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lunes, 4 de septiembre de 2017

JUANA TABOR 666. HUGO WAS



Sobre la mesa había cinco rollos en sus fundas, dispuestos como los rayos de una rueda, y en el centro una esplendorosa corona imperial rematada por la milenaria estrella de David.
Sonó un cuerno penetrante, se abrió la puerta, los rabinos se pusieron de pie y todos se inclinaron con aquel amor ansioso y triste que envenenaba sus almas.
Precedido por siete jenízaros y seguido de otras tantas hermosas muchachas, entró Ciro Dan.
Rasurada la barba juvenil, con lo que se advertía mejor la boca perfecta, caprichosa, arqueada por una soberbia y desdeñosa sonrisa.
Color de miel y undoso el cabello corto que devoraba la frente, la cual, aun siendo angosta era bellísima, resplandeciente de obstinación y de luz interior.
La tez como el trigo maduro; así la traen los soldados que vienen de lejanas campañas.
Sus ojos sombríos y soñadores, ligeramente ceñidos y como tirados hacia las sienes, eran en su rostro caucásico un rasgo del Extremo Oriente que daba más sabor a su belleza.
Su boca pura y nerviosa, lo mismo que el pliegue perpendicular entre las duras cejas, revelaban una pasión cruel y fanática.
Mas cuando Ciro Dan hizo el gesto que contuvo a los jenízaros y llenó de celos a las otras mujeres, desaparecieron pliegues y sombras, y sólo quedó sobre su persona el resplandor indescriptible de una belleza sin igual.
Sobre las brasas de su incensario se estaba calentando un utensilio de hierro con mango de marfil.
Poco a poco el aire de la sala, con el humo de los perfumes, fue tornándose ardiente y embriagador, propicio al éxtasis y a las alucinaciones.
Uno de los cinco maestros desenfundó el rollo sagrado, se aproximó calándose unos anteojos de carey y en alta y solemne voz leyó:
—Promesas de Jehová, por boca de Mezquil Etham Ezrahita, en el Libro de los Psalmos:
«Hallé a David mi siervo; ungido con el aceite de mi santidad.
«Mi mano será su auxilio; mi brazo su fuerza.
«Y quebrantaré delante de él a sus enemigos, y heriré a sus aborrecedores.
«Extenderé su mano sobre el mar y su diestra sobre los ríos.
«Y será mi primogénito el más excelso de los reyes de la tierra.
«Y haré que su raza subsista por los siglos de los siglos, y su trono durará eternamente.»
El viejo enrolló el pergamino, y levantando la mano derecha clamó:
—Los caminos del Señor están abiertos delante de ti, que reconstruirás su templo.
Pero no eres tú el primero que se presenta en nombre del Señor y engaña al pueblo.
Acuérdate de Jesús de Nazaret, cuyo nacimiento refiere el Talmud con palabras que horrorizan a los cristianos. Se hizo mago, se llamó rey y fue condenado como apóstata y muerto a pedradas en la ciudad de Lydda, la víspera de Pascua. Tú, el verdadero rey de los judíos, guárdate de parecerte al Nazareno.
El rabino calló, miró ansiosamente a su discípulo, que no se dignó mirarlo, y volvió a su lugar.
Y se levantó el que estaba a su lado.
La intrusa vestida de blanco arrojó sobre las brasas unos granos de Perfume.
—Promesas de Jehová por boca del profeta Ezequiel:
«He aquí que abriré vuestros sepulcros y os sacaré de vuestras sepulturas, pueblo mío. Y pondré mi espíritu con vosotros, y viviréis y os haré reposar sobre vuestra tierra...
«He aquí que yo tomaré a los hijos de Israel de en medio de las naciones adonde fueron, los recogeré de todas partes y los conduciré a su tierra.
«Y los haré una nación sola en la tierra, en los montes de Israel, y habrá un rey que los mande a todos...«Y mi siervo David será rey sobre ellos...»
—Tú, Ciro Dan, el ungido del Señor, serás ese rey y reconstruirás ese templo.
Pero acuérdate que otros se dijeron enviados del Señor y mintieron. Acuérdate del impostor Bar-Kosibá, que sesenta años después de la ruina del templo se proclamó Mesías, hijo de David, y arrastró consigo a 200.000 soldados que se dejaron cortar un dedo en señal de valor, y reinó tres años y medio. El emperador romano envió contra él a sus mejores generales, que asolaron cincuenta fortalezas, destruyeron 985 ciudades y mataron 580.000 judíos. La sangre corrió al mar formando un río de cuatro millas de largo, y allí pereció Bar-Kosibá, que se decía la estrella de Jacob. Tú, que vienes en nombre del Señor, guárdate de llevar a mi pueblo a la matanza.
