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viernes, 3 de marzo de 2017

LA PASIÓN DEL SEÑOR




Jesús dice a Juan quién es el traidor

Después de todas estas cosas, al ver el Señor que su muerte se acercaba, y que Judas persistía en su obstinación, se entristeció aún más y, lleno de congoja, repitió: «De verdad os digo que es uno de vosotros el que me ha de venden) (Jn 13,21). Judas, sin embargo, endurecido, permaneció en su mal propósito: no le bastó que Jesucristo le hiciera ver que conocía su traición, ni tampoco que se lo repitiera tantas veces y de tantas maneras; no se inmutó ante su Maestro arrodillado a sus pies; siguió sentado a la mesa con todos, y miraba y hablaba a Aquel que sabía su traición, y comía en su mismo plato; y hasta recibió el Sacramento del Cuerpo y Sangre del Señor. Por eso Jesús, tan cerca de aquel hombre ingrato y obstinado, repitió, ahogado por la tristeza: «De verdad os digo que es uno de vosotros el que me ha de venden”. Como no decía el nombre, todos se asustaban, y seguían mirándose unos a otros a ver por quién lo decía. Su conciencia no les acusaba, es cierto, pero creían más al Señor que a su propia conciencia, y reconocían que, como eran hombres, podían fácilmente cambiar y caer.
Pedro, con su acostumbrada impetuosidad, estaba ansioso por descubrir al enemigo, para despedazarle con sus propias manos si pudiera. No se atrevía a preguntarlo directamente al Señor y, por otro lado, no podía soportar más tiempo aquella duda. Sabía el cariño especial que el Salvador demostraba a Juan en presencia de todos, y como a Juan le resultaba fácil preguntarlo sin llamar la atención (v. 24), le hizo señas desde su sitio para que averiguase a quién se refería. Juan estaba echado sobre el pecho de Jesús, y le pidió que le dijese quién era. El Señor le respondió en voz baja, solamente lo oyó Juan: «Aquel a quien Yo dé el pan mojado». Tomó un trozo de pan, lo mojó en alguna salsa que quedaba en la mesa, y se lo dio a Judas. Aquel gesto fue para Juan la respuesta a su pregunta; para Judas, otra prueba de cariño para ablandarle el corazón, y para obligarle a cambiar su mal propósito.
Pero, aquel desgraciado, por su culpa, empeoraba siempre con los remedios que el Señor le daba para salvarle. Judas se comió aquel trozo de pan y, después de ese bocado (v. 27), «Satanás entró» en su alma. El demonio le había inducido a que concertase la venta de su Maestro, pero ahora, adueñándose de él con más fuerza, le instó a que ejecutara inmediatamente su plan. El Salvador, al verle cegado y fuera de sí, le dijo
con calma: «Haz pronto lo que tengas que hacen). Nadie, excepto Juan, entendió el verdadero sentido de estas palabras; imaginaron, pues Judas se encargaba de la bolsa y de los gastos comunes, que el Señor le enviaba a comprar alguna cosa o a que diese alguna limosna, como solía. Pero el Salvador hablaba de su alma, por eso le dijo: «Haz pronto lo que tengas que hacen). No le aconsejaba que ejecutase una maldad tan grande, al contrario, se lo echaba en cara, haciéndole ver que leía su pensamiento. No trataba tampoco de impedirle lo que iba a hacer, porque era infinitamente mayor su deseo de padecer la muerte por amor que el odio que sentía Judas y su deseo de venderle. «En cuanto Judas se comió el bocado» y oyó lo que el Señor le decía, movido por Satanás, salió inmediatamente del comedor y de aquella casa donde estaba Jesús, para no volver jamás junto a El. Cuando Judas salió (v. 30), «ya era de noche».

