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viernes, 17 de febrero de 2017

RUSIA Y LA IGLESIA UNIVERSAL





VIl. LAS MONARQUÍAS DE DANIEL. «ROMA» Y «AMOR»
CONTINUACIÓN

Ahora bien; sabemos que, por una parte, Cristo previo esta necesidad de la monarquía eclesiástica confiriendo a uno solo el poder supremo e indivisible en su Iglesia, y por otra, vemos que, de todos los poderes eclesiásticos del mundo cristiano, no hay más que uno solo y único que mantenga perpetua e invariablemente su carácter centra! y universal y que, al mismo tiempo, según antigua y general tradición, esté especialmente vinculado a aquel á quien Cristo dijo: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.» La palabra de Cristo no podía dejar de cumplirse en la historia cristiana, y el principal fenómeno de esta historia debía tener una causa suficiente en la palabra de Dios. ¡Que se nos muestre, pues, para la palabra de Cristo a Pedro un efecto correspondiente distinto de la cátedra de Pedro y que se descubra para esta cátedra otra causa suficiente que no sea la promesa hecha a Pedro I
Las verdades vivientes de la religión no se imponen a toda inteligencia como teoremas geométricos.
Correría, por lo demás, el riesgo de engañarse quien creyera que las mismas verdades matemáticas son unánimemente aceptadas por todo el mundo tan sólo en razón de su evidencia intrínseca; se concuerda en reconocerlas porque nadie está interesado en rechazarlas.
No tengo la ingenua pretensión ele convencer a espíritus que sientan más poderoso atractivo por otras investigaciones que no sean la verdad religiosa. Al exponer las pruebas generales del primado permanente de Pedro como base de la Iglesia Universal, sólo me he propuesto ayudar al trabajo intelectual de aquellos que se oponen a esa verdad no por intereses ni pasiones, sino solamente por errores inconscientes y prejuicios hereditarios, Continuando esta tarea debo ahora, con la mirada siempre fija en el luminoso faro de la palabra bíblica, abordar por un momento el dominio obscuro y movedizo de la historia universal.

VIl. LAS MONARQUÍAS DE DANIEL. «ROMA» Y «AMOR».

