le desean con corazón ferviente manifestado en sus oraciones y en sus obras sino a los humildes de corazón, a los fervorosos en la oración y a los que, a pesar de sus flaquezas, debilidades, y miserias lo buscan como aquel leproso para ser sanados y encendidos en la caridad divina y en ella consumar sus vidas para mayor gloria de la santa y augustísimo trinidad. Amen 





sábado, 27 de abril de 2019

COMENTARIO DEL CREO POR SANTO TOMAS DE AQUINO



Por algún espacio de tiempo me ausente de esta bella tarea de trasmitir, por este medio la verdadera doctrina de Nuestro Señor Jesucristo, pero no sin antes haber cumplido con un cometido; el de haber cumplido con un deseo que consistía en escribir un artículo por día sobre la pasión de Nuestro Señor comenzando con el primer domingo de pasión y terminando con el domingo de resurrección.
Tal deseo requirió de mi parte un gran trabajo dado que no es fácil explicar la pasión utilizando los escritos del angélico doctor de la Iglesia Santo Tomas de Aquino, del seráfico doctor San Buenaventura y del gran místico español el Padre la Palma en quienes se encuentra la verdadera doctrina de nuestro Salvador cuya fuente de aguas salutíferas fluye de la única verdad que nace, para nosotros, en mismo calvario y nos es trasmitida por medio de estos grandes doctores de la Iglesia en cuyos escritos no hay ni un atisvo de error.
No siempre se logra el objetivo de fijar en las almas esta doctrina inmaculada y verdadera dado que hay, en la actualidad, unas seudo fuentes que dicen trasmitir esta misma doctrina que, en realidad, carece de la veracidad y profundidad de la verdadera y santa doctrina católica en donde las aguas que de ellas fluyen de ninguna manera quitan la sed de Dios que tiene el alma y a la cual conducen a una falsa espiritualidad cuyo fundamento es el sentimentalismo común y barato cuyo movimiento no proviene de Dios sino de las nuevas seudo “doctrinas” provenientes del modernismo.

Para quien esto escribe le es suficiente el que dos o tres almas hayan entendido y en estas haya penetrado esta doctrina verdadera y a Nuestro Buen Dios le toca la de consolidarlas y ganarlas para su Sagrado Corazón

Artículo 3
QUE FUE CONCEBIDO DEL ESPÍRITU SANTO Y NACIÓ
DE LA VIRGEN MARÍA (continuación)
53.—Al asentar que Cristo se hizo hombre, se destruyen todos los errores arriba enunciados y cuantos puedan decirse, y principalmente el error de Eutiques,  que enseñaba que hecha la mezcla de la naturaleza divina con la humana, resultaba una sola naturaleza de Cristo, la cual no sería ni puramente divina ni puramente humana. Lo cual es falso, porque así Cristo no sería hombre, y también contra esto se dice que "se hizo hombre".
Se destruye también el error de Nestorio, el cual enseñó que el Hijo de Dios está unido a un hombre sólo porque habita en él. Pero esto es falso, porque en tal caso no sería hombre, sino que estaría en un hombre. Y que Cristo es hombre lo dice claramente el Apóstol (Filip 2, 7): "Y por su presencia fue reconocido como hombre". Y Juan (8, 40) dice: "¿Por qué tratáis de matarme a mí, que soy hombre, que os he dicho la verdad que he oído de Dios?".
54. —De todo esto podemos concluir algunas cosas para nuestra instrucción.
En primer lugar, se confirma nuestra fe. En efecto, si alguien dijera algunas cosas de una tierra remota a la que no hubiese ido, no se le creería igual que si allí hubiese estado. Ahora bien, antes de la venida de Cristo al mundo, los Patriarcas y los Profetas y Juan Bautista dijeron algunas cosas acerca de Dios, y sin embargo no les creyeron a ellos los hombres como a Cristo, el cual estuvo con Dios, y que además es uno con El. De aquí que nuestra fe, que nos transmitió el mismo Cristo, sea más firme. Juan I, 18: "Nadie ha visto jamás a Dios: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él mismo lo ha revelado". De aquí resulta que muchos secretos de la fe se nos han manifestado después de la venida de Cristo, los cuales estaban antes ocultos.
55. —En segundo lugar, por todo ello se eleva nuestra esperanza. En efecto, es claro que el Hijo de Dios no vino, asumiendo nuestra carne, por negocio de poca monta, sino para una gran utilidad nuestra; por lo cual efectuó cierto canje, o sea, que tomó un cuerpo con una alma, y se dignó nacer de la Virgen, para hacernos el don de su divinidad; y así, El se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios. Rom 5, 2: "Por quien hemos obtenido, mediante la fe, el acceso a esta gracia, en la cual nos hallamos y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios".
56. —En tercer lugar, con todo ello se inflama la caridad.
