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lunes, 3 de julio de 2017

TRATADO DE LA JUSTICIA Y EL DERECHO


Otro argumento: Los hombres están obligados a conformarse y obedecer a la ley eterna de Dios, como en el libro de las Sentencias (dist. 45) largamente se explica: mas no están obligados a conformarse con su voluntad de beneplácito. Porque, aunque yo sepa que Dios quiere la muerte de mi padre, me es lícito a mí, y hasta es honesto, apesadumbrarme por ella. Y viceversa mandó Dios a Abraham sacrificar a su hijo, a la cual ley aquel Patriarca estaba obligado a obedecer, y, sin embargo, Dios no tenía voluntad de beneplácito de que aquélla se llevara a cabo: luego la ley de Dios, que manda o prohíbe, no está en su voluntad, sino en su entendimiento.
Por aquí se rechaza la afirmación de la opinión contraria, que dice no ser la voluntad sierva del entendimiento, sino reina, y el entendimiento el siervo. Pero es de muy otra manera. Porque el regir es acto del que ilumina y dirige, y la luz no está en la voluntad (potencia ciega), sino en el entendimiento. Cierto; la luz no se dice de la voluntad, sino del entendimiento. Así dice David: Resplandece sobre nosotros la luz de tu rostro, ¡oh Señor! (Psalm. 90). Por esto Aristóteles (1. Politic. cap. 3) claramente afirma, que el entendimiento manda al apetito, con cuyo nombre expresa también la voluntad, si bien no con imperio de señor, como el alma al cuerpo, sino político, como el rey manda a los ciudadanos.
Así sabiamente dice Platón (3 de leg.): «No se ha de desear ni procurar que todo siga a nuestra voluntad, sino que nuestra voluntad siga a la prudencia.» Y además: «El rey se llama así porque rige, el cual es acto de la prudencia, a cuya virtud pertenece hacer las leyes: esta es la principal obligación del que tiene la dirección del reino.» Por esto Cicerón (lib. 1 de leg.), después de aquella definición de la ley antes citada, a saber: «La ley es la razón apoyada en la naturaleza», añade: «Por tanto opinan que la prudencia es la ley cuya fuerza está en que mande obrar bien y prohíba delinquir.
» Y Aristóteles (10 Ethyc. c. 9) dice: «La ley tiene fuerza para obligar, la cual es palabra salida de la prudencia y de la mente.»
¿Quién, pues, podrá dudar ya que la ley es obra de la prudencia, y consiguientemente del entendimiento, a la cual llaman todos dictamen práctico? Este es el verdadero sentido de aquello de los Proverbios (Proverbio 8): «Por mí reinan los reyes, y los que dan leyes mandan cosas justas.» Porque, en lo que dice reinan, nótase la potestad de los reyes, pues toda potestad proviene de Dios, como dice el Apóstol (ad Roman. 13).
En lo que añade y los que dan leyes, entiéndese el uso de la tal potestad. De consiguiente, por mí, diré, esto es, por la virtud de la prudencia, que de mí dimana como de fuente, los reyes hacen leyes buenas y usan rectamente de ellas.
* * *
Segunda conclusión: La ley es una proposición universal, y un dictamen de la razón práctica, que existe en forma de hábito. Esta conclusión es de Santo Tomás (1.a 2. ae Quaest. 90). Hay que recibirla explicarla de la siguiente manera: En el entendimiento hay proposiciones aprehensivas, simples unas y otras judicativas la ley no es simple aprehensión, sin opercepción que, sigue al juicio, no cualquiera, sino al que se da de las costumbres. A este juicio llaman práctico. Porque primero, por la primera cualidad de la prudencia, a saber, la eubulia, se investigan aquellas cosas que convienen; luego, por la sinesis (que es la segunda cualidad) se aprueban reflexivamente; en tercer lugar, por la voluntad se eligen, y por fin sigue el mandato de la prudencia, que no es dictamen por modo deliberativo, sino ciertamente imperativo: hace de hacer o evitar. Porque estas palabras, si así pueden llamarse, a saber, es conveniente que se haga o que no se haga, son proposiciones especulativas y todavía no tienen fuerza de ley.