Los labios de Ciro Dan se estremecieron un instante como si fuera a responder, pero guardó silencio.
Levantóse el tercer rabino y leyó:
—Promesas del Señor por boca del profeta Miqueas:
«Acontecerá en los últimos tiempos que el monte de la casa de Jehová será levantado sobre todos los montes, y los pueblos correrán a él.
«Y acudirá mucha gente y dirá: Venid, subamos al monte del Señor y a la casa del Dios de Jacob, y nos enseñará sus caminos y andaremos por sus veredas. Porque de Sión saldrá la ley y de Jerusalén la palabra de Jehová.
«Y juzgará entre muchos pueblos y castigará a naciones poderosas hasta muy lejos.
«Y convertirán sus espadas en rejas de arados, sus lanzas en azadones.»
—Y tú, Ciro Dan, hijo de David, que reconstruirás el templo, serás rey de los montes de Judea, que estarán por arriba de todos los montes. Pero guárdate de ser como Salomón Malkho que se llamó a sí mismo la Espada de Dios, y engaño a los pueblos y causó la ruina de millares y fue quemado vivo quince siglos después del Nazareno.
Se levantó el cuarto rabino, con la decepción pintada en el semblante al ver el desdén con que Ciro Dan escuchaba las profecías y los consejos.
Era un anciano de pequeña estatura y de miembros poderosos. Cuando alzaba el brazo, corríasele la manga y se descubría su piel velluda como la de Esaú.
—Esta es la sagrada Thora, donde están escritas las palabras del mal profeta Balaam, hijo de Beor, el varón de los ojos cerrados. Su boca, comprada para maldecir por el rey de Moab, se enternece al ver los campamentos de Israel, y estalla en bendiciones:
«¡Cuán hermosos son tus pabellones, oh Jacob; tus tiendas, oh, Israel! Como valles con bosques; como huertas junto al río; como lináloes plantados por Jehová; como cedros de las aguas.
«Una estrella saldrá de Jacob; un cedro se elevará de Israel, herirá a los caudillos de Moab y destruirá a todos los hijos de Seth.
«Vendrán navíos desde las costas de Citthin y oprimirán a Assur, y oprimirán a Heber, y él también perecerá para siempre.»
El rabino se detuvo un instante al ver resplandecientes de curiosidad los ojos de Ciro Dan y comentó el pasaje con estas palabras —Las costas de Citthin son en el lenguaje de los libros santos las de Italia. Una poderosa escuadra imperial arribará a las tierras orientales y conquistará el país con todos los pueblos que contiene, asirios y hebreos, árabes y egipcios, y tú, hijo de David, desaparecerás después de reconstruir el templo, mas tu reino subsistirá por todos los siglos.
Se levantó el quinto rabino, alto, flaco, hirsuto, y a grito herido anunció:
—Promesas de Jehová por boca del profeta Isaías:
«Yo, el Señor, he dicho a Ciro, que es mi ungido y a quien yo conduzco por la mano para sujetarle todas las naciones, para poner en fuga a los reyes, para abrir delante de él todas las puertas sin que ninguna permanezca cerrada: Yo marcharé delante de ti y humillaré a los grandes de la tierra; yo romperé las puertas de bronce y quebraré sus bisagras de hierro. Yo te daré tesoros ocultos y riquezas secretas y desconocidas, a fin de que sepas que soy el Señor, el Dios de Israel, que te he llamado por tu nombre.»
—Y yo, Jehudá Ben Gamaliel, que te hablo —prosiguió el rabino, golpeándose con la huesuda mano el hundido pecho—, yo que he sido hasta ayer tu maestro y desde ahora tu siervo, te digo: tú, que eres el Ciro del profeta a quien el Señor llamó por su propio nombre hace 27 siglos para que en ti se cumpliera la grandeza de Israel, coloca tú mismo la corona de la ley sobre tus sienes. Pero si no vienes en nombre de Dios, acuérdate de Sabbatai-Ceví, que nació en Esmirna en el año 5386 de la Creación y fue engañado por una hermosa aventurera, y un día en la sinagoga de Esmirna se proclamó Mesías y rey, y con sus artificios cabalísticos enloqueció a los judíos de toda Europa y corrompió sus costumbres. El gran visir lo aprisionó y Sabbatai, por salvar su vida, apostató de su religión, se hizo musulmán y desacreditó en millones de almas las palabras del Señor. ¡Acuérdate de Sabbatai-Ceví, si has de reconstruir el templo! El quinto rabino se sentó yerto y pasmado, al ver la indiferencia de Ciro Dan, que parecía no haberlo escuchado.
En el aire exterior sentíase el zumbido de los aviones que volaban entre las nubes.
La noche iba cayendo sobre la Ciudad de las Siete Colinas.
