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lunes, 20 de febrero de 2017

TRATADO DEL AMOR A DIOS






De la unión de nuestra voluntad con el beneplácito divino por la indiferencia.


El bienaventurado Ignacio de Loyola, después de haber puesto en marcha, con grandes trabajos, la Compañía de Jesús, cuyos hermosos frutos contemplaba, previendo otros mucho mejores para el porvenir, sintióse, empero, con alientos para asegurar que, si la Compañía llegase a deshacerse, cosa para él la más áspera, le bastaría media hora para sosegarse y quedar tranquilo en la voluntad de Dios. Aquel doctor y santo predicador de Andalucía, Juan de Ávila, después de haber concebido el designio de fundar una comunidad de clérigos reformados, para el servicio de la gloria de Dios, cuando tenía ya el plan muy adelantado desistió de su intento con una dulzura y una humildad incomparables, al ver que los jesuitas eran suficientes para la  realización de esta empresa. ¡Oh, qué felices son estas almas, animosas y fuertes para las empresas que Dios les inspira, y, al mismo tiempo, dóciles y flexibles en dejarlas, cuando Dios así lo dispone! Estos son los rasgos de una indiferencia perfectísima: el desistir de hacer un bien, cuando a Dios así le place, y el volver atrás en el camino comenzado, cuando la voluntad de Dios, que es nuestro guía, así lo ordena.
Así, ¿no podemos poner afecto en ninguna cosa, y hemos de dejar todos los negocios a merced de los acontecimientos? No hemos de olvidar nada de cuanto se requiere para el buen éxito de las empresas que Dios ha puesto en nuestras manos, pero siempre con la condición de que si el éxito es adverso, lo aceptemos con tranquilidad y dulzura, porque tenemos el mandato de poner un gran cuidado en las cosas que se refieren a la gloria de Dios y que nos han sido confiadas; pero no estamos obligados ni corre a cuenta nuestra el obtener un buen éxito, porque no depende de nosotros. Ten cuidado de él", le fue dicho al dueño del mesón, en la parábola de aquel pobre hombre que yacía medio muerto entre Jerusalén y Jericó. Hace notar San Bernardo que no se le dijo: Cúralo, sino: Ten cuidado de él. Así los apóstoles, con un cariño incomparable predicaron primeramente a los judíos, aunque sabían que al fin tendrían que dejarlos, como una tierra estéril, para dirigirse a los gentiles. Corresponde a nosotros el sembrar y el regar, pero el dar el fruto sólo es propio de Dios.
Pero, si la empresa, comenzaría por inspiración, se malogra por culpa de aquellos a quienes ha sido encomendada, ¿cómo se puede decir entonces que es menester conformarse con la voluntad de Dios? Porque me dirá alguno que no es la voluntad de Dios la que impide el éxito sino mi falta, e la cual no es causa la voluntad divina. Es cierto, hijo mío, que tu falta no es debida a la voluntad de Dios, pues Dios no es autor del pecado; pero es voluntad de Dios que a tu falta siga, en castigo de la misma, el fracaso y el mal éxito de la empresa, porque, si su bondad no puede querer la falta, su justicia hace que quiera la pena que por ella padeces. Así Dios no fue la causa de que David pecase, pero le impuso la pena debida a su pecado; tampoco fue la causa del pecado de Saúl, pero sí de que, en castigo, se echase a perder en sus manos la victoria.
Luego, cuando acaece que los sagrados designios fracasan, en castigo de nuestras faltas, debemos igualmente detestar la falta por un sólido arrepentimiento, y aceptar la pena que por ella recibimos, porque, así como el pecado es contrario a la voluntad de Dios, la pena es conforme a ella.

De la indiferencia que debemos practicar en lo tocante a nuestro adelanto en las virtudes.

Si no sentimos el progreso y el avance de nuestros espíritus en la vida devota, según Quisiéramos, no nos turbemos, permanezcamos en paz y procuremos que siempre la tranquilidad reine en nuestros corazones. Es deber nuestro cultivar nuestras almas y, por consiguiente, es menester que nos empleemos fielmente en ello. Pero, en cuanto a la abundancia de la cosecha y de la mies, dejemos el cuidado a nuestro Señor. El labrador nunca será reprendido por no tener una buena cosecha, sino por no haber arado y sembrado bien las tierras. No nos inquietemos, si siempre nos vemos novicios en el ejercicio de las vicisitudes; porque, en el monasterio de la vida devota, todos se creen siempre novicios y, en él, toda la vida está destinada aprobación, y no hay señal más evidente de ser, no ya novicio, sino digno de expulsión y de reprobación que el creerse profeso y tenerse por tal, porque, según la regla de esta orden, no la, solemnidad de los votos, sino el cumplimiento de los mismos hace profesas a los novicios. Pero dirá alguno: Si yo reconozco que, por mi culpa, se retarda mi aprovechamiento en las virtudes, ¿cómo puedo dejar de entristecerme y de inquietarme? Ya lo dije en la introducción a la vida devota, pero lo repito con gusto, porque es una, cosa que nunca se dirá bastante: Conviene entristecerse por las faltas cometidas, pero con un arrepentimiento fuerte y sosegado, constante y tranquilo, más nunca turbulento, inquieto, desalentado. ¿Conocéis que vuestro retraso en el camino de la virtud es debido a vuestras culpas? Pues bien, humillaos delante de Dios, implorad su misericordia, postraos en el acatamiento de su divina bondad, pedidle perdón, reconoced vuestra falta, solicitad su gracia al oído mismo de vuestro confesor y recibiréis la absolución, pero, una vez hecho esto, permaneced en paz, y, después de haber detestado la, ofensa, abrazaos amorosamente con la humillación que sentís por vuestro retraso en el progreso espiritual.
Las almas que están en el purgatorio, indudablemente están en él por sus pecados, que han detestado y detestan en gran manera; pero, en cuanto a la abyección y pena que sienten por estar privadas, durante algún tiempo, del goce del amor bienaventurado del paraíso, la sufren amorosamente y pronuncian con devoción el cántico de la justicia divina: Justo sois Señor, y rectos son vuestros juicios. Esperemos, pues, con paciencia nuestro adelanto, y, en lugar de inquietarnos por haber progresado tan poco en el pasado, procuremos obrar con más diligencia en el porvenir.

