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jueves, 31 de agosto de 2017

EL SANTO ABANDONO. DOM VITAL LEHODEY



Si se considera el motivo determinante, el abandono es una conformidad por amor, con particulares matices que le dan un carácter acentuado de confianza filial y de total donación. En una palabra, y como se verá mejor más adelante, es la cumbre del amor y de la conformidad.
No sólo no quisiéramos restar méritos a la simple resignación, como tampoco a la conformidad que no nace del puro amor; al contrario, nos felicitaríamos de hacer resaltar su valor e importancia. Pero nuestro designio es tratar explícitamente tan sólo del Santo Abandono, y así comenzaremos a describirle de manera clara y minuciosa según la doctrina de San Francisco de Sales; esperando, sin embargo, que las almas menos adelantadas en la conformidad podrán seguir con provecho el desarrollo de nuestro trabajo, y, habida la conveniente proporción, aplicarse muchas cosas.
5. NOCIÓN DEL ABANDONO
Ante todo, ¿por qué la palabra abandono? Monseñor Gay va a darnos la respuesta en página luminosa harto conocida: «Hablamos de abandono -dice-, no hablamos de obediencia...La obediencia se refiere a la virtud cardinal de la justicia, en tanto que el abandono entronca en la virtud teologal de la caridad. Tampoco decimos resignación; pues aunque la resignación mira naturalmente a la voluntad divina, y no la mira sino para someterse a ella, pero sólo entrega, por decirlo así, a Dios una voluntad vencida, una voluntad, por consiguiente, que no se ha rendido al instante y que no cede sino sobreponiéndose a sí misma. El abandono va mucho más lejos. El término aceptación tampoco sería adecuado; porque la voluntad del hombre que acepta la de Dios... parece no subordinársele sino después de haber comprobado sus derechos. De manera que no nos conduce a donde queremos ir. La aquiescencia casi, casi, nos conduciría... pero, ¿quién no ve que semejante acto implica todavía una ligera discusión interior, y que la voluntad asustada primero ante el poder divino sólo se aquieta y se deja manejar después de tal discusión y desconfianza? Hubiéramos podido emplear la palabra conformidad, que es convenientísima y, si cabe, la consagrada para la materia, como lo hiciera el P. Rodríguez, que con este título compuso un excelente tratado en su libro tan recomendable: De la Perfección y Virtudes cristianas. Sin embargo, este vocablo refleja mejor un estado que un acto; estado que por lo demás parece presuponer una especie de ajuste asaz laborioso y paciente. Al pronunciarla surge la idea de un modelo que un artista se hubiese esforzado por imitar después de contemplarlo y admirarlo. Y aun cuando la conformidad se lograra sin trabajo, siempre quedaría algo, un no pequeño resabio de frialdad... ¿Nos hubiéramos expresado con más acierto de habernos servido de la palabra indiferencia
(Palabra mágica en los ejercicios de San Ignacio), la cual es muy usual y también muy exacta por cuanto expresa el estado de un alma que rinde a la voluntad de Dios el perfecto homenaje de que pretendemos hablar...? Es palabra negativa, pero el amor se sirve de ella tan sólo como de escabel, siendo cierto que nada hay en definitiva tan real como el amor. La palabra más indicada en nuestro caso era, por tanto, abandono».
Y en verdad, no hay otra que así describa el movimiento amoroso y confiado con que nos echamos en manos de la Providencia, al igual que un niño en los brazos de su madre.
Es cierto que esta expresión estuvo arrinconada largo tiempo en atención al abuso que de ella hicieron los quietistas, pero recobró ya el derecho de ciudadanía y hoy la emplean todos de un modo corriente; nosotros haremos lo mismo, después de precisar su sentido.                                       

«Abandonar nuestra alma y dejarnos a nosotros mismos -dice el piadoso Obispo de Ginebra-, no es otra cosa que despojarnos de nuestra propia voluntad para dársela a Dios.» En este movimiento de amor, que es el acto mismo del abandono, hay, por consiguiente, un punto de partida y otro de término; porque es preciso que la voluntad salga de sí misma para entregarse toda a Dios. Síguese, pues, que el abandono contiene dos elementos que hemos de estudiar: la santa indiferencia y el entregamiento completo de nuestra voluntad en manos de la Providencia; el primero es condición necesaria, y elemento constitutivo el segundo.
1º La santa indiferencia. Sin la santa indiferencia el abandono resultará imposible.
Nada es en sí tan amable como la voluntad de Dios.
Significada de antemano o manifestada por los acontecimientos, a nada tiende si no es a conducirnos a la vida eterna, a enriquecernos desde ahora con un aumento de fe, de caridad y de buenas obras. Dios mismo es quien viene a nosotros como Padre y Salvador, con el corazón rebosante de ternura y las manos llenas de beneficios. Mas con ser tan amable y todo, ésta su voluntad halla en nosotros no pocos obstáculos. En efecto, la ley divina, nuestras Reglas, las inspiraciones de la gracia, la práctica esmerada de las virtudes, todo cuanto pertenece a la voluntad significada, nos impone mil sacrificios diarios; eso sin contar otra porción de dificultades imprevistas y añadidas con frecuencia por el divino beneplácito a las cruces de antemano conocidas. La mayor dificultad, sin embargo, viene del pecado original, que nos deja llenos de orgullo y sensualidad e infestados de la triple concupiscencia: la humillación, la privación, el dolor, aun los más imprescindibles, nos repugnan; el placer lícito o ilícito, la gloria y los falsos bienes nos fascinan; el demonio, el mundo, los objetos creados, los acontecimientos, todo conspira a despertar en nosotros estos gustos y estas repugnancias. Son harto numerosos los motivos por los cuales corremos frecuentes riesgos de rechazar la voluntad divina, e incluso de no verla.
¿Quién nos abrirá los ojos del espíritu? ¿Quién desembarazará nuestra voluntad de tantos estorbos si no es la mortificación cristiana en todas sus formas? De ella hemos menester no pequeña dosis para asegurar la simple resignación; y el no tenerla así es causa de que haya tantos rebeldes, quejumbrosos, descontentos, tan pocos enteramente sumisos y por lo mismo tantísimos desgraciados, y tan poquitas almas de verdad felices. Y, sin embargo, aún se precisa mucho más para hacer posible el abandono, por lo menos el abandono habitual. ¿Podrá elevarse hacia Dios la voluntad ligada a la tierra por el cable del pecado, o por los lazos de mil aficioncillas? ¿Se pondrá en manos de Dios, como un niño en los brazos de su madre, dispuesta a todas sus determinaciones, aun las más mortificantes, si no ha adquirido la firmeza que da el espíritu de sacrificio, si no ha disciplinado las pasiones, si no se ha vuelto indiferente a todo lo que no es Dios y su voluntad santísima? La voluntad humana debe, pues, ante todo acostumbrarse y disponerse (cosa que generalmente no conseguirá sin paciencia y prolongado trabajo) a sentir privaciones y soportar quebrantos, a no hacer caso del placer ni del dolor; en una palabra, debe aprender lo que los santos llamaban perfecto desasimiento y santa indiferencia.
Por lo menos necesitará la indiferencia de apreciación y de voluntad. Una vez así dispuesta y hondamente convencida de que Dios lo es todo, y que las criaturas nada son o nada significan, ya nada querrá ver ni desear en las cosas temporales, sino sólo a Dios, a quien ama y por quien anhela, y a su santísima voluntad, guía único que la podrá conducir a su propio fin. ¡Ojalá haya adquirido también en gran cantidad la indiferencia de gusto, de suerte que el mundo y sus pasatiempos, los bienes y honores de acá abajo, todo cuanto pueda alejarla de Dios le inspire disgusto, todo cuanto la lleve a Dios, aunque sea el padecimiento, le agrade, cual acontece a las almas que tienen hambre y sed de Dios! ¡Cuán facilitada encontraría así el alma la práctica del Santo Abandono! Esta indiferencia no es insensibilidad enfermiza, ni cobarde y perezosa apatía, ni mucho menos el orgulloso desdén estoico que decía al dolor: «Tú no eres sino una llana palabra.» Es la energía singular de una voluntad que, vivamente esclarecida por la razón y la fe desprendida de todas las cosas, dueña por completo de sí misma, en la plenitud de su libre albedrío, aúna todas sus fuerzas para concentrarías en Dios, y en su santísima voluntad: merced a esta apreciación, ya de ninguna criatura se deja mover por atractiva o repulsiva que se la suponga, fija siempre en conservarse pronta a cualquier acontecimiento, lo mismo a obrar que a estar parada, esperando que la Providencia declare su beneplácito.
Un alma santamente indiferente se parece a una balanza en equilibrio, dispuesta a ladearse a la parte que quiera la voluntad divina; a una materia prima igualmente preparada para recibir cualquiera forma o a una hoja de papel en blanco sobre la cual Dios puede escribir a su gusto. La comparan también « a un licor que, no teniendo por si propio forma, adopta la del vaso que lo contiene. Ponedlo en diez vasos diferentes y lo veréis tomar diez formas diferentes, y tomarlas así que es vertido en ellos». Esta alma es flexible y tratable, como «una bola de cera en las manos de Dios, para recibir igualmente todas las impresiones del eterno beneplácito» o como «un niño que aún no dispone de voluntad, para querer ni amar cosa alguna», o, en fin, «permanece en la presencia de Dios como una bestia de carga». «Una bestia de carga jamás anda con preferencias ni distingos en el servicio de su dueño: ni en cuanto al tiempo, ni en cuanto al lugar, ni en cuanto a la persona, ni en cuanto a la carga; os prestará servicio en la ciudad y en el campo, en las montañas y en los valles; la podéis conducir a derecha e izquierda, e irá a donde quisiereis; a todas horas estará aparejada, por la mañana, a la tarde, de día, de noche; con la misma facilidad se dejará guiar de un niño que de un adulto, y tan holgada y contenta se mostrará acarreando estiércol como tisúes, diamantes y rubíes.»
Por lo mismo que el alma se halla así dispuesta, «toda manifestación de la voluntad divina, cualquiera que fuere, la encuentra libre y se la apropia como terreno que a nadie pertenece. Todo le parece igualmente bueno: ser mucho, ser poco, no ser nada; mandar, obedecer a éste y al de más allá; ser humillada, ser tenida en olvido; padecer necesidad o estar bien provista; disponer de mucho tiempo o estar abrumada de trabajo; estar sola o acompañada y en aquella compañía que uno desea; contemplar extenso camino ante sí o no ver sino lo preciso del suelo para poner el pie; sentir consuelos o sequedades y en tales sequedades ser tentada; disfrutar de salud o llevar una vida enfermiza, arrastrada y lánguida por tiempo indeterminado; estar imposibilitada y convertirse en  carga molesta para la Comunidad a la que se había venido a servir; vivir largo tiempo, morir pronto, morir ahora mismo; todo le agrada. Lo quiere todo por lo mismo que no quiere nada, y no quiere nada por lo mismo que lo quiere todo».


