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sábado, 22 de abril de 2017

LOS MÁRTIRES MEXICANOS


Párroco, Poeta, Sociólogo y Ermitaño
No creo que puedan reunirse frecuentemente en una misma persona  estos títulos, que corresponden de derecho al P. José María Robles, uno de los que forman la larga lista de los sacerdotes seculares que honraron sobre manera con su vida sacerdotal y su gloriosa muerte a nuestro abnegado clero mexicano.
Natural de Mascota, en el estado de Jalisco, después de unos brillantes estudios en el seminario de Guadalajara, fue ordenado de sacerdote en 1913.
Todos sus compañeros de seminario lo recuerdan con cariño, porque dotado por Dios de un gran núihero de cualidades, era brillante en sus estudios, delicado en sus sentimientos, modelo en su piedad, afable y cariñoso con todos, y con eso que se llama ' ;don de gentes" podía, sin esfuerzo ninguno, atraerse a todos, simpatizar con todos, alegrar a todos con su amena» conversación, servir a todos, como si para ello hubiera nacido.
Sus versos no tendrán el estro arrebatado y fulgurante que es producto de una fantasía brillante y exaltada; son la plácida expresión de su suave y profunda piedad hacia el amor de sus amores: Jesucristo, considerado especialmente en la manifestación de su Corazón Sacratísimo.
Es tu Corazón herido
mi divina hospedería;
con sus llagas, con su sangre,
se sustenta el alma mía.
Allí sana de sus males,
allí recobra el vigor,
allí olvida sus pesares,
allí se inflama de amor.
No una lanza; tus amores
te abrieron el Corazón.
¿Quién no vuela presuroso
a esa Divina mansión?
. . .En ella, Jesús, he entrado
para vivir prisionero.
Ciérrala, Jesús, por siempre,
que libertad, no la quiero.
Pero aquel enamorado de Jesucristo, bien sabía que el amor verdadero no está en las palabras, por hermosas que sean, sino en las obras.
Por eso desde el día feliz de su ordenación sacerdotal, se propuso hacer de su ministerio una verdadera empresa de conquista de las sociedades para el reinado de Jesucristo, y de las almas de sus hermanos, vivos templos del Espíritu Santo.
Por eso desde luego, como vicario de la parroquia de Nochistlán, al lado de otro futuro mártir de Cristo, el señor cura Román Adame, se esmeró en la práctica del ministerio parroquial: la administración de los sacramentos, la predicación de la palabra de Dios, la visita a los enfermos y el auxilio a los moribundos y la caridad con los afligidos y necesitados.
Mucho sintieron los buenos feligreses de Nochistlán su separación de aquella parroquia; pero el señor Arzobispo Orozco y Jiménez, de tan grata memoria, estimando en aquel joven sacerdote su celo apostólico y demás cualidades de piedad activa y abnegación incansable, lo llevó muy pronto a la importante parroquia de Tecolotlán, amplio campo en que podría realizar sus vivos anhelos de ser un abanderado de Cristo Rey, en la lucha contra el infierno y sus potestades.
Allí la continua práctica de la predicación, lo hizo llegar a ser un verdadero orador religioso, cuyos sermones atraían a la parroquia aun a los indiferentes, no precisamente porque en ellos encontraran una brillantez retórica, vana y deslumbrante, sino porque estaban llenos de doctrina, expuesta con sencillez y al alcance de todos; y la doctrina de Jesucristo, aun desprovista de galas retóricas, seduce, convence y conmueve profundamente a las almas.
Buen pastor andaba en busca de sus ovejas, que se habían extraviado, y a muchas volvió al redil, con sólo el encanto de su caridad y amable conversación y trato, evidentemente ayudados y robustecidos por la gracia de Dios.