Pero si expresan en participio futuro ya se toman como dictámenes prácticos. Y si las dice el Príncipe y se promulgan al pueblo, ya son leyes. Mas se requiere que se den en forma de hábito, esto es, que sean firmes y permanentes para siempre. Pues los mandatos temporales, en forma de actos pasajeros, ya que no son universales, sino dados a una persona singular, acomodados al lugar y al tiempo, haz o no hagas, no se tienen por leyes, sino por aplicaciones de ellas, como se verá en el siguiente artículo.
Por esta conclusión se responde al primer argumento notado al principio de la cuestión, ya que se afirmó que la ley es proposición en forma de hábito, porque la ley, aunque se dé por un acto, permanece por el hábito impresa y escrita en la mente.
De aquí se sigue la falacia de algunos Neotéricos, los cuales pretenden, contra Santo Tomás, que no se necesita para obrar precepto alguno del entendimiento, no advirtiendo que contradicen, no a Santo Tomás, sino a Aristóteles. Argumenta uno de ellos en sus Mocales (cap. 2. de prudent) de esta manera: Si el mandato es proposición del entendimiento, o es aprehensiva o resolutiva: la aprehensiva ciertamente no basta para obrar, y si resolutiva, ella sola basta sin necesitarse otro mandato. Porque de seguida que uno juzga esto o aquello es bueno hacerlo, de seguida puede elegir, en la cual elección ya está el mérito, y por consiguiente de seguida puede obrar, sin necesitar otro impulso imperativo. Por lo cual, o la elección de la voluntad es impulso imperativo, o no se da otro. Y añade, no sé por qué, que esta es la opinión común, cuyos defensores, tan preclaros, no recuerdo haber visto. De dos maneras manifiesta no haber siquiera consultado a Aristóteles. Primeramente negamos que el mandato sea proposición o simplemente aprehensiva o indicativa.
Porque éstas son diferencias de la proposición del modo resolutivo: mas la imperativa no es judicativa (resolutiva), sino que requiere el juicio. Y con esto se descubre la otra falacia. El mandato, como claramente enseña Aristóteles, no es el juicio que precede a la elección, sino el mandato que la sigue. Concedernos por consiguiente que el juicio, que es acto de la sinesis, basta para la elección, en la cual puede haber algún mérito; mas la elección no es bastante para la práctica y la obra, a no ser que la siga el mandato.
De este argumento saca otro tercero el mismo autor: Si la elección sigue al mandato del entendimiento, o sigue por necesidad o libremente. No por necesidad, porque ya no se necesitaría de la virtud de la prudencia para mandar, lo cual es contra Aristóteles y contra la verdad. Si se sigue libremente, se deduce que la sola elección de la voluntad no basta para mover al entendimiento, sino que se requiere además otro acto, el cual acto, ni Aristóteles, ni Santo Tomás ni ningún otro filósofo puso jamás, sino que todos afirman que la elección sigue al mandato. Este argumento nos preocupó muy justamente. (1. a 2. ae Quaest. 17, art. 3.) Pero creo resolverlo fácilmente respondiendo que el mandato, ni sigue necesariamente a la elección, ni requiere otro acto anterior en la voluntad más que la misma elección. Pero hay que notar, que requiriéndose, cuando una potencia ha de ser movida por otra, que ambas estén bien dispuestas; síguese que, mientras la elección no esté bien fundada, y el entendimiento por medio de la prudencia bien preparado, de la elección no resultará el mandato. Luego cuando la elección esté fundada y apoyada y el entendimiento por la prudencia preparado, seguirá de seguida a la elección el mandato; de otra manera, o tardíamente, o nunca.