2º El entregamiento completo La santa indiferencia ha hecho posible el entregamiento completo de nosotros mismos en las manos de Dios.
Añadamos ahora que esta entrega amorosa, confiada y filial es elemento positivo del abandono y su principio constitutivo.
Para precisar bien su significado y extensión, se han de considerar dos momentos psicológicos, según que los hechos estén aún por suceder o hayan sucedido.
Antes de suceder, con previsión o sin ella, esa entrega es, según la doctrina de San Francisco de Sales, «una simple y general espera», una disposición filial para recibir cuanto quiera Dios enviar, con la dulce tranquilidad de un niño en los brazos de su madre. En tal estado, ¿tendremos obligación de adoptar prudentes providencias y el derecho a querer y elegir? Es cosa que hemos de averiguar en los capítulos siguientes.
En todo caso, la actitud preferida de un alma indiferente a las cosas de aquí abajo, plenamente desconfiada de su propio parecer y amorosamente confiada en Dios solo, es, según la doctrina del mismo santo Doctor, «no entretenerse en desear y querer las cosas (cuya decisión se ha reservado Dios para sí), sino dejarle que las quiera y las haga por nosotros conforme le agradare».
Después de suceder los hechos y cuando ya han declarado el beneplácito divino, «esta simple espera se convierte en consentimiento o aquiescencia». «Desde el momento en que una cosa se le presenta así divinamente esclarecida y consagrada, el alma se entrega con celo y con pasión se adhiere a ella; porque el amor es el fondo de su estado y el secreto de su aparente indiferencia, siendo su vida tan intensa precisamente porque abstraída de todo lo demás, en él se halla reconcentrada por completo. Por donde, siempre que la voluntad divina pide algo que a esta alma se refiera, y cuando todos la notarían de insensible y fría, la vemos conmoverse en sus mismas entrañas. A semejanza de un niño dormido a quien no pudiera despertar su madre sin que la tendiese sus bracitos, así sonríe ella a todas las muestras del querer divino, que abraza con piadosa ternura. Su docilidad es activa y su indiferencia amorosa. No es para Dios más que un si viviente. Cada suspiro que exhala y cada paso que da es un amén ardiente que va a juntarse con aquel otro amén del cielo con el cual concuerda.»


miércoles, 30 de agosto de 2017

LA CIUDAD DE DIOS O LA CAIDA DE UN IMPERIOI. SAN AGUSTIN




Capítulo XI. Del fin de la vida temporal ya sea breve ya sea larga
Mas se dirá perecieron muchos cristianos al fuerte azote del hambre, que duró por mucho tiempo, y respondo que este infortunio pudieron convertirle en utilidad propia los buenos, sufriéndole piadosa y religiosamente, porque aquellos a quienes consumió el hambre se libraron de las calamidades de esta vida, como sucede en una enfermedad corporal; y los que aún quedaron vivos, este mismo azote les suministró los documentos más eficaces no sólo para vivir con parsimonia y frugalidad, sino para ayunar por más tiempo del ordinario. Si añaden que muchos cristianos murieron también a los filos de la espada, y que otros perecieron con crueles y espantosas muertes, digo que si estas penalidades no deben apesadumbrar, es una ridiculez pensarlo así, pues ciertamente es una aflicción común a todos los que han nacido en esta vida; sin embargo, es innegable que ninguno murió que alguna vez no hubiese de morir; y el fin de la vida, así a la que es larga como a la que es corta, las iguala y hace que sean una misma cosa, ya que lo que dejó una vez de ser no es mejor ni peor, ni más largo ni más corto. Y ¿qué importa se acabe la vida con cualquier género de muerte, si al que muere no puede obligársele a que muera segunda vez, y, siendo manifiesto que a cada uno de los mortales le están amenazando innumerables muertes en las repetidas ocasiones que cada día se ofrecen en esta vida, mientras está incierto cuál de ella le ha de sobrevenir? Pregunto si es mejor sufrir una, muriendo, o temerlas todas, viviendo. No ignoro con cuánto temor elegimos antes el vivir largos años debajo del imperio de un continuado sobresalto y amenazas de tantas muertes, que muriendo de una, no temer en adelante ninguna; pero una cosa es lo que el sentido de la carne, como débil, rehúsa con temor, y otra lo que la razón bien ponderada y examinada convence. No debe tenerse por mala muerte aquella a que precedió buena vida, porque no hace mala a la muerte sino lo que a ésta sigue indefectiblemente; por esto los que necesariamente han de morir, no deben hacer caso de lo que les sucede en su muerte, sino del destino adonde se les fuerza marchar en muriendo. Sabiendo, pues, los cristianos, que fue mucho mejor la muerte del pobre siervo de Dios <que murió entre las lenguas de los perros que lamían sus heridas, que la del impío rico que murió entre la púrpura y la holanda>, ¿de qué inconveniente pudieron ser a los muertos que vivieron bien aquellos horrendos género de muertes con que fueron despedazados?                                