La vida histórica de la humanidad comenzó en la confusión de Babel (Gen., XI) y concluirá en la armonía perfecta de la Nueva Jerusalén (Apoc, XXI).
Entre estos términos extremos, consignados en el primero y en el último libros de la Escritura, se sitúa el proceso de la historia universal cuya imagen simbólica nos es procurada por un libro sagrado que podría considerarse como transición entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, el libro del profeta Daniel (Dan., II, 31-36).
Como quiera que la humanidad terrestre no es ni ha de ser jamás un mundo de puros espíritus, necesita, para manifestar y desarrollar la unidad de su vida interior, un organismo social externo que debe hallarse tanto más centralizado cuanto más extenso y diferenciado llegue a ser. Así como la vida del espíritu humano individual se manifiesta por medio del cuerpo humano organizado, de igual modo el espíritu colectivo de la humanidad regenerada —la Iglesia invisible—exige una organización social visible, imagen e instrumento de su unidad. Desde este punto de vista la historia de la humanidad se presenta como la formación sucesiva del ser social universal o de la iglesia una y católica, en el amplio sentido de la palabra.
Esta obra se divide necesariamente en dos partes principales: 1.°, la unificación exterior de las naciones históricas o la formación del cuerpo universal de la humanidad, mediante el trabajo más o menos inconsciente de los poderes terrestres bajo la acción invisible e indirecta de la Providencia, y 2.°, la animación de este cuerpo por el poderoso soplo del Hombre-Dios y su ulterior desarrollo por la acción combinada de la gracia divina y las fuerzas humanas, más o menos conscientes. Tenemos así, en otros términos, por un lado la formación de la monarquía universal natural, y, por otro, la formación y desarrollo de la monarquía espiritual o la Iglesia Universal, sobre la base y en el cuadro de la organización natural correspondiente.
La primera parte de la gran obra constituye esencialmente la historia antigua o pagana. La segunda determina principalmente la historia moderna o cristiana.
Establece la unión la historia del pueblo de Israel, que, bajo una acción especial del Dios vivo, preparó el medio orgánico y nacional en que aparecía el Hombre-Dios, que es el principio espiritual de unidad para el cuerpo universal y el centro absoluto de la historia.
Mientras la nación sagrada preparaba la corporeidad natural del Hombre-Dios individual, las naciones profanas elaboraban el cuerpo social del Hombre-Dios colectivo, de la Iglesia Universal. Como la obra del paganismo era producida por esfuerzos puramente humanos que sólo indirecta e invisiblemente eran dirigidos por la Providencia divina, era inevitable que procediera mediante ensayos y esbozos. Así, antes de la efectiva monarquía universal, vemos surgir monarquías nacionales, con pretensiones de universalidad, pero incapaces de lograrla.
Tras de la monarquía asiriobabilónica (aquella cabeza de oro del más puro y centralizado despotismo) viene la monarquía medopersa (porque el pecho y los brazos de plata simbolizan un poder despótico menos centralizado, menos puro, pero mucho más vasto en cambio), que encierra en sus brazos toda la escena histórica de entonces, entre la Grecia por un lado y la India por otro. Luego viene la monarquía macedónica de Alejandro el Grande, viene de cobre, que devora a la Hélade y el Oriente. Pero, a pesar de su abundancia, en el orden de la cultura intelectual y estética, el helenismo fue impotente en la acción práctica, incapaz de crear un cuadro político y un centro de unidad para la muchedumbre de naciones que había invadido.
Como gobierno adoptó, sin cambio esencial ninguno, el absolutismo de los déspotas nacionales que encontró en Oriente, y, aunque impuso al mundo conquistado la unidad de su cultura, no pudo impedir que se dividiera en dos grandes Estados nacionales helenizados a medias, el reino heleno-egipcio de los Ptolomeos y el reino heleno-sirio de los Seléucidas. Ora en guerra encarnizada, ora en inestable alianza por medio de los casamientos dinásticos, ambos reinos estaban bien representados por los dos pies del coloso en que el hierro del despotismo primitivo se mezclaba al barro blando de una cultura decadente.
De esa manera el mundo pagano, dividido entre dos potencias rivales con dos centros políticos e intelectuales —Alejandría y Antioquía—, carecía de base histórica suficiente para la unidad cristiana.
Pero existía una piedra —Capitolii immobile saxum—una pequeña ciudad de Italia, cuyo origen estaba envuelto en fábulas misteriosas y significativos milagros y cuyo mismo nombre verdadero se ignoraba.
Esta piedra, lanzada por la Providencia de! Dios de la historia, fue a golpear los pies de barro del mundo greco-bárbaro de Oriente, derribó y desmenuzó al impotente coloso y se convirtió en un gran monte. El mundo pagano logró un centro real de unidad. Se estableció una monarquía verdaderamente nacional y universal, que abrazaba al Oriente y al Occidente. No sólo fue mucho más extensa que la más vasta de las monarquías nacionales, contuvo no sólo muchos más elementos heterogéneos (de nacionalidad y de cultura), sino que fue sobre todo poderosamente centralizada y transformó a esos diversos elementos en un todo real y activo. En lugar de un monstruoso simulacro compuesto de partes heterogéneas, la humanidad se convirtió en cuerpo organizado y homogéneo: el Imperio Romano, con un centro individual y vivo: César Augusto, depositario y representante de todas las voluntades unidas del género humano.
Pero, ¿qué fue César y cómo llegó a representar el centro viviente de la humanidad? ¿En qué se fundó su poder? La larga y dolorosa experiencia convenció a los pueblos de Oriente y Occidente que la división y la lucha continuas son un mal y que es necesario un centro de unidad para fundar la paz del mundo.
Este deseo vago, pero muy real de la paz y la unidad, echó al mundo pagano a los pies de un aventurero que reemplazaba con éxito las creencias y los principios con las armas de las legiones y con su propia audacia. La unidad del Imperio tuvo así como fundamentos únicos la fuerza y la suerte.
Si el primero de los Césares pareció ser digno del triunfo por su genio personal, si el segundo lo justificó en cierta medida por su calculada piedad y su prudente moderación, el tercero fue un monstruo y tuvo por sucesores idiotas y locos. El Estado universal que debía ser encarnación de la misma Razón social fue realizado en un hecho absolutamente irracional cuyo absurdo se sostuvo sólo con la blasfemia de la apoteosis imperial.