En efecto, ninguna prueba de la divina caridad es tan evidente como la de que Dios creador de todas las cosas se haya hecho criatura, que nuestro Dios se haya hecho nuestro hermano, que el Hijo de Dios se haya hecho hijo del hombre. Juan 3, 16: "Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito". Por lo tanto, por esta consideración el amor a Dios debe reencenderse e inflamarse.
57. —En cuarto lugar, somos llevados a guardar pura el alma. En efecto, de tal manera ha sido ennoblecida y exaltada nuestra naturaleza por la unión con Dios, que ha sido elevada a la unidad con una divina persona.
Por lo cual el Ángel, después de la encarnación, no quiso permitir que el bienaventurado apóstol Juan lo adorase, cosa que anteriormente les había permitido a los más grandes de los Patriarcas. Por lo cual, recordando su exaltación y meditando sobre ella, debe el hombre guardarse de mancharse y de manchar su naturaleza con el pecado. Por eso dice San Pedro (II Petr I, 4): "Por quien nos han sido dadas las magníficas y preciosas promesas, para que por ellas nos hagamos partícipes de la naturaleza divina, huyendo de la corrupción de la concupiscencia que hay en el mundo".
58. —En quinto lugar, con todo ello se nos inflama el deseo de alcanzar a Cristo. En efecto, si algún rey fuese hermano de alguien y estuviese lejos de él, ese cuyo hermano fuese el rey desearía llegar a él, y con él estar y permanecer. Por lo cual, como Cristo es nuestro hermano, debemos desear estar con él y unírnosle: Mt 24, 28: "Donde esté el cuerpo, allí se juntarán las águilas". Y el Apóstol deseaba morir y estar con Cristo. Y este deseo crece en nosotros si meditamos sobre su encarnación.

Artículo 4
PADECIÓ BAJO EL PODER DE PONCIO PILATO, FUE
CRUCIFICADO, MUERTO Y SEPULTADO
59. —Así como le es necesario al cristiano creer en la encarnación del Hijo de Dios, así también le es necesario creer en su pasión y en su muerte, porque, como dice San Gregorio, "de nada nos aprovecharía el haber nacido si no nos aprovecha el haber sido redimidos".
Pues bien, que Cristo haya muerto por nosotros es algo tan elevado, que apenas puede nuestra inteligencia captarlo; no sólo, sino que no le cuadra a nuestro espíritu. Y esto es lo que dice el Apóstol (Hechos 13, 41): "En vuestros días yo voy a realizar una obra, una obra que no creeréis si alguien os la cuenta". Y Habacuc I, 5: "En vuestros días se cumplirá una obra que nadie creerá cuando se narre". Pues tan grandes son la gracia de Dios y su amor a nosotros, que hizo por nosotros más de lo que podemos entender.
60. —Sin embargo, no debemos creer que de tal manera haya sufrido Cristo la muerte que muriera la Divinidad, sino que la humana naturaleza fue lo que murió en El. Pues no murió en cuanto Dios, sino en cuanto hombre.
Y esto es patente mediante tres ejemplos.
El primero está en nosotros. En efecto, es claro que al morir el hombre, al separarse el alma del cuerpo, no muere el alma, sino el mismo cuerpo, o sea, la carne.
Así también, en la muerte de Cristo, no muere la Divinidad sino la naturaleza humana.
61. —Pero si los judíos no mataron a la Divinidad, es claro que no pecaron más que si hubiesen matado a cualquier otro hombre.
62. —A esto debemos responder que suponiendo a un rey revestido con determinada vestidura, si alguien se la manchase incurriría en la misma falta que si manchase al propio rey. De la misma manera los judíos: no pudieron matar a Dios, pero al matar la humana naturaleza asumida por Cristo, fueron castigados como si hubiesen matado a la Divinidad misma.
63. —Además, como dijimos arriba, el Hijo de Dios es el Verbo de Dios, y el Verbo de Dios encarnado es como el verbo del rey escrito en una carta. Pues bien, si alguien rompiese la carta del rey, se le consideraría igual que si hubiere desgarrado el verbo del rey. Por lo mismo, se considera el pecado de los judíos de igual manera que si hubiesen matado al Verbo de Dios. Por donde los judíos no tienen excusa alguna.
64. —Pero ¿qué necesidad había de que el Verbo de Dios padeciese por nosotros? Muy grande. Y se puede deducir una doble necesidad. Una, como remedio de los pecados, y la otra como modelo de nuestros actos.
65. —Para remedio, ciertamente, porque contra todos los males en que incurrimos por el pecado, encontramos el remedio en la pasión de Cristo. Ahora bien, incurrimos en cinco males.