Capítulo XII. De la sepultura de los cuerpos humanos, la cual, aunque se les deniegue, a los cristianos no les quita nada
Pero dirán que, siendo tan crecido el número de los muertos, tampoco hubo lugar espacioso para sepultarlos. Respondo que la fe de los buenos no teme sufrir este infortunio, acordándose que tiene Dios prometido que ni las bestias que los comen y consumen han de ser parte para ofender a los cuerpos que han de resucitar, <pues ni un cabello de su cabeza se les ha de perder>. Tampoco dijera la misma verdad por San Mateo <No temáis a los que matan al cuerpo y no pueden mataros el alma>, si fuese inconveniente para la vida futura todo cuanto los enemigos quisieran hacer de los cuerpos de los difuntos; a no ser que haya alguno tan necio que pretenda defender, no debemos temer antes de la muerte a los que matan el cuerpo, precisamente por el hecho de darle muerte, sino después de la muerte, porque no impidan la sepultura del cuerpo; luego es tanto lo que dice el mismo Cristo, que pueden matar el cuerpo y no más, si tienen facultad, para poder disponer tan absolutamente de los cuerpos muertos; pero Dios nos libre de imaginar ser incierto lo que dice la misma Verdad. Bien confesamos que estos homicidas obran seguramente por sí cuando quitan la vida, pues cuando ejecutan la misma acción en el cuerpo hay sentido; pero muerto ya el cuerpo, nada les queda que hacer, pues ya no hay sentido alguno que pueda padecer; no obstante, es cierto que a muchos cuerpos de los cristianos no les cubrió la tierra, así como lo es que no hubo persona alguna que pudiese apartarlos del, cielo y de la tierra, la cual llena con su divina presencia. Aquel mismo que sabe cómo ha de resucitar lo que crió. Y aunque por boca de su real profeta dice: <Arrojaron los cadáveres de sus siervos para que se los comiesen las aves, y las carnes de tus Santos, las bestias de la tierra. Derramaron su sangre alrededor de Jerusalén como agua, y no había quien les diese sepultura>; mas lo dijo por exagerar la impiedad de los que lo hicieron, que no la infelicidad de los que la padecieron; porque, aunque estas acciones, a los ojos de los hombres, parezcan duras y terribles; pero a los del Señor <siempre fue preciosa la muerte de sus Santos>; y así, el disponer todas las cosas que se refieren al honor y utilidad del difunto, como son: cuidar del entierro, elegir la sepultura, preparar las exequias, funeral y pompa de ellas, más podemos caracterizarlas por consuelo de los vivos que por socorro de los muertos. Y si no, díganme qué provecho se sigue al impío de ser sepultado en un rico túmulo y que se le erija un precioso mausoleo, y les confesaré que al justo no perjudica ser sepultado en una pobre hoya o en ninguna. Famosas exequias fueron aquellas que la turba de sus siervos consagró a la memoria de su Señor, tan impío como poderoso, adornando su yerto cuerpo con holandas y púrpura; pero más magnificas fueron a los ojos de aquel gran Dios las que se hicieron al pobre Lázaro, llagado, por ministerio de los ángeles, quienes no le enterraron en un suntuoso sepulcro de mármol, sino que depositaron su cuerpo en el seno de Abraham. Los enemigos de nuestra santa religión se burlan de esta santa doctrina, contra quienes nos hemos encargado de la defensa de la Ciudad de Dios, y, con todo observamos que tampoco sus filósofos cuidaron de la sepultura de sus difuntos; antes, por el contrario, observamos que, en repetidas ocasiones, ejércitos enteros muertos por la patria no cuidaron de elegir lugar donde, después de muertos, fuesen sepultados, y menos, de que las bestias podrían devorarlos dejándolos desamparados en los campos; por esta razón pudieron felizmente decir los poetas: <Que el cielo cubre al que no tiene losa>. Por esta misma razón no debieran abandonar a los cristianos sobre los cuerpos que quedaron sin sepultura, a quienes promete Dios la reformación de sus cuerpos, como de todos lo: miembros, renovándoselos en un momento con increíbles mejoras.

Capítulo XlII. De la forma que tienen los Santos en sepultar los cuerpos
No obstante lo que llevamos expuesto, decimos que no se deben menospreciar, ni arrojarse los cadáveres de los difuntos, especialmente los de los justos y fieles, de quienes se ha servido él, Espíritu Santo <como de unos vasos de elección e instrumentos para todas las obras buenas>; porque si los vestidos, anillos y otras alhajas de los padres, las estiman sobremanera sus hijos cuanto es mayor el respeto y afecto que les tuvieron, así también deben ser apreciados los propios cuerpos que les son aún más familiares y aún más inmediatos que ningún género de vestidura; pues éstas no son cosas que nos sirven para el adorno o defensa que exteriormente nos ponemos, sino que son parte de la misma naturaleza. Y así, vemos que los entierros de los antiguos justos se hicieron en su tiempo con mucha piedad, y que se celebraron sus exequias, y se proveyeron de sepultura, encargando en vida a sus hijos el modo con que debían sepultar o trasladar sus cuerpos. Tobías es celebrado por testimonio de un ángel de haber alcanzado la gracia y amistad de Dios ejercitando su piedad de enterrar los muertos. El mismo Señor, habiendo de resucitar al tercero día, celebró la buena obra de María Magdalena, y encargó se celebrase el haber derramado el ungüento precioso sobre Su Majestad, porque lo hizo para sepultarle; y en el Evangelio, hace honorífica mención San Juan de José de Arimatea y Nicodemus, que, bajaron de la cruz el santo cuerpo de Jesucristo, y procuraron con diligencia y reverencia amortajarle y enterrarle; sin embargo, no hemos de entender que las autoridades alegadas pretenden enseñar que hay algún sentido en los cuerpos muertos; por el contrario, nos significan que los, cuerpos de los muertos están, como todas las cosas, bajo la providencia de Dios, a quien agradan semejantes oficios de piedad, para confirmar la fe de la resurrección. Donde también aprendemos para nuestra salud cuán grande puede ser el premio y remuneración de las limosnas que distribuimos entre los vivos indigentes, pues a Dios no se le pasa por alto ni aun el pequeño oficio de sepultar los difuntos, que ejercemos con caridad y rectitud de ánimo, nos ha de proporcionar una recompensa muy superior a nuestro mérito. También debemos observar que cuanto ordenaron los santos Patriarcas sobre los enterramientos o traslaciones de los cuerpos quisieron lo tuviésemos presente como enunciado con espíritu profético; mas no hay causa para que nos detengamos en este punto; basta, pues, lo que va insinuado, y si las cosas que en este mundo son indispensables para sustentarse los vivos, como son comer y vestir, aunque nos falten con grave dolor nuestro, con todo, no disminuyen en los buenos la virtud de la paciencia ni destierran del corazón la piedad y religión, antes si, ejercitándola, la alientan y fecundizan en tanto grado; por lo mismo, las cosas precisas para los entierros y sepulturas de los difuntos, aun cuando faltasen, no harán míseros ni indigentes a los que están ya descansando en las moradas de los justos; y así cuando en el saco de Roma echaron de menos este beneficio los cuerpos cristianos, no fue culpa de los vivos, pues no pudieron ejecutar libremente esta obra piadosa, ni pena de los muertos, porque ya no podían sentirla.
Capítulo XIV. Del cautiverio de los Santos, y cómo jamás les faltó el divino consuelo
Sí dijesen que muchos cristianos fueron llevados en cautiverio, confieso que fue infortunio grande si, por acaso, los condujeron donde no hallasen a su Dios; mas, para templar esta calamidad, tenemos también en las sagradas letras grandes consuelos. Cautivos estuvieron los tres jóvenes, cautivo estuvo Daniel y otros profetas, y no les faltó Dios para su consuelo. Del mismo modo, tampoco desamparó a sus fieles en el tiempo de la tiranía y de la opresión de gente, aunque bárbara, humana, el mismo que no desamparó a su profeta ni aun en el vientre de la ballena. A pesar de la certeza de estos hechos, los incrédulos a quienes instruimos en estas saludables máximas intentan desacreditarlas, negándolas la fe que merecen, y, con todo, en sus falsos escritos creen que Arión Metimneo, famoso músico de cítara, habiéndose arrojado al mar, le recibió en sus espaldas un delfín y le sacó a tierra; pero replicarán que el suceso de Jonás es más increíble, y, sin duda, puede decirse que es más increíble, porque es más admirable, y más admirable, porque es más poderoso.                                               

