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viernes, 10 de febrero de 2017

TRATADO DEL AMOR A DIOS










Tercera señal de la inspiración, que es la santa obediencia, a la Iglesia y a los superiores.
A la paz y a la, dulzura del corazón está inseparablemente unida la santa virtud de la humildad. Mas no llamo humildad al ceremonioso conjunto de palabras, ademanes, besar el suelo, reverencias, inclinaciones, cuando se hacen, come ocurre con frecuencia, sin ningún sentimiento interior de la propia abyección y del justo aprecio del prójimo. Todo esto no es más que un vano pasatiempo de los espíritus débiles, y más bien se ha de llamar fantasma de humildad que humildad verdadera.
Hablo de una humildad noble, real, jugosa, sólida, que nos haga suaves en la corrección, manejables y prontos en la obediencia. Cuando el incomparable Simeón Estilita era todavía novicio en Thelede, se hizo inflexible al parecer de los superiores, que querían impedirle la práctica de sus extraños rigores, con los que se ensañaba desordenadamente en sí mismo; y llegó la cosa al punto de ser despedido del monasterio, como poco asequible a la mortificación del corazón y excesivamente dado a la del cuerpo.
Pero habiendo sido después llamado de nuevo y hecho más devoto y prudente en la vida espiritual, se portó de otra manera, como lo prueba el siguiente hecho. Porque, cuando los eremitas de los desiertos vecinos a Antioquia tuvieron noticia de la vida extraordinaria que llevaba sobre su columna, en la cual parecía un ángel terreno o un hombre celestial, le enviaron un mensajero, escogido entre ellos, al cual dieron la orden de que le dijese en nombre de todos: "¿Por qué, Simeón, dejas el camino real de la vida devota trillado por tantos y tan grandes santos, que en él nos han precedido, y sigues otro desconocido de los hombres y tan alejada de todo cuanto se ha visto y oído hasta ahora? Deja esta columna y confórmate, como todos los demás, con la manera de vivir y con el método de servir a Dios empleado por los buenos padres, predecesores nuestros." Dieron también al mensajero la orden de que, si Simeón se sujetaba a su parecer y, para condescender con sus deseos, se mostraba dispuesto a bajar de la columna, le dejase en libertad para perseverar en aquel género de vida, que ya había comenzado, pues, por su obediencia  decían aquellos buenos padres se podrá conocer que ha emprendido esta manera de vida por inspiración divina; pero que, si, al contrario, resistía y, despreciando sus exhortaciones, quería seguir su propia voluntad, que lo sacase de allí por la fuerza y le obligase a dejar la columna.
Habiendo llegado el mensajero a la columna, no había aún puesto fin a su embajada, cuando el gran Simeón, sin demora, sin reservas, sin réplica alguna, se dispuso a bajar con una obediencia y una humildad dignas de su rara santidad. Al verlo el mensajero, "detente -le dijo - permanece aquí, persevera en este lugar constantemente, ten buen ánimo y prosigue con valor en tu empresa: tu vida en esta columna es cosa de Dios".
Ved como aquellos antiguos y santos anacoretas, reunidos en asamblea general, no encontraron señal más segura de la inspiración celestial, en una cosa tan extraordinaria como lo fue la vida de aquel gran Estilita, que el verle sencillo, dulce y amable, bajo las leyes de la santa obediencia. Dios, por su parte, bendiciendo la sumisión de aquel gran hombre, le concedió la gracia de perseverar durante treinta años enteros sobre una columna de treinta y seis codos de altura, después de haber estado siete años sobre otras columnas de seis, de doce y de veinte pies, y diez sobre la punta de una roca, en el lugar llamado Mandra. De esta manera, esta ave del Paraíso, viviendo en el aire, sin tocar el suelo, dio un espectáculo de amor a los ángeles y de admiración a los hombres. Todo es seguro en la obediencia, y todo es sospechoso fuera de ella.
Cuando Dios envía sus inspiraciones a un corazón, la primera que deja sentir es la de la obediencia. El que dice que está inspirado y se niega a obedecer a los superiores y a seguir su parecer, es un impostor. Todos los profetas y todos los predicadores que han sido inspirados por Dios, han amado siempre a la Iglesia, se han sujetado a su doctrina, siempre han recibido su aprobación, y nada han anunciado con tanta energía como esta verdad: En los labios del sacerdote ha de estar el depósito de la ciencia, y de su boca se ha de aprender la ley. De suerte que las misiones extraordinarias son ilusiones diabólicas, y no inspiraciones celestiales, si no están reconocidas y aprobadas por los pastores, cuya misión es ordinaria, porque así se ponen de acuerdo Moisés y los profetas. Santo Domingo, San Francisco, y los demás padres de las órdenes religiosas, se consagraron al servicio de las almas por una inspiración extraordinaria, pero vivieron humilde y cordialmente sumisos a la sagrada jerarquía de la Iglesia, resumiendo, las tres mejores y más seguras señales de las legítimas inspiraciones, son la perseverancia, contra la inconstancia y la ligereza, la paz y la dulzura del corazón, contra las inquietudes y las prisas. y la humilde obediencia, contra la terquedad y la arrogancia.

