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jueves, 17 de agosto de 2017

EL KAHAL ORO. HUGO WAS



(EL KAHAL)
(Primera parte)
Dos enemigos en la Sinagoga
El 15 de septiembre de 1887 se levantó el censo de Buenos Aires.
Sobre 433,000 habitantes, aparecieron 366 israelitas, reconcentrados en los barrios del norte y del oeste, en el triángulo que forman las calles de Córdoba y Junín, cortadas al sesgo por el Paseo de Julio.
Ha pasado casi medio siglo. ¿Cuántos son ahora? Lo ignoramos, porque una necia preocupación liberal ha borrado de las planillas de los censos, la pregunta sobre la religión de los censados.
Al pobre estadígrafo a quien se le ocurrió la idea de eliminar ese dato, con una inspiración; digna del boticario Homais, le interesaba más saber cuántos cretinos, tuertos y músicos ambulantes hay en Buenos Aires, que cuántos católicos, protestantes, budistas o teósofos.
En el fondo, lo que deseaba era ocultar oficialmente esta vigorosa realidad argentina: que el país, por inmensa mayoría, es católico.
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(1) Esta nueva edición contiene los dos tomos que en la primera se publicaron bajo el título de
"El Kahal" y "Oro".
Lo cierto es que aquel triángulo se ha extendido ahora sobre kilómetros y kilómetros, hacia el oeste y el sur, y en las vecindades de Callao y Corrientes hay manzanas que hoy contienen más judíos que toda la ciudad en 1887.
Basta ver las calles, al atardecer, cuando los niños vuelven de las escuelas y los viejos se asoman al umbral. Arden las cabelleras de color pimentón de las pequeñas Rebecas y Sarahs, entre las barbas talmúdicas de Salomón, Jacobo y Levy.
Hacia 1887, uno de los más relumbrosos levitones del Pasee de Julio era el de Zacarías Blumen.
Desde hacía cuatro o cinco lustros habitaba tres piezas de la planta baja, con recova, en ese antiguo Hotel Nacional, que existió hasta hace muy poco, esquina de la calle Corrientes, en cuya arcaica muestra se leían estas palabras impresionantes:
"Fundado en 1830". Un siglo ha durado ese hotel aquí, donde una casa envejece en veinte años y una constitución se desacredita a los cincuenta.
A la puerta de su tienda, Blumen tenía suspendida una caña, que los transeúntes se habían acostumbrado a ver, sin explicarse su significado.
Era la Mezuza, que al entrar o salir, tocaba con tres dedos de la mano derecha, que luego besaba.
Esa caña encerraba un pergamino, en que un copista, con la admirable escritura ritual, que no tolera defecto alguno, había escrito seis versículos del Deuteronomio, comenzando por el que dice: "Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es uno... "
Zacarías Blumen, es aquel Matías Zabulón que, con David su hermano mellizo fueron proveedores del ejército aliado durante la guerra del Paraguay, en 1867.                                 

Luego habrá ocasión de referir por qué Matías cambió de nombre y David desapareció.
Con su nueva firma Zacarías fundó una casa de cambio de moneda en la recova del Hotel Nacional. Su clientela principal fueron los marineros y la gente de ultramar, que pululaban en las cercanías del puerto.
Vendiéndoles rubios y zlotis, libras y dólares y hasta monedas asiáticas y africanas, prosperó de tal modo, que a los poco, años pudo instalar un verdadero banco en la calle Reconquista.
No por eso abandonó la recova. Allí se casó con Milka Mir, la de los ojos color de aceituna, que cincuenta años después, se hicieron famosos entre las pestañas negras de Marta Blumen, su nieta.
El gran mundo, que no conoció a Milka, se preguntaba: ¿De dónde saca Marta Blumen esos ojos felinos, soñadores y crueles? Y allí, en el tenducho de la recova, nació el segundo Zacarías Blumen, padre de Marta, el que había de ser, andan de del tiempo, el hombre más rico de Sud América.
Es justo "decir, en honra del primero de los Blumen, que él preparó la grandeza de su hijo y echó los sólidos cimientos de fantástica fortuna.
Vamos a leer su historia.
Una tarde, en el invierno de aquel año, Zacarías Blumen cerró las puertas de hierro de su banco y fué al Hotel Nacional a recoger ciertos papeles.
Levitón negro, relumbroso en codos y omoplatos. Pastelito de felpa, color pasa de uva, cubriendo un cráneo piramidal, mezquinamente guarnecido de cabellos, que descendían en dos tirabuzones sobre las pálidas orejas. Pantalones estrechos y como fundas de clarinetes, cuyos bordes luidos apenas llegaban a la caña de los botines elásticos.