CARCEL MAMERTINA EN ROMA
Capítulo XV. De Régulo, en quien hay un ejemplo de que se debe sufrir el cautiverio aun voluntariamente por la religión, lo que no pudo aprovecharle por adorar a los dioses
Los contrarios de nuestra religión tienen entre sus varones insignes un noble ejemplo de cómo debe sufrirse voluntariamente el cautiverio por causa de la religión. Marco Atilio Régulo, general del ejército romano, fue prisionero de los cartagineses, quienes teniendo por más interesante que los romanos les restituyesen los prisioneros, que ellos tenían que conservar los suyos, para tratar de este asunto enviaron a Roma a Régulo en compañía de sus embajadores, tomándole ante todas cosas juramento de qué si no se concluía favorablemente lo que pretendía la República, se volvería a Cartago. Vino a Roma Régulo, y en el Senado persuadió lo contrario, pareciéndole no convenía a los intereses de la República romana el trocar los prisioneros. Concluido este negocio, ninguno de los suyos le forzó a que volviese a poder de sus enemigos; pero no por eso dejó Régulo de cumplir su juramento. Llegado que fue a Cartago, y dada puntual razón de la resolución del Senado, resentidos los cartagineses, con exquisitos y horribles tormentos le quitaron la vida, porque metiéndole en un estrecho madero, donde por fuerza estuviese en pie, habiendo clavado en él por todas partes agudísimos puntas, de modo que no pudiese inclinarse a ningún lado sin que gravemente se lastimase, le mataron entre los demás tormentos con no dejarle morir naturalmente. Con razón, pues, celebran la virtud, que fue mayor que la desventura, con ser tan grande; pero, sin embargo estos males le vaticinaban ya el juramento que había hecho por los dioses, quienes absolutamente prohibían ejecutar tales atrocidades en el género humano, como sostienen sus adoradores. Mas ahora pregunto: si esas falsas deidades, que eran reverenciadas de los hombres para que los hiciesen prósperos en la vida presente, quisieron o permitieron que al mismo que juró la verdad se le diesen tormentos tan acerbos, ¿qué providencia más dura pudieran tomar cuando estuvieran enojados con un perjuro? Pero, por cuanto creo que con este solo argumento no concluiré ni dejaré convencido lo uno ni lo otro, continúo así. Es cierto que Régulo adoró y dio culto a los dioses, de modo que por la fe del juramento ni se quedó en su patria ni se retiró a otra parte, sino que quiso volverse a la prisión, donde había de ser maltratado de sus crueles enemigos; si pensó que esta acción tan heroica le importaba para esta vida, cuyo horrendo fin experimentó en sí mismo, sin duda, se engañaba; porque con su ejemplo nos dio un prudente documento de que los dioses nada contribuían para su felicidad temporal, pues adorándolos Régulo fue, sin embargo, vencido y preso, y porque no quiso hacer otra cosa, sino que cumplir exactamente lo que había jurado por los, falsos dioses, murió atormentado con un nuevo nunca visto y horrible género de muerte; pero si la religión de los dioses da después de esta vida la felicidad, como por premio, ¿por qué calumnian a los tiempos cristianos, diciendo que le vino a Roma aquella calamidad por haber dejado la religión de sus dioses? ¿Pues, acaso, reverenciándoles con tanto respeto, pudo ser tan infeliz como lo fue Régulo? Puede que acaso haya alguno que contra una verdad tan palpable se oponga todavía con tanto furor y extraordinaria ceguedad, que se atreva a defender que, generalmente, toda una ciudad que tributa culto a los dioses no puede serlo, porque de estos dioses es más a propósito el poder para conservar a muchos que a cada uno en particular, ya que la multitud consta de los particulares. Si confiesan que Régulo, en su cautiverio y corporales tormentos, pudo ser dichoso por la virtud del alma, búsquese antes la verdadera virtud con que pueda ser también feliz la ciudad, ya que la ciudad no es dichosa por una cosa y el hombre por otra, pues la ciudad no es otra cosa que muchos hombres unidos en sociedad para defender mutuamente sus derechos. No disputo aquí cuál fue la virtud de Régulo; basta por ahora decir que este famoso ejemplo les hace confesar, aunque no quieran, que no deben adorarse los dioses por los bienes corporales o por los acaecimientos que exteriormente sucedan al hombre, puesto que el mismo Régulo quiso más carecer de tantas dichas que ofender a los dioses por quienes había jurado. ¿Pero, qué haremos con unos hombres que se glorían de que tuvieron tal ciudadano cual temen que no sea su ciudad, y si no temen, confiesan de buena fe que casi lo mismo que sucedió a Régulo pudo suceder a la ciudad, observando su culto y religión con tanta exactitud como él, y dejen de calumniar los tiempos cristianos? Mas por cuanto la disputa empezó sobre los cristianos, que igualmente fueron conducidos a la prisión y al cautiverio, dense cuenta de este suceso y enmudezcan los que por esta ocasión, con desenvoltura e imprudencia, se burlan de la verdadera religión; porque si fue ignominia de sus dioses que el que más se esmeraba en su servicio por guardarles la fe del juramento creciese de su patria, no teniendo otra; y que, cautivo en poder de sus enemigos, muriese con una prolija muerte y nuevo género de crueldad, mucho menos debe ser reprendido el nombre cristiano por la cautividad de los suyos, pues viviendo con la verdadera esperanza de conseguir la perpetua posesión de la patria celestial, aun en sus propias tierras saben que son peregrinos.
                                                               

Capítulo XVI. SI las violencias que quizá padecieron las santas doncellas en su cautiverio pudieron contaminar la virtud del ánimo sin el consentimiento de la voluntad

Piensan seguramente que ponen un crimen enorme a los cristianos cuando, exagerando su cautiverio, añaden también que se cometieron impurezas, no sólo en las casadas y doncellas, sino también en las monjas, aunque en este punto ni la fe, ni la piedad, ni la misma virtud que se apellida castidad, sino nuestro frágil discurso es el que, entre el pudor y la razón, se, halla como en caos de confusiones o en un aprieto, del que no puede evadirse sin peligro; mas en esta materia no cuidamos tanto de contestar a los extraños como de consolar a los nuestros. En cuanto a lo primero, sea, pues, fundamento fijo, sólido e incontestable, que la virtud con que vivimos rectamente desde el alcázar del alma ejerce su imperio sobre los miembros del cuerpo, y que éste se hace santo con el uso y medio de una voluntad santa, y estando ella incorrupta y firme, cualquiera cosa que otro hiciere del cuerpo o en el cuerpo que sin pecado propio no se pueda evitar, es sin culpa del que padece, y por cuanto no sólo se pueden cometer en un cuerpo ajeno acciones que causen dolor, sino también gusto sensual, lo que así se cometió, aunque no quita la honestidad, que con ánimo constante se conservé, con todo causa pudor para que así no se crea que se perpetró con anuencia de la voluntad lo que acaso no pudo ejecutarse sin algún deleite carnal; y por este motivo, ¿qué humano afecto habrá que no excuse o perdone a las que se dieron muerte por no sufrir esta calamidad? Pero respecto de las otras que no se mataron por librarse con su muerte de un pecado ajeno, cualesquiera que les acuse de este defecto, si le padecieron, no se excusa de ser reputado por necio. 

martes, 29 de agosto de 2017

QUESTIO LVIII: DEL MODO DE CONOCER DE LOS ANGELES




2: SIMULTANEIDAD COMPATIBLE CON LA PLURALIDAD DE OBJETOS EN EL ACTO DEL CONOCIMIENTO ANGÉLICO

"Con el conocimiento por el que (los ángeles conocen las conocen en, el Verbo las conocen todas con una sola especie inteligible, que es la esencia divina, y, por, consiguiente, con esa clase de conocimiento las conocen todas simultáneamente... En cambio, con, el conocimiento por el que los ángeles conocen las cosas .por especies innatas pueden entender a la vez todas las que conozcan por una misma especie, pero no las que requieren especies  diversas (a. 2).
En relación a lo anterior Santo Tomas se pregunta: “Si puede el angel entender simultáneamente muchas cosas”
A lo cual contesta San Agustín: “Que los ángeles desde que fueron creados gozan de la eternidad del Verbo de una santa y piadosa contemplación”. Pero el entendimiento el entendimiento que contempla no está en potencia sino en acto. Luego el entendimiento del ángel no está en potencia.
Su respuesta es la siguiente:
Lo mismo que para la unidad de movimiento se requiere unidad, de término, así para la unidad de una operación es necesaria la unidad de objeto. Mas hay cosas que unas veces se tornan corno si fuesen muchas, y otras como si fuesen una sola. Tal sucede con las partes de un todo continuo, que, si se toma cada una de por sí, son muchas, por lo cual ni, por el sentido ni por el entendimiento pueden ser percibidas a la vez, y con una sola operación. Pero si se toman como una sola cosa en el todo, entonces son conocidas a la vez y con una sola operación, tanto por el sentido como por el entendimiento, cuando se considera el todo, y así es como nuestro entendimiento entiende a la vez el sujeto y el predicado en cuanto partes de una misma proposición, y los extremos de una comparación en cuanto a lo que convienen. Por donde se echa de ver que muchas cosas, en cuanto son, distintas, no se pueden entender simultáneamente; pero en cuanto se unen en un solo objeto inteligible pueden ser entendidas a la vez.
Ahora bien, todo ser es inteligible en acto, por cuanto su semejanza está en el entendimiento.
Luego todo lo que puede ser entendido por una misma especie inteligible, es conocido corno un solo objeto inteligible y, por tanto, simultáneamente. En cambio, las cosas que se conocen por diversas especies inteligibles son entendidas como objetos inteligibles distintos. 
Por tanto, los ángeles, con el conocimiento por el que conocen las cosas en el Verbo, las conocen todas con una sola especie inteligible, que es la esencia divina, y, por consiguiente, con esta clase de conocimiento las conocen todas simultáneamente, ya que en la patria no serán, nuestros pensamientos volubles, que pasan de unas cosas a otras para retornar sobre ellas», Sino que veremos toda nuestra ciencia simultáneamente con, una sola mirada, como dice San Agustín. - En cambio, con el conocimiento por, el que los ángeles conocen las cosas por especies innatas pueden entender a la vez todas las que se conozcan por una misma especie, pero no las que requieren especies diversas.