Al tercer argumento, concediendo que es propio del rey el mover, se concede también que la voluntad es la motriz del entendimiento y de las demás potencias. No se sigue, sin embargo, de ahí que ella sea reina y el entendimiento siervo. Porque la voluntad no mueve como directora y cognoscente, lo cual se requiere para que sea reina. Pues esto ciertamente suena el mismo nombre de reina, regina; pero sí mueve empujando y arrimando las potencias a sus obras. Por esta razón las acciones humanas se llaman voluntarias, esto es, procedentes de la voluntad. Por ejemplo: Prefijada la intención del fin, a saber, quiero enriquecerme, la voluntad aplica el entendimiento a investigar medios. Después de deliberarlos, aquélla elige, y luego por la elección le mueve de nuevo a mandar, en lo cual consiste el regir. A esto alude el texto de la ley segunda (digest. de legib.), que Marciano no se avergonzó de tomar de Crisippo Estoico, donde dice, que la ley es la reina de todas las cosas humanas y divinas.
Creo por tanto haber satisfecho a los que afirman que la ley es la voluntad de aquel que lleva la representación del pueblo, porque (como antes probamos) ninguna voluntad del Príncipe obliga, si no ha sido impuesta por edicto. Y así debe entenderse el texto de la ley antes citada de const. pritzcip.: «Lo que agrada al Príncipe tiene fuerza de ley.» Indicase solamente que ninguna ley existe en el entendimiento si antes en la voluntad no ha precedido la elección: sin embargo, ni la voluntad es ley; pero si lo que agrada al Príncipe, primeramente con el entendimiento y después de viva voz lo manda, aquello será ley. Esto es, pues, el sentido: Lo que al Príncipe agradó dictar tiene valor de ley: conforme a esto la misma ley se explica a renglón seguido con estas palabras: Lo que el Emperador estatuye por carta o con su firma, o con conocimiento decreta, o llanamente lo habla, o por edicto manda, eso consta ser ley. Por lo cual no había para qué Cicerón (in libr. 1 de legib.) se empeñara en probar que la ley radica en la voluntad, por cuanto, según él, se llama así de elegir (eligendo). Porque no opina que la elección sea ley, sino que la ley sigue a la elección del Príncipe, y enseña a los súbditos a elegir entre lo bueno y lo malo, y por eso añade luego que la ley es la mente y razón del prudente, y la regla de la justicia y de la injusticia.
* * *
El cuarto argumento ya es de otra clase. Porque dice San Pablo la ley de los miembros en muy otro sentido.
Distingue cuatro leyes, a saber: ley del pecado, opuesta a la ley de Dios, y ley de los miembros, que pelea contra la ley del entendimiento. Y si bien a algunos les parece que es una misma la ley del pecado y la de los miembros, así como son la misma la ley de Dios y la del entendimiento, nos ha parecido alargarnos un poco más en el comentario. Cierto, la ley del entendimiento es efecto de la ley de Dios, y como una impresión de ella en nuestra mente, así como la planta del pie en el polvo es efecto del mismo pie; pero la ley de los miembros es la natural inclinación de la sensualidad a sus objetos con todo el peso e ímpetu de la naturaleza; este es el efecto de la pérdida de la justicia original, con la cual la sensualidad se mantenía refrenada y obediente a la razón. La ley del pecado, o es efecto de la misma inclinación, como obrar contra la voluntad de Dios, o fue la prevaricación de los primeros padres, por la cual se relajaron los miembros, y de esta relajación proceden los pecados. Luego la ley de los miembros no es verdadera ley, porque no inclina al bien, y se dice ley por metáfora; es la naturaleza privada de la justicia original, y por ende, regla torcida que nos aparta del recto camino.
Pero replicas. Si es regla, ¿cómo está fuera del entendimiento? Respóndese: la ley principalmente y per se está en el entendimiento como en el regulador y medida; pero dícese estar también por participación en las potencias y miembros, que mueve como en el regulado.
Como el sol dícese estar en la habitación por sus efectos y el arte en la estatua. De semejante manera está la ley en los miembros.
ARTÍCULO 2.° ¿La ley se ordena al bien común?
Síguese el artículo segundo, en el cual se ha de explicar la segunda parte de la definición, que indica el fin de la ley. Son los argumentos, que no es necesario que la ley se ordene al bien común.
