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martes, 17 de enero de 2017

TRATADO DEL AMOR A DIOS - San Francisco de Sales

LIBRO OCTAVO

Del amor de conformidad, por el cual unimos
nuestra voluntad a la de Dios, que nos es significada por sus mandamientos, consejos
e inspiraciones


Del amor de conformidad, que proviene de la sagrada complacencia.

El verdadero amor nunca es desagradecido, y siempre procura complacer a aquellos en quienes se complace; de aquí nace la conformidad de los amantes, que nos hace tales como lo que amamos.  Esta transformación se hace insensiblemente por la complacencia, la cual, cuando entra en nuestros corazones, engendra otra para aquel de  quien la hemos recibido. Así, a fuerza de complacerse en Dios, se hace el hombre conforme a Dios, y nuestra voluntad se transforma en la divina, por la complacencia Que en ella siente.  El amor -dice San Juan Crisóstomo- o encuentra o engendra la semejanza; el ejemplo de aquellos a quienes amamos ejerce un dulce e imperceptible imperio y una autoridad insensible sobre nosotros; es menester o dejarlos o imitarles.  Con el placer que nuestro corazón recibe de la cosa amada, atrae hacia si las cualidades de ésta, porque el deleite abre el corazón, como la tristeza lo encoge, por lo que la sagrada Escritura emplea, con frecuencia, la palabra dilatar en lugar de la palabra alegrar. Estando, pues, abierto el corazón por el placer, las impresiones que producen las cualidades de las cuales aquel depende penetran fácilmente en el espíritu, y con ellas también las otras que dimanan del mismo objeto, las cuales, aunque no desagraden, no dejan empero de penetrar en nosotros mezcladas con el placer. Por esta causa, la santa complacencia nos transforma en Dios, a quien amamos, y cuanto mayor es tanto más perfecta es la transformación. Así los santos que han amado mucho han sido rápida y perfectamente transformados, habiendo sido el amor el que ha transportado e introducido las costumbres y las cualidades de un corazón a otro.  Dice el gran Apóstol que no se puso la ley para sino por el santo amor, y el que ama no necesita el justo; porque, en verdad, el justo no es justo ser apremiado por el rigor de la ley, pues el amor es el doctor que más mueve, y que con más fuerza persuade al corazón que lo posee, a que obedezca a las voluntades e intenciones del amado.

De la conformidad de sumisión, que procede del amor de benevolencia  

El amor de benevolencia nos lleva a rendir una total obediencia y sumisión a Dios, por propia elección e inclinación y aun por una, suave violencia amorosa, al considerar la suma bondad justicia y rectitud de la divina voluntad ¿Acaso no vemos cómo una doncella, por libre elección que nace del amor de benevolencia, se sujeta a un esposo, al cual, por otra parte, no estaba en manera alguna obligada, y cómo un gentilhombre se somete al servicio de un príncipe extranjero o bien pone su voluntad en manos del superior de la comunidad religiosa en la cual ha ingresado? De esta manera, pues, se realiza la conformidad de nuestro corazón con la voluntad de Dios, cuando ponemos todos nuestros afectos en manos de la divina voluntad, para que sean doblegados y manejados a su gusto, moldeados y formados según su beneplácito. Y en este punto consiste la profundísima obediencia del amor, la cual no tiene necesidad de ser movida por amenazas ni por recompensas, ni por ley ni mandato alguno, porque ella previene todo esto y se somete a Dios por la sola perfectísima bondad que hay en Él, por razón de la cual merece que toda voluntad le sea obediente, y le esté sujeta y sumisa, conformándose y uniéndose para siempre, en todo  y por todo a las intenciones divinas.

Cómo debemos conformarnos con la divina voluntad, que llaman significada.

