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domingo, 16 de abril de 2017

LA RESURRECCIÓN SEGÚN SAN BUENAVENTURA




DOMINGO DE RESURRECCIÓN

Hoy nos brilló la fiesta de exultación y alegría, llegó el gozo pascual rezumando jocundidad inmensa, pues somos invitados a las bodas del Cordero resucitado y de su esposa, que es la madre Iglesia. Por eso, carísimos, gocémonos en lo íntimo del nuestras almas. Amén.
Exultemos al exterior en muestras de júbilo, tributemos con palabras gloria a Dios, de suerte que resuene en honor de Cristo redentor y de su esposa jocunda y digna alabanza. Gocémonos, digo, por e! aumento de nuestra alegría, exultemos por e! fruto de nuestra esperanza, demos gloria a Dios por el triunfo de la victoria ... Y proclamemos triunfador a Cristo diciéndole con el corazón rebosante de alegría; "Tú eres la esperanza en nuestro combate y la gloria de nuestra raza por haber desbaratado a los adversarios". Efectivamente; Cristo, al nacer, nos hizo partícipes de la naturaleza, al padecer, partícipes del beneficio de la gracia y, al resucitar, partícipes del complemento de la gloria. Por ello precisamente el profeta David, porque deseaba ver cumplidos en sus días el gozo pascual y el beneficio inconmensurable de la gloria, exclamó con inflamadísimos deseos con estas palabras; “Levántate, Señor; sálvame”. Palabras en que, en ajuste con rectísimo orden, van señaladas tres cosas, a saber: encendido deseo de la resurrección del Señor, perfecta liberación de! hombre cautivo y justo exterminio del poder diabólico. y no sin razón, pues tal día como hoy nuestro Señor Jesús resucitó por propia virtud, rescató de los dominios del diablo al hombre cautivo y sumergió en lo profundo del abismo infernal al diablo y a su ejército. Según esto, en primer lugar, viene indicado el encendido deseo de la resurrección del Señor, y esto cuando se dice; Levántate, Señor; es decir, resucita de entre los muertos. En segundo lugar, la perfecta liberación del hombre cautivo, y esto cuando se añade: Sálvame. Y, por último, en tercer lugar, el justo exterminio del poder diabólico, y esto cuando se sobre añade : Tú hieres a los que se me oponen sin causa. Y es de advertir que se dice sin causa para dar a entender que, si bien el hombre se hallaba detenido justamente, sin embargo, el diablo lo tenía cautivo injustamente; por donde debe concluirse que fue justo el exterminio de su poder.
1. Pasando ahora al tema, he de decir que lo primero que a nuestra consideración se ofrece es el encendido deseo de la resurrección del Señor, en conformidad a lo que dice el profeta: Levántate, Señor, Y realmente tal resurrección merecía, no sólo ser deseada con amor medularmente cordial, sino también ser celebrada a boca llena con acentos dulces como la miel por razón de tres privilegios que tuvo Cristo resucitado, los cuales nos son convenientes en sumo grado. Compérele, en efecto, como primer privilegio, la primacía de novedad no usada; como segundo privilegio, la virtualidad del propio poder y, como tercer privilegio, la ejemplaridad en orden a nuestra resurrección o en orden a la necesidad que tenemos de la resurrección.
Viniendo a lo primero, he de decir que Cristo tuvo primacía respecto de la novedad no usada. La razón es porque Cristo, depuesta la vetustez miserable de la muerte, resucitó de entre los muertos, inaugurando la alegría inestimable de la vida nueva, puesto que el Señor Jesucristo, en cuanto hombre, fue el primogénito entre los mortales, el cual, después de haber sojuzgado el imperio de la muerte, fue coronado con la diadema de la nueva incorrupción. Y, a decir verdad, ¿quién hubo de ser el primero en superar la tristeza encerrada en la muerte inveterada y en iniciar la alegría proveniente de nuestra, vida perpetua sino aquel cuya llave abre la puerta de la eternidad? El es, en efecto, quien, como teniendo autoridad, pudo ordenar a los ángeles cuando dijo: Levantad, ¡oh príncipes!, vuestras puertas, y vosotras, ¡oh puertas!, levantaos. Y es que fruto de mi sangre son la reparación de la concordia universal y la remisión del castigo judicial. En vista de lo cual, lo que ahora quiero es que, removida de la entrada del paraíso la llameante espada, se abra la puerta del cielo, como quiera que yo, el Señor de los ejércitos, habiendo derrotado al diablo, conquisté, a precio de mi sangre, el reino de los cielos. Por donde tenemos que Cristo es, no sólo como Dios, sino también como hombre, el Rey de la gloria. Y, sin duda, a este género de novedad se refería San Pablo en su primera carta a los Corintios, c.15: “Cristo, dice el Apóstol, resucito de entre los muertos como primicias de los muertos, Porque, como por un hombre vino la muerte, así por un hombre vino la restauración de lo muertos. Y como todos mueren en Adán, así también todos revivirán en Cristo”. Y de ahí es que el Apóstol, a fuer de discreto y prudente, al señalar las nuevas cualidades que competen como primicias a, Cristo resucitado, ofrece a nuestra consideración dos cosas: primeramente, en efecto, a fin de que el consuelo no se diluya en alegría, pone a nuestros ojos la miseria de la muerte, materia de la desolación; y esto cuando se dice: Por un hombre vino la muerte; y a continuación, para que la desolación no quede absorbida en la tristeza, el Apóstol nos propone la medicina de la resurrección, materia del consuelo; y esto cuando se añade: Así también por un hombre, es decir, por Cristo, vino la resurrección de los muertos. Por consiguiente, intención suya fue mitigar lo uno con lo otro, esto es, la miseria con la medicina, o la desolación con el consuelo; y puesto que la muerte, si bien tiene como ocasión la fraudulencia del enemigo, reconoce, sin embargo, como origen o causa, la arrogancia de la mente y, como consumación, la concupiscencia de la carne; por eso dice el Apóstol: “Así como en Adán, por el demérito de su prevaricación, mueren todos”. Y porque la medicina de la muerte procede de la divina misericordia en atención a los méritos de la pasión del Señor, por eso se añade: “Así también todos revivirán en Cristo por los méritos de su pasión”.
