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miércoles, 1 de agosto de 2018

EL SANTO ABANDONO. DOM VITAL LEHODEY



Artículo 2º.- Las consecuencias de la enfermedad (continuación)

«Cuando se os ofrezca algún mal -decía el piadoso Obispo de Ginebra-, oponedle los remedios que fueren posibles y según Dios (que los religiosos que viven bajo un Superior reciban el tratamiento que se les ofreciere, con sencillez y sumisión): pues obrar de otra manera seria tentar a la divina Majestad. Pero también, hecho esto, esperad con entera resignación el efecto que Dios quiera otorgar. Si es de su agrado que los remedios venzan al mal, se lo agradeceréis con humildad, y si le place que el mal supere a los remedios, bendecidle con paciencia. Porque es preciso aceptar no solamente el estar enfermos, sino también el estar de la clase de enfermedad que Dios quiera, no haciendo elección o repulsa alguna de cualquier mal o aflicción que sea, por abyecta o deshonrosa que nos pueda parecer; por el mal y la aflicción sin abyección, con frecuencia hinchan el corazón en vez de humillarle. Mas cuando se padece un mal sin honor, o el deshonor mismo, el envilecimiento y la abyección son nuestro mal, ¡qué ocasiones de ejercitar la paciencia, la humildad, la modestia y la dulzura de espíritu y de corazón! » Santa Teresa del Niño Jesús «tenía por principio, que es preciso agotar todas las fuerzas antes de quejarse. ¡Cuántas veces se dirigía a maitines con vértigos o violentos dolores de cabeza! Aún puedo andar, se decía, por tanto debo cumplir mi deber, y merced a esta energía, realizaba sencillamente actos heroicos». Conviene dar a conocer a los Superiores nuestras enfermedades, pero inspirándonos en tan hermosa generosidad, continuaremos llenando fielmente en la enfermedad las obligaciones que tan sólo piden una buena voluntad, y en la medida que fuere posible, las que exigen la salud. Y a fin de santificar nuestros males seguiremos este prudente aviso de San Francisco de Sales: «Obedeced, tomad las medicinas, alimentos y otros remedios por amor de Dios, acordándonos de la hiel que El tomó por nuestro amor.
Desead curar para servirle, no rehuséis estar enfermo para obedecerle, disponeos a morir, si así le place, para alabarle y gozar de Él. Mirad con frecuencia con vuestra vista interior a Jesucristo crucificado, desnudo y, en fin, abrumado de disgustos, de tristezas y de trabajos, y considerad que todos nuestros sufrimientos, ni en calidad ni en cantidad, son en modo alguno comparables a los suyos, y que jamás vos podréis sufrir cosa alguna por El, al precio que El ha sufrido por vos.»