66. —En primer lugar, una mancha: el hombre, en efecto, cuando peca, mancha su alma, porque así como la virtud del alma es su belleza, así también el pecado es su mancha. Baruc 3, 10: "¿Por qué, Israel, por qué estás en país de enemigos... te has contaminado con los cadáveres?". Pero esto lo hace desaparecer la Pasión de Cristo: en efecto, con su Pasión Cristo hizo un baño con su sangre, para lavar allí a los pecadores. Apoc I, 5: "Nos lavó de nuestros pecados con su sangre". En efecto, se lava el alma con la sangre de Cristo en el bautismo, pues por la sangre de Cristo tiene el bautismo virtud regenerativa. Por lo cual cuando alguien se mancha por el pecado, le hace una injuria a Cristo y peca más que antes (del bautismo). Hebreos 10, 28-29: "Si alguno viola la ley de Moisés es condenado a muerte sin compasión, por la declaración de dos o tres testigos.
¿Cuánto más grave castigo pensáis que merecerá el que pisoteó al Hijo de Dios y tuvo por impura la sangre de la Alianza?".



domingo, 21 de abril de 2019

LA RESURRECCION DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO SEGÚN S. BUENAVENTURA



Hoy nos brilló la fiesta de exultación y alegría, llegó el gozo pascual rezumando jocundidad inmensa, pues somos invitados a las bodas del Cordero resucitado y de su esposa, que es la madre Iglesia. Por eso, carísimos, gocémonos en lo íntimo del alma, exultemos al exterior en muestras de júbilo, tributemos con palabras gloria a Dios, de suerte que resuene en honor de Cristo redentor y de su esposa alegre y digna alabanza. Gocémonos, digo, por el aumento de nuestra alegría, gocémonos por el fruto de nuestra esperanza, demos gloria a Dios por el triunfo de la victoria. Y proclamemos triunfador a Cristo diciéndole con el corazón rebosante de alegría: Tú eres la esperanza en nuestro combate y la gloria de nuestra raza por haber desbaratado a los adversarios ". Efectivamente: Cristo, al nacer, nos hizo partícipes de la naturaleza, al padecer, partícipes del beneficio de la gracia y, al resucitar, partícipes del complemento de la gloria. Por ello precisamente el profeta David, porque deseaba ver cumplidos en sus días el gozo pascual y el beneficio inconmensurable de la gloria, exclamó con inflamadísimos deseos con estas palabras: Levántate, Señor; sálvame. Palabras en que, en ajuste con rectísimo orden, van señaladas tres cosas, a saber: encendido deseo de la resurrección del Señor, perfecta liberación del hombre cautivo y justo exterminio del poder diabólico. Y no sin razón, pues tal día como hoy nuestro Señor Jesús resucitó por propia virtud, rescató de los dominios del diablo al hombre cautivo y sumergió en lo profundo del abismo infernal al diablo y a su ejército. Según esto, en primer lugar, viene indicado el encendido deseo de la resurrección del Señor, y esto cuando se dice: Levántate, Señor; es decir, resucita de entre los muertos. En segundo lugar, la perfecta liberación del hombre cautivo, y esto cuando se añade: Sálvame y, por último, en tercer lugar, el justo exterminio del poder diabólico, y esto cuando se sobreañade: Tú hieres a los que se me oponen sin causa. Y es de advertir que se dice sin causa para dar a entender que, si bien el hombre se hallaba detenido justamente, sin embargo, el diablo lo tenía cautivo injustamente; por donde debe concluirse que fue justo el exterminio de su poder.
1. Pasando ahora al tema, has de decir que lo primero que a nuestra consideración se ofrece es el encendido deseo de la resurrección del Señor, en conformidad a lo que dice el profeta: Levántate, Señor. Y realmente tal resurrección merecía, no sólo ser deseada con amor medularmente cordial, sino también ser celebrada a boca llena con acentos dulces como la miel por razón de tres privilegios que tuvo Cristo resucitado, los cuales nos son convenientes en sumo grado. Como primer privilegio, la primacía de novedad no usada antes (la resurrección por sí mismo); como segundo privilegio, la virtualidad del propio poder y, como tercer privilegio, el ejemplo en orden a nuestra resurrección o en orden a la necesidad que tenemos de la resurrección.