La razón de ello está en que la unidad formal de la operación de una facultad se toma de la unidad formal del objeto sobre que versa y que da origen a la unidad formal del principio que determina la operación, siendo éste en la facultad intelectiva la especie intangible.
De ahí que, aunque los objetos conocidos sean en sí materialmente diversos, considerados bajo una razón formal o en cuanto constituyen un todo, pueden ser representados por una sota especie y conocidos en un mismo acto.
Tal es el conocimiento sobrenatural angélico de todas las cosas en el Verbo y 18,1 natural de los varios objetos en una misma especie inteligible.
Más esto ha de entenderse del conocimiento perfecto, pues nada impide que el ángel en una misma especie que representa muchos objetos considere uno primariamente y de modo especial, no considerando otro sino de modo general e imperfecto. Pero en modo alguno es posible simultáneamente el conocimiento perfecto por diversas especies no subordinadas, porque no es posible que en un mismo orden y en una misma operación la potencia sea determinada y actuada totalmente por dos formas distintas, como no es posible que un mismo sujeto tenga a un mismo tiempo dos formas específicas diferentes No se olvide que, en el acto de entender, la facultad Intelectiva es un sujeto que recibe o tiene en sí la, forma o especie inteligible, y esta forma es el principio de la acción intelectiva…        
Hará entender mejor esta verdad una comparación con lo que sucede en las qliferenteseualid8ides de los cuerpos, por ejemplo, en el color y en la figura. No es posible que bajo el mismo aspecto un cuerpo tenga a la vez dos colores diferentes o dos figuras distintas. Y sin que esta explicación constituya una demostración psicológica por parte del objeto, puesto que es más bien un problema de la metafísica de la acción, sin embargo, no deja de presentar aspectos psicológicos sumamente interesantes. Así experimentamos en nosotros mismos que con un solo acto podemos conocer la totalidad de un ser compuesto: pero sí consideramos los elementos de ese todo con relación a la misma totalidad, es claro que cada uno de ellos nos será conocido solamente de una manera confusa. Para llegar al conocimiento distinto de todos y cada uno de ellos, hay que prescindir del cono cimiento .de la totalidad del ser compuesto, Y si aun en este caso llegamos a conocer distintamente dos elementos en un solo acto, ha de ser porque los, consideramos unidos por una relación, por una diferencia, etc, Es de todo..., punto, imprescindible la, unidad del acto intelectivo.

3°. LA OPERACIÓN INTELECTUAL DEL ANGEL NO ES PROPIAMENTE DISCURSIVA NI EN ELLA SE DA COMPOSICION Y DIVISION.

“Porque los ángeles, en todas las cosas que primero conocen naturalmente, ven en el acto todo lo que ellas se puede conocer…, no adquieren conocimiento de una verdad desconocida discurriendo de las causas a los efectos y de los efectos a las causas (a.3 y ad 3 del mismo), y, por consiguiente, como en el ángel la luz intelectual es perfecta…, síguese que, por lo mismo que no entiende discurriendo, tampoco entiende componiendo y dividiendo…, aunque entiende la composición y división  de las proposiciones, como también entiende el razonamiento de los silogismos” (a. 4)
En cuanto a lo primero de eta proposición dice el angélico en el a. 3:
Dice San Agustín: “La potencia espiritual de la mente angélica comprende simultáneamente y con la mayor facilidad todo lo que quiere”
A lo que agrega santo Tomas comenta: Lo mismo que para la unidad de movimiento se requiere unidad, de término, así para la unidad de una operación es necesaria la unidad de objeto. Mas hay cosas que unas veces se tornan corno si fuesen muchas, y otras como si fuesen una sola. Tal sucede con las partes de un todo continuo, que, si se toma cada una de por sí, son muchas, por lo cual ni, por el sentido ni por el entendimiento pueden ser percibidas a la vez, y con una sola operación. Pero si se toman como una sola cosa en el todo, entonces son conocidas a la vez y con una sola operación, tanto por el sentido como por el entendimiento, cuando se considera el todo, y así es como nuestro entendimiento entiende a la vez el sujeto y el predicado en cuanto partes de una misma proposición, y los extremos de una comparación en cuanto a lo que convienen. Por donde se echa de ver que muchas cosas, en cuanto son, distintas, no se pueden entender simultáneamente; pero en cuanto se unen en un solo objeto inteligible pueden ser entendidas a la vez.
Ahora bien, todo ser es inteligible en acto, por cuanto su semejanza está en el entendimiento. Luego todo lo que puede ser entendido por una misma especie inteligible, es conocido como un solo objeto inteligible y, por tanto, simultáneamente. En cambio, las cosas que se conocen por diversas especies inteligibles son entendidas como objetos inteligibles distintos.
Por tanto, los ángeles, con el conocimiento por el que conocen las cosas en el Verbo, las conocen todas con una sola especie inteligible, que es la esencia divina, y, por consiguiente, con esta clase de conocimiento las conocen todas simultáneamente, ya que en la patria no serán, nuestros pensamientos volubles, que pasan de unas cosas a otras para retornar sobre ella sino que veremos toda nuestra ciencia simultáneamente con, una sola mirada, como dice San Agustín.  En cambio, con el conocimiento por, el que los ángeles conocen las cosas por especies innatas pueden entender a la vez todas las que se conozcan por una misma especie, pero no las que requieren especies diversas.


lunes, 28 de agosto de 2017

RECORDANDO A ANECLETO GONZALES FLORES

                                                


