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lunes, 17 de julio de 2017

JUANA TABOR 666. HUGO WAS


El patriarca de Ferney prosiguió así, entre secos y horripilantes sollozos:
—Cuando uno ha rechazado obstinadamente durante veinte años, treinta años, medio siglo, los auxilios sobrenaturales de la gracia, Dios lo abandona a sus simples fuerzas naturales, la inteligencia y la voluntad. Yo veía mi destino si no me humillaba; pero humillarme habría sido un milagro. Y mi orgullo me embriagaba diciéndome que yo, hediondo y agusanado, podía por mi libre albedrío resistir a la gracia, complacerme en mi fuerza y luchar contra Dios. ¡Qué delirio, hacer lo imposible aun para las estrellas de los cielos y los mismos arcángeles: resistir a Dios!
Tenía el frenesí de la blasfemia y del sacrilegio. Por burlarme del Infame comulgué muchas veces sacrílegamente delante de mis criados; y mis amigos me aplaudían y me imitaban. Y así llegué al día del espanto.
—La hora de la venganza —dijo el fraile, horrorizado—. Effunde frameam. Desenvaina tu espada, Señor.
—Así fue; llegó el turno de Dios, y desenvainó la espada sobre mí.
—Cuéntame tus últimos momentos.
—Los hombres no sospechan los misterios de esa hora, especialmente del postrer momento en que las potencias del alma, la memoria, el entendimiento, la voluntad, adquieren una agudeza inconmensurable.
—¿Cuánto dura eso?
—Supón que sólo sea un segundo; pero en ese segundo cabe mucho más que toda tu vida, por larga que fuera; allí cabe tu eternidad. En ese instante puede tu voluntad fijarle el rumbo. ¡Desventurado de mí! La obstinación de ochenta años, transformada en impenitencia final, es como un muro de bronce incandescente que rodea el alma y aguanta el último asalto de la misericordia, temblando, ¡oh, contradicción!, de ser derrotada, y espantándose de antemano de lo que será su propio triunfo. ¡Ay de mí! Yo triunfaba. Los rayos de la gracia se rompían sobre mi corazón como flechas de marfil contra una roca.
— ¿Triunfa la gracia alguna vez?
—Millares de veces, porque es la virtud de la Sangre. ¡Cuántas retractaciones inesperadas, que quedan en el secreto del más allá! Pero si vieras la dureza de los que pecaron contra el Espíritu... de los desesperados, de los irónicos que por lograr un chiste arrojaron una blasfemia, de los que vendieron al orgullo su última hora, de los apóstatas. Para asistir y vigilar la impenitencia final de ésos, el diablo abandona toda otra ocupación. Y se mete en sus venas y hay como una transfusión del orgullo diabólico en el alma del renegado.
—Los hombres no conocen las profundidades de Satanás —murmuró fray Plácido.
—Si el diablo pudiera arrepentirse, ése sería el momento de su conversión, cuando por fortalecer la soberbia de un alma se ha empobrecido de la suya transfundiéndosela. ¡Ay!, cuando se llega a esas profundidades, el alma se hunde voluntariamente en su destino.
— ¿Voluntariamente? —interrogó el fraile.
— ¿Te sorprende? Escucha: yo he firmado con mi propia mano mi eterna condenación. Y la volvería a firmar cien veces, con pleno discernimiento, antes de humillarme y decir ¡Pequé, Señor; perdóname!
—No cabe en mi mente —replicó fray Plácido aterrado— que sea verdad el que si volvieras a vivir volverías a merecer tu condenación.
— ¡Sí, cien y mil veces! En el último instante de mi vida, cuando por aliviar mi sed me llené la boca de inmunda materia y arrojé aquel espantoso alarido que ha quedado en mi historia; cuando mis ojos se cuajaron, todos me creyeron muerto. Pero yo estaba vivo, arañando el barro podrido de mi carne que todavía, por unos segundos, me libraba de caer en manos de Dios.
— ¿Todavía podías arrepentirte?
—Sí, Y se me apareció el Infame con su corona de espinas y las llagas abiertas en manos y pies; el pecho ensangrentado y un papel sin firma, que era mi sentencia.
“Yo, que te redimí con mi sangre”, me dijo, “no la firmaré; pero te la entrego a ti para que tu libertad disponga.” Durante un segundo, en que vi mi pasado y mi porvenir, sopesé las consecuencias. Ya ni siquiera tenía que pedir perdón. El Infame se adelantaba a ofrecérmelo; bastábame aceptarlo confesando que pequé. El mundo ignoraría hasta el día del juicio mi retractación, y yo me salvaría. ¡Imposible! Durante sesenta años había combatido contra el Infame. Si ahora aceptaba su perdón, la victoria sería suya. Si lo rechazaba, yo, gusano de la tierra que no tenía más que medio minuto de vida, me levantaría hasta Él y haría temblar los cielos con mis eternas blasfemias. Pero era tal el horror de mi destino que vacilé. ¡Quién me hubiera dado un grano de humildad en ese instante!
— ¿No lo habrías rechazado, acaso?
Voltaire guardó silencio y luego respondió, con voz cavernosa.
— ¡Sí, lo habría rechazado! Entonces cogí la sentencia que Él no quería firmar, y yo fui mi propio juez y la firmé con esta mano que escribió La Pucelle y que ahora derrite el bronce... ¡Mira! Voltaire alargó aquella mano que tantas blasfemias inmundas había escrito con extrema agudeza y rozó un candelero de bronce, en una alacena de la pared.
El duro utensilio se derritió como se habría derretido una vela puesta en la boca de un horno. Las gotas del metal cayeron sobre las baldosas y allí se aplastaron.