Primero, como dice San Isidoro (lib. 5. Ethym.) Si la ley se apoya en la razón, todo lo que apoye la razón será ley. Es así que la razón apoya no sólo cuanto se dirige al bien común, sino también lo que al particular, luego nada importa a la noción de ley que no se dirija al bien común.
Segundo. Los preceptos (según se dijo antes) tienen valor de ley, como que la fuerza de ella está en mandar y prohibir: es así que los preceptos se dan para las acciones particulares que constituyen nuestras costumbres; luego es bastante que la ley se ordene al bien particular.
En contra está el mismo San Isidoro (lib. 5. Ethym.), que dice: que está escrita no para algún bien privado, sino para utilidad común de los ciudadanos.
A la cuestión se responde con una sola conclusión.
Toda ley, para que sea sólida y firme, debe enderezar a los súbditos al bien común. Esta conclusión se afirma de dos maneras, según que el bien común se tome ya por la felicidad natural que deseamos en este mundo, que es la quietud, la tranquilidad y paz de la sociedad, ya por la sobrenatural, que nos aguarda en la otra vida como último fin nuestro, al cual se ordena por naturaleza todo bien de este siglo. Pues si atendemos la primera manera del bien común, demuéstrese de este modo. La parte, naturalmente, se ordena a su todo, como lo imperfecto a lo perfecto; es así que cada uno de los ciudadanos es parte de la ciudad; luego la ley prescrita para el bien común de toda la ciudad debe comprenderlos a ellos, como a las partes de un cuerpo, que se ordenan al servicio del todo. Concuerda con esta razón Aristóteles (Ethicor. 9.), que dice: la Justicia legal, esto es, las leyes civiles, son causa y conservación de la felicidad y de sus partes. Y Platón dice
(Dialog. 1. de legib.): «El legislador debe hacer todas las leyes en gracia de la pública paz.» Por esto rechaza la costumbre de los Lacedemonios, quienes dirigían todas sus leyes a poder guerrear mejor. A los cuales dice con más prudencia Aristóteles: Hacemos la guerra para vivir en paz. Y Cicerón (lib. 2. de leg.): Consta que las leyes se han hecho para la salud de los ciudadanos, la incolumidad de las ciudades y para la vida tranquila y bienaventurada de todos.
Si levantamos la mirada a la suma bienaventuranza, que es Dios, podemos añadir otra segunda y muy buena razón. Porque la ley (como decíamos antes) es la primera regla de nuestras acciones; es así que el oficio de la regla, y principalmente de la primera, es dirigir a los que regula al fin y término supremos; luego la ley y el propósito del legislador deben dirigirse al bien común.
Tómase otra razón, la tercera, de la otra condición de la ley. Porque dice el Filósofo (5. Ethic.) Que toda ley es universal, esto es, impuesta a todos los hombres y de toda virtud. Lo mismo nos enseña la ley citada: «La ley es precepto común (Digest. de legib. et I. jur. eo): Las leyes se dan en general, no para cada persona.» De aquí se deduce que se ha de dirigir al fin supremo, que es común a todos, y no se ha de acomodar a los particulares.
Bien dice, pues, el mismo Aristóteles (eodem lib. cap. 1): «Las mismas leyes determinan conjuntamente de todos, o la común utilidad de todos, o de los mejores, o de los Príncipes.» Donde insinúa tres clases de gobierno, a saber: democracia, aristocracia y reino. De aquí resulta que la justicia legal comprende todas las virtudes.
Afiádase, si se quiere, la razón suprema. La fuente y el origen de todas las leyes es la ley eterna de la mente divina. Es así que Dios ordena y refiere todas las cosas a sí mismo; luego las leyes todas, de tal manera deben regularse por aquella ley, que tiendan al mismo fin. Lo cual no se escondió a Platón (Dialog. 1. de legib.), en donde dice: conviene que el legislador siga tal orden que las cosas humanas siempre se enderecen a las divinas.


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