LA MISION DE LA MUJER
A las muy respetables Damas
de la “Liga para la
preservación de la juventud”
de Guadalajara, como un
homenaje de admiración y un
grito de entusiasmo.
e levantó el horizonte de la realidad como visión fantástica surgida del fondo azul de la linfa tranquila y tersa del lago, cuando el sol sacude su melena de fuego en la lejanía, clava victoriosamente sus banderas de luz en los picos de las montañas y enreda su cabellera de oro en el ramaje soñoliento de las frondas dormidas. A lo largo de su figura se destacaban vigorosamente los delineamientos que forman la gallardía incomparable de la palmera, y que hacen la gracia avasalladora y sublime de las creaciones magníficas de los grandes artistas; mecidas por la brisa suave y perfumada y rubias como las hebras doradas que flotan a través del verdor de los maizales, caían sobre sus espaldas las crenchas de su pelo fino y delicado; las líneas de su faz trazadas con maestría y corrección inimitables se ostentaban envueltas en la blancura nítida del fulgor de las estrellas, y en el matiz suavemente sonrosado de la flor que la claridad de los cielos despierta todas las mañanas en la mitad de la llanura; en las transparencias hondas de su pupila ardiente y soñadora brillaban los destellos cargados de la apacible melancolía de ese astro que cruza de noche las alturas silenciosamente y como llorando tristezas insondables y eternas; y en los repliegues más ocultos de su corazón y en las profundidades calladas y solitarias de su alma bullían un torrente de ternura, un piélago de amor y el poder incontrastable de la abnegación que ha dado los espectáculos del heroísmo.
El genio de Grecia, iluminado por la intuición honda de lo bello y poseído del afán inmenso de cristalizar en la materia la línea, el color y el sonido que se mueven, que tiemblan, que palpitan y que viven, vio a lo lejos ese prodigio, esa maravilla, esa figura incomparablemente encantadora; se acercó a ella silenciosamente, mudo de admiración y de asombro puso sus rodillas en tierra y la miró... y con ese golpe de vista que ha hecho de esta nación admirable la maestra y la inspiradora de casi todos los grandes artistas, descubrió el secreto de poner en el trazo, en la vibración y en el matiz, el movimiento, el temblor, la agitación, el gesto, en fin, las palpitaciones que revelan el poder y la majestad de la vida.
El genio de Roma, dueño de la concepción más alta de la ley civil, inflamado por la pasión de la guerra y maestro en el arte de manejar la fuerza y de someter a los pueblos, en un día de peligros aterradores y de angustias infinitas encontró el alma tranquila de Veturia para rendir el espíritu bravo e indomable de Coriolano, la intrepidez de Clelia para asombrar a los enemigos de la patria de Mucio Scévola, y la majestad y la ternura maternales de Cornelia para darle defensores al pueblo y mártires a la libertad.
El genio de Francia estaba próximo a sucumbir bajo el empuje formidable de los ejércitos ingleses en tiempo de Carlos VII; las humillaciones y las derrotas se sucedían sin interrupción: al parecer el reino fundado por Clodoveo estaba destinado a hundirse fatal e inevitablemente. De súbito surgió en el campo ensangrentado y trágico de la lucha la figura gallarda y enloquecedora de Juana de Arco, y ella fue la que les enseñó a los descendientes de Carlomagno el camino del triunfo y de la gloria.
El genio de Colón había entrado en una inquietud indecible: le atormentaba tenazmente el pensamiento de salvar las fronteras conocidas, cruzar la inmensidad de los mares y abrirle nuevas rutas al movimiento del progreso. Después de muchos años de inútiles esfuerzos y de verse envuelto en el sarcasmo y la burla de todos, encontró en su camino, que era el de la inmortalidad, a Isabel la Católica, y bien pronto el torrente impetuoso de la civilización desembocó ruidosamente en regiones ignoradas y perdidas en la obscuridad de la barbarie.
El genio del Dante debía dejarle a la humanidad un monumento imperecedero que les revelara a las generaciones la superioridad incontestable del Cristianismo, como manantial de inspiración, sobre todos los demás sistemas; el poeta conoció a Beatriz y la amó, pero la joven, como flor tronchada por el huracán en los momentos de abrir sus pétalos para empaparse en la luz del día, murió sin dejar otra cosa que los delineamientos de su fisonomía en la imaginación del soñador.                                         
Dante quiso darle vida eterna a su amor y en sus estrofas de oro inspiradas en el ideal cristiano, envolvió el recuerdo de su amada y lo salvó del naufragio de los tiempos, y hoy la crítica saluda al cantor italiano como uno de los bardos más insignes de la tierra.
Y de este modo los mármoles de Fidias, esos mármoles iluminados perpetuamente por el fulgor inextinguible de la gloria y vivificados por la intuición estética de Grecia; los lienzos de Apeles y de Rafael, esos lienzos empapados en las visiones de aquellos soñadores geniales; la pasión de la conquista y de la libertad encamada en los romanos; el amor a la patria simbolizado en los hijos de S. Luis y el concepto científico en uno de sus aspectos más altamente civilizadores; recibieron el contacto más o menos íntimo de aquel prodigio, de aquella maravilla, de aquella figura que se alzó en el horizonte de la realidad como visión fantástica surgida del fondo azul de la linfa tranquila y tersa, del lago.
¿Que cuál es su nombre? ¿Que cuál es su historia? Vosotros conocéis perfectamente el primero y no ignoráis la segunda, y en los momentos precisos en que mi palabra iba acumulando líneas, colores y matices para formar ese conjunto maravillosamente bello, de las profundidades de todas las almas se levantó para todos un recuerdo y para algunos una visión. Oh, sí: un recuerdo bendito, santo, sagrado, un recuerdo que no tiene lágrimas, que no tiene sangre, que no tiene debilidades, que no tiene desfallecimientos, que no tiene caídas; un recuerdo lleno de ternura de caricias, de besos: es el recuerdo de nuestra madre. Para algunos se levantó una visión: una visión que va con nosotros de noche y de día y que cuando la savia de la juventud atraviesa impetuosamente la obscuridad de nuestras arterias, se apodera de nuestro corazón y nos hace amar con ímpetu, con delirio, con locura. ..Y llegados a este punto, a este instante, pugna en todos los labios por salir esta palabra: la mujer. Oh, sí: es la mujer la que le prestó sus líneas a Fidias, sus matices a Apeles, su majestad a Roma, su generosidad a Colón y su sangre a la Francia.
¿Pero no hay en todo esto un movimiento de excesiva complacencia hacia el bello sexo? ¿No es así como se rinde un homenaje injusto de admiración y se va derechamente y de un modo inevitable a la adulación?
Levantan los lirios por la mañana su corola de blancura inmaculada para esperar el fulgor de los cielos y vivir; más tarde se debilitan, languidecen, se amustian y se inclinan tristemente hacia la tierra para morir; han embellecido la inmensidad de la llanura, la han perfumado y deben deshojarse y desaparecer.
Y bien: ¿Es la mujer una flor que se levanta en el páramo inmenso de la vida para embellecerlo, perfumarlo y desaparecer? ¿Es algo más que un adorno? ¿Es algo más que un atavío de la naturaleza? ¿Qué vale y qué puede en ese movimiento ascensional que tiene que hacer el género humano por la cumbre de la verdad y del bien?
Lo diremos en pocas palabras: la mujer no es sólo un adorno, no es sólo un atavío de la humanidad, es uno de los grandes poderes que deben empujar a las generaciones por los senderos que van en línea recta a la civilización.
Desde luego podemos afirmar que la misión de la mujer no consiste ni debe consistir en tomar parte de un modo especial en los movimientos literarios, artísticos, científicos y políticos que transforman de cuando en cuando la fisonomía de los pueblos y les trazan a las generaciones rutas muy distintas de las que han recorrido. El alma de la mujer no ha sido hecha ni para abrir ni para cerrar las discusiones que se entablan en tomo de los grandes pensamientos y de los viejos o de los nuevos sistemas; no ha sido hecha para llevar de pueblo en pueblo y de país en país los ímpetus asoladores de la guerra ni para fijar su pupila en los fenómenos que nos rodean, descubrir sus causas y formular sus leyes. A todo esto tiene derecho, no cabe duda, pero es un derecho en cierto modo accidental y accesorio, porque su verdadero papel se halla en otra parte. ¿Que dónde se encuentra? ¿Qué cómo llega a ser la mujer un elemento civilizador como acabamos de afirmarlo? La misión de la mujer es eminentemente educacional y todo su poder radica en estas tres fuerzas que forman una sola: la belleza, la ternura y el amor. La educación comprende dos elementos, uno de carácter negativo y otro de carácter positivo; el primero es la preservación del mal, el segundo consiste en enseñar a aquel a quien se educa a luchar abierta y victoriosamente contra el mal y hacerse superior a todas las amarguras y dolores de la vida. La mujer puede llenar cumplida y admirablemente estos dos grandes fines de la educación. La mujer es un elemento formidable de preservación contra el mal, así nos lo enseñan elocuentemente la razón y la Historia. María Antonieta, esa reina inmensamente infeliz que fue arrastrada al tribunal revolucionario para ser después guillotinada como su desgraciado esposo Luis XVI, fue acusada entre otras cosas de intentar la corrupción de su hijo impulsándolo a que se manchara con ella misma; aquella alma grande, generosa y fuerte se irguió enhiesta en medio de la turba de bandidos y de asesinos que la juzgaban; no argumentó, no filosofó, no lloró y sólo, con una majestad que el mismo tiempo ha respetado, pronunció estas palabras célebres: “Yo, dijo, apelo al testimonio de todas las madres”. Ahora bien: yo tomo esta palabra formidable de María Antonieta para demostrar que la mujer es un elemento poderosísimo dé preservación contra el mal, y digo también: apelo al testimonio de todas las madres.
                                                         