El Verbo divino, unido individualmente a la naturaleza humana y queriendo unir a Sí socialmente el ser colectivo de la humanidad, no podía establecer esta unión ni sobre la discordia de una turba anárquica ni sobre la arbitrariedad de una tiranía. Sólo podía unirse a la humana sociedad por medio de un poder fundado en la Verdad.
En el dominio social no cuentan directamente y en primer lugar las virtudes ni defectos personales.
Si consideramos malo y falso al poder imperial de la Roma pagana, no es únicamente a causa de los crímenes y locuras de un Tiberio y de un Nerón; sino sobre todo porque el mismo poder imperial, representado, ya por Calígula, ya por Antonino, se fundaba en la violencia y estaba coronado por la mentira. El emperador real —criatura improvisada de los legionarios y pretorianos— era confirmado por la fuerza ciega y grosera; el emperador ideal de la apoteosis era una ficción impía.
Al falso hombre-dios de la monarquía política opuso, el verdadero Dios-Hombre, el poder espiritual de la monarquía eclesiástica basado en la Verdad y el Amor. La monarquía universal, la unidad internacional debían subsistir, el centro de unidad no debía cambiar de sitio; pero el propio poder central, su carácter, su origen, su sanción, debían ser renovados.
Los mismos romanos tenían el vago presentimiento de esa misteriosa transformación. Si el nombre vulgar de Roma significaba en griego fuerza, y si un poeta de la Hélade en decadencia saludaba a los nuevos señores en este nombre: «.Chaire moi Roma, tkigater Áreos : Saludaré a Roma (la fuerza), hija de Marte» ; los ciudadanos de la Ciudad Eterna, leyendo su nombre a la manera semítica, creían descubrir su verdadera
Significación: Amor. La antigua leyenda, rejuvenecida por Virgilio, vinculaba el pueblo romano y en particular la dinastía de César, a la madre del Amor, y mediante ella, al Dios supremo.
Pero su Amor era servidor de la muerte y su Dios supremo un parricida. La piedad romana, su principal título de gloria y el fundamento de su grandeza, era un sentimiento verdadero referido a principios falsos.
Y justamente se trataba de cambiar los principios.
Se trataba de revelar la verdadera Roma, fundada en la verdadera religión. Al reemplazar las innumerables triadas de dioses parricidas por la única Trinidad divina consubstancial e indivisible, era necesario cambiar como fundamento a la sociedad universal, en lugar del imperio de la Fuerza, una Iglesia del Amor.
¿Fue pura casualidad el que, para proclamar su verdadera monarquía universal fundada no ya en el servilismo de los súbditos y la arbitrariedad de un príncipe mortal, sino en la libre adhesión de la fe y el amor humanos a la Verdad y la Gracia de Dios, Jesucristo escogiera el momento de llegar con sus discípulos a los confines de Cesárea de Filipo, la ciudad que un esclavo de los Césares dedicó al genio de su amo? ¿Fue casualidad también cuando, para sancionar definitivamente su obra fundamental, Jesús escogió las inmediaciones de Tiberiades y, frente a los monumentos que hablaban del señor actual de la falsa Roma, consagró al futuro señor de la verdadera Roma, indicándole el nombre místico de la ciudad eterna y el principio supremo de Su nuevo Reino: Simón bar Jona, me AMAS más que estos? ¿Por qué, empero, el Amor verdadero que ignora la envidia y cuya unidad nada tiene de exclusivo, debe concentrarse en uno solo y revestir para su obra social la forma monárquica de preferencia a las otras? Puesto que no se trata de la Omnipotencia de Dios, que podría imponer exteriormente la verdad y la justicia a los hombres, sino del amor divino del cruel el hombre participa por libre adhesión, la acción directa de la divinidad debe estar reducida, al mínimum.
Esta no puede ser totalmente suprimida, porque todo hombre es mentira y porque ningún ser humano, tanto individual como colectivo, entregado a sus propios medios, podría mantenerse en relación constante y progresiva con la Divinidad. Pero el fecundo Amor de Dios, unido a la Sabiduría divina quae in superfluis non abundat, para ayudar a la humana debilidad y dejar al mismo tiempo obrar fas fuerzas de la humanidad, escoge el camino en que la acción unificante y vivificante de la verdad y la gracia sobrenaturales sobre la masa de la humanidad halla menos obstáculos naturales y encuentra el medio social exteriormente conforme y adaptado a la manifestación de la verdadera unidad. El camino que facilita la unión divinohumana en el orden social y forma en la misma humanidad un órgano central unificante, es el camino monárquico. Para reproducir en todo momento la unidad espontánea sobre la caótica base de las opiniones independientes y de las voluntades discordantes, sería menester cada vez una nueva acción inmediata y manifiestamente milagrosa de la Divinidad, una operación ex nihilo que se impusiera a los hombres y les privara de su libertad moral. Así como el Verbo divino apareció en la tierra, no en su esplendor celeste, sino en la humildad de la naturaleza humana, y como aún hoy para darse a los creyentes reviste la humilde apariencia de las especies materiales, tampoco quiso gobernar directamente con su poder divino la sociedad humana, y prefirió emplear como medio regular de su acción social una forma de unidad que ya existiera en el género humano: la monarquía universal.
Bastaba para ello regenerar, espiritualizar, santificar esta forma social, poniendo en lugar del principio de la muerte, la violencia y el fraude, el principio eterno de la Gracia y la Verdad, En vez de un jefe de soldados que, con espíritu de mentira, se pretendiera dios, hubo que poner al jefe de los creyentes, que, en espíritu de verdad, reconoció y confesó a su Maestro como Hijo del Dios vivo. En vez de un déspota furioso, que habría querido hacer del esclavizado género humano su víctima sangrienta, hubo que exaltar al ministro amanúe del 7?/c5 que derramó su sangre por la humanidad.
En los confines de Cesárea y en la ribera del mar de Tiberiades, Jesús destronó a César;- no al César del denario, ni al César cristiano del porvenir, sino al de la apoteosis, al César soberano único, absoluto y autónomo del universo, Centro de unidad supremo para eí género humano. Lo destronó creando un nuevo y mejor centro de unidad, un nuevo y mejor soberano fundado en la fe y el amor, la verdad y la gracia.
Y, al destronar el falso e impío absolutismo de los Césares paganos, Jesús confirmó y eternizó la monarquía universal de Roma dándole su verdadera base teocrática.
En cierto modo fue sólo un cambio de dinastía; la dinastía de Julio César, pontífice supremo y dios, fue reemplazada por la dinastía de Simón Pedro, pontífice supremo y siervo de los siervos de Dios.


 “AL FINAL MI CORAZÓN INMACULADO TRIUNFARA… ”

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