Viniendo a lo primero, se debe decir que Cristo tuvo primacía respecto de la novedad no usada la razón es porque Cristo, depuesta la vetustez miserable de la muerte, resucitó de entre los muertos, inaugurando la alegría inestimable de la vida nueva, puesto que el Señor Jesucristo, en cuanto hombre, fue, el primogénito entre los mortales, el cual, después de haber sojuzgado el imperio de la muerte, fue coronado con la diadema de la nueva incorrupción. Y, a decir verdad, ¿quién hubo de ser el primero en superar la tristeza encerrada en la muerte inveterada y en iniciar la alegría proveniente de nuestra vida perpetua sino aquel cuya llave abre la puerta de la eternidad? El es, en efecto, quien, como teniendo autoridad, pudo ordenar a los ángeles cuando dijo: Levantad, ¡oh príncipes!, vuestras puertas; y vosotras, ¡oh puertas!, levantaos. Y es que fruto de mi sangre son la reparación de la concordia universal y la remisión del castigo judicial. En vista de lo cual, lo que ahora quiero es que, removida de la entrada del paraíso la llameante espada, se abra la puerta del cielo, como quiera que yo, el Señor de los ejércitos, habiendo derrotado al diablo, conquisté, a precio de mi sangre, el reino de los cielos. Por donde tenemos que Cristo es, no sólo como Dios, sino también como hombre, el Rey de la gloria. Y, sin duda, a este género de novedad se refería San Pablo en su primera carta a los Corintios, c15: Cristo, dice el Apóstol, resucitó de entre los muertos como primicias de los muertos. Porque, como por un hombre vino la muerte, así por otro
Hombre vino la resurrección de los muertos. Y como todos mueren en Adán, así también todos revivirán en Cristo. Y de ahí es que el Apóstol, a fuer de discreto y prudente, al, señalar las nuevas cualidades que competen como primicias a Cristo resucitado, ofrece a nuestra consideración dos cosas: primeramente, en efecto, a fin de que el consuelo no se diluya en alegría, pone a nuestros ojos la miseria de la muerte, materia de la desolación; y esto cuando se dice: por un hombre vino la muerte; y a continuación, para que la desolación no quede absorbida en la tristeza, el Apóstol nos propone la medicina de la resurrección, materia del consuelo; y esto cuando se añade: Así también por un hombre, es decir, por Cristo, vino la resurrección de los muertos. Por consiguiente, intención suya fue mitigar lo uno con lo otro, esto es, la miseria con la medicina, o la desolación con el consuelo; y puesto que la muerte, si bien tiene como ocasión la fraudulencia del enemigo reconoce sin embargo, como origen o causa, la arrogancia de la mente y, como consumación, la concupiscencia de la carne; por eso dice el Apóstol: Así como en Adán, por el demérito de su prevaricación, mueren todos. Y porque la medicina de la muerte procede de la divina misericordia en atención a los méritos de la pasión del Señor, por eso se añade: Así también todos revivirán en Cristo por los méritos de su pasión. - Por donde tenemos que primera e inmediata causa de la muerte no es Dios, pues Dios es ser sumo e indeficiente, y la muerte el defecto máximo entre todas las miserias penales, sino la voluntad del hombre que se desvía de la rectitud y de la regla perpetua de la justicia, según aquello de la Sabiduría, c.1: Dios no hizo la muerte ni se goza en el exterminio de los que mueren, Creó, por el contrario, todas las cosas para que perdurasen, y saludables son todas las que nacen en el mundo; ni hay en ellas principio de muerte ni hay reino infernal en la tierra. Porque la justicia es prefecta e inmortal, y la injusticia tiene por estipendio la muerte.
En cuanto a lo segundo, Cristo, al resucitar mostró cuán virtuoso es su propio poder. No le fue necesario, en efecto, si bien se vio constituido en centro obsequioso del ejército celestial, recurrir ni a la oración devota ni al ministerio angélico; y a esto, sin duda, se refiere lo del salmo: por la miseria de los desvalidos y el gemido de los pobres, resucitaré ahora mismo, dice el Señor. Es de saber que pobres y desvalidos venían a ser los santos padres retenidos como en cárcel oscurísima en el limbo, los cuales eran, en verdad, impotentes para liberarse por sí mismos; y por eso, reducidos a estado mísero y lamentable, deseaban con ansias ardentísimas ver acelerado el beneficio de la resurrección. Oyó el Señor deseos tan vehementes, en significación de lo cual tenemos que dice el Señor: Resucitaré ahora mismo; donde es de advertir que habla en primera persona, como quien tiene poder para dar la vida en la pasión y para volver a tomarla en la resurrección.
Pero quizá diga algún filósofo físico: ¿Cómo puede darse que un cuerpo animal, corruptible y compuesto de elementos contrarios, se convierta en incorruptible y perpetuamente duradero? A lo cual responde el teólogo: Si quieres que tu argumento sea universalmente, en toda materia, valedero, es preciso te las hayas con muchos inconvenientes o despropósitos absurdos.
Así es, en efecto. El primer despropósito consiste en que pretendes que Dios no supera en poder a la naturaleza ni el artífice es superior a su obra; y cuán absurdo sea decir esto, no hay quien pueda dudarlo. La razón es porque todo el argumento del físico se resume en esto: Es imposible según la naturaleza; luego es absolutamente imposible. Y es cosa manifiesta que semejante consecuencia no puede inferirse en modo alguno. El segundo despropósito o inconveniente consiste en que pretendes que, por una parte, la naturaleza encierra cosas ocultas lo cual admitimos también nosotros, pues muchas, en verdad, nos
están latentes, como es de ver en la calamita que se atrae el hierro, en la salamandra que se conserva en el fuego, y en otras cosas similares y en qué quieres, por otra, que Dios no tenga sino operaciones accesibles a tus ojos; y es cierto que decir esto constituye despropósito máximo, como quiera que, según sentencia del Eclesiástico, c.43: Es poco lo que hemos visto de sus obras, y muchas cosas mayores que éstas están escondidas. El tercer inconveniente consiste en que pretendes que Dios ha prometido obediencia a la naturaleza; lo cual, si fuese verdad, tendríamos que admitir que Dios ni dio vista a los ciegos, ni lozanía a los leprosos ni vida a los muertos.