Adelantóse Hillel, padre del mancebo; subió al estrado, se desprendió del precioso Dragón de las siete cabezas, y con gran reverencia lo puso en el pecho de su hijo, y arrodillándose besó la fimbria de oro de su manto.
Como si la intrusa aguardara ese instante, no bien la suprema insignia cambió de dueño se levantó, impetuosa y audaz, y habló así, con gran escándalo de los rabinos:

—Escúchame, Ciro Dan: yo, Jezabel, reencarnación del espíritu de una reina fenicia y de una profetisa hebrea, te diré la palabra que llegará a tu corazón.
«Tú no vienes al mundo en nombre del que quiso llamarse hasta el fin de los siglos el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, sino en tu propio nombre.
«El mundo ya no cree en aquel Dios, envejecido y destronado, porque te aguarda a ti, su enemigo.
«Serás rey del mundo porque tu verdadero padre, el Dragón bermejo de las siete cabezas, te condujo a la más alta montaña donde un día llevó al Nazareno, y te mostró, como a él, los reinos de la tierra, y te dijo la misma palabra: ‘Te daré todo lo que ves, si te postras en tierra y me adoras’. El Nazareno se negó a adorarle, pero tú consentiste, y toda la tierra será tuya, por un tiempo, dos tiempos y medio tiempo.»
Los fríos labios de Ciro Dan se animaron con una sonrisa. Llamó a la intrusa, le tomó las dos manos y le dijo al oído:
—No es la primera vez que te veo.
— ¡No...!
— ¿Dónde te vi antes? ¿Cómo has entrado hasta aquí? ¿Cómo sabes que yo he subido en las alas negras de mi padre hasta la cumbre del monte...?
—Del monte Apadno —añadió ella.
—Sí, del monte Apadno. ¿Cómo sabes que allí lo he adorado?
—Porque en sueños me ha hablado Henoch, el primer maestro de la Cábala, y porque he visto tu gloria en el humo de las violetas regadas con sangre de cuervo.
Los rabinos presenciaban, celosos y amargados, sin percibir las palabras, el diálogo de Ciro Dan con la intrusa. Uno de ellos, el kohen o sacrificador, estimó llegado el momento de ceñir la frente del nuevo rey con la corona de David, signo de un imperio tan vasto como nunca lo conoció la humanidad. Mas apenas hizo un ademán, Jezabel arrebató la magnífica joya y coronó la más hermosa cabeza del mundo.
Ciro Dan se levantó, y todos temieron que la invitase a ocupar el trono de la derecha, que él mandó poner sin decir para quién. Mas no fue así, y ella humildemente volvió a sentarse en un ángulo del estrado.
Entonces él se dirigió a los barbudos personajes:
—Jezabel ha hablado mejor que vosotros, mis maestros. Yo no vengo en nombre de Jehová.
Yo vengo en mi nombre a destruir el reino del que no quiso adorar a mi padre en la cumbre del monte Apadno.
En él no se cumplieron las profecías, porque su reino no es de este mundo. En mí se cumplirán, pues yo soy el que Isaías llamó por su propio nombre, Ciro, el ungido de Dios, de la raza de David. Pero mi dios no es el vuestro, israelitas; ni el vuestro, cristianos; ni el vuestro, musulmanes. Mi dios y mi padre es el enemigo eterno de Jehová que creó a los ángeles y a los hombres, y tuvo celos de su obra; y llenó el universo de trampas, y vendó los ojos a sus criaturas, y las empujó para que marchasen y cayeran. Y puso detrás de cada placer un pecado, y en los corazones una ansiedad de placeres, a fin de que se multiplicaran los pecados y los habitantes de su infierno.
El negro Arcángel cuya caída lloraron las estrellas; mi padre, que tiene en la frente un letrero que dice: ¡No me arrodillo!, ha soplado en mí su inteligencia y su soberbia de tal modo que me siento más seguro yo en la tierra que vuestro Jehová en su cielo.
Yo soy el vengador de los traidores y de los asesinos, de los ladrones y de los impúdicos: de Caín, de Judas, de Nerón, de Lenín, cuyas carnes envenenadas por el odio no hubieran podido comer las águilas sin morir; y vengo al mundo para fecundar la raza de los soberbios y de los envidiosos, a fin de poblar la creación de inmortales blasfemias, estopas inflamadas que eternamente arderán en los oídos del Creador.
¡Cómo se arre-pentirá de haber creado nuestro libre albedrío y de no atreverse a destruirlo ni a encadenarlo! En ese momento sonaron precipitados golpes en la puerta.
Apenas entreabrieron, penetró la vieja mendiga que diariamente, desde sesenta años atrás, veían los fieles limosneando en una de las entradas de San Pedro, en la Roma Vaticana. Todos sintieron correr por sus espaldas el frío pavor de los sacrilegios.