—Sabe, pues —prosiguió Voltaire— que ninguna condenación lleva la firma del Cordero. ¡Todas llevan la nuestra! Sonó una campana. Voltaire se estremeció.
—Las campanas me aterran. Todo lo que mide el tiempo me aterra. Un año. Diez años. Doscientos años. ¿Cuándo se acabará el tiempo y empezará la eternidad desnuda?
— ¿Cuándo? —interrogó el superior— ¿Acaso no se divisan ya las últimas etapas del Apocalipsis?¿No ha saltado ya el sexto sello del libro de los siete sellos? La luna brillaba entre los cipreses de la huerta. Voltaire miró hacia las cruces plantadas en la tierra a la cabecera de los muertos en el Señor, y volvió los ojos con angustia.
—Un día no lejano florecerá el lapacho en el fondo de la huerta; y se levantarán los muertos a recibir a su Señor; tú, que no morirás hasta su venida, subirás con ellos los resucitados en los aires, para acompañar al que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos. Pero antes... —se detuvo.
El fraile temió que se callara en el momento de la revelación, y lo instó con estas palabras:
—Antes habrá venido el Anticristo...
—Sí —exclamó Voltaire con diabólico entusiasmo—. Ésa será la época en que el Infame será vencido en el catolicismo y en sus santos... Vosotros los frailes creéis invencible al catolicismo. ¡No! ¡Sabe que será vencido! —Ya lo sé —respondió fray Plácido— es de fe que será vencido, mas sólo por un tiempo. El Apocalipsis anuncia que la Bestia del Mar, o sea el Anticristo, dominará todos los pueblos, lenguas y naciones, y hará guerra a los santos y los vencerá, lo cual le será permitido durante cuarenta y dos meses. Pero, ¿eso tardará mucho todavía? ¿Quiénes se equivocan: los que creen que faltan miles y miles de años para la venida del Anticristo, o los que creen que estamos ya tocando su reino?
— ¿Tú qué crees?
—Yo creo —respondió fray Plácido— que el Anticristo vendrá pronto, y que esa venida ocurrirá antes del período de paz religiosa durante la cual el diablo estará preso y atado con una gran cadena y encerrado en el abismo.
— ¿No sabes que esa no es la opinión de la mayoría de vuestros intérpretes?
—Sí, lo sé —dijo el fraile—. La mayoría de los intérpretes modernos sostienen que el fin del mundo aún dista millares de siglos, y que el Anticristo vendrá en las vísperas del día grande y horrible del Señor, cuando Satanás salga de su prisión y sea desatado por un poco de tiempo. Pero yo pienso lo contrario: que aunque el mundo pueda físicamente durar millones de años, la humanidad está ya próxima a conocer al más grande enemigo de...
— ¡No lo nombres! Ya te comprendo.
—Y que ese enemigo, que llamamos el Anticristo, será una persona; un hombre de perdición, como dice San Pablo, y no una sociedad ni una secta, como sostienen algunos.
—Piensas con verdad: será un hombre, pero no estará solo; se encarnará en una orden religiosa cuyo superior será su falso profeta.
— ¿Qué orden?
—Dentro de diez años lo adivinarás sin que yo te lo diga.
—Y creo —prosiguió el fraile— que los judíos lo recibirán como al Mesías, y por lo tanto que su venida será antes de la conversión de los judíos, en medio de una gran persecución de todas las naciones contra el pueblo de Israel. De modo que la verdadera señal de la aproximación del Anticristo no será la persecución universal de los cristianos, sino la persecución de los judíos.
— ¡Esa es la verdad! —dijo Voltaire.
—Y pienso también que esto ocurrirá pronto, y que sólo después de la muerte del Anticristo se convertirán los judíos y Jerusalén será restaurada, con un rey de la estirpe de David.
— ¡Así será! —confirmó Voltaire
— ¿Está pues próximo a nacer el Anticristo?
—Ha nacido ya.
— ¿Dónde? ¿De qué raza? —interrogó ansiosamente fray Plácido; pero la desconfianza lo turbó—. ¿Cómo voy a creerte, si eres hijo de la mentira?
—El Señor me manda decir verdad: el Anticristo, que nació en 1966, es de la tribu de Dan; y lo proclamarán su rey no solamente los judíos, sino también los musulmanes.
— ¿Será grande su imperio?
—Sí: el número de sus jinetes será de doscientos millones, según el cómputo del Apocalipsis.
— ¿Y su capital cuál será?
—La ciudad de su nacimiento, la mayor y más gloriosa y más santa ciudad del mundo.
— ¿Jerusalén, entonces?
—No: Roma.
— ¿Roma, cuna y capital del Anticristo? —exclamó estupefacto el fraile—. ¿Por qué, pues, los intérpretes dicen que nacerá en Babilonia?
—Roma es Babilonia. Vuelve a leer el final de la primera epístola de Pedro Apóstol y hallarás la explicación. Todo está en las Escrituras. Todo está profetizado.
—Sí —dijo el fraile—. El profeta Amós ha dicho: “El Señor no hará nada que no haya revelado a sus siervos los profetas.” Pero los intérpretes disputan sobre el sentido de las profecías. Centenares de años han pasado discutiendo lo que simbolizan las siete cabezas de la Bestia del Mar, que tienen diadema... ¡Explícame eso!
—Está en el Apocalipsis, y tú lo sabes. Son siete reyes, que lo han sido, materialmente o moralmente, por la influencia que ejercieron entre los hombres.
Cinco de ellos pasaron ya: Nerón, Mahoma, Lutero; el cuarto fui yo, y el quinto Lenin.
— ¿Y los que no han pasado todavía?
—El sexto ya es: el emperador del Santo Imperio Romano Germánico.


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