Jesús se despide de su Madre

La Virgen María no ignoraba la causa por la que el-Hijo de Dios se había hecho hombre en sus entrañas. Sabía que era para redimir a los hombres y que, por ello, sufriría un cruel tormento, y derramaría su sangre, y moriría en la cruz. Lo sabía por lo que había leído y meditado en la Sagrada Escritura, aun antes de que su Hijo se encarnara; lo sabía también por la profecía del viejo Simeón, cuando ella y José presentaron
a Jesús en el Templo. Y además lo supo gracias a las frecuentes conversaciones que tendría con su Hijo sobre este tema. Porque si el Señor anunció tantas veces su muerte a los discípulos, mucho más avisaría a su Madre. En aquellas largas conversaciones, a solas con ella, le explicaría la Escritura, y así le mostraría mejor la conveniencia de que Cristo padeciese antes de entrar en su gloria. Si el Salvador advirtió varias veces a sus discípulos y mejor lo haría a su Madre, para consolarse y descansar en ella? Los discípulos no entendían este misterio (Le 17, 14), y el Señor no encontraba consuelo al hablar con ellos. La primera vez que se lo dijo, quisieron convencerle de que no debía padecer, eso es lo que intentó Pedro (Mt 16, 22).
Cuando volvió a anunciarles su muerte, ya próxima, como vieron que no había esperanza de impedírselo porque el Salvador estaba dispuesto a padecer, se pusieron tristes y se asustaron (Me 10, 32). Después, mientras rezaba en el Huerto de los Olivos, y ellos estaban ya prevenidos y repetidamente avisados, al verle en aquella agonía y que intentaba consolarse con ellos «se caían de sueño por la tristeza». El Señor no podía encontrar descanso en ellos: unas veces tenía que reprender su celo imprudente; otras, animar su flojera con un consuelo; otras veces tenía que exhortarles con su doctrina y fortalecerles contra la tentación. Si, a pesar de esto, el Señor insistía en confiar su pena y buscar alivio en donde encontraba tan poco, ¿cómo no iba hacerla también con su Madre? Le haría saber sus preocupaciones y tristezas, y así descansaría en ella. Le contaría las calumnias y envidias, el odio y la persecución que sufría; le prevendría del fin en que había de terminar todo: entre aquella borrasca y tempestad iba al final a morir ahogado entre las olas (Sal 68, 3). Muchas veces trataría con su Madre de estas cosas, desahogándose. Ella entendía profundamente este misterio, lo aceptaba con plena conformidad, lo sentía con toda su ternura, y ofrecía su dolor llena de fe, porque su corazón es semejante y muy unido y casi uno con el de su Hijo.
Siempre que la Virgen María pensaba en la pasión de Jesús, sentía ya con la experiencia lo que había profetizado Simeón (Le 2, 35): «tu alma será atravesada como con un puñal». Cada vez que veía a su Hijo le venían a la mente los tormentos que sufriría en cada uno de sus miembros: imaginaba su cabeza clavada de espinas, su cara abofeteada, la espalda sangrante de azotes, los pies y las manos clavados, su pecho herido por la lanzada ... Al abrazarle, abrazaba, juntos en su corazón, su cuerpo y aquellas torturas, y decía (Cant. 1, 12): «Manojito de mirra es mi Amado para mí, yo le daré cobijo entre mis pechos».
Se despertaba en la Virgen un grande y cada vez más ardiente amor. Con la luz del Espíritu Santo conocía bien la Majestad de Dios y la maldad de los hombres, la amargura del dolor que por ellos padecería.
«Consideraba estas cosas en su corazón» y advertía la grandeza del amor de Dios y el inmenso beneficio que hacía a todos los hombres. A este conocimiento correspondía ella en su humildad con un profundo agradecimiento a Dios, con un encendido amor por los hombres, a quienes «Dios tanto había amado, que les entregaba a su Hijo». Ella también, estimulada por la generosidad divina, deseaba emplearse toda entera en la salvación de los pecadores.
