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jueves, 23 de noviembre de 2017

Dios baja al infierno del crimen. M. Raymond, O. C. S. O.


CAPÍTULO II
DIOS REÚNE SUS INSTRUMENTOS (continuación)
Penney jadeaba intensamente al recordar el episodio; pero al fin se quedó tranquilo, diciendo para sí:
«¡Gracias a Dios que los policías encontraron una bala en el suelo!»
Se incorporó, pensando:
«¿No podía mi abogado apoyar en esto mi defensa? Cierto que yo estaba allí. Cierto que participé en el robo. Cierto que la pistola del 38 era mía. Todo ello es innegable. Pero también es evidente que yo no cometí el asesinato. La única bala de mi pistola, la única bala del 38 que se encontró, estaba en el suelo, y no en uno de los cuerpos.»
Con los codos en las rodillas y la cabeza en las manos, se asombraba de que Bob Anderson no quisiera comprenderlo. Los peritos del Servicio de Investigación Criminal habían dictaminado que los proyectiles encontrados en los cuerpos y en el lecho de la señora Miley pertenecían a la pistola del
32 de Bob. Y, a pesar de ello, Anderson insistía en su inocencia, y negaba su participación en el crimen.
¡Ese mamarracho es un iceberg o un chalado! —susurró Penney ferozmente, pisoteando la ceniza gris en el suelo—. Yo le acusé. Baxter le acusó. Las pistolas le acusan, y, finalmente, le acusan las balas. ¡Ya puede negar cuanto le dé la gana! No sé qué espera conseguir con ello. ¡Como no sea gastar dinero y palabras, lo que es otra cosa!...»
Se echó otra vez sobre el camastro, preguntándose si realmente no había traicionado a su compinche. Apretó los dientes, pensando en lo ocurrido. Una señal luminosa de tráfico... Una señal fatídica, iba a costar tres vidas probablemente...
Fue en Fort Worth, Texas. Había estado el coche viajando durante diez días por todo el Sur sin que ocurriera nada de particular. Estuvo en Florida, volvió a través de Georgia y Alabama, cruzó Misisipi y Arkansas sin el menor obstáculo. Telegrafió una tarde a Anderson pidiéndole más dinero, y lo recibió al cabo de unas horas. Y en seguida, allá abajo, en Texas, una señal luminosa se volvió contra él... Aquella luz podía significar nada menos que la silla eléctrica.
Pero bruscamente se levantó como movido por un resorte. Entornó sus ojos, de un gris azulado, y un reflejo tan frío como el acero brilló en ellos.
«¿Traición?—pensó—. ¿No fue Anderson quien me traicionó a mí al difundir que le habíamos robado su coche después de dejármelo para que me escabullera? De no ser por eso, aquellos «polis» de Fort Worth nunca me habrían atrapado. ¡Como vuelva a echarle la vista encima a ese pájaro...! »
Los tres días y dos noches de incesante interrogatorio de los policías de Fort Worth no lograron abatirle. Las comisuras de sus labios se fruncían ahora despectivas al recordar cuánto le molestaron, le amenazaron y le golpearon en infructuosos esfuerzos para arrancarle una confesión. Si sólo se hubiera enfrentado con ellos, todavía estaría en libertad. Pero el inspector Price llegó a Texas desde Kentucky..., y las cosas cambiaron.
Tom Penney se volvió a sentar pensativo como si se enfrentara con un rompecabezas. Sabía que odiaba a Price con todas las fuerzas de su alma;
pero por grande que fuera su odio, no podía por menos de reconocer que era todo un caballero. Le había hablado como se habla a un ser humano; le había tratado como se debe tratar a un hombre. Más de cuatro horas permanecieron juntos aquel domingo sin que el inspector alzara la voz.
Tranquilamente, con toda consideración y suavidad, formulaba pregunta tras pregunta, anotando sus respuestas con idéntica serenidad. Recordando la escena, Penney oía la voz pausada de Price, que le decía:
—Se está usted contradiciendo, Tom.
Y asimismo oía con la misma claridad su propia voz —no tan
tranquila, sino más bien ronca y falsamente fanfarrona— tratando de aparentar confianza:
— ¿Cree usted que voy a confesarme autor de un doble asesinato?
Al percibirla ahora como un eco lejano con su experto oído de reo, Tom se estremeció.
«¡Allí fue donde me equivoqué! —se dijo—. Si me hubiera callado en lugar de preguntar...»
Se encogió de hombros, consolándose con pensar que, de todas maneras, el final habría sido el mismo, pues no había hombre capaz de resistir el tormento de las preguntas del inspector Price sin caer en sus redes.
Arrojó al suelo la colilla y la aplastó con el pie, mientras llegaba a la conclusión de que no había traicionado a Bob, pero sí caído en una trampa.
Claro que, como el hecho de su detención era culpa de Anderson, éste no podía echarle en cara estar comiendo también el rancho de la cárcel. ¡Si no se hubiese chivado en lo del coche!...