Breve método para conocer la voluntad de Días

San Basilio dice que la voluntad de Dios se nos manifiesta por sus preceptos o mandamientos, y que entonces no hay que deliberar, porque es menester hacer simplemente lo que está mandado; pero que, en cuanto lo demás, queda a nuestra libertad el escoger, a nuestro arbitrio lo que mejor nos pareciere... aunque no es necesario hacer todo lo que es posible, sino tan sólo lo que es conveniente. Y, finalmente, que para discernir bien lo que conviene, hay que escuchar el parecer de un prudente padre espiritual.
La elección de estado, el plan de un negocio de graves consecuencias, de alguna empresa de grandes alientos o de algún dispendio de mucha monta, el cambio de residencia, el tema de una entrevista y otras cosas parecidas, merecen que se considere seriamente qué es más conforme con la voluntad divina; pero, en las obras menudas de cada día, las cuales tienen tan poca importancia, que aun el dejarlas de hacer no es cosa irreparable ni que acarree consecuencias, ¿qué necesidad hay de andar atareado, solícito y embarazado en consultas importunas? ¿A qué viene fatigarse en averiguar si Dios prefiere que rece el rosario o el oficio de Nuestra Señora cuando es tan poca la diferencia que se echa de ver entre el uno y el otro, que ni Siquiera es menester examinarlo; o si gusta más de que vaya al hospital, a visitar a los enfermos, que a vísperas, o a sermón, o a una iglesia donde se ganan indulgencias? Por lo regular, ninguna de estas cosas aventaja tanto a las otras, que se requiera una larga deliberación acerca de ellas.
En estos trances, es menester proceder con buena fe y no andar con sutilezas, hacer con libertad lo que bien nos parezca, para no dar lugar a que nuestro espíritu pierda el tiempo y se ponga en peligro de inquietud, escrúpulo y superstición.
Ahora bien, lo dicho siempre se ha. de entender de los casos en que no hay gran desproporción entre una obra y la otra y no aparecen circunstancias notables en favor de Una de las partes.
En las cosas de importancia, hemos de ser muy humildes y no hemos de pensar que hallaremos la voluntad de Dios a fuerza de examen y de discursos sutiles. Después de haber pedido luz al Espíritu Santo, de haber aplicado nuestra consideración al conocimiento de su beneplácito, tomado consejo de nuestro director y, si el caso se ofreciere, de otras dos o tres personas espirituales, hay que resolverse y decidirse, en nombre de Dios, sin que convenga poner, después, en duda nuestra elección, sino que es menester cultivarla y sostenerla con devoción, apacibilidad y constancia. Y, aunque las dificultades, tentaciones y diversidad de acontecimientos, que encontremos en la ejecución de nuestros designios, puedan infundirnos cierta desconfianza acerca de la buena elección, debemos, empero, permanecer firmes y no poner la atención en esto, sino que hemos de considerar que, si hubiésemos hecho otra elección, tal vez estaríamos cien veces peor; aparte de que no sabemos si quiere Dios que seamos ejercitados en la consolación o en la tribulación, en la paz o en la guerra. Una vez tomada santamente la resolución, no hemos de dudar de la santidad de la ejecución, porque, si por nosotros no queda, no puede ella faltar. Obrar de otra manera, es señal de mucho amor propio o de puerilidad, de flaqueza o necedad de espíritu.


LIBRO NOVENO

Del amor de sumisión, por el cual nuestra voluntad se une al beneplácito de Dios

De la unión de nuestra voluntad con la voluntad divina, que se llama voluntad de beneplácito.

Fuera del pecado, nada se hace sino por la voluntad de Dios llamada absoluta y de beneplácito, voluntad que nadie puede impedir y que sólo se conoce por sus efectos, los cuales, una vez se han producido, nos manifiestan que Dios los ha querido y dispuesto.
Hemos de sentir, una suma complacencia, al ver cómo Dios ejercita su misericordia por medio de diversos favores, que distribuye entre los ángeles y entre los hombres, en el cielo y en la tierra, y cómo practica su justicia por una infinita variedad de penas y de castigos; porque su justicia y su misericordia son igualmente amables y admirables en sí mismas, pues una y otra no son más que una misma y absolutamente única bondad y divinidad. Mas, porque los efectos de su justicia son ásperos y llenos de amargura, los endulza siempre, mezclándolos con los de su misericordia, y hace que, en medio de las aguas del diluvio de su justa indignación, se conserve el verde olivo, y que el alma devota, como una casta paloma, pueda, al fin, encontrarle, si quiere meditar amorosamente al modo de esta ave.
Así la muerte, las aflicciones, los sudores, los trabajos, en que abunda nuestra vida, los cuales, por justa disposición de Dios, son las penas de pecado, son también, por su dulce misericordia, las gradas para subir al cielo, los medios para aprovecharnos de la gracia y los méritos para obtener la gloria. Bienaventurados son el hambre la sed, la pobreza, la tristeza, la enfermedad, la muerte y la persecución, porque son verdaderamente justos castigos de nuestras faltas pero castigos de tal manera templados y de tal manera aromatizados por la suavidad, la mansedumbre y la clemencia divina, que su amargura es una amargura amabilísima.
Pensemos de un modo particular en la cantidad de bienes interiores y exteriores, como también el gran número de penas internas y externas, que la divina Providencia ha dispuesto para nosotros, según su santísima justicia y misericordia; y, como quien abre los brazos de nuestro consentimiento, abracémoslo todo onerosísimamente, descansemos en su santísima voluntad y cantemos a Dios como himno de eterno sosiego: Hágase vuestra voluntad, así en la tierra como en el cielo. Hágase vuestra voluntad no sólo en la ejecución de vuestros mandamientos, consejos, e inspiraciones, que nosotros debemos poner Por práctica, sino también en el sufrimiento de las aflicciones y de las penas. que debemos aceptar para que vuestra voluntad disponga de nosotros, en todo y según le plazca. 


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