Y, por último, el cuarto inconveniente consiste en que procedes a base de presupuestos que no se conceden, como cuando afirmas que el cuerpo es corruptible y está compuesto de elementos contrarios, pues que el alma lo conserve en vida perpetua e inmortal implica, no ya animalidad corruptible, sino espiritualidad, elevación y disposición, por encima de la variedad de elementos contrarios, en virtud del hábito deiforme de la gloria. Tal sentir puede colegirse de las palabras de San Agustín en su carta a Consencio, donde se expresa a tenor siguiente: la fragilidad humana mide las cosas divinas nunca experimentadas y se muestra arrogante jactándose de aguda cuando dice: si hay carne, hay sangre; si hay sangre hay también los restantes humores; y si hay humores hay corrupción” A ese modo podría decir: Si hay llama, arde; si arde, quema; y si quema, luego abrasó a los dos mancebos en el horno del fuego. Ahora bien; si crees que tal caso fue un milagro, ¿por qué dudas de las cosas maravillosas? Y si no las crees, doy por cierto que tu ceguera es mayor que la de los judíos. Por lo tanto se debe decir que el poder divino puedo quitar de la naturaleza las cualidades que quisiere, dejándole otras, y, por lo mismo, afianzar, depuesta la corruptibilidad, los miembros mortales conservándolos en vigor, de suerte que sea verdadera la forma corporal, pero sin mancha alguna; sea verdadero el movimiento, pero sin fatiga; sea verdadera la facultad de comer, pero sin necesidad de padecer hambre".
Y, por último, en cuanto a lo tercero, se debe decir que la resurrección de Cristo debía ser deseada como ejemplar de nuestra resurrección o de la exigencia o necesidad que reclama nuestra resurrección. Cristo, en efecto, siendo como es cabeza y causa ejemplar de nuestra resurrección, hubo de resucitar para comunicar a los que somos miembros suyos la certidumbre acerca, de la misma, ya que es monstruosa cosa resucitar la cabeza sin los miembros. Por donde, contra los que negaban la resurrección, argüía el Apóstol, no sin muchísima razón y eficacia, en la primera carta a los Corintios, c.15, con estas palabras: si los muertos no resucitan, tampoco resucitó Cristo. Efectivamente: dado que es necesario que Cristo resucitase, pues que lo que sucedió de hecho no haya sucedido no es posible al presente, síguese por necesidad la resurrección de los muertos. A cuya causa sigue a continuación diciendo el Apóstol: Porque es preciso que lo corruptible se revista de incorruptibilidad, y que lo mortal se revista de inmortalidad. En contexto con lo cual, para insertar en los corazones de los fieles, removiendo dudas, desconfianzas y amarguras de desesperación, escribe el Apóstol en la primera carta a los Tesalonicenses, c.4: Pues si creemos que Jesús murió y resucito, así también Dios tomará consigo a los que durmieron en El, y aquí damos por conclusión que los que tenemos esperanza firme, como el bienaventurado Job, no debemos entristecernos sin consuelo de la muerte de un buen cristiano como los demás que carecen de esperanza.