Tom Penney se levantó y se estiró, diciéndose que tanto pensar no era bueno. Era como gritar porque se ha vertido la leche, cuando lo mejor es dejar que el gato venga a lamerla.
Ya de noche, y cuando se iba a acostar, Penney oyó que le llamaban.
Se levantó, y vio a los detectives Harrigan y Gravitt a la puerta de su celda.
— ¡Basta de interrogatorios!—exclamó— ¡Ya les he dicho todo lo que sé! ¡Ya he dicho todo cuanto tenía que decir!
No se ponga así, Penney. Esta vez se trata de una visita amistosa.
— ¡Amistosa!—dijo Penney, sarcástico—. ¡El oficial Harrigan quiere hablarme con cariñosa amistad!... ¡Siempre empiezan ustedes lo mismo!
—No, no, Tom —replicó Gravitt—. Esta vez se equivoca.
— ¿Que me equivoco?... ¡Conozco sus tretas desde que era niño!
—Bueno... Si no quiere aceptar nuestras palabras, acepte, al menos, nuestros cigarrillos.
El preso miró primero al paquete alargado que el detective le ofrecía, y luego, recelosamente, a los dos hombres.
—Son suyos, Tom—aseguró Gravitt—. Joe y yo los hemos visto en el torno cuando entrábamos, y hemos venido a traérselos. ¿Qué tal ha pasado el día?
Penney tomó el cartón que le tendía Harrigan, leyó el remite puesto en el ángulo superior izquierdo, sonrió y lo arrojó sobre la cama, mientras contestaba a la pregunta de Gravitt:
— ¡Psch! No del todo mal. He comido bien. He dormido bien. He leído los periódicos de la mañana y de la noche, y hasta he tenido algunas visitas. Un día perfecto, si ustedes no vienen a freírme a preguntas esta noche.
Joe Harrigan encendió el cigarro.
—No hay preguntas esta noche. El jefe ha ordenado que se le deje solo y tranquilo. Al parecer, le tiene afecto, Penney. Me alegro que haya pasado un buen día, y le deseo también una buena noche. ¡Hasta la vista!
Tom sonrió mientras los dos hombres se alejaban por la galería. Cogió el cartón de cigarrillos y volvió a leer el remite. Sacó un lápiz del bolsillo, y en una hoja de papel trazó unas líneas agradeciendo a sus primos el obsequio. Cinco minutos después cerraba el sobre, lo ponía entre los barrotes de la reja, y tomando otra hoja de papel, escribía: «Lexington, Ky., 22 de octubre de 1941.
Querido jefe: Nunca podrá imaginarse lo mucho que he agradecido la visita de esta tarde. Antes de ahora no sabía que un oficial de la ley pudiera ser tan humano. ¡Lástima que uno aprenda algunas cosas demasiado tarde y que le cueste tan caro el aprenderlas! No es sólo en mí en quien pienso. Lo
que yo sufro no es nada comparado con lo que sufrirán mi madre, mis hermanas y hermanos y todos mis amigos.
¡Qué pena tan grande pensar lo que podía yo haber sido si hubiera seguido el camino recto en lugar de escoger el del mal! Si yo pudiera hacer el relato de mi vida, estoy seguro de que podría hacer mejores a muchos.
Jefe: honradamente le he dicho todo cuanto sé, y es verdad. La otra noche dije que deseaba manifestar algo a usted, pero me contestaron que estaba usted cansado y que se lo expusiera a ellos. Todos han sido amables y considerados conmigo, y aunque sé que usted, señor Price, nada puede hacer por mí, tengo la seguridad de que lo siente sinceramente, por lo que quiero que sepa que yo no guardo rencor a nadie en el mundo, y que siento el más profundo respeto por usted y sus subordinados. También creo que los
señores Maupin, Harrigan y Gravitt son muy dignos de estimación en este caso. Han trabajado bien y sin desmayo hasta el fin. No les elogio por ganarme sus simpatías, sino porque me sale del corazón. Precisamente para demostrar cuánto aprecio las amabilidades de ustedes, quiero decirle que
estoy arrepentido de las cosas desagradables que haya podido decir o pensar de los agentes de la autoridad. Muy arrepentido, pues ahora lo veo todo de un modo diferente.
Si usted teme... ¡Oh, no sé cómo expresarme!... Si usted teme haberme hecho algún mal descubriendo este caso, deseche ese temor. Yo sé que era su deber.
Señor Price, me gustaría mucho saber los nombres de las monjas que vinieron hoy con usted. Dios las bendiga. Siempre son lo mismo de cariñosas y simpáticas. No sé por qué, siempre he sentido una especie de seguridad en su presencia.
Bueno, jefe; no quiero abusar más de su tiempo. Trate de no pensar demasiado mal de mí, y crea en la absoluta sinceridad de cuanto le he dicho.