Pero no sólo es esto la mujer considerada como madre, sino que lo es también considerada como esposa, como hija y aun como prometida; y por esto los que están iniciados en los grandes secretos de la vida y conocen sus detalles, saben cuánto pueden las insinuaciones ternísimas de una madre, los suavísimos consejos de la esposa, la avasalladora súplica de la hija y aun los deseos de la que es dueña de nuestros pensamientos. Hay más: la mujer puede realizar maravillosamente el segundo fin que hemos señalado como uno de los elementos de la educación. Al tratar este punto se podrían acumular millares de hechos tomados de la Historia y de la experiencia diaria, pero para no cansar vuestra atención voy a fijarme en dos que gozan de indiscutible celebridad: hablo de Cornelia y de Doña Blanca de Castilla.
Cornelia fue una dama noble de Roma, hija de Escipión el vencedor de Aníbal en Zama y que consagró todos sus esfuerzos y energías de mujer a la formación de sus dos hijos, Gayo y Tiberio. En cierta ocasión se le preguntó por sus más preciados tesoros y contestó señalando a los dos Gracos. Estos, por su parte, cuando se hicieron hombres se entregaron con entusiasmo desbordante y valor inquebrantable a defender los intereses de la libertad y del pueblo, y bajaron al sepulcro con el orgullo y la satisfacción inmensa de haber sellado con su sangre los principios inconmovibles y eternos de la justicia.
Doña Blanca de Castilla le repetía con mucha frecuencia a San Luis esta frase que ha llegado hasta nosotros: “Quiero mejor verte muerto que cometiendo un pecado mortal”. Y la ternura y el talento incomparable de aquella reina le dieron a Francia un gran rey, a la Iglesia un gran santo y gloria inmarcesible a la humanidad.
Finalmente, el análisis de la estructura del hogar y del papel que en él desempeña cada uno de los que lo forman nos lleva aún con más fuerza a convencemos del gran poder educacional de la mujer: ha querido Dios que el hombre sea la encamación del pensamiento y de la fuerza y la mujer la cristalización de la belleza, de la ternura y del amor. El pensamiento con todos sus esplendores, adelantos y descubrimientos no ha podido ni puede educar: una prueba irrebatible de esto la encontramos en la época en que vivimos. La fuerza sólo sabe y sólo puede hacer esclavos. El pensamiento unido a la fuerza sólo crea tiranías inteligentes y sabias como la de Augusto. Lo que propiamente, aunque no de un modo exclusivo, forma, modela los espíritus, levanta las almas y educa es la ternura y el amor, porque la educación implica la renuncia del mal, la renuncia de nuestras pasiones, de nuestros instintos y es una especie de conquista, pero una conquista
en que los vencidos crean ser y sean de hecho vencedores! Y bien, conquistar en esta forma, sin provocar odios y sin levantar oposición y resistencia es un atributo que sólo pertenece a la belleza, a la ternura y al amor. Julio César, ese celebérrimo conquistador que afirmaba que por sus venas corría sangre de dioses y sangre de reyes, había clavado las banderas de la victoria a lo largo de la Europa y quiso marchar a Egipto; allá encontró la deslumbradora hermosura de Cleopatra, y los ímpetus del capitán romano se rindieron ante la belleza. Coriolano a la cabeza de los volscos amenazaba caer sobre Roma; la alarma que se apoderó de los dominadores del mundo era indescriptible; su ansiedad inmensa, su angustia infinita, los recursos todos puestos en acción habían resultado inútiles, estériles; en medio de la consternación general se acudió a Veturia y fue entonces la ternura la que evitó el golpe fatal arrancando de los labios de Marcio esta frase que resuena a través de los siglos: “Roma se ha salvado, pero tu hijo se ha perdido”.
Shakespeare trasladó a sus obras inmortales un cuadro que todos los días encama, palpita y vive en medio de nosotros: la claridad del alba como gasa blanquecina empieza a extenderse en el oriente, todo despierta y la alondra canta alegremente. Él día se acerca, dice Romeo. —Oh, no, amado mío, dice Julieta: no es el canto de la alondra el que se oye, son los trinos del ruiseñor. —Bien, exclama Romeo, si tú lo quieres no será la aurora la que avanza, sino la obscuridad de la noche la que nos envuelve.
Esto puede la belleza, esto puede la ternura, esto puede el amor: y esto es la mujer. Y por esto sólo ella puede realizar la conquista que implica la educación, sin estremecimientos, sin ruido, sin oposición y sin odio; y es por lo mismo un poder eminentemente civilizador, porque los desastres de los ensayos de civilización hechos hasta ahora no vienen de otra parte sino de que no se ha querido o no se ha podido educar.
Y por esto ese florecimiento desbordante y vigoroso de que tanto se ufanaba la época presente y ese esplendor material cuyas irradiaciones iluminaban todos los confines, están siendo arrebatados de nuestra vista por un torrente de sangre. A la mujer, pues, le toca la labor incomparablemente noble y levantada de preservar del mal a las generaciones, de enseñarles a luchar triunfalmente contra él y de acostumbrarlas a hacerse superiores a todas las catástrofes de la vida.
¿Se pregunta ahora el objeto de esta mal zurcida y cansada disertación acerca de la mujer? Oídme otro instante. Pesa enormemente sobre el mundo moderno un fenómeno que consiste en que el mal y el error han llegado a organizarse; el mal y el error no son poderes abstractos, no son fuerzas que revisten un carácter individual ni tampoco un carácter meramente político, no: el mal y el error a la vuelta de los tiempos y salvando todas las distancias han venido a constituir un gran poder social. En otras épocas la mujer realizaba cumplida y perfectamente su misión en la tranquilidad del hogar y en medio de cierto grado de aislamiento; pero ahora no se podrá conseguir que su influjo sea decisivo y eficaz para apartar de los senderos del mal y para empujar por el camino del bien a las generaciones sin que se levante organización contra organización, poder social contra poder social, en fin, sin que se alce delante de la construcción que ha salido de las manos de los defensores del mal y del error la construcción magnífica y esplendorosa de la verdad y del bien. De aquí que la acción de la mujer como la de todas las clases sociales debe revestir dos caracteres salientes: primero, debe partir de una organización; segundo, debe ser eminentemente social. Porque ¿qué aprovechan su acción y su influjo hecho sentir en medio del aislamiento si los grandes combates por la justicia y la libertad tienen que librarse contra un poder formidablemente organizado? ¿Y qué con que en la tranquilidad del hogar se infiltren en el espíritu los principios luminosos de la verdad y del bien, si en el campo abierto del mundo, que ahora es un piélago de cieno, lo dejarán y lo perderán todo las almas en medio de este gran naufragio de que nosotros somos testigos?
... No se realizará, pues, la misión sublime de la mujer mientras no se vaya atrevidamente, sin miedo, sin vacilaciones, a la organización y a hacer esfuerzos, si se quiere titánicos y si es posible sobrehumanos, porque la acción sea profundamente social.
Por eso yo que llevo fuertemente incrustada en mi alma esta verdad, he venido a rendir con mi palabra un homenaje de admiración a las respetabilísimas damas que forman la "Liga para la Preservación de la Juventud.” y que por lo mismo han querido organizarse, para tender su mano bienhechora a los jóvenes que también se organizan. Oh, sí; vosotras habéis sabido estar a la altura de vuestra misión, habéis sabido colocaros a la altura de la época, habéis sabido comprender vuestro papel; y con una abnegación que yo admiro, con una actividad y ahínco dignos de toda alabanza, habéis salido del aislamiento y de la tranquilidad del ha- gar, para ir a la organización y conseguir que vuestra avasalladora influencia se extienda a través de todo el cuerpo social.
¡Ah, ojalá tengáis muchas imitadoras! ¡Ojalá muy pronto lleguemos al instante venturoso en que la mujer y todas las clases sociales formen el ejército que hará rendir todas las posiciones del mal y del error!
La Historia, que llena de admiración y de respeto se acerca a las ruinas desoladas del pasado para tomar los huesos de los mártires y transportarlos al porvenir; para recoger la memoria de los héroes y hacerla resonar en la posteridad, tomará vuestro nombre y lo colocará en sus páginas de luz al lado de la mujer insigne, hija de Escipión el Africano: Cornelia. Entre tanto nosotros, los enamorado? fuertemente de la causa del pueblo, los apasionados, si se quiere hasta la locura, del pensamiento de Cristo y de la libertad de su Iglesia, con la mano levantada hacia los cielos juramos ser los Gracos. ¡¡Oh, sí: seremos los Gracos!!

A.M.

sábado, 26 de agosto de 2017

EL CORAZÓN ADMIRABLE DE LA MADRE DE DIOS. SAN JUAN EUDES




Y así como ella concibió, llevó y llevará eternamente a su hijo Jesús en su Corazón, así también ha concebido semejantemente, ha llevado y llevará por siempre este mismo Corazón a todos los santos miembros de esta Divina Cabeza, como hijos suyos muy queridos, y como fruto de su corazón maternal, del que hace una oblación continua y un sacrificio perpetuo a la Divina Majestad.

