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jueves, 2 de marzo de 2017

ANACLETO GONZÁLEZ FLORES ENSAYOS




LA ARISTOCRACIA DEL TALENTO.
Continuación.

¿Qué había pasado? Aquel joven, que en su tierna infancia había creído en los principios católicos que le había enseñado su piadosa madre,…

Establecido el concepto de aristocracia y hecha su clasificación, surge esta pregunta: ¿cuál es el papel que las aristocracias tienen que desempeñar en el desenvolvimiento del género humano? Yo confieso ingenuamente que cuando he tenido oportunidad de leer o de oír las diatribas que el socialismo lanza contra la desigualdad, me he sentido presa de un gran ofuscamiento; pero luego he hecho un esfuerzo por apelar a la reflexión y he podido ver entonces con claridad meridiana la misión de las aristocracias. ¿Preguntáis que cuál es? Oídme.
Una vez un joven francés, una de las glorias literarias más brillantes de Francia, después de haber sostenido una lucha sin tregua contra la tentación de la impiedad; después de haber sentido aletear en torno suyo el ave negra de la duda y de haber sucumbido en ese combate que se libra en muchas almas, marchaba abrumado con el fardo enorme de su desgracia, y desolado, con el corazón hondamente herido, quiso entrar a un templo.
Moría la tarde: la obscuridad de la noche avanzaba rápidamente y extendía el imperio de la sombra por todas partes; el interior del santuario estaba envuelto en la penumbra; el joven se colocó a cierta distancia del altar. Comenzó a llevar distraídamente sus ojos sobre las cosas que lo rodeaban; de pronto se estremeció profundamente, luego avanzó con lentitud y muy quedo hacia donde estaba lo que lo había impresionado con tanta fuerza; se acercó, vio fijamente a la persona que lo había sacudido y después se retiró a uno de los rincones más apartados del templo, y envuelto en las sombras cayó de rodillas, y mientras en su alma flotaba victorioso el pensamiento de Cristo, exclamaba: ¡Creo, Dios mío, creo!... ¿Qué había pasado? Aquel joven, que en su tierna infancia había creído en los principios católicos que le había enseñado su piadosa madre, cuando llegó a esa edad en que se somete al análisis de la razón lo que nos rodea, y se deja oír el rugido de las pasiones, oyó decir que las doctrinas católicas están en pugna abierta con la verdad científica y comenzó a dudar y terminó por rendirse ante la negación. ¡Oh! Pero Cristo quiso vencer el alma de aquel gran artista. Este entró al templo, y vagamente primero, de modo preciso y claro después contempló a un hombre que de rodillas y con una devoción verdaderamente edificante rezaba el Santo Rosario. Y aquel hombre era uno de los pensadores más sabios de su tiempo y uno de los que en esos días metían más ruido en Francia; era, en pocas palabras, Ampere.
Otra vez, las falanges aguerridas e invencibles de uno de los más grandes capitanes de la antigüedad llegaron a las márgenes de un río que se ha hecho célebre en la Historia; se detuvieron en su marcha vencidas por el obstáculo que las aguas del Gránico oponían; Alejandro se dio cuenta de lo ocurrido y con la rapidez del rayo se abrió paso entre sus soldados, avanzó hasta las orillas del río y con la intrepidez que ha sido siempre el carácter distintivo de los conquistadores se lanzó a nado al torrente que pasaba impetuoso... Poco después casi todos los soldados habían triunfado del obstáculo.
Un día un rey inmensamente poderoso porque era señor de Inglaterra, después de haber hecho una apología brillante del Catolicismo y de haber refutado victoriosamente a Lutero, quiso abandonar a su esposa para contraer segundas nupcias con otra mujer; solicitó permiso para divorciarse, pero Roma fue inexorable y contestó negativamente. Entonces Enrique VIII, pues así se llamaba este rey, maldijo al Papa, Se separó de la Iglesia y se hizo pontífice supremo de la iglesia de Inglaterra. En su caída, ese coloso de cieno, de orgullo y de lascivia arrastró a un gran número de sus súbditos.