Algunas veces consideramos la voluntad de Dios en sí misma, y al verla toda santa y toda buena, no es fácil alabarla, bendecirla y adorarla y sacrificar nuestra voluntad y todas las de las demás criaturas a su obediencia, por lo cual exclamamos: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. Otras veces, consideramos la voluntad de Dios en los acontecimientos que nos sobrevienen y en las consecuencias que de ellos se nos derivan, y, finalmente, en la declaración y en la manifestación de sus intenciones. Y, aunque es cierto que su divina Majestad sólo tiene una voluntad absolutamente única y simplicísima, con todo le damos diferentes nombres según la variedad de los medios por los cuales la conocemos; variedad según la cual estamos también diversamente obligados a conformarnos con ella.  La doctrina cristiana nos propone claramente las verdades que Dios quiere que creamos.  Ahora bien, como que esta voluntad de Dios significada procede a manera de deseo y no de un querer absoluto, podemos o bien seguirla obedeciendo o bien resistirle desobedeciendo, porque tres son los actos de la voluntad de Dios en este punto: quiere que podamos resistir, desea que no resistamos, y permite, sin embargo, que resistamos si queremos. El que podamos resistir depende de nuestra natural condición y libertad; el que no resistamos es conforme al deseo de la divina bondad. Luego, cuando resistimos, Dios en nada contribuye a nuestra desobediencia, sino que, dejando nuestra voluntad en manos de su libre albedrío, permite que elija el mal. Pero, cuando obedecemos, Dios contribuye con su auxilio, sus inspiraciones y su gracia. Porque la permisión es un acto de la voluntad que, de suyo, es estéril e infecundo y, por así decirlo es un acto pasivo, que no hace nada, sino que deja hacer.  Al contrario, el deseo es un acto activo, fecundo fértil, que excita, atrae y apremia. Por esta causa, al desear Dios que sigamos su voluntad significada, nos solicita, exhorta, incita, inspira, ayuda y socorre; pero, al permitir que resistamos, no hace otra cosa que dejar que hagamos lo que queramos, según nuestra libre elección, contra su deseo e intención. Sin embargo, este deseo de Dios es un verdadero deseo, porque ¿cómo se puede expresar más ingenuamente el deseo de que un amigo coma bien, sino preparando un bueno y excelente festín, como lo hizo aquel rey de la parábola evangélica; y después invitarle, instarle y casi obligar le, con ruegos, exhortaciones y apremios, a que vaya a sentarse a la mesa y a que coma? A la verdad, aquel que, a viva fuerza, abriera la boca de un amigo y le introdujera la comida en las fauces y se la hiciese tragar, no le daría un banquete de cortesía, sino que le trataría como a una bestia y como a un ave a la que se quiere cebar. Esta especie de beneficio quiere ser ofrecido por medio de invitaciones, ruegos y llamamientos, y no ejercido por la violencia y por la fuerza. Por esta razón, se hace a manera de deseo y no de querer absoluto. Pues bien, lo mismo ocurre con la voluntad de Dios significada, pues por ella quiere Dios, con verdadero deseo, que hagamos lo que Él nos manifiesta, y, para ello, nos da; todo lo que se requiere, exhortándonos e instándonos a que lo empleemos. En esta clase de favores no se puede pedir más.  Luego, la conformidad de nuestro corazón con la voluntad de Dios significada consiste en que queramos todo lo que la divina bondad nos manifiesta como intención suya, de suerte que creamos según su doctrina, esperemos según sus promesas, temamos según sus amenazas, amemos y vivamos según sus mandatos y advertencias, a lo cual tienden las protestas que, con tanta frecuencia, hacemos durante las ceremonias litúrgicas. Porque, para esto, nos ponemos de pie mientras se lee el Evangelio, para dar a entender que estamos prestos a obedecer la santísima voluntad de Dios significada, contenida en él.  Para esto besamos el libro, en el lugar del Evangelio, para adorar la santa palabra que nos da a conocer la voluntad celestial. Para esto, muchos santos y santas llevaban antiguamente el Evangelio escrito sobre sus pechos, como reconfortante, tal como se lee de Santa Cecilia, y tal como, de hecho, se encontró el de San Mateo sobre el corazón de San Bernabé difunto, escrito de su propia mano.

De la conformidad de nuestra voluntad con la que Dios tiene de salvarnos. 

