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sábado, 19 de agosto de 2017

SOBRE EL AMOR A DIOS. SAN BERNARDO DE CLARAVAL

                                                


V.14. Quien considere todo esto, creo que comprenderá por qué se debe amar a Dios, es decir, por qué merece ser amado. El incrédulo que rechaza al Hijo, tampoco pose al Padre ni al Espíritu Santo. El que no honra al Hijo no honra al Padre que le envió ni al Espíritu Santo su enviado. No es extraño que quien menos conoce menos ame. De todos modos, no ignora que se debe por entero a quien conoce como creador suyo.
¿Y qué puedo hacer yo, si acepto a mi Dios como gracioso dueño de mi vida, generoso administrador, consolador compasivo, guía solícito y redentor incomparable, salvador eterno que me enriquece y glorifica? Escuchemos las Escrituras: De él viene la redención copiosa. Entró una vez en el santuario, realizada la redención eterna.
Hablando de su protección, dice el salmista: No desampara a sus santos, los guardará por toda la eternidad. Y con relación a su generosidad: Una medida buena, apretada, colmada, rebosante, será derramada en vuestro seno. En otro lugar: Lo que ojo nunca vio, ni oreja oyó, ni hombre alguno ha imaginado, Dios lo ha preparado para los que le aman. Respecto a la gloria: Esperamos al Salvador y Señor Jesucristo, que transformará la bajeza de nuestro ser, reproduciendo en nosotros el esplendor del suyo. Los padecimientos del tiempo presente no son nada comparados con la gloria que va a revelarse, reflejada en nosotros. Nuestras penalidades momentáneas y ligeras nos producen una riqueza eterna, una gloria que las sobrepasa desmesuradamente; y nosotros no ponemos la mira en lo que se ve, sino en lo que no se ve.
15. ¿Cómo podré corresponder yo con el Señor por todos los beneficios? La razón y la justicia natural obligan a entregarse sin reservas a aquel de quien todo lo hemos recibido, amándole con todo nuestro ser. Pero la fe me intima a amarle mucho más porque me hace ver claramente que debo amarle más que a mí mismo. No sólo me ha dado todo lo que soy, sino que se me ha entregado a sí mismo. No había llegado aún el tiempo de la fe, ni se había manifestado Dios en la carne, ni había muerto en la cruz, ni había resucitado del sepulcro, ni había vuelto al Padre; no nos había entregado todavía su gran amor, ese gran amor del que tanto hemos hablado y ya habíamos recibido el mandamiento de amar al Señor nuestro Dios, para amarle con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas. Es decir, con todo lo que somos, sabemos y podemos.
No es injusto Dios al pedirnos esto, ya que en último término nos reclama lo que ha hecho en nosotros y lo que nos ha dado. Si pudiera hacerlo, ¿no amaría el artista la obra de sus manos, y con todas sus fuerzas, puesto que todo se lo debe a él? Pero, en nuestro caso, Dios, además, nos sacó de la nada y nos regaló gratuitamente nuestra dignidad humana. Esto aumenta nuestra deuda de amor y prueba cuán justamente nos lo pide. ¿No elevó al infinito sus favores y derrochó su misericordia cuando salvó a hombres y animales? Si me debo a él por entero al haberme creado, ¿qué no haré por haberme creado de nuevo y de un modo tan admirable? La reparación no fue tan fácil como la creación. Lo mandó y fueron creados, el hombre y todo cuanto existe.
Pero el que hizo en mí tantas maravillas con una sola palabra, para restaurarme tuvo que hablar mucho, hacer muchos milagroso y padecer en duros trabajos, no sólo duros, sino hasta indignos. ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? En su primera obra me dio mi propio ser, en la segunda el suyo. Y al dárseme a mí, me devolvió lo que yo era. Si me había dado el ser y me lo ha devuelto, me debo a él por mí, y por doble motivo. ¿Qué puedo ofrecerle a Dios por Dios mismo? Aunque me ofrezca mil veces, ¿qué soy yo comparado con Él?       