Así hacía la venerable María Magdalena Postel. Un asma violenta, durante treinta años por lo menos, habíase unido a ella cual compañera inseparable, y ella la había acogido como a un amigo y a un bienhechor. Estaba a veces pálida, tan sofocada que parecía a punto de expirar. « Gracias, Dios mío -decía entonces-, que se haga vuestra voluntad. ¡Más, Señor, más! » Un día que se le compadecía, exclamó: « ¡Oh!, no es nada. Mucho más ha sufrido el Salvador por nosotros.»
Comenzó después a cantar como si fuera una joven de quince años: «¿Cuándo te veré, oh bella patria?»
Artículo 2º.- Las consecuencias de la enfermedad
La prolongación de la enfermedad, la incapacidad para muchas cosas que la acompañan o que la siguen, agravan no poco las molestias que ocasiona: y todo esto ha de ser objeto de un filial y confiado abandono.
Siendo «el Altísimo quien ha creado los médicos y remedios», entra en el orden de la Providencia que se recurra a ellos en la necesidad; los seglares con una prudente moderación, y los religiosos según la obediencia. Más Dios tiene en su soberana mano el mal, el remedio y el médico.
«No son las hierbas y las cataplasmas, es vuestra palabra, Señor, la que todo lo cura» Dios ha sanado en otro tiempo, sanará ahora si le place, sin el menor socorro humano, como cuando Nuestro Señor devolvía la salud con una palabra. El sanó en otro tiempo, sana aún si le place, por medios inofensivos más sin valor curativo, por ejemplo: cuando Eliseo enviaba a Naamán a bañarse siete veces en el Jordán, o Jesús imponía las manos a los enfermos, o les untaba con un poco de saliva. El ha sanado en otro tiempo, y sana aún si le place, por medios al parecer contrarios, como cuando Jesús frotó con lodo los ojos del ciego de nacimiento. Y a pesar de la ciencia de los doctores, a pesar de la abnegación de los enfermos, a pesar de la energía de los remedios, deja empeorar al que quiere, y todos terminan por morir, así el sabio más famoso como el último de los vivientes. Dios es, pues, el Dueño absoluto de la naturaleza, de la salud y de la enfermedad. En Él se ha de creer y no conviene tener como Asá una confianza exagerada en los medios humanos, porque El les otorga o niega el resultado según le place. Si, pues, a despecho de los médicos y de las medicinas, el mal se prolonga y las enfermedades subsisten, en preciso adorar con filial y humilde sumisión la santísima voluntad de Dios. El Señor no ha permitido que el médico acierte o que el remedio obre, quizá ha permitido aun que los cuidados agraven el mal en lugar de curarlo. Nada de esto hace sino con un designio paternal y para el bien de nuestra alma; a nosotros toca aprovecharnos de ello.
La primera prueba es, pues, la prolongación del mal. Lejos de nosotros las quejas, el descorazonamiento, la murmuración y el pensamiento de culpar a los que nos cuidan. Ellos han cumplido seguramente su deber con gran abnegación y les debemos mucho reconocimiento. Si han merecido alguna reprensión, Dios les pedirá cuentas de su falta; pero ha querido servirse de ellos para mantenernos en la cruz, y será necesario ver en esto mismo un designio de la divina Providencia. El error o la habilidad, la negligencia o la abnegación, nada hay que no haya sido previsto por Ella con toda claridad, nada que Ella no haya elegido, y a ciencia cierta, nada que Ella no sepa utilizar para conducirnos a sus fines. Por tanto, veamos sólo a Dios, creamos en su amor y bendigamos la prueba como don de su mano paternal. A los que se quejan con sobrada facilidad de la falta de cuidados, dice San Alfonso reprendiéndoles: «Os compadezco, no por vuestros sufrimientos, sino por vuestra poca paciencia; estáis en verdad doblemente enfermos, de espíritu y de cuerpo. Se os olvida, pero vosotros sois los que olvidáis a Jesucristo muriendo en la cruz, abandonado de todos por vuestro amor.

¿Para qué quejaros de éste o de aquél, cuando os habríais de quejar de vosotros mismos por tener tan poco amor a Jesucristo, y por consecuencia, mostrar tan poca confianza y paciencia?» San José de Calasanz decía: « Practíquese tan sólo la paciencia en las enfermedades, y las quejas desaparecerán de la tierra.» Y Salvino: «Muchas personas no llegarían jamás a la santidad, si disfrutasen de buena salud.» De hecho, para no hablar sino de las mujeres que se santificaron, leed su vida, y veréis a todas, o a casi todas, sujetas a mil enfermedades. Santa Teresa no pasó durante cuarenta años un solo día sin sufrir. Así el citado Salvino añade: «Las personas consagradas al amor de Jesucristo están y quieren estar enfermas.»
Las múltiples impotencias debidas a la enfermedad son otra prueba muy crucificante. Con más o menos frecuencia y extensión, no se puede como en tiempo de salud observar toda la Regla, asistir al coro, comulgar, orar, hacer penitencia, ser asiduo al trabajo, al estudio y a todos los deberes de su cargo; y cuando el mal es tenaz, estas impotencias pueden durar largo tiempo. A esto responde San Alfonso diciendo: «Dime, alma fiel, ¿por qué deseas hacer estas cosas? ¿No es para agradar a Dios? ¿Qué buscas, pues, cuando sabes con certeza que el beneplácito de Dios no es que hagas (como en otro tiempo), oraciones, comuniones, penitencias, estudios, predicaciones u otras obras, sino soportar con paciencia esta enfermedad y estos dolores que El te envía? «Amigo mío, escribía San Juan de Ávila a un sacerdote enfermo, no examináis lo que haríais estando sano, sino contentaos con ser un buen enfermo todo el tiempo que a Dios pluguiere. Si es su voluntad lo que de veras buscáis, ¿qué os importa estar enfermo o sano?» Es incumbencia de Dios aplicarnos, según su beneplácito, a las obras de salud o a las de enfermedad. A nosotros toca ver en todo su santa voluntad, amarla, adorarla puesto que ella es siempre la única regla suprema. Hagamos, pues, en la salud las obras de la salud, en la enfermedad, las de la enfermedad según que están determinadas por nuestras observancias. Dios nos pide esto y no quiere otra cosa. ¿Por qué turbarse obrando de este modo? La inquietud mostraría que no hemos entendido nuestro deber, o que nos dejamos prender de los artificios del demonio.



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