sábado, 20 de abril de 2019

LA PASION DEL SEÑOR. PADRE LUIS DE LA PALMA



SÁBADO  SANTO
Los sacerdotes principales y los fariseos siguieron en su obstinada dureza para no creer, y permanecieron ciegos. No contentos con haber visto morir en la Cruz al que odiaban sin motivo, seguían poniendo todos los medios para borrar su nombre de la memoria de los hombres. Sin embargo, aun muerto, le temían. Los discípulos seguían escondidos por miedo a los sacerdotes, escribas y fariseos; y los fariseos, escribas y sacerdotes tenían miedo de los discípulos de Jesús. Temían que aquellos pocos discípulos, asustados, fueran a pregonar   por   todas   partes  que  aquel   muerto   había   resucitado,   porque   El  lo  dijo, aumentando así, según ellos sus embustes. Los   amigos  se   habían  olvidado  de  la  promesa   de  Jesús,  parecían  no   creer  en   el cumplimiento de su promesa: “al tercer día resucitaré”. En cambio, los enemigos se acordaban bien, y temían que fuese verdad. Y no podían permitir que eso ocurriera, que, de nuevo, todos creyeran en El y restablecieran su título de Rey. Ellos lo habían dicho: “No queremos que ese reine sobre nosotros”. “Al otro día, al siguiente de la preparación, los sumos sacerdotes y los fariseos se reunieron   ante   Pilatos”.  No   les  importó  para   eso  que  fuera   sábado  y el  día   más solemne de la Pascua. Solamente les preocupaba su odio contra Jesús, que no permitía dilación.   Los   más   grandes   celadores   de   la   observancia   del   sábado,   que   se escandalizaban de que se curara a un enfermo en sábado, ahora, para calumniar a un muerto,  no  les   importaba   faltar   a  lo  prescrito   por   la   Ley,  a  eso   no   le   llamaban quebrantar el sábado. Su odio sí que podía quebrantar el sábado, la misericordia de Jesús con los pobres y enfermos, no dice el Evangelio que se presentaron “ante Pilatos”. Esta vez no se preocuparon de quedar impuros, no le hicieron bajar al patio del pretorio, sino que entraron dentro. E hipócritamente   le   llamaron   “señor”,   al   que   odiaban   por   ser   representante   de   la dominación   romana   le   llamaron   señor;   así  pretendían   adularle   para   conseguir   su petición.  “Señor,   recordamos   que   este   impostor   dijo   cuando   aún   vivía:   “Al   tercer   día resucitaré”. Manda, pues, que quede asegurado el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos, lo roben, y digan luego al pueblo: “Resucitó de entre los muertos”, y la última impostura sea peor que la primera”. Señor, las mentiras de ese hombre fueron tantas, que aun después de muerto nos preocupan.   Necesitamos   poner   guardias   en   el   sepulcro.   Es   verdad   que   debíamos haberlo pedido nada más ponerle allí, pero ¿quién puede acordarse de todo? Ahora, dándole vueltas al asunto, nos hemos acordado de que, mientras vivía, dijo al pueblo que  había   de   morir   crucificado,   pero   que   al  tercer   día   iba   a   resucitar.   Así   tenía engañado al pueblo; les hizo creer que era profeta porque les anunció con tiempo que iba a morir en la Cruz, pero ya sabía El que la merecía por sus delitos; y ahora los tiene embaucados con la esperanza de que va a resucitar al tercer día. Pero pronto se desengañarán cuando vean que no resucita al tercer día.
Por esto, Señor, te pedimos que mandes poner guardia en el sepulcro hasta que pase el tercer día porque no nos extrañaría que sus discípulos, para que parezca verdad su mentira, lo roben y luego digan que ha resucitado. No se atreverán a venir a decírnoslo a nosotros, pero lo irán propagando entre la gente ignorante y lo creerán. Es cierto que nosotros no lo creemos ni nos preocupan las habladurías del pueblo; pero no nos deja de preocupar que se extiendan esas mentiras: debemos velar por la fe y la pureza de nuestro pueblo. Fíjate, señor, que eran tantos los que le seguían mientras vivía que llegamos a temer la ruina... moral de nuestro país. Si esto ocurría mientras estaba vivo, ¿qué ocurrirá si engañan al pueblo y todos creen que ha resucitado? El daño sería mucho peor que el de antes. Conviene, señor, prevenir las cosas con prudencia. Te rogamos que pongas guardia en el sepulcro porque aún estamos a tiempo de evitar este grave inconveniente. Pilatos escuchó a los sacerdotes y fariseos y se dio cuenta de que todavía le odiaban. Se sorprendió de que no les bastara con   ver muerto a su enemigo, pero no quiso enemistarse con gente  tan ladina y  odiosa y les concedió lo que  querían. Pero él también lo hizo de una manera muy sagaz y prudente. Pilatos no les negó los soldados que le pedían para que no pudieran decir, si no lo hacía, que los romanos tenían la culpa de lo que sucediese. Pero tampoco dio la orden a los soldados, así no podían decir que los había puesto de acuerdo con los discípulos de Jesús para que les impidieran robar el cuerpo. A tanto tuvo que llegar  la sutileza de Pilatos para no quedar enredado en la maraña de aquellos envidiosos hipócritas. Les dijo: “Tenéis guardia, id y aseguradlo como sabéis”. Ya tenéis guardia, bastante la habéis   usado   para   vuestros   fines;   hasta   mis   soldados   os   obedecen.   Mandadles, vosotros sabéis hacerlo mejor que yo. Parece   que   Pilatos   quería   burlarse  veladamente   de   su crueldad,   con  su  ironía.   Y demostraba también que estaba   harto de ellos y de todo aquel asunto en que le habían envuelto. “Ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y poniendo la guardia”. Ellos mismos fueron con los soldados, quisieron asegurarse por sí mismos. El sepulcro no tenía más que una entrada, solamente por allí podían robar el cuerpo, y   sobre  la entrada  estaba   ya  puesta   una   gran   piedra.  