Hechos como éstos hay a millares en las páginas luminosas de la Historia; pero no quiero cansar vuestra atención, pues parece que habéis adivinado mi pensamiento y habéis percibido con claridad la misión que tienen que realizar las aristocracias en el desenvolvimiento del género humano.
La superioridad que constituye las aristocracias y que radica en ellas es un elemento creado por la naturaleza para servir de fuerza directriz con un influjo eficaz, decisivo, incontrastable, en la formación del resto de la humanidad. Y, por lo mismo, su papel no es otro que trazar los senderos que deben recorrer los pueblos, señalar con su dedo los derroteros floridos que han de llevar a las generaciones a las cumbres esplendorosas de la civilización.
¡Oh! Pero entre todas las aristocracias hay una superior a las demás, porque ejerce y puede ejercer un influjo incomparable en la orientación de las sociedades, y porque su acción se hace sentir de un modo decisivo en todas las otras clases sociales: tal es la aristocracia del talento.
Como ya lo expresé en términos claros, la aristocracia del talento está formada no ciertamente por las personas que han recibido una inteligencia privilegiada de manos de la naturaleza, sino por todos los que por diversas circunstancias han tenido la oportunidad de adquirir una cultura científica y literaria la más completa posible.
Y bien: esa aristocracia es superior a las otras y ejerce sobre todas una influencia incontrastable, porque se halla en posesión de los poderes más formidables a saber: la idea y la palabra. ¡Ah! Yo convengo y tengo que convenir con vosotras en que es grande, muy grande el poder de la aristocracia de la sangre, y ante ella, por un impulso enteramente natural y espontáneo, se ha inclinado respetuosamente la humanidad doblegada por la sangre de los ascendientes ilustres; yo convengo con vosotras en que es fuertemente poderosa la aristocracia del dinero, pues la riqueza en un momento dado lo mueve todo, lo sacude todo, dispone de todo y llega muchas veces a comprar el talento; yo convengo con vosotras en que es grande la fuerza de la aristocracia del poder, pues ella manda a su arbitrio sobre las leyes, las costumbres, la riqueza, las voluntades y las naciones; yo convengo con vosotras en que la aristocracia de la virtud subyuga, arrebata, fascina, somete y se hace respetar y rendir homenaje de admiración de los ricos y de los sabios, de los grandes y de los pequeños, de los buenos y de los malos.
Pero el día en que la idea secundada por la palabra entra en agitación y se pone en movimiento e intenta abrirse paso a través de las sombras, de las costumbres, de las instituciones, de los tiempos, de los cuerpos, de las almas, y se lanza atrevidamente contra todas las trabas y se conjura contra lo que se ha escapado a sus conquistas ¿hay alguna fuerza que pueda oponérsele victoriosamente? Yo no la conozco. Vosotras me señalaréis la materia.
¡Oh! Pero es que la materia con todos sus esfuerzos, con todos sus ímpetus, con todas sus locuras, con todas sus tempestades y con todas sus tormentas ha tenido y tiene que rendirse ante la idea.
Una vez Franklin tomó en sus manos un trozo de metal y lo levantó en alto; entonces, uno de los poderes más formidables, el rayo, descendió de los cielos, se inclinó humilde y reverentemente ante el pensamiento humano y dejó atada en los dedos del genio su cabellera de luz.

Vosotras me señalaréis la espada de los conquistadores; pero ¿ha habido acaso una espada que penetre a un alma y derribe una idea? Y ¿ha habido algún cetro, algún solio, alguna dinastía, algún dictador que no se haya roto, que no se haya desmoronado, que no haya desaparecido, que no se haya hundido, al entrar en combate igual y reñido contra el pensamiento? ¿Ha habido algún muro de granito o algún baluarte bastante endurecido que después de burlar el golpe asolador de las edades y resistir triunfalmente el azote de la mano del hombre, haya permanecido de pie y con sus almenas levantadas al aire cuando la idea y la palabra han desplegado sobre la humanidad su bandera de guerra y se han precipitado sobre las cumbres en que no flamea majestuoso y triunfante el pendón de la verdad?

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