No menos cuidaba de los cuerpos, que de las almas. Exponente moderno de la tradición caritativa de los grandes hijos de la Iglesia, con grandes afanes y luchas, dificultades pecuniarias y resistencias inesperadas de parte de algunos insensatos, logró restaurar y poner al servicio de los menesterosos, un antiguo hospital clausurado en el tormentoso pasado de nuestra patria, logrando que para la atención de él, se estableciera allí mismo una comunidad religiosa de abnegadas enfermeras, con su noviciado para la formación de tantas piadosas jovencitas, a quienes Dios llama en crecido número, con esa sublime vocación de caridad, entre el elemento femenino mexicano.
Los jóvenes de la parroquia no fueron olvidados por el emprendedor párroco, y a su vez fundó una especie de seminario menor o colegio, que él mismo dirigía y en el que le ayudaban otros celosos sacerdotes y maestros en la formación cultural y religiosa de los buenos muchachos.
Los obreros y campesinos, muy numerosos en la parroquia, eran una buena presa para las ideas socialistas y comunistas, que ya fermentaban por entonces en nuestro país. El padre Robles, alertado por las Encíclicas de León XIII, fijó en ellos muy especialmente su atención, y como para esa cuestión social, desde jovencito había comprendido que sólo la cristianización de las masas y sus consecuencias sociológicas son el remedio eficaz, logró fundar un sindicato cristiano, una obra mutualista y una cooperativa de consumo, en que agrupó a los trabajadores de la parroquia, lo que naturalmente le suscitó algunos enemigos entre los inficionados ya por el virus del comunismo destructor.
Prudente y previsor, cuidó también del futuro de esas obras sociales, y para dar participación en ellas a los seglares cristianos, de las clases directoras, fundó también un grupo local de la benemérita A.C.J.M. Ya sabemos cuál es el ideal, tanto de los fundadores, como de los miembros de esa Asociación. Adiestrar en el ejercicio de la doctrina social católica a tantos jóvenes que dispersarían sin fruto, y acaso con mucho daño suyo y de la sociedad esas gratísimas y ardientes energías de la juventud. En dicha asociación, unos a otros los jóvenes católicos, que tienen grandes aspiraciones para hacerse hombres útiles a la sociedad, se ayudan y se ilustran, se fortalecen con el ejemplo y la práctica de los Sacramentos, y se animan de todos modos a esa gran empresa e ideal. Ha de ser obra de ellos mismos, para que le tomen cariño, y el sacerdote asume tan sólo el cargo de Asistente Eclesiástico, para evitar desviaciones siempre posibles.
El P. Robles desempeñó su cargo con la prudencia, la seguridad y el celo que ponía en todas sus empresas.
Todas ellas, con ser tan numerosas, no le impedían, a fuerza de desvelos y abnegación, atender al culto divino, siempre magnífico en la iglesia de su parroquia; y a atender también como si fuera esa su única ocupación, a los feligreses de su vasta heredad religiosa.
Surgió de pronto, como sabemos, la persecución religiosa en nuestra patria. Los conspiradores contra el orden cristiano, comenzaron por todas partes a asesinar sacerdotes y fervorosos católicos, empeñándose en destruir el Reinado de Jesucristo, que iba restableciéndose lenta pero seguramente en nuestra República. Los prelados mexicanos se vieron en la dura y tristísima necesidad de suspender el culto público, para evitar catástrofes, y como probable motivo de reacción contra tantas impiedades.
Los fieles de Tecolotlán temieron por su párroco, y acudieron presurosos a ofrecerle sus moradas para que en ellas se guareciera, mientras pasaba la tormenta. Pero él no quería serles gravoso en manera alguna.
ni exponerlos al peligro de represalias de los enemigos de Jesucristo, por asilar en sus casas a un ministro de Dios; y se determinó a salir, sí, de su casa parroquial, para refugiarse en una agreste cueva de las cercanías de la ciudad comenzando así, gozoso, una vida de ermitaño, como en los heroicos principios de la Iglesia.
No quiere decir esto que abandonara a sus feligreses. No es buen pastor el que deja a sus ovejas a merced de los lobos. De su cueva montaraz hizo un centro de radiación de su celo apostólico, entrando ocultamente en la ciudad para impartir ya a unos, ya a otros, los auxilios espirituales y servir a Dios y a sus fieles con el culto privado.
