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martes, 5 de diciembre de 2017

JUANA TABOR 666. HUGO WAST




El oído, largamente adiestrado, distinguía cada una de sus infinitas combinaciones como se distingue un la sostenido de un la natural, y el aviador ciego sabía instantáneamente qué movimiento debía ejecutar con sus pies o sus manos para apuntar sus velocísimas ametralladoras, que disparaban ondas de gran alcance y de tremenda eficacia.
Mas para tal oficio era necesario ser ciego de nacimiento o desde muy niño y poseer un oído musical sumamente sensible.
A fin de lograr lo primero, Naboth Dan mandó que de cada tres niños varones o mujeres que nacían en Apadnia, a uno se le reventaran los ojos.
La infeliz criatura empezaba desde su primera edad el terrible aprendizaje.
Sólo que en muchos casos descubríase que aquel desventurado nunca distinguiría con exactitud las complicadísimas notas, por faltarle el buen oído.
Entonces se le sacrificaba por inútil, destinándolo a los laboratorios, donde los sabios de Apadnia estudiaban sobre seres humanos problemas biológicos que en otras naciones horrorizaría estudiar aun en animales.
Cuando Naboth Dan murió, su terrible escuadra de aviadores ciegos contaba con algunos centenares de soldados. Cinco años después, su nieto Ciro Dan había logrado reunir diez mil, que se distinguían por su larga cabellera.
Apadnia, con sus treinta mil kilómetros de superficie y su millón de habitantes, dueña ahora de la Palestina, iba creciendo como el cuernito del profeta Daniel.
Los jefes de las grandes potencias, desde Otón V, señor del Santo Imperio Romano Germánico hasta Timur Khan II, emperador de Mongolia, sonrieron cuando el minúsculo rey de Apadnia emprendió su campaña.
¿Qué podían temer de aquellos diez mil aviadores ciegos, peinados como mujeres, ellos que movilizaban veinte millones de soldados con un millón de ametralladoras? Anuncia el Apocalipsis que cuando nos acerquemos al juicio final, una estrella caída de los cielos —imagen de un apóstata— recibirá las llaves del abismo y lo abrirá y saldrá de él un humo negro y una nube de langostas con cara de hombre, cabellos de mujer y dientes de león, que harán con sus alas un estruendo parecido al de muchos carros marchando al combate.
Así, como una nube de langostas, los diez mil aviones de Ciro Dan cruzaron en un solo vuelo el desierto de Siria, la fértil Mesopotamia, el norte de Persia y hasta el mar Caspio, y fueron a posarse en las mesetas del Turquestán, casi en los confines del Imperio Mongólico; reabasteciéndose allí se apoderaron de Samarcanda, la antigua ciudad de Tamerlán.
Aquellas poblaciones antiquísimas que habían formado parte de la Rusia del zar, y que ahora ignoraban si pertenecían a Satania o a Siberia, si su señor era el siniestro hijo de Yagoda o el tártaro Kriss, acogieron al joven y hermoso guerrero como a un libertador.
Los que tuvieron la dicha de verlo, enloquecidos y subyugados lo adoraron, y los caminos se llenaron de mozos que ansiaban enrolarse en sus ejércitos.
En una sola campaña Ciro Dan agrandó veinte veces sus dominios, y reunió quinientos mil infantes en los alrededores de Samarcanda.
Desde los tiempos de Tamerlán el mundo no había visto ejemplo de semejante fortuna militar.
Los soberanos que antes sonreían empezaron a inquietarse y fundaron sus esperanzas en que el tártaro Kriss, khan de Siberia, o Timur, emperador de Mongolia que desde Tokio dominaba la mitad del Asia, se le cruzarían en el camino y lo destruirían.
El tártaro, con su capital en Tomsk, a dos mil kilómetros de Samarcanda —es decir, a dos horas de vuelo de los aviadores de Ciro Dan— se adelantó al peligro y arrojó sobre las estepas del Turquestán a dos millones de bárbaros que comían carne cruda majada entre las caronas de sus caballos y avanzaban precedidos por cinco mil carros blindados y cuarenta mil cañones de bala azul.
Ciro Dan comprendió su inferioridad, no esperó a Kriss en Samarcanda y se alejó de sus nuevos dominios, donde en una sola noche cincuenta millones de habitantes se habían marcado en el brazo la cifra 666.
¿Los abandonaba acaso a las depredaciones de los tártaros? ¡No! Todos recibieron orden de seguirle con sus mujeres, sus hijos y sus rebaños.
Hacía muchos siglos que el mundo no presenciaba la emigración de naciones en masa.
Las gentes se asombraron del exaltado fanatismo que Ciro Dan infundía en todos los que llevaban su marca. Ni uno solo se quejó de aquella orden; Kriss halló árido y despoblado el inmenso territorio, y después de destruir a cañonazos las desiertas ciudades, volvió —con sus carros inútiles y sus tropas fatigadas— a concentrarse en las negras tierras siberianas, donde seguiría soñando con la invasión a Europa.