Para usted y los suyos desea respetuosamente la mayor salud y buena suerte, Tom Penney.»
El prisionero releyó su carta. Por un momento estuvo tentado de romperla, pues la encontraba algo rastrera. Deseaba dar gracias a Price; pero había algo en aquellas líneas que no iba bien con la gratitud que quería expresar. Primero en Fort Worth y luego en Lexington, había pronunciado feroces invectivas contra Price, Maupin, Harrigan y Gravitt. Debía una
explicación a cada uno y, sobre todo, debía agradecer a Price su actitud.
Pero aquella carta sonaba a falsa... Entonces sus ojos llegaron al párrafo referente a las monjas.
¿Serían aquellas frases la verdadera razón de la extensa carta?... ¿Qué habían dicho ellas?... ¿Que rezaban por él?,.. Y ¿por qué? ¿No era un delincuente contrito y confeso, cuyo historial se había hecho público?... Si se libraba de la silla eléctrica, pasaría en presidio el resto de su vida. ¿Por qué iban a rezar por él las monjas? ¿Por qué?...
Por fin, resolvió sus dudas metiendo el pliego en un sobre y escribiendo en él la dirección del jefe. Si, por lo menos, conseguía saber los nombres de las monjas, les escribiría para averiguar la razón de por qué rezaban por él.
«Seguro que no es por mi vida —se dijo Penney, empezando a desnudarse—. Y yo sé que tampoco van a rezar por mi muerte.»
Pocos momentos después, al meterse en la cama y tirar de las sábanas hasta cubrirse con ellas la barbilla, admitió que posiblemente las monjas rezaban por su muerte. Como no había vivido de buena manera, las hermanas del Hospital de San José podían muy bien rezar para pedir una buena muerte para él.
Esta idea le llenó de inquietud. ¿Qué podría hacer para disiparla? Recordaba bien la ira que se apoderó de él cuando los policías de Fort Worth le reconocieron por la larga cicatriz que cruzaba su rostro y le detuvieron, Estuvo tentado de resistirles, e incluso de sacar la pistola y matar al conductor del coche. Ahora no podría decir por qué contuvo ese impulso que le habría evitado muchas amarguras: los interrogatorios, la publicidad, el largo viaje de regreso, la ignominia de entrar esposado en su ciudad natal, las duras semanas del proceso que le aguardaban... ¿Por qué no lo hizo? Porque había otras personas en el coche: Leo Gaddys y aquella mujer que habían recogido en la calle... Siempre había sido estúpidamente caballeroso con todas las mujeres, sin importarle que fueran o no merecedoras de ello. Mientras se volvía al otro lado de la cama, se dijo que la verdadera razón de no haber obligado a los policías a liarse a tiros con él fue una prostituta flaca y fea.
Al quedar frente al ventanillo, sus ojos vieron brillar una estrella solitaria en el cielo. Tom Penney se extrañó que no hubiera habido entonces algo más que aquella falsa caballerosidad. De pronto se dio cuenta de que en cada una de las cartas que había escrito desde la cárcel del Condado figuraba un Dios le bendiga o te bendiga.
En la última, que acababa de escribir a Price, estampó un Dios las bendiga, refiriéndose a las monjas. Y, sin embargo, días antes, en Fort Worth se había reído en las narices de uno de sus interrogadores que le preguntó si Dios significaba algo para él.
— ¿Dios?—respondió con una risotada—. Para mí, Dios es tan sólo una palabra compuesta de cuatro letras. Y para cualquier efecto práctico, esas cuatro letras tienen el mismo valor que si fuesen w, x, y y z.
Entonces... ¿Por qué había nombrado a Dios, a su madre, a sus primos y ahora mismo al inspector?
Aquella noche, las estrellas caminaban muy despacio a través del cielo de Lexington. Brillaban majestuosamente tranquilas y plácidas, bañando de plata las rejas de la prisión del Condado. Pero Tom Penney dormía bajo ellas con un sueño ligero e inquieto, sin sospechar que la misma mano que regía el curso maravilloso de aquellos astros había estado también reuniendo sus instrumentos susceptibles de atraerle a la órbita trazada por ella para el hombre. El interrogador de Fort Worth, con su pregunta sobre Dios, había sido un pequeño instrumento, lo mismo que la curiosidad de Jackie Regan por ver las celdas y los presos. Pero sólo cuando Penney se durmió profundamente, Dios reunió sus cuatro instrumentos principales: dos monjas en el Hospital de San José y dos hombres que en casa de Austin Price discutían acerca de otro, que pronto estaría convicto y confeso de un asesinato.
—Sé que le condenarán a muerte por este crimen. Por eso deseo que vaya a verle —insistía, tenaz, el señor Price.

— ¡Okey, jefe! Iré. Pero usted pídale a Dios que cuando vaya le diga las cosas que debo decirle —contestó el Padre Jorge Donnelly, sonriendo, al vislumbrar una expresión de alivio en los ojos de su interlocutor.

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