§ 2. EL CORAZÓN DE LA CORREDENTORA

Lo que acabamos de decir arriba, es muy considerable y ventajoso para el Corazón sagrado de la Madre de Jesús. Pero he aquí más todavía: y es que esta maravillosa obra maestra de la salvación de todo el género humano ha sido hecha, no solamente en el Corazón, sino en cierta manera por el Corazón de esta Madre adorable.
Después que Juan Crisóstomo dijo, hablando del corazón de San Pablo, que es el principio y el comienzo (después de Dios, se entiende), de nuestra salvación, ¿quién puede protestar, si se da este elogio al Sagrado Corazón de la Madre de Dios? Ciertamente no carece de razón y fundamento. Pues es ciertamente verdad que no solamente fue quien el primero recibió en su Corazón al Salvador del mundo, cuando salió del corazón de su Padre para venir a trabajar en la tierra la obra de la Redención, y quien en él le ha conservado y conservará eternamente, sino también este Corazón sin par, todo abrasado de amor a Dios y de caridad para con los hombres, ha cooperado siempre en El en esta grande obra, tanto en su comienzo, como en su desarrollo, como en su término.
En cuanto al comienzo, hace más de cuatrocientos años que un gran siervo de la Virgen, hombre muy piadoso y gran sabio, dijo que las dos primeras cosas que han dado comienzo a nuestra salvación procedieron de su Sagrado Corazón: a saber, la fe y el consentimiento que dio a la palabra del ángel ( 5 ) .
Porque Dios no ha querido cumplir el misterio de la Encarnación, sino por el consentimiento del Divino Corazón de María, misterio que es el fundamento de nuestra salvación, principio de todos los otros misterios que el Hijo de Dios operó para nuestra redención, y la primera fuente de cuantas gracias nos adquirió para librarnos de la esclavitud del pecado y del infierno y para llevarnos al cielo.
Veamos ahora de qué manera este amante Corazón de la Madre del Amor Hermoso ha cooperado al desarrollo de esta grande obra. Encuentro cinco maneras principales y muy considerables.
Primeramente por los cuidados, las vigilancias y las penas continuas que el amor y la caridad de que estaba lleno impusieron a esta Divina Madre para conservarnos, alimentarnos y educarnos un Salvador.
En segundo lugar, por las fervientes oraciones que dirigía sin cesar a Dios, de todo corazón, para la realización de todos los designios que este Adorable Redentor tenía para la salvación de todo el mundo.
En tercer lugar, por todas las mortificaciones humillación y sufrimientos que sufría, las cuales ella ofrecía al Padre Eterno con un amor ardentísimo y una caridad increíble, en unión de las de su Hijo para el mismo fin para el cual él lo sufría, es decir, para la destrucción del pecado y para la redención de las almas.
En cuarto lugar, por la estrechísima unión que tenia con su Hijo con el cual, no teniendo más que un solo Corazón, una sola alma, un solo espíritu y voluntad, Ella quería todo lo que El quería, hacía y sufría en cierto modo con El y en El, todo cuanto El hacía y sufría. De suerte que cuando El se inmolaba en la cruz por nuestra salud, Ella lo sufría también con El por el mismo fin! ¡Oh María, exclamaba San Bernardo, qué rica sois! Vos sois más rica que todas las criaturas que hay en la tierra y en el cielo; vos sois lo suficientemente rica para enriquecerlas a todas, pues esta porción de vuestra substancia que vos habéis dado a nuestro Salvador cuando quiso ser Hijo vuestro, es suficiente para pagar las deudas de todo el mundo (6).
En quinto lugar, el Corazón de la gloriosa María ha contribuido a la obra de nuestra Redención, porque Jesús, que es a la vez la Hostia que ha sido sacrificada por nuestra salvación, y el sacerdote que la ha inmolado, es el fruto del Corazón de esta Bienaventurada Virgen, como antes hemos dicho; porque este mismo Corazón es también el sacrificador que ha ofrecido esta Divina Hostia y el Altar sobre el cual ha sido ofrecida, no una vez solamente, sino mil y mil veces, en el fuego sagrado que arde sin cesar sobre este altar; y porque la sangre de esta adorable víctima, que fue derramada por el precio de nuestro rescate, es una parte de la sangre virginal de la Madre del Redentor, que Ella le dio con tanto amor que pronto estaba a entregarle de todo corazón hasta la última gota por este fin. Dice San Bernardo: "El Padre Eterno, queriendo rescatar el mundo, puso todo el precio de su rescate en las manos y en el Corazón de María» (7).
He aquí cómo este Corazón ha cooperado al desarrollo de la obra de nuestra Redención. Falta estudiar lo que ha hecho y hace continuamente por el perfeccionamiento de esta obra.

§ 3. EL CORAZÓN DE LA INTERCESORA

Habiendo venido el Hijo de Dios a la tierra, y habiendo nacido en un establo y muerto sobre una cruz, para cumplir la obra que el Padre había puesto en sus manos: es decir, para aniquilar el pecado, y librar las almas de su tiranía, para nacer, vivir y reinar en ellas, y para reinar y glorificar en ellas a su Padre; no se realiza esta obra sino en la medida que estas cosas se ejecutan.
Por esto, as! como El tiene un deseo incomprensible de que su obra se realice, también desea infinitamente destruir el pecado, salvar a las almas, verse viviendo y reinando en ellas, y establecer en ellas el reino de su Padre. Por este fin se desvela y trabaja continuamente tanto por si mismo como por su cuerpo místico, que es su Iglesia. Por este fin emplea incesantemente ante su Padre, las
oraciones e intercesiones de toda la Iglesia triunfante, los cuidados y vigilancias de la Iglesia militante, el uso de los Sacramentos que en Ella ha establecido, todas las funciones eclesiásticas que se ejercen, todas las buenas obras que se hacen, todas las vigilias, ayunos, y mortificaciones que en ella se practican y todos los sudores y trabajos de los obreros evangélicos que cooperan con El a la salvación de las almas. Por esta razón la divina palabra los llama ayudadores de Dios(8); los cooperadores de la verdad eterna (9). De suerte que todos los ángeles y santos de¡ cielo y todos los. Verdaderos cristianos que están en la tierra, cooperan con el Salvador cada uno según la medida de su gracia y el uso que hace de ella, en la consumación de su obra; de tal forma que. cada uno puede decir a su manera con San Pablo, que cumple lo que falta a la Pasión y a los otros Misterios del Redentor; porque les falta el que su fruto y efectos sean aplicados a las almas Mas el Sagrado Corazón de la Dignísima Madre de Jesús, coopera él sólo más eficazmente y más ventajosamente a la perfección de su obra, que todos los santos juntos del cielo y de la tierra.
En la tierra cooperó de cinco maneras principales como acabamos de ver. También coopera en el cielo de cinco modos principales.
En primer lugar, en cuanto que el odio inconcebible que tiene contra el pecado, la caridad indecible que tiene para todas las almas, y el amor ardentísimo hacia el Padre Eterno y hacia su hijo Jesús, animan e impelen a esta Divina Madre a rogar sin cesar por la ruina de la tiranía del infierno, por la libertad de las almas que tiene cautivas, y por el establecimiento del Reino de Nos en ellas.
En segundo lugar, por el santo uso de esta misma caridad hacia las almas, de la que está lleno si, corazón, le hacen hacer en su favor, de varios grandes privilegios y poderes señalados ,que Dios le ha dado, para ayudarlos poderosamente en el negocio de su salvación, de varios modos extraordinarios que no conoceremos sino en el cielo.
En tercer lugar, por la oblación perpetua que hace de todo su corazón al Padre Eterno, con su Hijo Jesús, de los sufrimientos de la muerte y de todos los estados y misterios de este mismo Hijo como de cosa propia; siendo como era su amadísimo Hijo todo de Ella, y no siendo sino uno ,con El, por el espíritu, por el corazón y la voluntad, de una manera más perfecta que cuando vivían juntos en la tierra.
En cuarto lugar, por el empleo que hace con ,su amor increíble, del poder especial que tiene para formar, hacer nacer, hacer vivir a su Hijo Jesús en los corazones de todos los fieles; formación, nacimiento y vida que son el fruto principal de su pasión y de su muerte, el cumplimiento de sus designios y la consumación de su obra.
Vengamos a la quinta manera por la cual su amante Corazón coopera con su Hijo Jesús a la consumación de su obra. Y lo hace distribuyendo a los hombres con grandísima caridad los frutos de la Vida, de la Pasión y de la Muerte de su Hijo, es decir, las gracias y bendiciones que El les habla
merecido durante el transcurso de su vida mortal y pasible, de los que en su Corazón maternal, como depositario, guarda; porque, así como ella conservó en su Corazón todos los misterios que su Hijo obró aquí abajo para nuestra Redención, as¡ también su adorable Redentor ha depositado en el Corazón de su queridísima Madre todas las riquezas que adquirió y todos los bienes eternos que reunió durante los treinta y cuatro años de su permanencia en este mundo. Dice San Bernardo: "El Salvador ha derramado a manos llenas, sin medida y sin límites todos sus tesoros en su seno" (10). Ha querido que sea la tesorera de sus dones y de sus gracias y resuelto no dar nada de ellas a quien quiera que sea, sino por su medio, pasando por sus manos. Es también San Bernardo el que nos anuncia esta verdad (11).