Tez pálida, con la palidez ritual de un cabrito después que o ha sangrado, para que sea koscher (puro) y puedan comeros fieles. Ojos como dos pedazos de hulla, vivos, escrutadores. Barbas retintas y manos suaves, largas, alabastrinas, de uñas enlutadas El Talmud, que dispone minuciosamente cómo deben vivir los judíos, prescribe frecuentes abluciones. Hay que lavarse las manos al levantarse y antes de sentarse a la mesa, pero nada dice de las uñas. Por ello, sin violar la ley ni los Profetas, un buen hijo del Talmud puede llevarlas de cualquier color.                               

AVENIDA 9 DE JULIO. BUENOS AIRES ARGENTINA
La calle Corrientes tiene, a la altura del Hotel Nacional, una agria pendiente, señal de antigua barranca: hasta ese punto llegaba el Río de la Plata hace tres cuartos de siglo.
Zacarías Blumen asciende la rampa, casi pegadito a las paredes, con el andar silencioso y veloz de la cucaracha.
Al llegar a la esquina de la calle 25 de Mayo, siente la correcta del tranvía.
Hace señas y salta a la plataforma, se sienta en la banqueta y extrae su portamonedas, para pagar el viaje, con un mugriento billetito de cinco centavos.
El boletero lo reconoce.
-¡Qué milagro por aquí, don Zacarías!
El banquero responde sonriendo:
-Un paseíto a las quintas para tomar aire.
Las quintas, los caserones coloniales, de vecinos pudientes, con inmensas huertas, y jardines, que a veces ocupaban una manzana entera, estaban en su mayoría al oeste de la ciudad. Pero ya escaseaban, pues el crecimiento de la población obligaba a los propietarios a subdivididas y a venderlas, para aprovechar la enorme valorización de los solares.
Sin embargo, decíase "ir a las quintas" cuando uno salía rumbo al oeste.
En realidad Zacarías Blumen se dirigía a la Sinagoga, donde esa tarde, mejor diríamos esa noche, pues ya se encendía el gas en los faroles públicos, iban a tratar un asunto que le importaba; la venta de la casa solariega de los Adalid, un cuarto de manzana en plena calle Florida.
Extraña y peligrosa costumbre judía, esas ventas que se llaman Hazaka y Meropiié, y se realizan conforme al Talmud, en el secreto de la Sinagoga y en presencia de los grandes dignatarios de la nación. La Sinagoga es dueña virtual de los bienes poseídos por idólatras (pueblos no
judíos) y tiene derecho de ofrecerlos a sus fieles si alguno de ellos lo pide, y de venderlos al mejor postor.
El adquirente paga a la Sinagoga una suma de la que ni un centavo llega al propietario idólatra. Verdad es que éste continúa en posesión de su casa o de su campo, ignorante de la original subasta de que ha sido objeto.
La Sinagoga sólo se obliga, por el precio que recibe, a notificar a los judíos de la ciudad y del mundo entero, la operación que se ha realizado, para que se abstenga, hasta la consumación de los siglos, de pretender la cosa adjudicada, ni comprándola directamente al propietario, según las leyes del país.
Sobre ella sólo tendrá derechos, en adelante, a los ojos de los judíos, el que la adquirió en la Sinagoga.
Y tal notificación implica, además, la prohibición de negociar con el propietario. Solamente el que ha cumplido el privilegio puede prestarle dinero o tratar con él. Lo cual, no significa nada en un país donde Israel no tiene mayor influencia, pero equivale a la ruina a largo plazo, en un país donde el comercio, la prensa y los bancos están visiblemente manejados por los judíos.
Los caballejos del tranvía, cabezas gachas, van pespunteando el camino, a lo largo de las calles.
Esquina de Florida. Justamente la casa de los Adalid, bajo la desabrida luz del gas, en el sitio de las tiendas de lujo, donde se realizan los mejores negocios, y cada vara de terreno cuesta un ojo de la cara.
El banquero Blumen siente la atracción de Florida, torbellino viviente, Maelstrom que bombea la riqueza y la fantasía de todo el país.
Hormiguean los peatones, mientras los suntuosos carruajes se atropellan en la calzada.
Realmente parece un desatino el pretender la casa solariega de una de las más ricas familias argentinas. Blumen sabe que así pensarán todos y espera no encontrar rivales, que hagan subir el precio.
Quiere instalar su banco en Florida, con un inmenso letrero de luces que arroje su nombre como un insulto sobre la ciudad, que ahora se reiría de él, si adivinara sus pensamientos. Pero mañana temblará bajo su garra de financista.
Hace veinte años que vive en el país. Apenas habla su lengua, mas ya en sus venas blancas siente ardores de dueño y señor.