Sin   duda   rodaron   la  piedra,   que   era redonda como una piedra de molino antiguo. Era fácil de hacer correr porque estaba apoyada sobre un declive y José tapó la entrada fácilmente; pero quizá era más difícil destapar la entrada porque había que correr la piedra en sentido contrario al declive, subiéndola por él. Pero lo hicieron para asegurarse de que el cuerpo muerto seguía allí. Luego  volvieron   a   cerrar   y  “sellaron  la   piedra”.  Quizá   lo  hicieran   con  cuerdas,   y poniendo en las ranuras cera con el sello del sanedrín. Y dejaron los muchos soldados que trajeron bien distribuidos: unos junto a la puerta del sepulcro y otros alrededor, para ver al que se acercara y prohibírselo. No era necesaria tanta cosa por miedo a los discípulos, que ni se les había ocurrido juntarse para robar el cuerpo. Tenían miedo de ser vistos en público. Tuvo el Señor que   buscarlos   y   mandarlos   a   llamar,   cuando   resucitó.   Pero   era   necesario,   esta seguridad que pusieron los mismos judíos para que supiéramos bien a ciencia cierta que había resucitado, para que sus mismos enemigos no tuvieran motivo alguno para no creer. Ellos mismos habían buscado sus propios testigos, los soldados, si no les creyeron luego fue sólo culpa suya; fueron los hombres que ellos mismos eligieron quienes les dijeron aquella mañana que Jesús había resucitado, no los discípulos. ¡Desdichados y miserables judíos! -dice San Atanasio-. El que rompió las cadenas de la muerte, ¿no iba a poder romper los sellos de la sepultura? Daos prisa en guardar el sepulcro,   sellad   la  piedra,   poned   soldados,   de   esta  manera   engrandecéis   más   la maravilla de la resurrección; pusisteis centinelas que fueron testigos y pregoneros de la Resurrección del Señor.

La Virgen María espera la Resurrección de su Hijo.
El día anterior la Virgen se había ido del huerto donde enterraron a su Hijo haciéndose a sí misma mucha fuerza para arrancarse de allí. Probablemente vivía durante aquellos días en casa del amigo de Jesús que le cedió el comedor para que celebraran la cena de pascua. Volvió aquella   tarde  camino   de  la   Ciudad. Pasó   de  nuevo  por  el Calvario y   se le removió el corazón de dolor con el recuerdo. Juan la acompañaba. Oscurecía; por las calles donde pasaban había su Hijo arrastrado su dolor con la Cruz a cuestas; pero Juan, al darse cuenta, la llevó por otro sitio a la casa. Mucha gente la reconocía, al pasar, como la Madre del Crucificado a quien vieron llorar al pie de la Cruz. Todos seguían comentando el suceso, y unos le defendían y otros le condenaban; por eso la llevó Juan por un camino más solitario, para que no oyera cosas que la harían sufrir. ¿Quién es ésa?, dirían. Es la madre de Jesús, y hablarían de ella. ¡Pobre madre!, dirían en voz baja. ¡Tener un hijo así...! Otros al verla se detendrían, y se sentirían obligados a decirle alguna palabra de consuelo. Ella lo agradecía emocionada, “guardando todas estas cosas en su corazón”. Llegaron a la casa, y allí, que nadie la miraba, rompió a llorar. Vio la mesa en que había cenado Jesús con sus discípulos, y ninguno de ellos estaba allí, sólo Juan la acompañaba. Dijo que quería retirarse a su habitación. Y se fue a rezar y a llorar a solas, puesto su corazón en Dios, en la esperanza alegre del nuevo día. Vinieron después las otras mujeres y preguntaron por ella; Juan les dijo que estaba en su cuarto y que no la molestaran. La Virgen, sola, esperaba. Sola en su fe, rezaba a Dios. “Dondequiera que esté el cuerpo, allí se congregarán las águilas”. La Virgen, como un águila real, que solía levantar su vuelo a lo más alto y mirar el sol de hito en hito, estaba ahora abrazada al amor de este cuerpo muerto de Jesús. Le parecía todavía ver a su Hijo, allí mismo, donde la noche antes se despidió de ella. Pasaba   por   su   memoria   todo   aquel   día   de   dolor,   yendo   y   viniendo   con   El   a   los tribunales,   la   presencia   de   su   Hijo   cuando   Pilatos   lo   presentó   al   pueblo   azotado, coronado de espinas, sangrando; vio la mirada de su Hijo en aquel encuentro camino del Calvario, las largas horas viéndole morir al pie de la cruz. Se repetía a sí misma la admiración por su silencio, su obediencia al Padre eterno, su amor a los hombres, y todo lo repetía admitiéndolo y grabándolo en su corazón. Recordaba toda aquella cosa extasiada, le venía a la memoria  cada detalle, y lo valoraba como se valora un tesoro, porque aquél era realmente su Tesoro. No podía hacer otra cosa si aquel era su Amor: oía sus gemidos en la Cruz, le llegaba aún   el   eco   de   sus   divinas   palabras,   y   sus   lágrimas   y   su   sangre   parecía   que   le quemaban el corazón. Sus manos y sus pies heridos cuando le bajaron de la Cruz, ¡cómo deseaba abrazarle de nuevo! ¡Pronto! Cuánto tardaban las horas en pasar. Veía cómo se llevaron sus amigos aquel cuerpo muerto, y pedía con lágrimas al Eterno Padre que lo resucitara. Sabía de su Hijo la seguridad que tenía en su Padre Dios, una vez había dicho: “Padre, Yo sé que Tú siempre me escuchas”, creía sin el  menor resquicio de duda que Jesús iba a resucitar, y su alma perdía el dolor y se alegraba en la esperanza   de ver   pronto a   su Hijo   vivo,  y   de abrazarle.   Se llenaba   de  alegría imaginándose ya al Hijo resucitado. Pero luego pensaba en los discípulos de su Hijo que habían huido, y se preocupaba por ellos,   deseaba   tenerlos   cerca,   deseaba   que   estuvieran   presentes   con   Ella   en   la Resurrección de Jesús.