Nunca se ha de cansar nuestra Madre de interceder por nosotros, y ahí estriba nuestra esperanza pues, por nuestro bien, quiso que se realizara aquello para lo que vino al mundo su Hijo: derramar su sangre, pre-
cio de nuestra redención.
Estaba la Virgen María advertida, había meditado continuamente en la pasión de su Hijo, por eso vino a Jerusalén, porque sabía que aquella era la noche en que iba a ser entregado a la muerte. Entró, con las otras mujeres que de ordinario acompañaban a Jesús, en la misma casa donde su Hijo iba a celebrar la Pascua. Aunque en otra habitación, iba enterándose de lo que el Salvador hacía, decía y mandaba. Preparó la cena, como tantas otras veces lo había hecho; ¿qué trabajo se le iba a hacer duro si su mismo Hijo lavaba los pies a sus apóstoles? Supo cómo su Hijo les daba a comer su Cuerpo y a beber su Sangre, y que les transmitía el poder de repetir este Sacramento para que durase hasta el fin del mundo. Más que ninguna otra persona advirtió la hondura de este misterio, y supo valorar la inmensidad de este beneficio, y agradecer este consuelo que le quedaba en la ausencia de su Hijo, y esta compañía en su soledad ... , más que nadie, porque nadie como ella estaba herida de amor, e iluminada con la luz del Espíritu. Oiría la larga despedida con que su Hijo se separaba de los apóstoles, y esperaría el final de aquella enamorada despedida.
El Señor se puso en pie con firme resolución; los apóstoles le imitaron; juntos, dieron gracias a Dios, y cantaron lo que tenían por costumbre después de la cena. A eso parece referirse el Evangelio: «Cantado el himno» (Mt 26, 30), salieron. Este himno constaba de siete salmos enteros, y empieza con el salmo 112; «Alabad, hijos, al Señor... », y termina con el salmo 118: «Bienaventurados los que caminan limpios ...». En esta noche de tanta preocupación y dolor, el Salvador dio las gracias a su Eterno Padre, y lo hizo despacio, cantando. Nos da ejemplo de verdadero agradecimiento, y también de fiel obediencia a lo que la Ley mandaba: «Cuando comas con abundancia y satisfacción, cuídate de bendecir y dar las gracias al Señor tu Dios por la tierra tan fértil y excelente que te ha dado» (Deut. 8, 10).
Al ver la Virgen a su Hijo en pie, se retiró para esperar a solas el último abrazo, la última despedida que tanto esfuerzo le había de costar. Le vio aparecer con la tranquilidad y el sosiego de siempre, la cara encendida por la larga conversación después de la cena, pero más por la conmoción que sentía dentro. Delante de ella, con el amor que este Hijo sentía por esta Madre, le diría: «Madre, no vengo a decirte nada que no sepas ya; vengo a despedirme para... lo que ya sabes. Me he consolado muchas veces hablando de eso contigo. Da gracias a Dios, Madre, porque te ha cabido en suerte tener un Hijo que va a morir por la Justicia, por la Justicia de Dios, por salvar a los hombres y hacerlos hijos suyos. Anímate, Madre, que el fruto es grande; todo pasará pronto; en seguida volveré a verte, y ya inmortal  y lleno de gloria. Al hacer esto cumplo el mandato de mi Padre y hago su Voluntad. Me iré más consolado si tú te quedas un poco más consolada también. Tengo prisa, Madre; dame tu bendición... , y abrázame». Las lágrimas corrían por las mejillas de la Virgen.
El corazón se le partía de dolor por el constante esfuerzo por obedecer y amar lo que Dios disponía. Y era grande su amor, pues pudo ofrecer al Hijo, a quien tanto quería, por la gloria de Dios, por la salvación de los hombres.
La Virgen quizá respondiera: «Hijo mío, que sea tu Padre quien te dé la bendición desde el cielo. Yo soy la esclava del Señor, que se cumpla en mí su Voluntad».
El Salvador lloró; se enterneció y lloró de ver llorar a su Madre. Mudos los dos, hablándose ya sólo con el sentimiento, se echaron en brazos el uno del otro y, en, silencio, se separaron luego. Ella le siguió con los ojos hasta perderle de vista. Y se quedó sola.



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