"¡Florida será mía! ¡Y después, Buenos Aires será de mis hijos y después, 'la nación entera de los hijos de mis hijos!"
No faltarán hasta en los miembros del ghetto (barrio judío), quienes lo crean loco de ambición o de avaricia.
¡Peor para ellos, que no ven el porvenir de Israel en un; país que, con virginal inexperiencia y desde la primera hoja de su Constitución, se ofrece a todas las razas del mundo romo una granada que se parte! Todas las razas no son igualmente temibles, porque no todas son igualmente capaces para las conquistas modernas.
Ha concluido la misión de la espada. Ha pasado la era de los cartagineses, romanos, árabes, españoles, franceses, hombres de hierro y de sangre, vencidos y aplastados por las ideas económicas.
Mejor que la espada, el fusil; mejor que el fusil, el cañón; mejor que el cañón, el oro. Quien maneje el oro, mandará más que César, más que Felipe II, más que Napoleón.
Pero así como no todas las razas fueron capaces de manejar la espada, no todas son capaces de manejar el oro.
Esto piensa Blumen, encorvado sobre el asiento. ¡Parécele sentir el carro del Anticristo, sobre ruedas de oro, tirado por los economistas cristianos
-¡Dentro de medio siglo habrá llegado! ¡Y será el Mesías! Su agitación esta! que otros pasajeros lo notan y el boletero se le acerca.
-¿Está enfermo, don Zacarías?
El banquero lo mira, atolondrado, completamente en la luna, y sin responderle se agacha y vuelve a soñar.
En las bocacalles hay un farol, debajo del cual algún impaciente, que acaba de comprar un diario de la tarde, "El Nacional", o "Sud América", devora las noticias. El oro sube, las acciones en la Bolsa bajan, en la Cámara de Diputados se pronunciar discursos amenazantes. Rumores de revolución. Las horas del gobierno están contadas.
Zacarías Blumen sueña que algún día sus hijos o los hijos de sus hijos serán diputados o ministros; tal vez uno de ellos presidente de la república. Toda su fortuna y todo el poder de la Sinagoga se arrojarán en el platillo de la balanza. ¿Quién podrá vencerlo? En verdad, no tiene más que un hijo, linfático muchachito de trece años, que ha heredado su nombre, sus venas blancas, su nariz fina. Pero cuando él se case, con una muchacha argentina, cristiana de religión, ella será más fecunda que 'la bella Milka Mir.
La estridente cometa del mayoral rompe el frágil tul de sus visiones. El sueño y el viaje han terminado. Desciende. Calle lóbrega, con aceras de ladrillo y calzada de tierra, la calle de la Sinagoga, casi en los extramuros del oeste.
Los pocos zaguanes vecinos cerrados a esa hora. Un farolito, de trecho en trecho, y algunas sombras, que se deslizan a lo largo de las paredes y de pronto se hunden en mayor oscuridad.
Zacarías piensa: Cuando solamente la mitad del oro del mundo, esté en manos judías, la Sinagoga, o más propiamente, el Gran Kahal de París o de Nueva York, con un solo signo, podrá desencadenar tan grande crisis en el mundo, que las naciones cristianas perezcan de hambre y se vendan ellas mismas a Israel.
Y se cumplirán las promesas del misterioso Salmo 47, que los judíos leen siete veces el día de año nuevo (Rosch Haschama) entre los horripilantes aullidos de un cuerno de carnero que sólo esa vez se toca: "Pueblos, batid palmas y celebrad a Dios con gritos de alegría. Porque Jehovah, el Altísimo, someterá y arrojará a vuestros pies a todas las naciones."
Con esto llegó a la puerta de la Sinagoga, que miraba al occidente, y estaba entornada. La empujó, haciendo deslizarse la piedra que la mantenía, entró y volvió a cerrada.
Es el vetusto caserón de una quinta, lugar de recreo de algún rico, en tiempos de los españoles. Entonces, aquel punto de la ciudad era la plena campaña y las casas tenían humos de fortalezas, con sus espesos paredones, sus sólidas rejas, sus puertas infranqueables.
Una lámpara a kerosene colgada en el zaguán, apenas alumbraba el primer patio, circundado de galerías con gruesos rilares. Luego otro zaguán y otra lámpara, que oscila en el viento; un segundo patio sin galerías, con un aljibe y un parral, a manera de toldo; y más allá, detrás de una tapia, la huerta de naranjos, tan sombría, que ya al atardecer causa miedo.
Allí está la Sinagoga; y allí funcionan los dos supremos tribunales que mantienen la unidad y la fisonomía de los judíos: el Kahal y el Beth-Din.
Los cristianos piensan que ser judío es profear la religión judaica. No se imaginan que es otra cosa: que es pertenecer a una nación distinta de aquella en que se ha nacido o se vive.