CÓMO DEBE SER AMADO DIOS
VI. 16. Al llegar a este punto, fíjate en qué medida, más aún, cómo merece Dios ser amado por encima de toda medida. Vuelvo a resumir brevemente lo que ya he dicho. El nos amó primero. Él, tan excelso, tan extraordinaria y gratuitamente, a nosotros, tan ruines y pobres como somos. Dije también que la medida del amor a Dios es amarle sin medida. Por otra parte, el objeto de nuestro amor a Dios es él mismo, un ser inmenso e infinito. ¿Cuál será la meta y medida de nuestro amor? ¿Y si nuestro amor no puede ser algo que se ofrece gratuitamente, sino una deuda a la que se responde? Nos ama la Inmensidad, la Eternidad y el Amor, que supera toda comprensión. Ama Dios, cuya grandeza es infinita, cuya sabiduría es ilimitada, cuya paz supera todo entendimiento. Y nosotros, ¿le responderemos con medida? ¡Cuánto te amo, Señor, mi fortaleza, mi alcázar, mi libertador! Eres lo más deseable y amable que puede imaginarse. ¡Dios mío, ayuda mía! Te amaré según tú me lo concedas y yo pueda, mucho menos de lo debido, pero no menos de lo que puedo. No puedo amar como debo ni me obliga a más de lo que puedo. Podré más si aumentas mi capacidad, mas nunca llegaré a lo que te mereces. Tus ojos veían mi insuficiencia, pero en tu libro están todos registrados: los que hacen todo cuando pueden, aunque no pueden hacer cuanto deben.
Con esto queda bien explicado, a mi parecer, cómo debemos amar a Dios, y qué méritos tiene para ello. Hablo de los méritos que tiene, y no de cuán excelentes sean. Porque nadie es capaz de comprenderlos, sentirlos y expresarlos.
VII. 17. Veamos ahora cuánto nos beneficia este amor. Pero ¿existe comparación posible entre lo que vemos y al realidad? A pesar de ello, no vamos a dejar de considerarlo, aunque no sea exactamente como lo vemos. Cuando nos preguntábamos, hace unos momentos, por qué y cómo debe ser amado Dios, dije que la pregunta abarca dos aspectos distintos. ¿Por qué? Es decir, por qué razones debemos amarle y cuáles son las consecuencias que se derivan en favor nuestro. Ya he hablado antes de los derechos de Dios, no como se lo merece, sino como yo fui capaz de expresarme. Ahora debo decir algo sobre el premio que Dios otorgará a los que le aman.
PREMIOS AL AMOR DE DIOS
Quien ama a Dios no queda sin recompensa, aunque debamos amarle sin tener en cuenta ese premio. El amor verdadero no es indiferente al premio, pero tampoco debe ser mercenario, pues no es interesado. Es un afecto del corazón, no un contrato. No es fruto de un pacto, ni busca nada análogo. Brota espontáneo y se manifiesta libremente. Encuentra en sí mismo su satisfacción. Su premio es el mismo objeto amado. Si quieres una cosa por amor de otra, amas sin duda aquello que busca tu amor, pero no amas los medios que utilizas para conseguirlo. Pablo no predica para comer: come para predicar; porque el objeto de su amor no es comer, sino anunciar el Evangelio. El auténtico amor no busca recompensa, pero la merece. Al que todavía no ama, se le estimula con un premio; al que ya ama, se le debe; y al que persevera en el amor, se le da.
En la vida ordinaria atraemos con promesas y premios a los que se resisten, no a los que se deciden espontáneamente. ¿Se nos ocurre ofrecer una recompensa a los que están deseando realizar una cosa? Nadie, por ejemplo, da dinero al hambriento para que coma, ni al sediento para que beba, ni menos aún a una madre para que dé de mamar al hijo de sus entrañas. ¿Estimulamos con ruegos o salarios a una persona para que cerque su viña, cabe la tierra de sus árboles o construya su propia casa? Con mayor razón, quien ame a Dios no buscará otra recompensa para su amor que no sea el mismo Dios. Si espera otra cosa, no ama a Dios, sino aquello que espera conseguir.