Para facilitar sus conquistas, el rey de Israel se convirtió al islamismo. Ni los judíos protestaron ni los rabinos del gran kahal le arrojaron la temible excomunión del Herem. Todos adivinaron que eso no era una verdadera conversión, sino una estratagema.
A fines del siglo XX el inmenso imperio musulmán, que se extendía desde el estrecho de Gibraltar hasta el golfo de Bengala, estaba repartido en muchos estados cuyos reyes, enemigos entre sí, hallábanse a. punto de guerrear para recoger la herencia del sultán Mahoma V, que iba a morir.
Murió, en efecto, cuando Ciro Dan acababa de conquistar la Persia, el Egipto y la Libia y se aproximaba a Constantinopla. Para apoderarse de ella le bastó declarar su nueva fe y enarbolar la bandera negra de Solimán el Magnífico, que tenía una media luna con éste soberbio lema en latín: Donec impleatur (Hasta que se complete), y al ocupar el trono de los sultanes cambió su nombre por el de Mahoma VI.
Europa entonces comprendió que el minúsculo príncipe de Apadnia en cinco o seis años se había transformado en el mayor de sus enemigos, y que si llegaba a aliarse con el bárbaro Kriss podrían entre ambos aplastar el continente europeo como una avellana bajo el taco de la bota de un mujik.
La televisión y la radio habían difundido la imagen y los discursos del misterioso conquistador, pero nadie conocía su verdadera historia.
Cuando el Apocalipsis anuncia al Anticristo, da su nombre mediante un enigma que ha torturado durante muchísimos siglos el ingenio de los intérpretes: “Quien tiene inteligencia calcule el número de la Bestia; porque es número de hombre y el número de ella es 666.”
En el siglo VIII, cuando los musulmanes aterraban a Europa, se advirtió que las letras del nombre de Mahoma en griego (idioma en que se escribió el Apocalipsis) arrojaban el asombroso número, sumando los valores aritméticos de cada una de ellas.
Otros intérpretes dijeron que significaba “El Rey de Israel” escrito en hebreo (HaMelek Le Ish-Rael) con diez letras cuyos valores sumados dan la misteriosa cifra: 666.
De esa manera Ciro Dan, Rey de Israel, una vez coronado sultán con el nombre de Mahoma VI, reunió de extraño modo las dos impresionantes interpretaciones.
Cualquiera de ellas arrojaba el fatídico número, y el mundo se estremeció de espanto.
¿Era pues el Anticristo?
Una mujer que lo había buscado en Samarcanda, en El Cairo y en Damasco, y que hacía diez años volaba en una athanora de cristal acerado por todos los caminos de sus conquistas, lo alcanzó en Estambul, en el palacio de los sultanes.
Era Jezabel, la de los ojos verdes y oblicuos, hija de príncipes, nacida en una aldea birmana, que lo adoró desde el primer instante al verlo pasar en un camino de la meseta del Irán.
La revolución comunista la había arrojado de su patria, y era en todos los países una misteriosa vagabunda, cuya fortuna deslumbraba a las otras mujeres y cuya belleza cautivaba a los hombres. Un día en América; dos días después en Europa; a la semana siguiente en Asia o en África, como una golondrina, como una nube.
En cada país tenía un palacio, un nombre distinto y una leyenda inventada por sus amigos o sus enemigos. Y en todas partes buscaba el olvido y la paz para su corazón, envenenado por el amor a aquel a quien nunca más pudo volver a ver.
De tiempo en tiempo desaparecía de las ciudades donde vivía, y era que había emprendido un nuevo viaje para encontrar al que amaba su alma, a quien sólo veía en efigie por la televisión, y por quien habría desafiado al mismo Dios.
¡Dichosa de ella, si algún otro amor curaba su llaga! Sabios de Damasco la iniciaron en la Cábala, y merced a sus secretos infernales y al dinero que gastaba sin medida, logró por fin dar con su verdadero rey.
Ya hacía tiempo que Jezabel llevaba en la frente la señal de Ciro Dan, y constantemente un pequeño instrumento de oro para marcar a los que por amor a ella consentían en aparecer esclavos de él. De ese modo, en todas partes fue haciéndole adeptos.
Ella fue la mujer vestida de blanco a quien los jenízaros el día de la coronación le abrieron paso, creyendo que la marca que llevaba, caldeándose sobre los carbones de su incensario, fuese instrumento del ceremonial. Así entró y vio por segunda vez a aquel que la había hecho renegar de Dios.
A pesar de su orgullo sin límites y de la conciencia de su misión sobrehumana, y aun sabiendo que un día la humanidad entera se postraría delante de él, Ciro Dan era hombre, y como dice el poeta, “nada humano le era extraño”.


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