Suponen que la Sinagoga no es más que el templo del culto israelita. Ignoran que es, además, su Casa de gobierno, su Legislatura, su Foro, su Tribunal, su Escuela, su Bolsa y su Club.
La Sinagoga es la clase de uno de los hechos más sorprendentes de la historia.
Los fenicios, los caldeos, los asirios, los egipcios, los me· das, los persas, los cartagineses, han desaparecido.
mientras que los judíos, sus contemporáneos y alguna vez sus siervos, han perforado los siglos, han llegado a nosotros, y con admirable orgullo nacional, se proclama el pueblo anunciado por la Sagrada Escritura para dominar el mundo.
De la antigüedad, anegada en el diluvio de los pueblos cristianos, no queda más que la Sinagoga, insumergible, como el arca de Noé, con su tripulación escogida, sus leyes, sus costumbres, sus ritos, su sangre, y hasta las líneas indelebles de su rostro.
La Sinagoga es el alma del judaísmo.
Y el alma de la Sinagoga no es la Biblia, es el Talmud.
Y el alma del Talmud es el Kahal.
Pero, ¿quién sabe, sobre todo, quién osa explicar exacta mente lo que es el Kahal? En un ángulo de aquella vieja mansión de galerías enladrilladas y patio con aljibe y parral, había un pedazo de pared sin revoque, en memoria de Jerusalén y su templo destruido y un letrero que decía: Zescher la shorban (recuerdo de la desolación).
Y en otra esquina un largo tronco de palmera, que asomaba, como un mástil, por arriba de los techos.
Solamente quienes conocían el ritual comprendían su sentido. La Sinagoga, donde funciona el sagrado Kahal, tiene que ser la construcción más alta de la ciudad.
Cuando no pueden levantar una torre, erigen un mástil.
Los rabinos son los más ingeniosos casuistas del mundo.
El mástil era una solución allá por 1887. Ahora no basta, por culpa de los rascacielos, cada día más audaces. ¿Dónde hallar palmeras más altas que un vigésimo piso? Y los rabinos se han vuelto a sumergir en el estudio de la Mischna, que es la Ley escrita, y de la Guemara, comentarios de la Ley por los antiguos rabinos. Y ciertamente en esa vasta colección de libros que forman la Mischna y la Guemara, y a la cual se da el nombre de Talmud, acabarán por hallar algún versículo que los libre de rehacer sus sinagogas.
Entretanto-recurso de emergencia-, han discurrido alquilar, para ciertas ceremonias, el último piso del más alto rascacielo de la ciudad, que las más de las veces, pertenece a un buen hijo del Talmud.
¿Qué son, pues, el Kahal y el Beth Din? Desde que un judío toca los umbrales de la vida, hasta que sus despojos, lavados con agua en que se han hervido rosas secas y envueltos en un taled se encierran en la “casa de los vivos” (Beth hachaim), vive secretamente sometido al Kahal.
Tribunal misterioso, como una sociedad de carbonarios, existe dondequiera que hay judíos.
Si son pocos y la comunidad es pobre, se le llama Kehillah.
Si son muchos y tienen rabino y Sinagoga, ya es un Kahal, que manda sobre todo los Kehil1ahs de la región.
Y si se trata de una capital populosa, donde habitan millaales de hebreos, se instala un Gran Kahal, con jurisdicción sobre todos los Kahales del país.
Hace medio siglo, los trescientos y tantos judíos de Buenos Aires no hubieran obtenido en Europa o en los Estados Unidos más que un modesto Kehillah. Sin embargo, concedióseles un verdadero Kahal, en atención a las riquezas del país y a las ilimitadas perspectivas que sus leyes sabias y generosas y su hospitalaria población ofrecen al pueblo de Sión.
Esperanzas que no se defraudaron. Hoy Buenos Aires tiene la honra de poseer un Gran Kahal, la suprema autoridad de innumerables Kahales y Kehillahs erigidos en ciudades y pueblos argentinos, que sólo dependen a su vez, del Gran Kahal de Nueva York, verdadero Vaticano judío.
Aunque sean varios los miembros del Kahal, la acción se la imprime el más enérgico; y ése puede ser un ilustre Rosch (jefe), un Gran Rabino o un simple 1kur (vocal) y hasta un modesto Schemosch (secretario) que se haya hecho conferirla temible facultad de perseguidor secreto, o sea de ejecutor de las altas decisiones del tribunal.
El Kahal es un soberano invisible y absoluto.
Comercio, política, religión, vida privada en sus detalles más minuciosos (relaciones entre padres e hijos, entre marido y mujer, entre amos y criados) todo está regido por el Talmud y controlado por el Kahal, que es su expresión comcreta
                                                        
Clásica familia judía 

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