Su cueva habitación, con las incomodidades que pueden suponerse, era su templo también. Allí decía su misa todas las mañanas, y después salía a recorrer los campos y las rancherías, bajaba a T'ecolotlán y continuaba en medio de grandes peligros su oficio pastoral.
Se había entregado por completo a Jesucristo, y así escribía: Es mi nave y es mi puerto tu Corazón, mi Jesús;
en la noche de mi vida
es perenne y viva luz.
¡Marche siempre generoso
a su divino fulgor,
ya me señale el Calvario,
ya me señale el Tabor!
Y en efecto, Jesucristo oyó su plegaria continua, y lo condujo por el Calvario del martirio, a la gloria del Tabor.
Uno de aquellos infelices agraristas, que, por el amor de las cosas de la tierra, se entregaron en cuerpo y alma a los servidores de la conspiración comunista, sin temor al castigo, que ya se está cumpliendo en nuestros mismos días (recuérdese el asunto de los "braceros"), pasaba cierta mañana, muy de madrugada, por las cercanías de la cueva, y le llamó la atención un grupo reducido de personas, que recatándose entre las sombras del crepúsculo matutino se encaminaban silenciosas hacia ella. Eran algunos fieles que iban a la misa del sacerdote, y a recibir la Sagrada Comunión.
Siguióles el malvado, y entró con ellos en la cueva, de donde salía un tibio y mortecino resplandor, el de las velas del altarcito. Así se dio cuenta del refugio del párroco de T'ecolotlán, y movido por Satán, salió presuroso para dar el soplo al coronel Calderón, de la guarnición militar callista de Tecolotlán.
Con una presteza verdaderamente diabólica, el coronel ordenó a un grupo de soldados le siguieran, y pronto llegó a la cueva, en donde ya comenzaba la misa el padre Robles. Echáronse sobre él, le arrancaron las vestiduras sacerdotales, y maniatándole le sacaron de sus agreste morada y capillita, para llevarlo a la cárcel del pueblo... ¡Porque iba a decir la Santa Misa, cosa prohibida por los conspiradores comunistas en el poder! Ya en la cárcel, el poeta párroco, escribió sus últimas endechas ofreciéndose a Jesucristo en holocausto:
Quiero amar tu Corazón
Jesús mío con delirio,
Quiero amarlo con pasión,
quiero amarlo hasta el martirio!
Con el alma te bendigo
¡Oh! Sagrado Corazón;
Dime ¿se llega el instante
de feliz y eterna unión? . . .
Tiéndeme, Jesús, los brazos
pues tu pequeñito soy;
de ellos al seguro amparo
a donde lo ordenes voy.
Al amparo de mi Madre
y de su cuenta corriendo,
ya tu pequeño del alma
vuela a tus brazos sonriendo . . .
Era el 26 de junio de 1927. Los esbirros de Calderón, por la mañana se presentaron en la cárcel, y dieron orden al padre Robles de que los siguiera. Para que ¡ no se les escapara! lo ataron de las manos, y a pie lo llevaron hasta un montecillo de la sierra de Quila, cercano a Tecolotlán; allí ya tenían cavada una fosa, y le dijeron al padre que lo iban a ahorcar, asombrándose los miserables del gozo que inundó su rostro al oír la noticia. Serena y piadosamente bendijo su propia sepultura. Volviéndose luego hacia Tecolotlán, que se divisaba allá abajo, levantó su mano para bendecir desde lejos a sus feligreses. Luego hizo lo mismo con los agraristas, que lo iban a matar, perdonándoles; bendijo la soga preparada para el suplicio, y él mismo se la puso al cuello, y por fin arrodillándose exclamó: "¡Tuyo, siempre tuyo, Corazón Eucarístico de Jesús; Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". . . Y los esbirros le suspendieron en la rama de un árbol.


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