Cómo debemos unir nuestra voluntad con la de Dios
en la permisión de los pecados.

Dios odia sumamente el pecado, y, sin embargo lo permite muy sabiamente, para dejar que la criatura racional obre según la condición de su naturaleza, y para que los buenos obren más razonablemente, cuando, pudiendo quebrantar la ley, no la quebrantan. Adoremos, pues, y bendigamos esta santa permisión. Mas, puesto que la Providencia, que permite el pecado, lo odia infinitamente, detestémoslo con ella, odiémoslo, deseando con todas nuestras fuerzas que el pecado permitido no se cometa nunca; y, como consecuencia de este deseo, empleemos todos los remedios que estén a nuestro alcance para impedir el comienzo, el avance y el reino del pecado, a imitación de nuestro Señor, Que no cesa de exhortar, de prometer, de amenazar, de prohibir, de mandar y de inspirar, para apartar nuestra voluntad del pecado, en cuanto sea posible, sin detrimento de su libertad.
*Pero, una vez cometido el pecado, hagamos cuanto podamos para que sea borrado, a imitación de nuestro Señor, quien volvería a padecer la muerte para librar a una sola alma del pecado. Pero, si el pecador se obstina, lloremos, Teótimo, suspiremos, roguemos por él, juntamente con el Salvador de nuestras almas, quien habiendo, durante su vida, derramado muchas lágrimas por los pecadores, murió, finalmente, con los ojos anegados en llanto y con su cuerpo bañado en sangre, lamentando la muerte de ellos.
Este sentimiento conmovió tan vivamente a David, que desfalleció su corazón: desmayé de dolor, por causa de los pecadores que abandonaban tu ley. Y el gran Apóstol confiesa que siente un continuo dolor por la obstinación de los judíos; pero lo dice de la misma manera que decimos nosotros que bendecimos a Dios en todo tiempo, pues esto no quiere decir otra cosa que bendecimos con mucha frecuencia y en toda ocasión.
Por lo demás, hemos de adorar, amar Y alabar la justicia vindicativa de nuestro Dios, tal como amamos su misericordia, pues una y otra son hijas de su bondad. Porque, por su gracia, quiere hacemos buenos, como buenísimo, que es; y, por su justicia, quiere castigar el pecado, porque, siendo soberanamente bueno, detesta el sumo mal, que es la iniquidad. Nunca Dios retira su misericordia de nosotros, si no es en equitativa venganza de su justicia, y nunca escapamos de su justicia, sino por su misericordia, y siempre, ya castigue, ya premie, es su beneplácito adorable, amable y digno de eterna bendición. Así el justo que canta las alabanzas de su misericordia.
con los que se han de salvar, se alegrará, asimismo, cuando vea la venganza; los bienaventurados aprobarán con alegría la sentencia de condenación de los réprobos, como aprobarán la de salvación de los justos, y los ángeles que hayan practicado la caridad con los hombres confiados a su custodia, permanecerán en paz al verles obstinados y aun condenados. Es, por lo mismo, necesario descansar en la voluntad divina y besar con igual amor y reverencia la mano derecha de su misericordia y la mano izquierda de su justicia.

*Es muy frecuente que en vez de obrar como el santo nos aconseja en este apartado, obramos todo lo contrario y es por esta razón que nos vienen las angustias, desolaciones, desalientos, tristezas, melancolías y hastió de la vida porque, según nuestro concepto, es muy horrible lo que hemos cometido e incluso pensamos que no tenemos perdón de Dios, el clásico ejemplo de judas nos ilustra suficientemente el estado del alma en estos momentos dolorosos. Todo esto nace de la DESCONFIANZA EN DIOS quien ha dicho: “Dame tus pecados que te dejare mas blanco que la nieve”, y hay cosa más blanca que la nieve? Todo nace o de la ignorancia en las promesas divinas sobre el tema o de la soberbia que se cree IMPECABLE y por este camino solo cae en la desesperación en donde piensa que no hay perdón para ella. (nota del corrector)

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