A una señal de los rabinos, los criados se llevaron la mesa y los rollos sagrados.
La pordiosera venía envuelta en un manto color carmesí, desflecado pero limpio.
Tenía la cara redonda y arrebolada, los ojos pequeños y picantes de malicia y una dentadura perfecta, insultante de blancura, que contrastaba con los amarillentos mechones de cabello que se escapaban del rebozo.
Si los ojos humanos pudieran ver las cosas divinas, habrían visto un friso de ángeles prosternados alrededor de tan odiosa figura y como fondo, a pocos pasos en el aire, mil demonios entregados a la más frenética zarabanda.
— ¿Ya no me esperabas? —preguntó la mendiga, dirigiéndose a Hillel, padre de Ciro Dan.
Hillel, sin hablar, señaló a su hijo.
Ella se volvió a Ciro Dan, a quien nunca había visto; y quedó extasiada. Él le dijo:
—Ellos podían dudar de que llegarías a tiempo; yo no, porque los diez sefirots negros del Arcángel te acompañan.
—Si tú eres el que viene en su propio nombre, debes saber lo que traigo —dijo ella, aproximándosele.
—Lo que otras veces has traído —respondió Ciro.
—Sí, pero hoy la mano que consagró mi hostia es la mano del papa. He comulgado en su capilla, y te traigo el propio Cuerpo de Cristo que él puso en mi boca.
Por habituados que estuviesen aquellos hombres y mujeres a presenciar los sacrilegios del satanismo que se celebraban entre ritos blasfemos y cabalísticos, las palabras de la mendiga hicieron gran impresión.
Pocas figuras había en la Roma Vaticana tan conocidas como la de la Pannota, aquella pordiosera del rebozo carmesí que permanecía durante horas quietecita en el umbral, aguardando una limosna.
En las misas del alba muchos la habían visto acercarse a la mesa eucarística, y teníanla por santa.
La miserable criatura sabía por su catecismo que en el milagro de la transubstanciación, al convertirse mediante las palabras del sacerdote el pan y el vino en el sacrosanto Cuerpo de Cristo, no permanecen sino mientras duren los accidentes de las especies y que no bien la saliva los altera el milagro desaparece y aquello vuelve a ser un poco de harina o un sorbo de vino en proceso de transformación.
Por eso, no bien comulgaba retirábase al rincón más oscura, y aprovechándose del rebozo quitábase de la lengua la sacratísima Forma y la ponía entre algodones, para entregarla a los ministros del satánico culto.
Había logrado por fin, con muchas mañas, asistir a una misa de Pío XII y recibir de su mano la comunión.
Desde ese instante quiso tener alas para llevar su tesoro hasta el piso 144 del Banco Internacional de Compensaciones. Pero tuvo que aguardar hasta que el viejo pontífice terminó su acción de gracias después de la misa. Nunca le había parecido tan larga la distancia ni tropezado con tantos obstáculos.
Mas llegó en el solemne momento de la coronación de Ciro Dan. De entre las ropas del seno extrajo la redondela blanca, en la que por milagro o fenómeno había una viviente gota de sangre. Instintivamente se echaron todos atrás, y fue necesario un acto de fría resolución para que se atrevieran a acercarse a aquel pan que hacía prosternarse a los ángeles invisibles.
Ciro Dan tomó la hostia y la puso en un platillo de oro, parodia de patena.
— ¿Qué significa esa mancha roja? —preguntó en italiano, para que no le comprendieran los otros.
La vieja respondió temblando:
—Allí está Cristo vivo... Tal vez sea su Sangre. Ciro Dan se encogió de hombros y mandó a los criados:
— ¡Aprontad la cruz!
Y a su madre:
— ¡Traed al niño!

Las brasas íbanse adormeciendo en los incensarios, bajo las cenizas de los perfumes. Pero el aire estaba lleno de visiones. Solamente alrededor de la hostia había un lugar libre de aquel humo cabalístico. Parecía que un fanal de vidrio defendía de in jurias a la sagrada Forma. Afuera sentíase el formidable aliento de Babilonia.
Uno de los soldados descolgó la cruz y la puso arriba de un lienzo tendido en el piso, a manera de tapiz, Y trajeron al niño, un pálido chicuelo de seis o siete años cuyo rostro habían popularizado aquellos días los periódicos y la televisión universal.
La noble y secular familia de los Torloni, tan allegada al Vaticano y emparentada con la emperatriz, ofrecía un millón de marxes a quien le diera noticias de su heredero principal, desaparecido misteriosamente.
Desde el primer instante se pensó en un secuestro por venganza, pues el padre del niño, como prefecto de la policía romana, había perseguido a la masonería.



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