Por donde tenemos que primera e inmediata causa de la muerte no es Dios, pues Dios es ser sumo e indeficiente, y la muerte el defecto máximo entre todas las miserias penales, sino la voluntad que se desvía de la rectitud y de la regla perpetua de la justicia, según aquello de la Sabiduría, c.1: “Dios no hizo la muerte ni se goza en el exterminio de los que mueren”. Creó, por el contrario, todas las cosas para que perdurasen, y saludables son todas las que nacen en el mundo; ni hay en ellas principio de muerte ni hay reino infernal en la tierra. Porque la justicia es perpetua e inmortal, y la injusticia tiene por estipendio la muerte.
En cuanto a lo segundo, Cristo, al resucitar mostró cuán virtuoso es su propio poder. No le fue necesario, en efecto, si bien se vio constituido en centro obsequioso del ejército celestial, recurrir ni a la oración devota ni al ministerio angélico; y a esto, sin duda, se refiere lo del salmo: “Por la miseria de los desvalidos y el gemido de los pobres, resucitaré ahora mismo, dice el Señor”.
Es de saber que pobres y desvalidos venían a ser los santos padres retenidos como en cárcel oscurísima en el limbo, los cuales eran, en verdad, impotentes para liberarse por sí mismos; y por eso, reducidos a estado mísero y lamentable, deseaban con ansias ardentísimas ver acelerado el beneficio de la resurrección. Oyó el Señor deseos tan vehementes, en significación de lo cual tenemos que dice el Señor: “Resucitaré ahora mismo”, donde es de advertir que habla en primera persona, como quien tiene poder para dar la vida en la pasión y para volver a tomarla en la resurrección.
Pero quizá diga algún filósofo físico: ¿Cómo puede darse que un cuerpo animal, corruptible y compuesto de elementos contrarios, se convierta en incorruptible y perpetuamente duradero? A lo cual responde el teólogo: Si quieres que tu argumento sea universalmente, en toda materia, valedero, es preciso te las hayas con muchos inconvenientes o despropósitos absurdos.
Así es, en efecto. El primer despropósito consiste en que pretendes que Dios no supera en poder a la naturaleza ni el artífice es superior a su obra; y cuán absurdo sea decir esto, no hay quien pueda dudarlo. La razón es porque todo el argumento del físico se resume en esto: Es imposible según la naturaleza; luego es absolutamente imposible. Y es cosa manifiesta que semejante consecuencia no puede inferirse en modo alguno.
El segundo despropósito o inconveniente consiste en que pretendes que, por una parte, la naturaleza encierra cosas ocultas, lo cual admitimos también nosotros, pues muchas, en verdad, nos están latentes, como es de ver en la imán que  atrae el hierro, en la salamandra que se conserva en el fuego, y en otra cosas similares y en qué quieres, por otra, que Dios no tenga sino operaciones accesibles a tus ojos; y es cierto porque el Señor  constituye despropósito máximo, como quiera que; según sentencia del Eclesiástico, c.43: “Es poco lo que hemos visto de sus obras, y muchas cosas mayores que éstas están escondidas”.
El tercer inconveniente consiste en que pretendes que Dios ha prometido obediencia a la naturaleza; lo cual, si fuese verdad, tendríamos que admitir que Dios ni dio vista a los ciegos, ni sano a los leprosos ni dio vida a los muertos...".
Por último, el cuarto inconveniente consiste en que procedes a base de presupuestos que no se conceden, como cuando afirmas que el cuerpo es corruptible y está compuesto de elementos contrarios, pues que el alma lo conserve en vida perpetua e inmortal implica, no ya animalidad corruptible, sino espiritualidad, elevación y disposición, por encima de la variedad de elementos contrarios, en virtud del hábito deiforme de la gloria. Tal sentir puede colegirse de las palabras de San Agustín en su carta a Consencio, donde se expresa a tenor siguiente: "La fragilidad humana mide las cosas divinas nunca experimentadas y se muestra garruladora, jactándose de aguda cuando dice: Si hay carne, hay sangre; si hay sangre, hay también los restantes humores; y si hay humores, hay corrupción. A ese modo podría decir: Si hay llama, arde; si arde, quema; y si quema, luego abrasó a los dos mancebos en el horno del fuego. Ahora bien; si crees que tal caso fue un milagro, ¿por qué dudas de las cosas maravillosas? Y si no las crees, doy por cierto que tu ceguera es mayor que la de los judíos. Ha de decirse, por lo tanto, que el poder divino puede quitar de la naturaleza las cualidades que quisiere, dejándole otras, y, por lo mismo, afianzar, depuesta la corruptibilidad, los miembros mortales conservándolos en vigor, de suerte que sea verdadera la forma corporal, pero sin mancha alguna; sea verdadero el movimiento, pero sin fatiga; sea verdadera la facultad de comer, pero sin necesidad de padecer hambre".

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