18. Todos los seres dotados de razón, por tendencia natural, aspiran siempre a lo que les parece mejor, y no están satisfechos si les falta algo que consideran mejor. Por ejemplo, quien tiene una esposa bella, se le van los ojos y el corazón tras otras más hermosas; quien viste buenas ropas, quiere otras mejores; el rico envidia a otro más rico; el que posee grandes fincas y herencias, sigue adquiriendo campos y más campos, aumentando su hacienda con increíble avidez; los que viven en mansiones regias y grandes palacios, no cesan de ampliar los edificios, y llevados de su capricho, derriban, construyen y los cambian de forma. ¿Qué diremos de los hombres encumbrados en el honor? ¿No los vemos insaciables de ambición y ávidos de los más altos puestos? Resulta que nunca consiguen lo que desean, porque en estas cosas nunca existe lo absolutamente bueno y perfecto. Lo cual no es nada extraño. Es imposible que encuentre felicidad en las realidades imperfectas y vanas quien no la haya en lo más perfecto y absoluto.
                                                                                 

Por eso es una gran necedad y locura anhelar continuamente lo que no puede saciar ni aquietar el apetito.
Poseas lo que poseas, codiciarás lo que no tienes, y siempre estarás inquieto por lo que te falta. El corazón se extravía y vuela inútilmente tras Los engañosos halagos del mundo. Se cansa y no se sacia, porque todo lo devora con ansiedad, y le parece nada en comparación con lo que quiere conseguir. Se atormenta sin cesar por lo que no tiene y no disfruta con paz de lo que posee. ¿Hay alguien capaz de conseguirlo todo? Lo poco que se puede alcanzar, y a fuerza de trabajo, se posee con temor; se desconoce cuándo se perderá con gran dolor; y es seguro que un día se tendrá que dejar. Ved qué camino tan recto toma la voluntad extraviada para conseguir lo mejor y cómo corre a lo único que puede saciarla. En estos rodeos, la vanidad juega consigo misma, la maldad se engaña a sí misma. Si quieres alcanzar así tus deseos, esto es, si pretendes lograr lo que te sacie plenamente, ¿qué necesidad tienes de intentar otras cosas? Corres a ciegas y encontrarás la muerte perdido en ese laberinto, y totalmente defraudado.
19. Así se enredan los malvados. Quieren satisfacer sus apetitos naturales, y rechazan neciamente los medios que les conducen a ese fin: no al fin en el sentido de extinción y agotamiento, sino como plenitud consumada. No consiguen un fin dichoso, sino que se agotan en vanos esfuerzos. Se deleitan más en la hermosura de las criaturas que en su creador. Mariposean de una en otra y quieren probarlas todas; no se les ocurre acercarse al Señor de todas ellas. Estoy cierto que llegarían a él si pudieran realizar su deseo, es decir, poseer todas las cosas, menos al que es origen de todas. La fuerza misma de la ambición le impulsa a preferir lo que no posee por encima de lo que tiene y despreciar lo que posee en aras de lo que no tiene. Una vez alcanzado y despreciado todo lo del cielo y de la tierra, se lanzaría impetuoso al único que le falta, al Dios del universo. Aquí sí descansaría, libre de los halagos del presente y de las inquietudes del futuro. Y exclamaría: Para mí lo bueno es estar junto a Dios. ¿A quién tengo yo en el cielo? Contigo, ¿qué me importa la tierra? Dios es la roca de mi espíritu y mi lote perpetuo. De este modo, como hemos explicado, todos los ambiciosos llegarían al bien supremo, si pudieran gozar antes de todos los bienes inferiores.
20. Pero es imposible por la brevedad de la vida, por nuestras pocas fuerzas y porque son muchos los que lo apetece. ¡Qué camino tan escabroso y qué esfuerzo tan agotador espera a los que quieren satisfacer sus apetitos! Nunca alcanzan la meta de sus deseos. ¡Si al menos se contentaran con desearlos en su espíritu, y no querer experimentarlos! Les sería más fácil y provechoso. El espíritu del hombre es mucho más rápido y perspicaz que los sentidos corporales; su misión es adelantarse a éstos en todo, para que los sentidos sólo se detengan en lo que el espíritu les dice que es útil. Por eso creo que se ha dicho: Probadlo todo y quedaos con lo bueno, es decir, el espíritu cuide de los sentidos y éstos no cedan a sus deseos sin la probación del espíritu.
