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miércoles, 16 de enero de 2019

AUDI, FILIA, ET VIDE, ETC. SAN JUAN DE ÁVILA





CAPITULO 3 (Continuación)
Y si es poderosa cosa el afecto de la honra vana, muy más poderosa es la medicina del ejemplo y gracia de Cristo, que de tal manera la vencen y desarraigan del corazón, que le hacen sentir que es cosa muy abominable, que viendo un cristiano al Señor de la Majestad bajarse a tales desprecios, se quede el gusano vil hinchado con amor de la honra. Por lo cual el Señor nos convida y esfuerza con su ejemplo, diciendo (Jn., 16, 33): Confiad mundo que yo vencí al mundo. Como si dijese: Antes que, que yo vencí el yo acá viniese, cosa recia era tomarse con el mundo engañoso, desechando lo que en él florece, y abrazando lo que él desecha; mas después que contra mí puso todas sus fuerzas, inventando nuevo género de tormentos y deshonras, todo lo cual yo sufrí sin volverles el rostro, ya no solamente pareció flaco, pues encontró con quien pudo más sufrir; mas aun queda vencido para vuestro provecho, pues con mi ejemplo que yo os di, y fortaleza que os gané, lo podréis ligeramente vencer, sobrepujar y hollar.
Mire el cristiano, que pues el mundo despreció al bendito Hijo de Dios, que es eterna Verdad y Bien sumo, no hay por qué nadie en nada le tenga, ni en nada le crea. Antes mirando que fue engañado en no conocer una tan clarísima luz, y en no honrar al que es verdaderísima honra; aquello repruebe el cristiano, que el mundo aprueba; y aquello precie y ame, que el mundo aborrece y desprecia; huyendo con mucho cuidado de ser preciado de aquel que a su Señor despreció; y teniendo por grande señal de ser amado de Cristo, el ser despreciado del mundo, con Él y por Él.
De lo cual resulta, que así como los qué son de este mundo no tienen orejas para escuchar la verdad y doctrina de Dios, antes la desprecian, así el que es del bando de Cristo no las ha de tener para escuchar ni creer las mentiras del mundo. Porque ahora halagué, ahora persiga, ahora prometa, ahora amenace, ahora espante, o parezca blando, en todo se engaña y quiere engañar, y con tales ojos lo debemos mirar; pues es cierto que en tantas mentiras y falsas promesas le hemos tomado, que las medias (las medias: la mitad) que un hombre dijese, en ninguna cosa nos fiaríamos de él, y a duras penas, aunque dijese verdad, le daríamos crédito. No es bien ni mal verdadero lo que el mundo puede hacer, pues no puede dar ni quitar la gracia de Dios. Ni aun en lo que parece que puede, no puede nada, pues que no puede llegar al cabello de nuestra cabeza sin la voluntad del Señor (Lc., 21, 18): y si otra cosa nos quisiere hacer entender, no le creamos. ¿Quién habrá ya que no ose pelear contra un enemigo qué no puede nada?
CAPITULO 4
En qué grado y por qué fin es lícito desear la humana honra; y del grandísimo peligro que hay en los oficios honrosos y de mando.

Para que mejor entendáis lo que se os ha dicho, habéis de saber que una cosa es amar la honra o estimación humana por sí misma y parando en ella, y esto es malo según se ha dicho, y otra cosa es cuando estas cosas se aman por algún buen fin, y esto no es malo.
Claro es que una persona que tiene mando o estado de aprovechar a otros, puede querer aquella honra y estima para tratar su oficio con mayor provecho de los otros; pues que si tienen en poco al que manda, tendrán en poco su mandamiento, aunque sea bueno.
Y no solamente estas personas, mas generalmente todo cristiano debe cumplir lo que está escrito (Eccli., 41, 15): Ten cuidado de la buena fama. No porque ha de parar en ella, mas porque ha de ser tal un cristiano, que quienquiera que oyere o viere su vida, dé a Dios gloria; como la solemos dar viendo una rosa, o un árbol con fruto y frescura. Esto es lo que manda el santo Evangelio (Mí., 5, 13), que luzca nuestra luz delante de los hombres, de manera que, viendo nuestras buenas obras, den gloria al celestial Padre, del cual procede todo lo bueno.
Y este intento de la honra de Dios y de aprovechar a los prójimos movió a San Pablo (2 Cor., 4) a contar de si mismo grandes y secretas mercedes que nuestro Señor le había hecho, sin tenerse por quebrantador de la Escritura, que dice (Prov., 27): Alábete la boca ajena, y no la tuya. Porque contaba él estas sus alabanzas tan sin pegársele nada de ellas, como si no las hablara; cumpliendo él mismo lo que había dicho a los de Corinto (1 Cor., 7), que los que tienen mujeres sean como si no las tuviesen, y los que lloran como si no llorasen, con otras cosas semejantes a éstas.


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