Dios nos ha manifestado de tantas maneras y por tantos medios que quiere que todos nos salvemos, que nadie lo puede ignorar. Con este intento nos hizo a su imagen y semejanza por la creación, y Él se hizo a nuestra imagen y semejanza por la encarnación, después de la cual padeció la muerte, para rescatar a toda la raza de los hombres y salvarla. Y, aunque no todos se salven, esta voluntad no deja, empero, de ser una verdadera voluntad de Dios, Que obra en nosotros según la condición de su naturaleza y de la nuestra; porque su bondad le mueve a comunicamos generosamente los auxilios de su gracia, para que podamos llegar a la felicidad de su gloria, pero nuestra naturaleza requiere que su liberalidad nos deje en libertad para aprovecharnos de ellos y así salvarnos, o para despreciarlos y perdernos. Ciertamente, sus delicias consisten en estar entre los hijos de los hombres, para verter sus gracias sobre ellos. Nada es tan agradable y delicioso para las personas libres como el hacer su voluntad. La voluntad de Dios es nuestra santificación, y nuestra salvación su beneplácito.  Todo el templo celestial de la Iglesia triunfante y de la militante resuena por todos lados con los cánticos y alabanzas de este dulce amor de Dios para con nosotros. Y el cuerpo sacratísimo del Salvador, como un templo santísimo de su divinidad, está todo adornado con las señales e insignias de esta benevolencia.  Debemos querer nuestra salvación tal como Dios la quiere; Ella quiere por manera de deseo; luego, debemos también nosotros quererla de conformidad con su deseo. Pero no solamente la quiere, sino que, además, nos da todos los medios necesarios para hacernos llegar a ella, nosotros, como consecuencia de este deseo que tenemos de salvarnos, no sólo debemos quererla, sino también aceptar todas las gracias que nos tiene preparadas y que nos ofrece.  Pero acontece muchas veces que los medios para llegar a alcanzar la salvación, considerados en conjunto y en general, son gratos a nuestro corazón, pero, en sus pormenores y en particular, le parecen espantosos. ¿No vemos, acaso, al pobre San Pedro dispuesto a recibir, en general, toda suerte de penas y aun la misma muerte para seguir a su Maestro? Y sin embargo, cuando llegó la ocasión, palideció, tembló y renegó de su Señor a la sola voz de una criada. Todos pensamos que podemos beber el cáliz de nuestro Señor juntamente con Él; pero cuando, en realidad, se nos ofrece, huimos y lo dejamos todo. Cuando las cosas se nos presentan en concreto, producen una impresión más fuerte e hieren más sensiblemente la imaginación. Por esta causa en la Introducción de la Vida Devota aconsejo que, en la santa oración, después de los afectos generales, se hagan resoluciones particulares. David aceptaba en particular las aflicciones como una preparación para la perfección, cuando cantaba: Bien me está que me hallas humillado, para que aprenda tus justísimos preceptos. Así fueron los apóstoles, los cuales se gozaron en las tribulaciones, pues de ellas recibían el favor de padecer ignominias por el nombre de su Salvador.


De la conformidad de nuestra voluntad con la de Dios que nos es significada por sus mandamientos.

Nunca es más agradable un presente que cuando nos lo hace un amigo. Los más suaves mandatos se hacen ásperos si un corazón tirano y cruel los impone, y nos parecen muy amables, cuando los dicta el amor. La servidumbre le parecía a Jacob un reinado, porque procedía del amor.  Muchos guardan los mandamientos como quien toma una medicina, a saber, más por temor de morir y condenarse que por el placer de vivir según el agrado de Dios.  Al contrario, el corazón enamorado ama los mandamientos, y cuanto más difíciles son, más dulces y agradables le parecen, porque así mejor complace al Amado y es mayor el honor que le tributa. Entonces deja escapar y canta himnos de alegría, cuando Dios le enseña sus mandamientos y sus justificaciones  De la conformidad de nuestra voluntad con la de Dios significada por los consejos.  Hay mucha diferencia entre el mandar y el recomendar. El que manda echa mano de la autoridad para obligar; el que recomienda usa de la amistad para mover y provocar. El mandamiento impone algo que es necesario; el consejo y la recomendación nos exhortan a lo que es de mayor utilidad. Al mandamiento corresponde la obediencia; al consejo, el asentimiento. Seguimos el consejo para complacer, y el mandamiento para no desagradar. Por esta causa, el amor de complacencia, que nos obliga a dar gusto al amado, nos lleva, por lo mismo, a la observancia de los consejos, y el amor de benevolencia, que quiere que todas las voluntades y todos los afectos le estén sujetos, hace que queramos no sólo lo que él ordena sino también lo que aconseja y aquello a lo cual nos exhorta, así como el amor y el respeto que un hijo fiel tiene a su buen padre, hace que se resuelva a vivir no sólo según los mandatos que impone, sino también según los deseos y las inclinaciones que manifiesta.  El consejo se da en beneficio de aquel a quien se aconseja, a fin de que sea perfecto, si quieres ser perfecto -dice el Salvador-, ve, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme Pero el corazón amante no recibe el consejo para su utilidad, sino para conformarse con el deseo del que aconseja y para rendir el homenaje que es debido a su voluntad. Por lo mismo, no guarda los consejos sino en la medida que Dios quiere, y Dios no quiere que cada uno los observe todos, sino tan sólo aquellos que son convenientes, según la diversidad de personas, de tiempo, de ocasiones y de fuerzas, tal como la caridad lo requiere: porque es ésta la que, como reina de todas las virtudes, de todos los mandamientos, de todos los consejos y, en una palabra, de todas las leyes y de todos los actos del cristiano, da a todas estas cosas la categoría, el orden, la oportunidad y el valor.  Si tu padre o tu madre tienen verdadera necesidad de tu ayuda para vivir, no es entonces la ocasión de poner en práctica el consejo de retirarte a un monasterio, porque la caridad ordena que cumplas el mandamiento de honrar, servir, ayudar y socorrer a tu padre y a tu madre, Eres un príncipe, por cuyos descendientes los súbditos de la corona han de ser conservados en paz y aseguradas contra la tiranía, las sediciones y las guerras civiles; no hay duda que un bien tan grande te obliga a procurarte, por un santo matrimonio, legítimos sucesores. No es perder la castidad o, a lo menos, es perderla castamente, el sacrificarla en aras del bien público, en obsequio de la caridad. ¿Tienes una salud floja e inconsciente, que tiene necesidad de grandes cuidados? No practiques voluntariamente la pobreza efectiva, porque la caridad no sólo no permite a los padres de familia venderlo todo para darlo a los pobres, sino que les manda reunir honradamente lo que es menester para la educación y el sustento de la esposa, de los hijos y de los criados; como también obliga a los reyes y a los príncipes a acumular tesoros, los cuales, adquiridas mediante justas economías, y no por tiránicos procedimientos, sirvan como de saludable preservativo contra los enemigos visibles.  ¿Acaso no aconseja San Pablo a los casados que, transcurrido el tiempo de .la oración, vuelvan al tren de vida, bien ordenado de los deberes conyugales? Todos los consejos han sido dados para la perfección del pueblo cristiano, mas no para la perfección de cada cristiano en particular. Hay circunstancias que los hacen unas veces imposibles otras inútiles, otras peligrosos, otras dañosos, por lo cual nuestro Señor dice de uno de estos consejos lo que quiere que se entienda de todos: Quien pueda tomarlo que lo tome  como si dijera, según lo expone San Jerónimo: quien pueda ganar y llevarse el honor de la castidad, como premio de su reputación, que lo tome pues es el premio propuesto a los que corren denodadamente. Luego, no todos pueden, o mejor dicho, no es conveniente a todos la guarda de todos los consejos, pues, habiendo sido dados en favor de la caridad, ha de ser ésta la regla y la medida Que hemos de seguir en la práctica de los mismos.