Pasó la noche, y al día siguiente, sábado, decidió resolver su preocupación de la noche anterior y, con maternal solicitud, habló a sus amigas, seguidoras de Jesús. Algunas, como sabemos, eran madres de los apóstoles de Jesús: Salomé, madre de Santiago; María, madre de Santiago el menor y de José, que era discípulo, y estaba también allí la madre de Simón y de Judas Tadeo, que quizá fuera la misma María. Habló con ellas, que como madres, también sentían con la Virgen la cobardía de sus hijos. Decidieron buscarles y encontrarles. ¿Dónde estarían? Quizá  Juan lo supiera,   quizá la Virgen supiera dónde estaba Pedro, pues había ido a Ella para pedirle perdón. Todos volvieron a su Madre. Podían estar contentos y agradecidos de que fuera su Madre quien  intercedía por ellos, y   se había preocupado   de buscarles. Se   sentían avergonzados y le rogaron que perdonara su cobardía, que hablara bien de ellos a Jesús, para que también les perdonara. Su Madre empezó a hablar de otra cosa y les abrazó como a su Hijo. Ni los apóstoles ni los discípulos terminaban de creer en la Resurrección de Jesús. Pero la Virgen, que les vio tan débiles y asustados, intentó animarles y hacerles creer. No podía ver que los hombres que su Hijo había elegido para la conquista del mundo estuvieran tan acobardados y sin fe. Sabía la Virgen María que su Hijo los amaba, le habían contado que la noche del jueves mandó a los que venían a prenderle que les dejaran ir sin molestarles, y, además, había sido nombrada Madre de ellos. Ya les quería hacía tiempo, algunos incluso eran parientes suyos, ¡cómo no les iba a querer y tanto! Mientras el Señor no resucitara, ella era la encargada de esta familia. Ella tenía que proteger con su fe y su esperanza, con el amor de su Hijo, esta naciente Iglesia, débil, asustada. Nació así la Iglesia: al abrigo de nuestra Madre. Pasaron todos el sábado junto a la Virgen María, “descansaron según la Ley”. Todos querrían   saber   cómo   habían   ocurrido   las   cosas   desde   que   ellos   le   abandonaron huyendo. Y ella se lo contaría, les diría cómo su Hijo había sido afrentado y azotado por ellos, cómo había muerto por su amor, y, para animarles a creer, les diría que toda la gente se marchó del Calvario arrepentida, golpeándose el pecho, cómo el centurión romano le llamó Hijo de Dios en voz alta, les recordó que, mañana, iba a resucitar. Pero ellos no acababan de creer, aunque no dijeran nada para no herirla. La Virgen María se había como olvidado de su pena para acudir a la necesidad de los apóstoles, quería que no fueran débiles, que no tuvieran ya miedo, y les  insistía: ¡Mi hijo lo ha dicho, “al tercer día resucitaré”! Aun con todo, ellos no acababan de creer. Ella era la única luz encendida sobre la tierra,   nuestra   esperanza,   en   quien   había   nacido   la   Sabiduría.   Madre   sin   temor, amable, del buen consejo, prudente. Ella era la Virgen fuerte y fiel. Nuestra alegría. El refugio de los pecadores que no acababan de creer.
La Estrella de la mañana, radiante de alegría, vio cómo aquellas mujeres iban camino del sepulcro, aún muy “de madrugada, cuando todavía estaba oscuro”. 
En la habitación, donde se encontraba la Virgen María, se iluminaba con una luz clarísima y en medio de ella ya no era el ángel quien la saludaba sino su Hijo amado quien la consolaba y hablaba con ella iluminándola con palabras que no nos es permitido decir porque este dialogo solo quedo entre los dos. Además no hay lenguaje que sepa explayar lo que en esa habitación donde nuestra Madre tuvo el dulcísimo encuentro con su Hijo quien apareció con toda la majestad de su gloria infinita.