En caso contrario no subirás al monte del Señor, ni habitarás en su santuario, porque prescindes de tu alma, un alma racional. Sigues tras los instintos como los animales, y la razón permanece inactiva, sin oponer resistencia. Aquellos, pues, cuyos pasos no están iluminados por la luz de la razón, corren, es cierto, pero sin rumbo y a la deriva; desprecian el consejo del Apóstol y no corren de modo que puedan alcanzar el premio. ¿Cómo lo van a conseguir si antes quieren poseer todo lo demás? Sendero tortuoso y lleno de rodeos, querer gozar primero de todo lo que se les ofrece.
21. El justo no piensa así. Percibe las tribulaciones de tantos descaminados; pues son muchos los que eligen el camino ancho que lleva a la muerte. Pero escoge para sí otro camino más seguro sin desviarse a la derecha ni a la izquierda. Así lo atestigua el Profeta: La senda del justo es recta. Tú allanas el sendero del justo. Toman un atajo muy práctico y evitan la molestia de tantos rodeos inútiles. Se rigen por un criterio simple y claro: no desear todo lo que ven, sino vender lo que poseen, y dárselo a los pobres. ¡Dichosos los que eligen ser pobres, porque de ellos es el reino de los cielos!
Todos corren, pero hay mucha diferencia de unos a otros. El Señor conoce el camino de los justos, pero la senda de los pecadores acaba mal. Mejor es ser honrado con poco que ser malvado en la opulencia, porque, como dice el sabio y experimenta el necio, el codicioso no se harta de dinero; en cambio, los que tienen hambre y sed de justicia serán hartos. La justicia es un auténtico manjar, vital y natural, del espíritu que se guía por la razón. Por el contrario, el dinero alimenta tanto al alma como el viento al cuerpo. Si vieras a un hombre famélico con la boca abierta y los carrillos hinchados, tragando aire para saciar el hambre, ¿no lo tendrías por loco? Mayor locura es creer que el espíritu humano puede saciarse con bienes materiales. Lo único que hace es inflarse.
¿Existe proporción entre lo corporal y lo espiritual? Ni el cuerpo puede alimentarse del espíritu ni éste de lo corporal. Bendice, alma mía, al Señor. El sacia de bienes tus anhelos. Te llena de bienes, te sostiene y te llena. Él hace que desees, y él es lo que deseas.
22. Dije más arriba que el motivo de amar a Dios es Dios. Y dije bien, porque es la causa eficiente y final. Él crea la ocasión, suscita el afecto y consuma el deseo. Él hace que le amemos, mejor dicho, se hizo para ser amado. A Él es a quien esperamos, Él a quien se ama con más gozo y a quien nunca se le ama en vano. Su amor provoca y premia el nuestro. Lo precede con su bondad, lo reclama con justicia y lo espera con dulzura. Es rico para todos los que le invocan, pero su mayor riqueza es él mismo. Se dio para mérito nuestro, se promete como premio, se entrega como alimento de las almas santas y redención de los cautivos.
¡Señor, qué bueno eres para el que te busca! Y ¿para el que te encuentra? Lo maravilloso es que nadie puede buscarte sin haberte encontrado antes. Quieres ser hallado para que te busquemos, y ser buscado para que te encontremos. Podemos buscarte y encontrarte, mas no adelantarnos a ti. Pues, aunque decimos: Por la mañana irá a tu encuentro mi súplica, nuestra plegaria es tibia si no la inspiras tú.
Y ahora, después de haber hablado de la perfección de nuestro amor, expliquemos su origen.
VIII. 23. El amor es uno de los cuatro afectos naturales. Los conocemos muy bien, y no hay por qué nombrarlos. Si proceden de la naturaleza, lo más razonable es que sirvan, antes de todo, al autor de la naturaleza. Por eso el mandamiento primero y más importante es: Amarás al Señor tu Dios, etc.


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