Así, pues, cuando la caridad lo ordena, se sacan los monjes y los religiosos de los claustros, para hacerlos cardenales, prelados y párrocos,  y hasta para que contraigan matrimonio para la quietud de los reinos, según hemos dicho más arriba y según ha ocurrido algunas veces. Ahora bien, si la caridad obliga a salir de los claustros a los que, por voto solemne, están ligados con ellos, con mucha mayor razón y por un motivo de menor importancia se puede, por la autoridad de esta misma caridad, aconsejar a muchos que permanezcan en sus casas, que conserven sus bienes, que se casen, y hasta que tomen las armas y vayan a la guerra, a pesar de ser una profesión tan peligrosa.  Ahora bien, cuando la caridad induce a unos a la práctica de la pobreza, y aparta de ella a otros; cuando encamina a unos hacia el matrimonio y a otros hacia la continencia; cuando encierra a unos en un claustro y saca de él a otros, no tiene necesidad de dar explicaciones a nadie; porque ella, en la ley cristiana, tiene la plenitud del poder, según está escrito: La caridad todo lo puede. Ella posee el colmo de la prudencia, según se dijo: La caridad nada hace en vano. Y, si alguno quiere preguntarle por qué obra así, podrá responder osadamente; Porque el Señor tiene necesidad de ello. Todo se hace por la caridad, y la caridad todo lo hace por Dios; todo ha de servir a la caridad, más ella no ha de estar al servicio de nadie, ni siquiera de su amado, del cual no es sierva, sino esposa. Por esto es ella la que ha de regular la práctica de los consejos; porque a unos les ordenará la castidad, y no la pobreza; a otros la obediencia, y no la castidad; a otros el ayuno, y no la limosna; a otros la limosna, y no el ayuno; a unos la soledad; a otros el ministerio pastoral; a unos la conversación; a otros la soledad. En resumen, la caridad es una agua sagrada que fecunda el jardín de la Iglesia, y aunque es incolora, cada una de las flores que hace crecer tiene su color diferente. Ella produce mártires, más rojos que la rosa; vírgenes más blancas que el lirio; a unos les comunica el fino morado de la mortificación; a otros el amarillo de los cuidados del matrimonio, valiéndose de los diversos consejos para la perfección de las almas, tan felices de vivir bajo su mando.

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